El arte de las fugas

A millas y años luz de aquel instante, recuerdo la primera vez que escuché una frase que habría de marcar mi adolescencia y que, sin que me resultara obvio hasta hace un lustro, estaría presente también en mi vida adulta. 

La máxima era atribuida al entonces general de Ejército —y todavía heredero de la finca privada que es Cuba— y rezaba: “El deber de todo buen soldado es escaparse. Y el deber de todo buen oficial es atraparlo”. 

La sentencia me llegó de boca de un capitán de cuyo nombre no quiero acordarme. Y me la dijo una tarde en que me atraparon en el acto de buscar mi salida de emergencia. 

En aquel entonces, yo no era un soldado —nunca lo fui—, pero me trataban, de hecho, me entrenaban como tal. Esto ocurrió durante mi incursión —breve, pero indeleble— en la vida castrense: era un alumno más de la Escuela Militar “Camilo Cienfuegos” de Capdevila, preuniversitario riguroso donde los hubiera, del que, por fin, me expulsarían en el duodécimo grado por “graves problemas disciplinarios”.

El motivo de mis constantes escapadas era la Escuela Vocacional “Vladimir Ilich Lenin”, un preuniversitario a una hora de mi escuela, o más, en dependencia del tiempo que tardáramos en conseguir un camión, guagua o chofer particular que tuviera la gentileza de adelantarnos un tramo del camino en aquellas carreteras nocturnas agraciadas con muy poca luz y muchos baches. 

Iba a la Lenin no por la cercanía, que era relativa, sino por la generosa proporción entre hembras y varones —cinco por uno—, lo que constituía el extremo opuesto de aquel cuartel militar en el que se me iba la vida entre gritos de “firmes” y “rompan filas”. 

Algunas estudiantes de la Vocacional Lenin tenían cierta vocación por el uniforme verde que vestíamos los “camilitos”. No sé si por caridad, mal gusto o para variar, pero lo cierto es que nos acogían con los brazos abiertos y hacían que valieran la pena y el esfuerzo nuestros meticulosos planes de fuga, que incluían calcular al detalle los horarios de los pases de lista y de las innecesarias e incontables formaciones en la plazoleta central, que evitáramos la pesada luz de los reflectores y cruzáramos, no siempre libres de arañazos, la cerca de alambre de púas que separaba a la jaula pequeña que era la escuela militar de la jaula grande que era el resto de la isla.

Los estudiantes de ambas escuelas estábamos confinados a nuestros respectivos recintos en la periferia habanera desde la noche del domingo hasta la tarde del viernes, cuando nos daban el pase para ir a casa a recordar como lucían los rostros de nuestras madres. En medio de aquel encierro continuo y sistemático, los camilitos nos fugábamos a La Lenin por amor… y otros efectos especiales. 

Perdonen el repentino salto a la primera persona del plural. La circunstancia lo pedía. Regreso a alimentar el ego.

En una escuela y un país en donde la delación era y, por desgracia, sigue siendo moneda de cambio, todavía me jacto de jamás haber delatado ni a propios ni a extraños. Esto viene a cuento pues en una ocasión estuve más de un mes castigado, sin pase, por no revelar la identidad del autor intelectual del pelotazo que rompió un ventanal del gimnasio. 

El noviazgo del balón de fútbol con la patada que lo condujo al futuro cristal roto fue considerado un acto de sabotaje a la institución revolucionaria, en tanto que destruyó la tranquilidad escolar y la propiedad del estado. Me amenazaron con la famosa “mancha en el expediente”; cuando ese recurso no funcionó, me trataron de reclutar a la Unión de Jóvenes Comunistas —por aquello de “si no puedes con tu enemigo, únete a él”—, pero en ambas ocasiones, ay, este hombre dijo “no” y siguió callando. (“Menudo heroísmo”, pienso ahora, pero el diablo siempre ha vivido en los detalles). 

¿Y qué hice durante esos fines de semana encerrado en mi escuela-cárcel? Pues fugarme para caer por los siempre gratos aquelarres que organizaban mis amigos de La Lenin. Entonces, en medio de los rones y el jolgorio, recordaba la frase jactanciosa del capitán y la subvertía: el deber de un buen soldado es escaparse y que no lo atrapen.

Cuando el cúmulo de indisciplinas —fugas incluidas— fue tal que la situación pedía a gritos un escarmiento público, a la jefatura de la escuela no le quedó más remedio que expulsarme de sus gloriosas filas. Fui a parar a los Camilitos del Cotorro, institución que se dignó a acogerme, cumpliendo su papel de vertedero a donde íbamos a dar todos los indeseados de las otras tres escuelas militares de La Habana. 

Y entonces aquello fue coser y cantar. El gardeo a presión al que me tenían acostumbrado en Capdevila brillaba por su ausencia en el Cotorro, de modo que pasé el resto del curso perfeccionando las mil y una maneras de escurrirme por el hueco de una aguja. 

Aun así, al final del curso, en un matutino, los jerarcas de la escuela me retiraron el derecho a asistir al acto de graduación, declarándome una “vergüenza al uniforme militar”, dictamen que sigue estando en el hit parade de mis cumplidos. 

Un poco por llevarles la contraria y un poco por cerrar aquel capítulo bailando, esa noche me colé en aquella fiesta que también era mía; lo que, si se mira bien, constituye una fuga a la inversa, pues crucé también una cerca (en ese caso, de un club de recreo para militares); la diferencia radica en que en esa ocasión lo hacía para entrar. 

Nada pudo prepararme mejor para casi dos décadas de exilio sin pasaje de regreso que esos tres años envuelto en aquel odioso uniforme verde olivo, periodo en el que aprendí a ser y a estar lejos de mi familia. Nada me pudo preparar mejor para mi gran fuga del país que aquellas escapadas juveniles durante mi etapa de estudiante de una escuela militar. 

De tal suerte –y vaya suerte—, años más tarde tendría la oportunidad de poner en práctica lo ejercitado en los tiempos en que seguía los pasos de Papillón y aprendía a calcular el vaivén de la séptima ola. 

En un breve ensayo, mi amigo Enrique Del Risco plantea un argumento irrefutable: “de las dictaduras de verdad, uno se va solo una vez”. 

Sin embargo, tres fueron las veces que salí de Cuba y las tres siguiendo el mismo método, que no expongo aquí por si todavía no ha caducado; pero que, en esencia, consistía en jugarle cabeza a la maquinaria tan represiva como burocrática que se encarga de controlar la entrada y salida de los cubanos a la isla que los vio envilecer. 

La tercera de mis fugas, que a la larga fue la vencida, se asemejaba a las de mis años mozos en que también venía al encuentro de un vestido y un amor. Y al igual que en mis días de estudiante, tuve que sortear a mis cancerberos para llegar a su encuentro. 

Al arribar a Estados Unidos, ya sin necesidad de seguirme fugando del sitio en que tan bien no estaba, trasladé mi obsesión con las evasiones al mundo de las letras y me lancé a escribir mi primera novela, Salidas de emergencia, que narra las disímiles maneras en que un puñado de compatriotas intenta escapar de circunstancias extremas y, en ocasiones, de la propia isla en peso. 

En mi segunda novela, La apertura cubana, la fuga es un elemento clave y constante. 

No me quedó más remedio: escribir sobre la Cuba contemporánea sin mencionar el ansia de huir del suelo patrio que desde hace décadas corroe tanto a las generaciones más jóvenes como a los entrados en años sería como pedirle a un animal que vive en cautiverio que describiera su vida diaria sin mencionar los barrotes, al margen de la ubicuidad de los mismos.

Siempre que me preguntan cuándo me fui de Cuba, respondo automáticamente que irse de Cuba no es posible para los cubanos, del mismo modo que no era posible para los esclavos irse de los barracones. De un país que te impide la salida no te vas, te fugas. 

Como escribí este texto en Nueva Jersey —y como sospecho que será leído por compatriotas en el destierro, que son, quieran reconocerlo o no, por edicto real, fugitivos—, admito que, aunque quizá original, nada tiene de extraordinaria mi odisea privada. 

Solo quería dejar constancia escrita y poner en letra de molde lo verdaderamente indisputable: entre otras tantas cosas, la historia de la segunda mitad del siglo XX cubano ha sido también un tratado, un compendio, un exquisito manual sobre el arte de las fugas.




De la antología Escritorxs salvajes. 37 Hispanic Writers in the United States (Editorial Hypermedia, 2019), de Hernán Vera Álvarez (ed.).




Autores reunidos en el libro

Liliana Colanzi / Pedro Medina León / Carlos Pintado / Jorge Majfud / Melanie Márquez Adams / Mariana Graciano / Anjanette Delgado / Ado (Antonio Díaz Oliva) / Ana Merino / Giovanna Rivero / Fernando Olszanski / Luis Alejandro Ordóñez / Jennifer Thorndike / Raquel Abend van Dalen / Richard Parra / Rodrigo Hasbún / Andrés Pi Andreu / Sara Cordón / Gastón Virkel / León Leiva Gallardo / José Ignacio Valenzuela / Ulises Gonzales / Alexis Romay / Gabriel Goldberg / Ivón Osorio Gallimore / Keila Vall de la Ville / María Cristina Fernández / Hernán Vera Álvarez / Grettel Jiménez-Singer / Naida Saavedra /
Xalbador García / Lizette Espinosa / Pedro Caviedes / Manuel Adrián López /
Teresa Dovalpage / Douglas Gómez Barrueta / Rey Andújar.



Librería

Escritorxs salvajes - Editorial Hypermedia

De la misma manera que en el nuevo milenio los géneros sexuales languidecen, por fortuna, lo mismo ocurre con los literarios. Esta antología incluye cuento, poesía, crónica, ensayo personal y novela. Muchos de los textos están felizmente contaminados de uno y otro estilo.





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