La Tiñosidad

Rolando Pulido es un elfo, el más espectacular de los elfos que se le escaparon al castrismo durante el éxodo masivo de 1980, por la bahía del Mariel. 

Nuestro hombre en New York salió de Cuba siendo casi un niño, casi un adolescente, casi un hombre. Casi de todo y, por eso mismo, casi de nada. Como salvoconducto sucio o perverso permiso de salida, a aquel elfito libre de la ciudad de Cienfuegos, antes de montarlo en una barcaza para expulsarlo de por vida de Cuba, lo apedrearon con saña asesina como a una prostituta en el mundo árabe. O, mejor, como a un apestado asiático bajo el sistema comunista de castas. 

En definitiva, esa es la mejor definición del castrismo: no se trata ni remotamente de una dictadura local, sino de un fundamentalismo importado insultantemente, sin leyes ni ideologías, donde lo único que cuenta es descojonar en cuerpo y alma a los pobres seres humanos que alguna vez tuvimos la ilusión de ser cubanos libres en la Cuba cárcel.

¿A quién culpar de tanta crueldad consuetudinaria? ¿Exclusivamente a los Castros, acaso? ¡Por favor! Sería una redundancia. 

A estas alturas de nuestra hostil historieta sin histología, es obvio que los culpables de la Revolución somos los cubanos cómplicemente comemierdas, los mismos que todavía en el siglo XXI reclamamos hasta el ridículo, así en la Isla como en el Exilio, que la verdadera Revolución fue traicionada por los Estados Unidos en contubernio con la Unión Soviética, y demás verracos blablablás, pero que el concepto original de la Revolución, ah, que el concepto de la Revolución original, eso sí era justo lo que la nación cubana necesitaba en 1959 para su cura de caballo del capitalismo democrático de nuestra era republicana. 

En una palabra, la tragedia de contar todavía hoy con la tara del totalitarismo y la tontería insular, puede resumirse como Rolando Pulido lo conceptualizó en el título de su película de animación (que viene de animosidad): la tiñosidad.

La Tiñosidad es un filme hecho a pulmón. A patadas. A golpes de puro talento y mendicidad monetaria. Ni una sola de las ONGs por la libertad de Cuba se dignó nunca a interesarse en este proyecto. Ni un solo grant de los millonarios demócratas de la capital norteamericana tampoco. Y ni soñar con la solidaridad de la comunidad latina en Nueva York, porque sus líderes son abrumadoramente agentes de influencia pagados con las arcas de los jerarcas de La Habana (y con las ancas de las jineteritas baratas a la espera de un extranjero en el muro del Malecón).

La Tiñosidad es un filme triste a matarse. Una despedida de duelo. El susurro desafinado de cisne de toda una generación jodida, que huyó de la utopía proletaria precisamente para poder convertirse en proletarios y dejar de ser esclavos obligados a sonreír por su condición de esclavos, en medio de un campo de concentración devenido parque temático del igualitarismo global.

Visto y aplaudido desde nuestro “vil” vecino del Norte (qué monstruo de qué monstruo de qué mojones: Martí nos mintió a las dos manos), el castrismo fue, en este sentido, la tardía victoria del Sur en la Guerra Civil en contra del capital: la Cuba de Castro fue la última de las plantaciones negreras del hemisferio (y es harto conocido que la izquierda imperial, además de su infantilismo emancipatorio, padece de una nostalgia neocolonial en fase metastásica).

La Tiñosidad es una obra de arte radical, sin necesidad de aspavientos ni críticos cinematográficos. Una historia común, un horror común, casi a la mano de nuestra amnésica memoria en tanto nación desaparecida. Un latigazo de luz, no lastimoso sino conmovedor con cojones. Un momento de transición a la hora de recoger los bates y contarle a los que vendrán cómo pasó lo que nos pasó, antes de caer uno a uno hechos talco a la vuelta del tiempo. Como exquisitos cadáveres sin esquela. Como pequeños príncipes mordidos por la ponzoña de una vida vivida sin siquiera tener derecho a una biografía.  

Porque a eso precisamente es a lo que nos ha condenado la progresía primermundista y el latrocinio latinoamericano: a una identidad imaginaria en tanto ciudadanos sin Castro en el corazón, a habitar en la tabula rasa de un territorio de nadie, a ser fantasmas a falta de habernos fascinados jamás por el fascismo de Fidel. 

Mejor así. No los queremos, no los necesitamos. Maldito sea tu nombre, democracia occidental.

Por último, por supuesto que estoy tentado incluso de no recomendar esta maravilla del decimoséptimo arte con la firma inconfundible de un elfo cosmopolita llamado Rolando Pulido. Y lo digo al menos por dos razones irreconciliables, inconsolables. Primero, porque, como cubano que eres, personalmente no estoy tan convencido de que tú te la merezcas todavía. Segundo, porque, como cubanos que somos, políticamente ya iba siendo la hora de que nos mereciéramos la belleza expresiva de nuestra propia barbarie.

Mejor así. No nos queremos, no nos necesitamos. Maldito sea tu nombre, cubanía cobarde. Y bendita seas tú entre todas las mujeres macabras y bendito el fruto fósil de tu vientre verde oliva: amén, Tiñosidad…

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