Las Malísimas

Están a oscuras, amontonadas en dos bancos del parque. Me acerco a hablarles. Pero es la Patona la que habla:

—Hola, Tres Patas, hace un mes que te estamos esperando.

“Son brujas”, pienso. Y lo son, revientan una carcajada demoníaca, saltan, chillan, se retuercen. 

—¡Silencio locas chusmas! —ordena la Patona— conocen las reglas. No debemos llamar la atención antes de comenzar el trabajo. Todas obedecen. La Patona continúa con voz de loca sabia.

—Perdona el exabrupto, querida, somos muy sensibles, pero nada de brujas. Los varones te utilizaron para humillarnos. Querían que apedrearas al Mono, pero tu mariconería pudo más. Te vimos llorar en el velorio. ¡Pobrecita! Una víctima más de los hombres. ¡Tú no, la muerta!  A ti no te han matado todavía. Ni lo van a hacer.

—¡Nunca! —Reafirman todas a grito pelado—. De ahora en adelante, te vamos a cuidar y defender de todos los peligros, serás nuestra hermanita menor.

—¡Tan jovencita! Déjame verte bien. ¡Qué cutis!  

—¡Ahhh! —exclaman todas las Malísimas a la vez, pasándose sus manos por los trajinados rostros, como en una coreografía de la televisión. 

—¿Qué edad tienes querida? —pregunta la Patona.

—¿Yo? 

—Quién otra, mi edad no la digo ni muerta —las demás dejan escapar una sonrisita irreverente. Yo casi sonrío, pero mejor que no.

—Catorce años.  

—¡Ay, mi madre, si es una bebé! ¡Qué pena! Hasta que seas grande no podemos iniciarte. No hagas pucheros. ¡El tiempo vuela! Y duerme tranquila. Boca y su pandilla no se meterán más contigo. Lo promete Rigo la Patona. ¡Ah, y no me vayas a confundir con Rigo la Chiquita!, porque sería un error imperdonable. 

—¡No puedo creerlo! Habla de la loca frente a mí, especie de gnomo, la boca una vulva arrugada.

—De mamar mi’jita, se puso así de mamar.     

—¡Perdóname! —me leyó la mente, soy la vergüenza misma. 

—Nunca pidas perdón a nadie, mi’jita y menos a otro maricón. Es verdad que soy requetefea, pero ninguna loca a doscientas cuadras a la redonda emula conmigo en número de hombres por noche. Soy la reina de la carretera, el consuelo de los camioneros.

De pronto, se escucha un aplauso sonado, fundido con el último trompetazo de la Banda Municipal: son de almendras guanabaná, guanabaná, guanaba-ná … Es la señal. Un muelle invisible, como instalado en cada loca, las hace saltar. Se estiran, husmean, sacan sus espejos, se peinan, se acicalan, colorete, brillo en los ojos, lengüita que humedece los labios, pestañas al viento, cuando la Patona, pateando el piso, con su enorme zapato vomita fuego. 

—¡Mal educadas, groseras, locas comunes, chusmas, siéntense! Ay, Tres Paticas, perdónalas, y permíteme presentarte a mis amigas. Esta es la Puentera, loca rarísima, no camina detrás de ningún hombre, ni conversa con ellos, pero posee un averageespectacular. 

—¿Por qué eres tan pálida? —le pregunto antes de que adivine mi pensamiento. 

—Hace años que no recibo la luz del día —susurra con voz de ultratumba— Trabajo de madrugada agazapada bajo los puentes. Espero a que los machos bajen al río, dispuesta, en posición de alerta roja.

—¿Qué es eso? —todas se ríen de mi ingenuidad.

—Un farol con un cristal rojo deja ver mis atributos al aire desde kilómetros de distancia, no falla, los varones vienen como moscas, y disculpa, pero tengo que marcharme, hoy inauguro un puente en el camino del cementerio.

—¡Insólita! ¡Divina! —exclaman las demás viéndola alejarse. 

—Continuemos el ritual de las presentaciones —exige la Patona, haciendo sonar dos veces en el cemento su descomunal zapato—. Esta es la Resucitada, la que todas llorábamos por muerta, única loca cadáver que se sentó en el ataúd matando a su madre del susto para que continuara el velorio cambiando solo de difunto.

—¿No me están tomando el pelo? —pregunto a la Resucitada que, ofendidísima, de un salto se encarama en el banco y truena como un volcán en erupción.

—¿Dudas de mis poderes, jovencita? 

—Ya no dudo de nada, quizás estoy muertecito de miedo y no lo sé. 

Qué pena me das —se burla de mí canturreando con voz de tango—, pero no temas, no es a ti a quien debo enfrentarme, sino a los hombres, esos animales que nos poseen. Los cazamos para saciar el hambre, pero muchas de nosotras han muerto en la cacería. Por eso nos unimos en gremio, para protegernos unas a otras. Por eso fundamos Las Malísimas.

Un aplauso atronador y el grito unánime de ¡Yo soy la que soy, después de mí no hay nadie!, retumba en el parque. Los borrachos sueltan la botella, aterrados, pensando que llegó la policía. Boca y su pandilla observan desde la glorieta el aquelarre sin atreverse a un gesto. Frondosos laureles y canteros con siemprevivas dividen el parque, trazan la frontera. Del lado oscuro es el reino de las Malísimas. Cualquier provocación que venga del lado de la luz, sería la guerra. 

—¡Qué maravilla la guerra! Los varones calentarán los ánimos y marcharán al frente con sus armas desenfundadas —profetiza la Resucitada, pitonisa mayor.

—Los varones llevan las de perder. Ellos tienen los músculos, pero nosotras la imaginación —agrega Rigo la Chiquita.

—Y la lengua para satisfacerlos y para desprestigiarlos —murmura, dejando caer sus dientes al piso, una loca hermética, sentada al extremo del banco con una libreta donde anota todo lo que hablamos. 

—Permíteme presentarte a la Tétrica, la escribana de nuestra organización. 

—En-can-ta-da —pronuncia cada sílaba, como si chupara una fruta interminable. 

—¡Guajira bruta, mal educada, ponte de pie! —reclama la Patona a la Tétrica que se engurruña con fingida timidez— ¡Es bruta, pero corajuda! —continúa la Patona— Sacrificó su belleza por la causa. A sabiendas de que sus afilados dientes herían el arma de los varones, se los sacó ella misma, uno a uno, a sangre fría, con un alicate. Hoy imparte clases de mamancia a las debutantes en su buhardilla del hotel de Lola Mango Macho, nuestra protectora y madre de la Patriótica. 

—¿Y esa quién es? 

—Una Malísima enemiga del orden mundial.

—¿Una loca anarquista? 

—Peor hija mía, ¡terrorista!

—Aquí la tienes, todavía con olor a pólvora —dice la Patona—. ¡Oh!, saluda militarmente. Parece un hombre, Habla con voz de hombre: 

—Comprenda jovencita, no es contra todos los varones que debemos luchar, sino contra los varones que nos persiguen.

—¿Quiénes son esos? 

—El Presidente de la República, el Alcalde, la policía, las instituciones, los ricos, los curas, los masones, los viejos que se sientan en el portal del Liceo, los pandilleros, etcétera, etcétera.

—¡Esta loca está loca! No le hagas caso —acusa la Resucitada.

—¡Loca está la loca que no lucha contra la oligarquía que la reprime! —escandaliza desaforada la Patriótica, despertando a los totíes en los árboles que, en venganza, derraman su mierda blanca sobre la cabeza de la Patona. 

—¡Calma, calma! —exige la loca máxima limpiándose las greñas con un pañuelo de guinga roja. Conocen las reglas. Toda loca puede hacer lo que quiere, expresar lo que siente y divulgar lo contrario, si le conviene. 

La Patriótica estrecha la mano de La Patona, la Resucitada, interrupta, vomita un líquido verde. La Tétrica toma nota de la grotesca escena, cuando Rigo la Chiquita, empinando su gnómico cuerpo, pronuncia la frase lapidaria:          

—¡Los clientes se han ido! 

En el parque solo quedan el Boca y su pandilla, y algún borracho cagalitroso. La Patona sabe que las Malísimas han perdido la noche. Pero, loca sabia, sonríe:

—Mañana será otra noche —expresa acariciándome el rostro. 

—Juventud, divino tesoro —suspira Rigo la Chiquita. 

—Deja que crezca, verá la que le espera —sentencia la Resucitada. 

—Contra esa injusticia debemos luchar—exige la Patriótica. 

—Mejor cuídate sola, muñeca —la Tétrica anota sus oscuras palabras. 

—¡No y requetenó, será nuestra protegida! —la Patona vuelve a despertar a los pajarracos prietos que, hartos del escándalo, se mudan de árbol. 

—Así sea —responden todas poniéndose de pie. La Patriótica pasa al frente: 

—¡Locas, atención! ¿Juran cuidar a Tres Paticas como a nuestra hermana menor?

—¡Juramos!

—¿Juran defenderla del Boca y su pandilla?

—¡Hasta la muerte! 

Los totíes insomnes observan la escena. En la glorieta, Puerco Enano, Cara de Grano y Microbio ya afilan sus cuchillos. Boca, con su dedo enchocolatado cuenta locas muertas. Pudiera ser la guerra que profetizan los caracoles. De la que Pichilingo el Poeta, la Tétrica y el Historiador del pueblo, escribirán contradictorias versiones. 

—El cielo se ha puesto rojo —alerta Rigo la Chiquita.

—Es noche de Olokun —advierte la Resucitada trazando cruces en el aire.

—¡Solavaya —la Tétrica hace saltar su dentadura, escupiendo a cuantas la rodean.

—¡Ahora o nunca! —incita la Patriótica—, desafiemos al Boca y su pandilla. Invadamos su territorio. Nos situaremos en bloque bajo la estatua de Matilda Peón. Tres Paticas será el cebo. Solita en alma dará una vuelta completa al paseo de los varones. Cualquier insulto, cualquier vejamen que profieran a nuestra protegida, sería la guerra. 

Mi suerte está echada. Camino bordeando los canteros de siemprevivas. Entro al paseo iluminado. Piso seguro. La frente alta. Voy contando farolas, bancos vacíos, un perro que pasa, dos, tres, cuatro, cinco borrachos, una pérgola, un obelisco, dos estatuas de curas muertos, una fuente sin agua. Ahora alargo mis pasos. ¿Por qué me apuro? ¡Manana, por si acaso, ayúdame! 

“Camina Tres Paticas, el mundo es tuyo”.

Me acerco a la pandilla, los veo, los cuento, son seis. Pepe el Garra está con ellos. Y al centro, penetrándome con su odio, el Boca. Aprieto el paso. Me envalentono. Estoy casi frente al Boca. Lo miro a los ojos, retándolo. ¡Qué carajo! Los miro uno por uno. A Cara de Grano, a Microbio, al Churre, al Garra, a Puerco Enano. Continúo a mi paso. Las voces desaparecen. Boca y su pandilla ya no están. Pero las Malísimas tampoco. Se han ido. Bajo la estatua de Matilda Peón, solo está el perro callejero que me sigue. Le doy las gracias. ¡Tengo miedo! Salgo del parque. Veintitrés farolas hasta mi casa. Y en la última, recostado, esperándome, el Boca, que, sin darme tiempo a paniquear, me dice:

—Tengo que hablar contigo. 

—Yo no quiero hablarte. Eres un mierda. 

—Soy un hombre.

—Y yo soy maricón, y qué, el ser hombre no te hace mejor que yo, eres un cobarde que abusa de niñas indefensas.           

—Chismes de putas.

—Vete o llamo a mi Papá. 

—Llámalo, tal vez le interese saber que tiene un hijo maricón.

—¡Ya lo sabe! —le miento. 

—Qué pena, podrías haber sido un hombrecito —enciende un cigarro. Se sienta en la acera—. Ven, siéntate a mi lado. 

Ni lo miro. Agarro la trompa de elefante. Golpeo la puerta. Manana, molesta, sonsobérica, medio dormida, me abre. El perro se escurre entre mis piernas.

—¿Eh, y ese perro pulguero?

—Es mío. Se llama Boca. Mañana lo bañaré. Boca corre hasta mi cuarto y se encarama en mi cama. Nos dormimos con su cabeza apoyada en mi hombro.


* Fragmento de la novela Los maricones van al cielo, de Armando López Salamó.




Lorenza Böttner

Lorenza Böttner y los mitones negros

Edgar Ariel

Te llamas Lorenza Böttner. Bailas como una exhibicionista en la avenida Lexington, esquina con la calle 52, en Nueva York. Sabes que la calle es un espacio de trabajo y mendicidad.






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