Hilda María Enríquez y la sostenibilidad de la virtud

Coincidiendo con los deseos de algunos críticos y curadores por leer el panorama de las artes visuales en Cuba con atención a la presencia de un incuestionable discurso feminista, y coincidiendo, también, con la labor editorial en torno a una nueva antología crítica dedicada al tema, proponemos este hermoso (y riguroso) texto del crítico y curador cubano, residente en Miami, Sergio Fontanella, sobre la obra de la artista cubana Hilda María Enríquez. 

Se trata, sin duda, de una aproximación visiblemente aguda y pertinente que no abandona la admiración, la gratitud y el afecto.

Lenguaje Sucio celebra esta entrega. 

Andrés Isaac Santana




Siempre pensé, por los años en que nos conocimos en calidad de alumno-profesora en las aulas de la Facultad de Artes y Letras, una década atrás, que aquella mujer había sobrevivido a un naufragio. 

Nunca le dije, pero yo veía sombras y dramas en sus palabras, en sus recuentos sobre el arte cubano durante la Revolución. Recuerdo que sus acotaciones sobre aspectos éticos, sociedad y producción artística, estaban filtrados por un evidente prisma generacional. 

Hilda María Enríquez nació en 1960. Fue el hombre y la mujer nuevos y, en los años ochenta, ya egresada de la misma Facultad de Artes y Letras como rampante historiadora del arte, encarnaba un profundo ideario social e ideológico que venía inoculado en la sangre. 

Esta generación en Cuba protagonizó una anagnórisis de esencia trágica: se quedó sin historia ni relatos, y llegó demasiado tarde al cinismo. A diferencia de la generación de su hija, que es también mi generación, y que nació con el cinismo en el tuétano, lo cual nos hace inmunes al nacionalismo, la Patria y a la Virgen de la Caridad del Cobre.

Por aquella época, Hilda solía contar que a menudo escuchaba a Van Van mientras pintaba, lo que yo interpretaba como síntoma de romanticismo nacionalista. Los Van Van han marcado, como pocos símbolos caros a su generación, los desvaríos, los cambios en el alma sensible y los devaneos ideológicos y sociales experimentados durante el transcurso de la era de la Revolución: es el movimiento encarnado y, a la vez, la permanencia. 

En la actualidad, otras fuentes musicales suplen su apetito de inspiración. 

Durante la década de los noventa y primer lustro de los 2000, Hilda dedicaba sus años primos, profesionalmente hablando, al Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam y a la Bienal de La Habana. En el año 2004 reanuda su producción artística y regresa a las aulas de la Facultad de Artes y Letras como docente de Historia del Arte. Dos regresos que ocurrieron casi simultáneamente y generaron una profunda conmoción emocional en su persona, detrás de lentes, bastidores y pinceles. 

Han pasado varios años desde ese retorno de Hilda María Enríquez a la producción artística activa, al circuito de galerías, críticos, públicos y moduladores de recepción, procesos de legitimación… La revisión del acervo de lo producido por ella nos ofrece un diapasón amplio, pero cohesionado en aspectos esenciales. En Hilda la noción de regreso es más telúrica que una transformación profesional: es un cambio de vida y la actualización cínica a los tiempos. El tema social, el papel del sujeto y su individualidad de cara a la sociedad, los desafíos y contiendas en el mundo del arte y en el mainstream de la cultura cubana, son móviles importantes en su pensamiento. 

La artista se exorciza y cura a través de la creación. Su exhibición de 2010, El Corazón con que vivo, en la Galería Orígenes del Gran Teatro de La Habana, se sustenta sobre esta propia idea, y piezas como Sin dolor y Fruto de la tierra, entre otras, se juntan articuladamente a guisa de rosario de principios y sanación espiritual. Recurso sensible este, que también señalara María de los Ángeles Pereira refiriéndose a Hilda María: 

“Por otro lado, cual testimonio de una experiencia vital, la obra de Hilda María no puede sino parecerse (y mucho) al ser humano que ella es: definitivamente incapaz de solazarse en la dolencia y en la autoconmiseración, afirmado a ultranzas en la positividad de la existencia y (re)encontrado, notoriamente enriquecido, en el terreno de la creación. En tal sentido, su trabajo (o parte de él) pudiera ser interpretado como un empeño de reconocimiento y concilio con los soportes mismos de la enfermedad y el dolor que son, al cabo, también, los de la recuperación y la confianza” (“Palabras de presentación de la exhibición personal de Hilda María Enríquez: El lado derecho no es el del corazón” [Inédito], en Galería Galiano, La Habana, 2004).

En 2015 exhibe junto a Elvis Céllez en Luz y Oficios, en La Habana, en la muestra Animal Planet. Arribaba entonces a un simbolismo sobrecogedor: las obras Perro no come perro y Es solo cuestión de tiempo, lo atestiguan. La expresividad recaía en colores fauvistas, planos tensos y textos de connotación profética y tremendista. El planeta animal, desde la perspectiva de Hilda, era un estado de cosas humano, incluso por omisión, y el retrato psicológico que desplegaba era cuando menos inquietante.

Sin embargo, lo que marca de modo más distintivo su ruta creativa en la última década (aunque a simple ojeada pueda parecer una bitácora inconexa) es el tema erótico.

Estamos hablando de una artista cubana de retórica emancipada y feminista; aspectos estos que dan pulso inicial al engarce de los primeros niveles de interpretación de su obra, en la búsqueda de móviles de significación que yacen en la zona del agua donde alumbra el sol. Porque los desnudos femeninos, con intensos close up de vaginas, senos, nalgas y muslos (en posturas que además potencian la apertura y exhibición de los vericuetos del cuerpo), expresan una carga de liberación femenina: en este caso, el sujeto actuante sobre la tradicional pasividad femenil retratada es también una mujer; una mujer que se regodea en los aspectos sensuales, erotizando en la misma medida en que estetiza el cuerpo de mujeres

La cita y la apropiación que dimanan de artistas como Cézanne (Invierno en las entrañas), Gauguin (GK y la ciruela china), Klimt (El sueño dorado de G. Klimt), Courbet (Como una ola), y el sempiterno Servando Cabrera Moreno (Invierno en las entrañasMis azules), así como del estudio del grabado japonés y del universo cultural egipcio, se convierten en herramientas en el arsenal semántico con que se maneja Hilda, irónica e hilarante. Sus mujeres de cuerpos y curvas turgentes son captadas en poses y ángulos enfatizados (tomando del teatro el término, para definir el destaque o preponderancia intencional de un actor o elemento escenográfico como recurso dramatúrgico, a través de las luces, el posicionamiento en el escenario, entre otros recursos visuales). 

Este aspecto dramático convierte a sus personajes en una suerte de performers. Permanecen en silencio voluntario, midiendo fuerzas, mientras comunican con el cuerpo sus conflictos, sus verdades y soledades, sus experiencias de lastre y revancha. A través de la comunicación extraverbal, se construye el empoderamiento socio-psicológico de estos personajes.

La ironía y la punzante inteligencia que entraña la ironía son, sin embargo, el asidero semiótico más eficiente para ensayar una deconstrucción de la poética de Hilda. En títulos como El recurso de NefertitiLa fontana Extraño colibrí hay un destaque poético y a la vez lúdicro de la vagina; mientras el escarceo amatorio encuentra sede en Manto tibio y en el bien logrado ejercicio de metamorfosis en El nacimiento de Eros

En cuanto a la sedimentación de recursos formales, tales como la síntesis y la purificación del dibujo, aplaudimos la viveza de obras como Vuelo en solitario, donde la silueta de un paisaje es, a todas luces, un humano, y por demás mujer en estado de trance por vía de la masturbación. Otro tanto apreciamos en Virtud sostenida, donde apenas una línea ascendente en diagonal subvierte el paradigma de una erección masculina, satisfecho de significantes y presiones sociales y de género, para convertirlo en el clímax orgásmico ascendente de una mujer: imagen de libertad y vuelo, fisiológico y metafórico, y acaso también la repercusión de un sonido en forma de eco, donde las ondas se replican multiplicando el sonido. 

Obviamente, se grafica de este modo la influencia del estudio del grabado japonés en el aspecto temático, y en la resolución de formas y líneas que soportan la estructura formal y preponderante de la pieza.

Según relata la propia artista, el erotismo ha sido una temática recurrente en su carrera, desde su etapa de iniciación en sus años de estudiante de San Alejandro. Sin embargo, la idea del cuerpo que explota en imágenes y al graficarse se resume en trazos, fragmentos y abstractizaciones que rehúyen reiteraciones y futilidades, solo puede ser el fruto de la madurez del alma y el cuerpo. 

Lo obvio y concreto se enmascaran en tales abstracciones, no con un fin ilusionista o de disfraz, sino como legítima conquista del camuflaje formal como recurso de sofisticación y potenciación del mensaje (Hedone). En otras palabras: solo la maduración del sujeto y artista de manera mancomunada y sedimentada, despejan la maleza sentimental y permiten una exploración valiosa de las estructuras y procesos que confluyen en el tema erótico. Ergo, la Hilda estudiante de arte no podía entender el calibre y potencialidades que el tema erótico podía realmente propiciarle; tampoco creo que tuviese entonces el valor de entregarle seriamente un espacio seminal en su producción.

Lo anecdótico no recesa, sin embargo, y en la reciedumbre de sus cuerpos enrollados, de verdes y azules macizos, y una vez más de dibujo protagónico, hay retazos autobiográficos devenidos ficcionales, sugerentes y sólidos. Los cuerpos que emplaza Bajo los tilos, así como los de Profundo Interior o Vale Todo, provocan en su absurda dimensión la intensa dicotomía de unos pájaros de cemento, macizos y etéreos; volumen y difuminación, contorsión y desapego al plano carnal.

Independientemente del mérito en lo formal y de su honestidad como entelequias, tal vez harto convincentes para un bojeo a su producción erótica, las piezas de Hilda no dejan de provocar una sospecha, tal vez crónica o paranoica, en el espectador avisado. Una mujer y maestra de la implicación y la ambigüedad a posta, recursos retóricos con los que se maneja cómodamente, podría muy bien depositar lecturas subyacentes a modo de palimpsesto de contenidos. Y no porque no sean suficientes sus exploraciones en el eros, sino por sus potencialidades intrínsecas. 

Pienso que el tema erótico es una puerta ancha y generosa con que Hilda se puede abrir a públicos legitimadores, haciendo gala de un repertorio formal franco y cabal, pero son su vocación moral y su sentido del instante histórico los que realmente motivan y compelen su producción conceptual. Tal como fuera Sano y Sabroso (exhibición colectiva desarrollada en el Centro de Arte de 23 y 12, La Habana, Cuba 1981), cuatro décadas atrás: un filtro o empaque que redireccionaba los mensajes incluidos, del campo de lo básico y frontal a lo alusivo y oblicuo. 

Cuarenta años después, no se trata de repetir recursos de camuflaje, sino de aprovecharse de un contexto rico en oblicuidades como otro recurso de los que la historia le permite apertrecharse. Cuando el desnudo alcanza dimensión de valla, del todo magnificado, el cuerpo ya no nos pertenece como el concentrado erótico al que estamos acostumbrados, sino que muta en declaración de principios y subversión de obvias y subjetivas censuras, provenientes de disímiles campos. El cuerpo desnudo no es vulnerable, al menos no necesariamente; el carácter escultórico de sus “pájaros de cemento”, los planos cerrados y un tanto intimidantes, son en toda ley su coraza.

Su espíritu y su verdad a medias no están solamente en sus frutas-glande o en sus pliegues-vagina, sino que apuntalan un estado de conciencia decadente y dubitativo. 

La capacidad curativa de la obra en sus procesos, tanto de producción como de consumo, completan y robustecen el espíritu de su creación y podrían entenderse como un leitmotiv cohesivo a través de sus distintas etapas-series. Más allá, incluso, gestionan para la experiencia del consumo de las obras una experiencia que es, en última instancia, positiva.

En la talla de estos hombres y mujeres atlantes hay un cierto padecer romántico, un recurso de fe y una sentencia cronicada.




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