Orestes Hurtado

Shudder Pulp

Alterado, encabronado, con ganas de fajarme. Por encima de mis estados más precisables flotaba una tristeza áspera. Una congestión en el alma. Para situarla y hablar en términos corporales, en el pecho, en la boca del estómago, en la caja torácica, en el plexo solar. Sentía ansiedad, el deseo de estallar, como un asco acumulado. Y tristeza, tristeza grandota, corpulenta. Un ave de rapiña que se posaba sobre mi entendimiento y dictaba una aceleración lacerante. Elegir un método que me calmase, que me condujese hacia alguna región mullida. Elegí el de mi abuela. Pararse en la terraza, mirar la vida pasar, pensar a la gente como detallitos que componen un mosaico cacofónico. Sobre el que tenemos vagas asociaciones de cómo colocar las piezas. Un puzle que no importa si forma un castillo o un establo. Hago como mi abuela, me paro en la terraza, me acodo en el muro. Con buena brisa, la que viene del mar. La tarde se ha vuelto caricia, determinada a no dañarnos adrede. Mi abuela era minuciosa en su observación. Elevaba a los altares a unos y sobre otros del barrio tenía opiniones tajantes. Es esto, es aquello. Acertaba. Eran eso y aquel aquello. Un manto al que ella, que cosía bien, le veía los zurcidos, los huequitos todos producidos por insectos de la revolución. Inmerecida suavidad para un repugnante aquí y un devastado ahora. Estoy queriendo contener mi implosión. Queriendo ver un trocito de malecón, los tejados de cerca, la esquina del parque preferida por el pelotón borracho. Y si miro más lejos sé que el atardecer no acabó de aterrizar del todo en todas partes ni para todos. Es tempranera nocturnidad y sopla una alevosa brisa sin desgracias. Es como mejor se soporta esta isla bodrio, si después de un día totalitario uno puede dejarse soplar por la brisa. No he mejorado, pero tampoco ha crecido la inundación de ira afligida. En los techos que se recortan sobre los restos crepusculares un par de siluetas revisan o remiendan un tanque de agua. Las antenas dan una idea de cama de clavos sobre la que se va a acostar la oscuridad y su misericordia. Bajan por la calle unas parejas alebrestadas. Por la botella que enarbola el más chulesco se entiende que han bebido ya bastante. Acodado observo, soy mi abuela otra vez. Nadie entiende que si no estuviese interpretando signos energúmenos esta tristeza diestra me amarraría anacondamente. Me estrujaría hasta caer sin remedio retroactivo. Reventaría. Estoy seguro que he hecho lo que mejor me preparaba para resistir. He hecho lo que me sostendría en la niebla que cubre el abismo. Los baches. El taxista que pasa con un brazo recostado por fuera de la puerta, tal vez aguantándola para que no se desarme. El viejo custodio que come un pan como si fuera el último de este sistema político. El último pan, claro. El gato que lo mira con el conocimiento de que con tan pocos dientes algo caerá. Por el pasillo del edificio de enfrente avanza un gordo que me fija. Ha levantado la vista y vio mi figura de coditos. ¿Quién será el acodado extranjero? Soy el que soy más que tú, el que mira desde el penthouse, el que no sabe cómo se soportan ustedes. Suenan sus chancletas, avanza a velocidad de crucero. Que te miren significa la envidia, la frustración, el desgarro melancólico de haber soportado aquel cólico, el se me va la vida y ¿a ti? La mirada mía es construir un bálsamo, fingir que no me hundo. La del de las chancletas es una mezcla de grosería con vacío, con desesperanza. Cabe en su vista solo aplaudir que reviente yo. Y no se lo voy a conceder. Lo ignoro. Cruzo los dedos. Recuerdo a mi abuela cosiendo en mi camisita un trozo de tela roja para evitar los muchos malos ojos que en los setenta derramaba el prójimo sobre el prójimo. Se asoma al balcón a la altura de nuestra terraza un vecino teniente coronel y su coronela mujer, la peor, y su hija, mayor. Coronel, coronela y mayora. Familia de detestables profesionales. Hago un gesto de saludo. Lo saben de gusano, de quedado, de alguien que visita el sufrimiento que ellos causan y les da mucha roña porque solo estoy de paso y no me como su maldad eterna. Saludan como si iniciasen una lapidación. El edificio del club, allá en la otra esquina, ostenta una transparencia. Como si estuviese deshabitado. Desvencijado está. Y una paloma, de las que crían en la azotea de la cuartería de Haroldo, pudiera atravesarlo. Entrar por un cristal ausente y salir por una grieta. Y luego dedicarse a hacer exhibición acrobática en el también ruinoso teatro, el Amadeo.

Mi madre me ha contado muchas veces el incendio y cómo cenizas gruesas cayeron en la terraza. Lo intentaron reconstruir, pero iba contra la capacidad esencial de este régimen. Solo preparado para la destrucción. Fue reabierto como veinte años después de las llamas. Y duró poco. Otra vez algo se rompió, un cortocircuito, una plaga de comején. Yo qué sé. Lo volvieron a cerrar y regresó a su mejor manera de estar bajo las inclemencias, como un fantasmón. La paloma recorrería hasta un rinconcito agujereado que sobrevivió al fuego y que fue tapiado. Ahí se refugiaría para descansar y con el pico sacaría de una rendija una nota del incendiario despechado a su amante. Imagino con las tristezas que reúno un sosiego multiusos para la mía. Como mi abuela en la terraza. Aún está el soporte herrumbroso sobre el que se paraba para ver mejor. Bajita, con las piernas arqueadas y una sonrisa pícara. Mi abuelita linda, no me duelas ahora que me estabas consolando con tus artes. Veo a Héctor silbar y hacer el juramento por la Santa Cruz de Tenerife. Me dice, Huevito… (el Huevo será para mi padre). Huevito, qué malo está esto. Veo mi infancia toda. Volando como familia rival de buchonas. Mi infancia buscando objetos enterrados. Con el sueño en las manos fangosas de desenterrar tesoros disidentes. El adjetivo es posterior, pero no que buscase un trocito de vidrio de 1930 o una hoja de revista con el swing de un pelotero sonriente. Por lo tanto, la felicidad y la más definida civilización correspondían a la gaveta de otra época. No me interesó jamás ningún esfuerzo colectivo, ninguna emulación, nada del sacrificio exigido con mentiras y la diarreica argumentación del líder sin un ápice de sentido o conocimiento. Ni siquiera de voluntad benéfica. No por ser niño no soñaba coordinadamente con otras voces, otros ámbitos. El uso de mi razón desde que me pertenece imagina el reverso de esta finca penca. En la terraza veo envejecer a las muchachitas, las consigo pellizcar antes de que caiga el lino. Y siguen con su orondez poderosa, con su instantáneo éxtasis de fruta absoluta. Y las veo envejecer porque el tiempo es controlado por los matones, sean generales o doctores. La soledad de los rellenadores de fosforeras y los forradores de botones como corredores de fondo. Pasa alguien y saluda para acá arriba y me dice que va al Carmelo, que si quiero algo. El Carmelo como en el 57. O al menos como en el 65, cuando Caín y Leal. O como en mi infancia, con las últimas maltas. Ahora rincón para alcohólicos mendicantes, para que cuenten lo pútrido de la velada. La infancia se apaga en toda la ciudad, renunciando al paraíso, a su relato al menos. Porque nada pleno yace en el barrio, ni en la casa en que murió don Máximo, luego las Dominicas Americanas, donde estudió mi madre. Ni en casa de Fichú ni en la fuente seca del parque donde se juega balompié truculento. No levitarán los hombres santos por estos lares, nadie llamará a las cosas por su nombre hasta dentro de no sé cuánto. Tribu de regreso a lo peor si el vecino (vuelta y vuelta) luce apetitoso. Me sostengo con difícil literatura. La de terror. Hago un gesto asesino con salivación igual excesiva. Porque así se entiende el recomenzar, la aurora que roa, roiga y roya. La que croa con inocencia. Así se puede caer lejos, en el planeta de un estanque sombrío. Ahí están los viejos cuentos. Las rejas de alarido prometedor. La cripta y la tumba. Donde espera algo más aterrador que el morirse y que su invocación articulada. Una oficina que conduce a un sótano, donde se puede pensar con calma lo peor. Entre los túneles formas de arcilla tosca, obra de artesano manco. Sombras que insinúan quejidos que se adhieren. Estoy en la terraza. No lo olviden. Viendo acompasarse pavores antiguos con el semblante del que si gesticula podría hacer emerger la Atlántida. O explotar en menudos pedazos, en chispas de mierda volátil, en la memoria de un burro, en la sarna de un perro chino. Es éste el método con el que mi abuela detenía el desamor. Quieto, no te muevas. Yo puedo contigo. Porque me atrinchero en la terraza para imaginar el planetario del colegio La Salle. La mata de coco del patio, mi abuelo fumando frente al radio. Las partidas de dominó entre 1927 y 1980. Me sostengo para saborear el salitre. Me sostengo porque interpreto los trasiegos del dolor. Porque la inmundicia, la alambicada miseria de la nada telenovelada, el miedo mediocre, el medio ocre y medio siempre, la vileza ilesa, vulgarcita y los siete platanitos, brujerías del río Calabar, liviandad de bailadores, cazadores y recolectores. Porque los perros que encontró el descubridor no ladraban. Perros mudos de isla mordiendo la entereza de un nudo. Porque debe darse testimonio si es que no estamos en el final. Por eso me paro en la terraza a oler deslizarse las aguas albañales desbordantes, discurren con ternura de excombatiente. El acueducto moral es del tiempo de la colonia. Mi abuela y yo mirando los techos de un barrio que nació con ella y que desapareció conmigo. Mirando la oscura mano de un olvido sólido recibiendo las vidas tibias, las familias pánicas, las cuevas que no advierten que nos espera la leptospirosis. Cierro los ojos para saber entrar a lo oscuro. Para esmerarme en la pintura, en el trazo del olor de las flores del franchipán custodiando la parroquia. Me resisto a la disolución con esta maniobra clásica en mi familia. Desde nuestro palomar escribimos un diario de ensueños irresolubles, un relato cariñoso que coincide con la temporada de buenos aguacates. Nos dejamos arrastrar por la brisa libérrima. Nos creemos que podemos derrotar a Hipólito o al Olonnais. Nos creemos con visión infrarroja y en alud de salud para seguir recibiendo el sereno, la frialdad esencial. Los monstruos quedan mejor catalogados así. Tengo la osadía de asegurar a los presentes, a sus amos, a sus dobles más cualificados que no me voy a partir hoy. Cerrando los ojos para que la brisa impere. Somos la resistencia onírica, lo que nos unta y nos hace pertenecer a una historia loca y sana, la salvaje beldad de la noche frente a la nonoche[1]



Orestes Hurtado.




Nota:
[1] “La idea de la nonoche (al igual que todas las ideas) es del Reprimerísimo. ¿Cómo, y aún recuerdo también este discurso, que en nuestra sociedad exista la noche? No, no podemos admitirlo, la aboliremos. Y creó la nonoche, en la cual, y más aún que durante el día, debemos mantener el trabajo y el optimismo. Aboliremos, pues, del idioma, de la memoria y de la realidad todos los conceptos decadentes y contravitales que el pasado reaccionario nos ha legado. Optimicemos el idioma, así como la vida. Creó así la nonoche”. Reinaldo Arenas, El asalto, Tusquets Editores, 2003, pp. 60-61.


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2 Comentarios
  1. Hermanito, te vacíaste entero, has dejado en este texto todo cuanto te escarba muy muy adentro sobre nuestra Habana, sobre nuestra Cuba esclava. Tu texto resulta apabullante y la vez conmovedor, te roba el aliento lo deja a uno exangüe en la arena de cualquier playa luego de luchar por escapar de ese naufragio colectivo que es Cuba

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