Un alfabeto del sexo

¿Y si descubres que las letras pueden torcerse o regularse o adaptarse de modo que, ordenadamente, el alfabeto produzca, por así decir, un catálogo de posiciones, modos y técnicas donde el sexo hablaría por sí mismo, de sí mismo y además, por si fuera poco, de la moda, o de las costumbres, o de la universalidad de sus prácticas?

¿El pasado está en el futuro, en especial cuando se trata de las relaciones entre el lenguaje y el sexo?

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¿Y si avanzas un poco más, como Deleuze y su abecedario filosófico, y te da por contemplar (la baba cayéndosete) las listas dentro de las listas, es decir, conjuntos de cosas, gestos, sensaciones que caben dentro de la letra A, y después eso mismo, pero dentro de la letra B, y así hasta la Z, para que el mundo sea un poco más metódico y la locura se cierna como un bálsamo intemporal? ¿Porque acaso no es cierto eso que sostenía Paul Valéry, que dos cosas amenazan al mundo: el orden y el desorden?

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¿Me dejas reformular todo esto? ¿Has hecho una lista de los tópicos e ítems que te hacen feliz durante el sexo y que ni siquiera tienes que usar (físicamente, quiero decir) mientras te desempeñas dentro de esa nube de actos mínimos, sobresaltos, ademanes? ¿En verdad has pensado en alfabetizar la lista, agrupar todo en A, B, C y así hasta la Z? ¿Imaginaste alguna vez que alguien pudo hacerlo dentro de un bucle tras el cual hay un novelesco imaginario del porno, alguien que disfrutó de la sabiduría de buenos maestros, alguien (un tal Joseph Apoux, francés, nacido en 1846, muerto en 1910) que dio en hacer listas y más listas, abecedarios obsesivos y gráciles por doquier?

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¿Y si descubres que su alfabeto sexual, situado en un momento de fines del siglo XIX, viene corriendo hacia el futuro (hacia ti, por supuesto) con ese empaque de fenómeno reciclado capaz de subsistir, terco y lúcido, lo mismo en los años de Jack the Ripper que en los años de Donald Trump? 

¿Y si descubres, compruebas, ves que el tipo también hizo un alfabeto de brujas y brujos, de sueños locos, de vampiros, de bailarinas pertinaces, de asesinos famosos? ¿Dudarías de su inteligencia o su confiabilidad?

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¿Y cómo te explicas que Monsieur Apoux haya sido alumno de Jean-Léon Gérôme, hombre de maneras diplomáticas, casi palaciegas, y pintor exquisito, amante de crudelísimos paisajes orientales (ventas de esclavas, serrallos invadidos por comerciantes sin emociones) y de grandes momentos históricos ligados a las Guerras Napoleónicas? 

¿Y siguiendo cuál sendero lleno de clavos y botellas rotas llega Apoux a transformarse en el mejor dibujante europeo del sexo intercrural, que es, ya se sabe, el subterfugio (su nombre japonés es sumata) por medio del cual, al no existir penetración, las prostitutas de la Tierra del Sol Naciente pudieron excluirse, ya a mediados del siglo XX, de las redadas y correctivos policiales?

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¿Y si, venciendo los encantos espectaculares de esas letras-promesas, esas letras-posturas, te enteras de que James Joyce era un adicto a semejantes variaciones, pues enseguida se dio cuenta de que el alfabeto pornográfico de Apoux se comportaba como una enumeración caótica controlada, en el interior de un sistema lleno de regocijados cálculos morbosos? ¿Estadísticas, compendio de vísceras y órganos, de símbolos? 

¿Has visto los esquemas que Joyce, a propósito de Ulysses, envía a Carlo Linati y Stuart Gilbert?

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¿Será cierto que desmentir la operatividad del alfabeto, en tanto programa de ejercicios físico-sexuales, es un acto inútil, y que Frank Harris, memorialista y narrador —deportista disciplinado y hombre de mundo, amigo de Aubrey Beardsley y Oscar Wilde—, lo llevó a la práctica, medio aburrido, sin poner en escena todas las letras, pues se había aficionado a la B, la X y la Y?

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¿El monólogo final de Ulysses, durante ese 16 de junio de 1904, está atravesado, en el ir y venir de Molly Bloom entre los cuerpos de los hombres que tuvo o quiso tener, por el alfabeto de Apoux? 

¿Y si Joyce, escritor múltiple, eligió ese día al comprender que él también era un hombre múltiple, repartido en identidades numerosas que nacían y morían en esa fecha decisiva, cuando se compromete con Nora, la destinataria de aquellas cartas sugestivamente “sucias” donde hay, ya no una gimnasia gráfica, sino sabores, olores y un blúmer manchado?

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¿Has descubierto ya que el científico, explorador y fotógrafo Tulse Luper, protagonista de The Tulse Luper Suitcases (2003), de Peter Greenaway, ama a Joyce y es coleccionista como Joyce, pero más bien de maletas (92, para ser exacto) donde coloca todo tipo de cosas excepto lo relacionado con el sexo, que él reserva para la vida exterior, pues el sexo lo imagina, lo practica y lo sueña todos los días, a toda hora, en toda circunstancia? 

¿Te diste cuenta de que Luper es epítome del fisgón imprudente e impávido, un hombre aparte, un ser separado cuya fascinación consiste en hacer listas y más listas y llenar sus maletas de lápices, fotografías, cuadernos de notas, perfumes, pasaportes, trozos de carbón, peces, cartas, monedas y películas, entre otras cosas?

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¿Dónde termina el risueño y sicalíptico alfabeto de Apoux? ¿En la letra Z, iluminada por una mujer que lame los testículos de un hombre mientras otra intenta atrapar su pene como si quisiera probar la suerte de un 69 apenas posible? ¿O en la letra A, aparente principio de todo, que nos deja ver a un caballero con frac, monóculo y todo el sexo afuera, en notable erección, mientras una dama levanta su pie derecho y se alza el vestido para mostrarse e invitarlo?

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Aprende con Apoux en tiempos de Facebook. Y desaprende. No hay ninguna verdad que no contenga ya sus fakes, sus correcciones. El futuro está aquí porque el pasado también acude, como siempre.   

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