Yo quiero a mis dos padres muertos de un infarto

La cáscara de un huevo hervido (que me partan dos rayos)

Yo quiero que mi madre, si se va a morir mañana, se muera de un infarto.

Yo quiero que mi padre, si se va a morir mañana, se muera también de un infarto.

Quiero ambos infartos fulminantes. Un respiro, y que ahí queden. El marido de mi madre no siente el respiro. La mujer de mi padre tampoco. La mujer de mi padre se mueve hacia un lado de la cama y se da de bruces con el cuerpo tieso. Espantada, la mujer de mi padre. El marido de mi madre podría levantarse ese día a las 8:30 a.m. Cuando le lleve la taza de café a mi madre a la cama, que se la encuentre tiesa y con la boca ligeramente abierta. La boca mucho más tiesa hacia el lado derecho. Justo donde antes, en vida, se le reflejaba un tic a mi madre cuando estaba muy muy nerviosa.

Luego de que esas dos personas pasen por el trago amargo de chocar con sus dos muertos, acto seguido, si quieren, que me llamen. Las llamadas pueden ser casi pegadas. Me da igual. Como si quieren ponerse de acuerdo y decirme a dúo: “Tus padres acaban de morir”. Así de sopetón. En plural. Todo en el mismo día. 

Prefiero esas llamadas de muerte antes que quedarme con uno solo de mis padres en un hospital. Más muertos que vivos. Fallándoles la cabeza. Sin que yo pueda pegar un ojo. Y sin saber, a ciencia cierta, cuándo volveré a pegarlo, porque voy a estar despertándome cada minuto. Atento a cada reclamo de mis padres. Lo mismo porque se están meando de nuevo o porque quieren saber qué hora es exactamente. Es imposible mearse cada minuto. Voy contándoles las ganas de mear por el reloj del celular. Le explico, a cualquiera de los dos, como si yo tuviera toda la paciencia del mundo, que eso del orine es solo una sensación constante. Pero no se van a levantar para ir a ningún baño, porque tienen una sonda puesta. Pueden mear así, sin problema alguno, que no se va a mojar la sábana. Además del inmenso culero desechable que usan, como un short gigante. Pero mi padre o mi madre insisten. Se están meando. Tienen que ir al baño. No pueden aguantar más. Y es ya. Es ahí cuando mi paciencia se asemeja a muchas cosas a punto de estallar. En un inicio, el boom de la estampida no es tan fuerte. En un inicio es algo así como la cáscara de un huevo hervido contra el borde de un plato. Esa grieta de mil formas. Un rayito casi.

Yo no tengo paciencia para ser acompañante de hospital.

Yo no tengo paciencia para ser acompañante después del alta del hospital. Sin que yo pueda pegar un ojo. 

¿Tú crees que soy muy mala hija si me comparo contigo?

Eso lo sé. Pero, si tú no has pasado aún la prueba constante del orine, no te engañes.

Aquí, al final, se levanta una pancarta. 


La pandemia más relajada del mundo (Cuerpo de Guardia)

Hace unas semanas me quedé con mi abuela en un hospital durante 40 horas. Nunca dormí. Mi abuela cambiaba, en un pestañazo, el día por la noche. Varias veces no supo quién yo era cuando abría los ojos. O saltaba en un segundo hacia el pasado: me habló mucho como si yo fuera su madre. Como si yo fuera su tía paterna. Tuve que oírle otra vez el famoso cuento de la carta de libertad de su bisabuela americana, y cómo y por qué aquella mujer se embarcó para acá. Pero ese cuento también me lo había hecho ella misma con la lengua cuerda. Estaba más que orgullosa de haber guardado esa carta desde que era una niña. Toda la confianza que le tuvo su tía paterna para que ella guardara esa carta. Mi abuela agradeciéndome. Hablando de la suavidad del algodón de Mississippi, como si ella lo hubiera tocado.

Hubo un momento en que salí del baño y fui para ella su primer novio, y me habló con una voz muy tierna. Solo me dijo el nombre del novio, mirándome muy fijo, y alguna otra bobería que no entendí muy bien. Hasta ahí solo me había confundido con mujeres de la familia. Siempre repetía que su primer romance fue muy sonado en la Sociedad de Color “Nueva Luz”, desde el día que ella y su novio bailaron allí un guaguancó sin tumbadoras. Los negros finos por poco mueren infartados cuando el novio se le acercó a hacerle el clásico vacunao del guaguancó, y ella lo recibió con un golpe de caderas. Después su papá la llamó, allí mismo en la Sociedad, y le dijo que se olvidara de todos esos negros que la miraban atravesao: “Muchos son una partía de hipócritas que lo único que quieren es adelantar la raza”. Lo que ella tenía que hacer era desvelarse por encontrar su trillo y circular bien recta por ahí. 

Era 1950. O 1951. No tenía la fecha muy clara, pero aquello no se le olvidaría jamás. Mi bisabuelo casi no hablaba, según mi abuela, pero cuando hablaba era un machetazo. La vez que yo más alto tuve el pelo, mi abuela me dijo: “Con ese espendrú eres casi el mismísimo Reinaldo Cañizares”. Ese era el nombre de su primer novio. No le gustaba que yo estuviera así, con las pasas al aire. Yo le gustaba con las trenzas. De esas 40 horas con mi abuela es que saqué la idea fija de los dos infartos de mis padres.

Yo no soporto los hospitales. Como casi nadie, supongo. La sola idea de ser acompañante siempre me había aterrado. Bastante tarde me vino a tocar, me dice todo el mundo. Y fueron solo dos días, por favor. Que estoy exagerando, me dice todo el mundo. Lo más importante que yo había hecho en un hospital era donar sangre para que mi mejor amiga se sacara una barriga. Recuerdo que la esperé afuera, muy preocupada, y salió como si se hubiera hecho un empaste.

Mi abuela estuvo ingresada 3 días. El primer día yo estaba casi segura de que ella no salía del hospital. Siempre la vi requetemal. El primer día me quedé 21 horas seguidas. El tercero, 19. El segundo día se quedó mi mamá. Mientras mi mamá fue la acompañante, mi abuela estuvo durmiendo la mayor parte del tiempo. En mi familia no somos muchos. Aunque suena mejor decir que quedamos pocos. El resto no vive aquí.

El cuadro clínico de mi abuela entrando al hospital era el siguiente: dos isquemias en menos de un mes, falta de aire (de las dramáticas, de echar para atrás la cabeza para poder respirar), arritmia, no tenía casi pulso y la lengua siempre tropelosa, partiendo las palabras. Aquella especie de tartamudeo crecía cuando me gritaba lo que yo no había hecho por ella en vida, cuando yo era su madre y no su nieta. Sus confusiones al principio me gustaban, pero cuando se volvían griterías me ponían muy nerviosa. Mi abuela tiene 90 años. 

Cuando llego al hospital mi abuela está en Terapia Intermedia. Tengo que pasar la noche en el Cuerpo de Guardia; Terapia es sin acompañante. También se habla de trasladarla para otra sala, porque posiblemente no esté tan mal como para quedarse en Terapia. Ahí siempre hace falta una cama vacía. Me quedo sola en el Cuerpo de Guardia. Se van mi mamá y su marido. Mi primo viene en un carro y se los lleva.

El Cuerpo de Guardia tiene seis bancos metálicos pegados al piso, de los que te resbalas continuamente hacia delante. Aunque mantengas el culo pegado al espaldar del banco, el culo siempre se rinde. Te pasas un buen rato en eso, contrayendo el culo. Luego, si te relajas, el culo se te va solo. Una canalita pequeña. Muy incómoda.

En el banco del frente se ha echado a dormir un tipo con un jolongo como almohada. Antes, ha puesto en el piso dos jabas de nailon con unos pozuelos. No sé si los pozuelos están llenos o vacíos. Solo así, en posición horizontal, le encuentro sentido a pasar horas sobre estos bancos. No te podría explicar cómo el tipo con su jolongo, teniendo la pinta de un mendigo, clasifica para todos en el Cuerpo de Guardia como un acompañante.

Tal vez los dos enfermeros que están en la puerta, detrás de la mesa de admisión, lo dejan estar ahí, sin más, sabiendo que ese nunca acompañará a alguien. Aunque lo dudo. Dudo de la bondad de los dos enfermeros para dejar usar un banco como si fuera una cama. Igual es un acompañante. Tal vez solo me estoy dejando llevar por una pinta que encaja demasiado en mi marco estrecho y cerrado del mendigo sin nadie que acompañar. El tipo duerme con el nasobuco tirado sobre el rostro. Como si fuera un pañuelo abierto.

En este hospital, lo de la pandemia se lleva relajadoLo de los nasobucos se lleva relajado. Nadie te dice nada. Acaba de llegar un muerto. Llegan policías y familiares. Queda más que claro (se ha dicho en voz muy alta por uno de los familiares) que ese muerto sí no fue por virus alguno. Largo pésame. Muchos besos y abrazos casi en la misma puerta. Los familiares no se mezclan con los policías. La familia habla alto. La policía habla bajito. Los únicos dos teléfonos públicos que funcionan en el Cuerpo de Guardia están atestados de saliva. Dos del grupo del pésame hablan por los dos teléfonos. Unen su saliva a la baba seca de los que hablaron antes. Desde que me senté en el banco metálico, no se han dejado de utilizar esos teléfonos. Solo una persona habló con nasobuco. Uno solo que no escupió en el auricular.

Antes de que llegara el muerto había siete hombres hablando fuera del Cuerpo de Guardia. No supe cuál era médico, o enfermero, u otra cosa. Por las batas blancas, digo. Eran de risa contagiosa y nasobucos al cuello. Estaban cerca de otros acompañantes que también fumaban. Todo el que sale afuera, sale a fumar o a conectarse a Internet. 

En un rato ya voy a estar dentro del hospital. Si aquí lo de los nasobucos se lleva relajado, dentro del hospital se va a llevar relajadísimo. Sobre todo en la sala de Cardiología, que es para donde voy, y donde ese trapo no se usa. Yo esa relajación la agradecí mucho. No hubiera podido pasar aquellas 40 horas usando un nasobuco. Con ese trapo, ya parezco un asmático crónico que no puede respirar. 

Los familiares del muerto hablan más alto. La policía habla bajito. Me viene un médico para arriba.


Yo quiero a mis dos padres muertos de un infarto - Larry J González

Toulouse (UCIM – Unidad de Cuidados Intermedios) 

“¿Tú eres la acompañante de la abuelita que está en Terapia?”. Asentí. Aun cuando podía haber en Terapia otras tantas abuelitas. “Mira, sígueme. Ven conmigo”. 

Los enfermeros en admisión le dicen al médico que se ha acabado el hipoclorito, pero que ya lo van a traerA todo el que pasa hacia adentro del hospital, menos a mí, le echan el clásico chorro de hipoclorito. El pomo de refresco de cola con tres huecos de clavo caliente en la tapa plástica. El médico les dice que no se preocupen, que en Terapia hay otro pomo y que él lo que necesita es mover urgente a mi abuela para otra sala. “Igual se ve que en esa mulata no hay ningún virus. Bendita acompañante”, dijo uno de los enfermeros con la vista clavada en mi culo. “En el país de nosotros tú serías casi blanca”, me dijo el otro. Nada más lo miré. Los familiares del muerto hablan más alto. La policía habla bajito. 

“Disculpa que te pasé así, pero ese pomo se va a demorar bastante en llegar. Mira, tu abuela ha evolucionado muy bien en las horas que lleva aquí. Ahora cuando la veas no te asustes porque tiene toda la bata de casa llena de sangre. Fue que se retiró la aguja del suero porque decía que ya se iba, que sus padres la venían a recoger. Anda aún con la cabeza medio perdida. Tú no te preocupes que ya la enfermera le pudo coger la vena otra vez. La vamos a trasladar a la sala de Cardiología para ver cómo evoluciona. Va a tener oxígeno en la sala, pero hace falta que se lo vayas quitando, poco a poco, tal vez cuando se duerma. Ella puede respirar sola sin problema, pero aún dice que se ahoga. Dice que ella no sabe nadar, que no puede aguantar la respiración. La cosa ahora es ver si puedes dar con el camillero para que te consiga una silla de ruedas o una camilla. Tu abuela necesita una, porque la sala es en el otro edificio. Es por aquí mismo, por ese pasillo”. 

“¿Lo del camillero es por ese pasillo?”, le dije. “No, no. La sala es la que es por ese pasillo”, sonríe. “Lo del camillero, imagínate. Él se cree el dueño del hospital. Tú sabes cómo es eso de los camilleros”. “No, yo no sé”, le dije. “Pero no te pongas brava, chica, que yo no tengo la culpa”. “No, si yo no estoy brava, lo que no creo que yo vaya a luchar a ningún camillero por todo este hospital”, le dije. “Bueno, yo te digo lo que hay. Ese tipo se pierde. Él es un personaje, y como no se le paga lo que se le tiene que pagar… Hay pacientes que lo tocan con algún dinero para salir rápido de la espera. Tú sabes. Bueno, igual aquí a nadie se le paga lo que se le tiene que pagar. Tú sabes”. “Ah, ya”. 

Y cerré con el médico ese. Y decidí que no escucharía más lo que decía aquel hombre sobre lo que a él se le pagaría si estuviera ahora de guardia, allá o acullá. No estaba para la muela bizca esa. Sonaba muy bizca en esa boca. Hasta que me vi de frente a mi abuela: 

“¡Ay, mi amor, eres tú! ¡Qué bueno que no es tu mamáǃ ¿Te has fijado? Todos somos negros en este hospital. Los médicos, la enfermera, los extranjeros de alante que me subieron en la camilla. Mira: todos en estas camas son negros. ¿Qué raro, no?”.

La bata de casa tenía más sangre de la que pude imaginar. Le dije a mi abuela que iba a estar afuera, que cualquier cosa me llamara, que solo me dejaron pasar para que ella supiera que ya yo estaba ahí, que teníamos que esperar una camilla o una silla de ruedas. 

“¿Y cómo fue que me dijiste que te llamabas?”, me dijo el médico. “Yo nunca le dije”, respondí. Nada más lo miré. Afuera de la sala, me recosté a una pared. Esperaba a que apareciera el camillero. Me puse a pensar en los tres años que viví en Toulouse. Mi mala suerte a partir del segundo año. La malísima decisión de regresar. La estupidez de creer que me estaba volviendo loca en Francia. Pensé en mi hermana que vive en Miami, comiéndose un cable, pero que no tenía que estar ni un minuto en la sala de Cardiología. Pensé en las 40 horas que se me venían encima. Pensé en Vale todo, aquella novela brasileña, allá por los noventa, y en mis ganas de vivir de un dinero que no fuera mío, como uno de los protagonistas. Pensé en las últimas fotos de Yomil & El Dany juntos. Las había visto ayer. Abrí Instagram después de mucho tiempo. El Dany llevaba ya casi una semana muerto. 

Como a la media hora oigo el traqueteo de unas ruedas. Estoy segura que será el famoso camillero. Y ahí está: un mulato blanconazo de unos cincuenta años y una camilla. Lo estoy mirando fijo a la cara. Si se traduce mi cara, se puede leer: “Pipo, tú la partes”, o: “De mí tú no vas sacar un peso”.

“Oye, disculpa si me estás esperando ahí hace mucho. Pero primero tuve que demorarme en Intensiva. Y ahora mismo la policía afuera del Cuerpo de Guardia se ha llevado al papá del jovencito ese que dice que le dispararon. Imagínate, el papá se apareció con una pancarta espantando a la policía. Aquello ahora mismo está bien turbio allá afuera. La pancarta decía: 

SAL DE AQUÍ
ESTE NO ES TU MUERTO

Mi apartamento en Toulouse era muy bonito. Mi gato en Toulouse. Mi francés en Toulouse sonaba muy bonito. Mi terraza preferida en Toulouse. Donde una vez me dije:  

“A ver, ¿Que más tú quieres, mijita?”. 


Yo quiero a mis dos padres muertos de un infarto - Larry J González


A mi hermana, 
que me escribió por WhatsApp:
“Oye, te echaste ahí 21 horas”.




* (Crédito de las imágenes: Victor Piverno).




Yo no tengo nasobuco - Larry J. González

Yo no tengo nasobuco

Larry J. González

Si tuviera nasobuco tampoco lo usaría, porque no voy a salir más a la calle. Hasta que se acabe todo esto. Aunque me muera de hambre. Tengo un boleto de avión pospuesto para una fecha a la que no le veo ninguna perspectiva, por como pinta el paisaje.


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