Reynier Ferrer, un pintor abstracto de fuste

Delirante, muscular, performática y cárnica son, de rápido, algunos de los adjetivos que bien podría usar para describir la narrativa pictórica de Reynier Ferrer. Su obra es, en puridad, un arrebato, un acto de afirmación y de furia. Ferrer lo entrega todo al lienzo, se vuelca en él de una forma casi bulímica, usando la pintura como un género cómodo de la euforia. Rebasa sus propias fuerzas y abdica, complacido, frente a cada ejecución.

Contrario a la patología de la desmesura y de la ostentación, tan recurrente en el contexto del arte cubano, el ensayo pictórico de Reynier resulta una escritura con carácter, con una cierta frontalidad que, a ratos, hiere y provoca. 

Reynier es, sin discusión, un pintor abstracto de fuste, de tesituras emocionales y desmantelamiento de la visión y de la razón cartesiana y moderna. En su pintura se advierte el impulso de un orden racional, pero en ella la emoción desbordadase hace mucho más potente que la discursividad misma, entendida como premisa o instrumento intelectual usado por el racionalismo más ortodoxo en función de organizar y dar sentido a los relatos tradicionales o las posturas concertadas de lo contemporáneo. 

Mientras que muchos artistas apuestan por el desvío retórico frente a la vehemencia de la emoción, Ferrer celebra la pertinencia y eficacia de la segunda frente a los valores adscritos a la primera. Su obra, al parecer, premia la autenticidad y el desenfado beligerante de los giros intestinales, al tiempo mismo que rinde culto a la dimensión lúdica —casi sexual— del hecho pictórico, traducido así en ejercicio de introspección y de emancipación. 




En un diálogo precipitado con su obra, pudiera incluso presumirse ingenuo. Sin embargo, la cercanía a esta y al proceso intelectual que la estimula, desvelan una garra filosa y una profusa subjetividad. El artista se burla de la premisa de entendimiento fisiológico del arte que explica la relación con la obra a partir de la conexión entre el órgano de recepciónel cerebro

La obra de Ferrer, por el contrario, y desafiando con mofa el diseño anoréxico y limitante de este esquema, potencia una relación emocional más fuerte al advertir la conexión entre el órgano que recibe y el órgano que aloja, o sea, el ojo y el estómago, estableciendo así un trayecto mucho más visceral y controvertido. Esta es la ruta orgánica que describe su pintura, lo que la hace más oportuna y agresiva, más de vuelta de un estado de cosas predeterminadas y establecidas. 

Desde siempre me han seducido los montajes que se tejen y se acoplan entre la vida y la obra de un artista, esos que se producen cuando el sujeto rara vez puede disimular sus marcas, sus ademanes, sus instintos compulsivos; cuando le resulta imposible distanciarse desde la mascarada y entonces todo lo que es —y lo que no es—, queda en evidencia, se hace público de alguna manera. 

Reynier es de esos artistas a los que uno debe atender, ya sea por el exceso de su pintura o por la euforia de su perspectiva. En ella, creo, se resuelven los dilemas y aspiraciones de su vida. Su pintura, por fuerza mayor de las conexiones y de las cópulas, no es sino un correlato maravilloso de ese mundo personal altisonante y estridente en el que vive. El hecho pictórico se convierte para él en un escenario de actuación donde se cuece un ajiaco de múltiples procedencias e inspiraciones, de rebuscadas asociaciones entre espacio y soporte, entre superficie y trasfondo especular. Sujeto y obra quedan conectados por esa cuerda de la insinuación y también de la indiscreción, esa misma que se revela a su vez como un inequívoco sello de identidad. 




La pintura de Reynier no se centra en la operatoria de la práctica extendida de lo pictórico; la suya es casi una forma única de entender la pintura como un acontecer borgiano de accidentes que, por otra parte, y negando la propia naturaleza del accidente en un rabioso acto de dialéctica dialógica, no se abandona al azar. Hay en ella mucho de arbitrariedad, de tensión y de caos contenido. Sin lugar a dudas la pasión, la experiencia y el ensayo continuo parecieran ser los órdenes de actuación de su obra. Áreas en las que se orquesta el resultado último de una gestualidad enfática sujeta a la acumulación y a la sumatoria. 

Ferrer teje profundos palimpsestos transitivos que equívocamente, ya sea por idiotez y anorexia especulativa de la peor, pudiéramos interpretar tan solo como ejercicios de adición y de yuxtaposición de manchas; cuando en verdad la envergadura de ese palimpsesto se abre al ámbito de lo psicológico y de lo existencial, en tanto actúan como superficies especulares que devuelven una realidad otra, en ocasiones alejada de esa mirada complaciente que todos buscan y en la que se estrangula la capacidad del arte para desmontar axiomas de la identidad y rebajar los egos. 

La dimensión antropológica y humanística de su obra queda refrendada por el principio mismo de que el hecho pictóricose alimenta de la experiencia visceral y cotidiana. No así, como ocurre tan a menudo entre los artistas, de conceptos dispuestos de antemano al instante de la creación. 

Reynier no responde a las categorías ni a los paisajes epistemológicos de moda en aras de satisfacer su demanda y su rentabilidad. En este sentido, él no es un penetrado, sino más bien un agente penetrante, una fuerza falocéntrica activa que atraviesa la realidad de la pintura y de sus concepciones al uso para burlarse de todas aquellas perspectivas reaccionarias y excluyentes. La hegemonía, del tipo que sea, es una zona inquietante para este artista que se presenta como un transgresor de fuste, un cimarrón que odia al amo pero ama la tierra, que se sumerge en la espesura del monte tanto como se desnuda en cada una de sus superficies.  


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Creo que a Ferrer le interesa más la captura de instantes de sensibilidad plena que la mecánica cansina del entendimientoretórico sujeto a la aprobación de los demás. Esa perspectiva inclusiva le permite el diálogo con todos y cada uno de los detalles. No se le escapa la pertinencia de un gesto que resulte rentable a la fiabilidad y convencimiento del discurso pictórico. Todo, en medio de esa aparente irracionalidad desbordada, parece estar bajo control. La anarquía se deja penetrar por el ímpetu silencioso de la matemática que se flexibiliza a propósito de no aniquilar a la emoción. 

Su remolino y polivalencia saben de la templanza equilibrada del buen oficio que permite la desarticulación posterior y el caos. No hay caída sin altura, como no es posible la cicatriz sin la herida, el odio sin el canto sordo que te recuerda el golpe traicionero y mezquino del enemigo. No hay mascarada ni posturas engañosas del aprendiz de pintor escondido detrás de una superficie abstracta que hunde en su profundidad referencial y de mal gusto la incoherencia de un no saber hacer, o de un hacer cercano a lo mediocre y lejos de la gracia nerviosa que toda pulsión garantiza. 

Su pericia se trueca en agudeza especulativa y profundidad en la observación. Sabe que la realidad no es visible a la mirada, que se esconde tras la primera capa de lo visual, tras el perfil de una evidencia que se desdibuja ante la observación inquieta y penetrante de quien consigue (de)construir los esquemas ortodoxos en los que se asienta una larga y profusa genealogía del acto de mirar y de aprehender la realidad, esa instancia que queda fuera y que se hace a ratos tan difícil de conquistar.

Me gusta la pintura de Reynier Ferrer. Y esta afirmación va sobrada de convencimiento. Disfruto con ella de ese instante en el que la celebración de lo espontáneo supone una tortura finísima al régimen de la razón, a sus prácticas persuasivas, a sus devaneos devastadores del ritmo virtuoso de la vida. Si todo fuera un calco de lo real, si en esa manipulación de la realidad misma no interviniera la magia de la transfiguración alquímica de la experiencia, a qué se reduciría el arte y la vida. 

Arrebato, puro arrebato…




© Imagen de portada: ‘Head over the pillow’, Masquerades Series, 72″×72″, Mix Media on Canvas,  2018




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