El usuario universal predeterminado es amarillo


En una entrega anterior afirmé lo confuso que resulta hoy día utilizar un pendejo emoji para sintetizar una idea. 

El artista japonés Shigetaka Kurita, “the creator”, vaticinó en 1999 la inmediatez y el ritmo acelerado de la comunicación digital. Resolvió la complejidad gramatical de la lengua japonesa para la telefonía móvil y, sin ser plenamente consciente, internacionalizó un idioma de caracteres. Unos caracteres más friendly, más lúdicos y pueriles. 

Los 176 emojis originales de Kurita ahora son parte de la colección permanente del MoMA. Antes de eso, los símbolos de 12 x 12 píxeles ya se habían popularizado en cada rincón del planeta, para convertirse en un lenguaje de uso global. 

Maldito / bendito japonés. 

Hay algo increíblemente gratificante en el uso de los emojis que va más allá de lo que implican sus posibilidades de reacción, en términos de economía lingüística. Entiendo que, como sistema comunicacional, ofrecen jugosas alternativas a tediosas respuestas. Facilitan la expresión y entendimiento de nuestras emociones en entornos conectados, donde el lenguaje corporal no participa. 

Pero también pienso que el tal Kurita nos viró la tortilla: el puto retorno al símbolo, a la caverna, a los dibujitos, nos ha cretinizado a todos. La gente ya no conversa: chatea y envía emojis. Todo ello alimenta la ambigüedad idiomática. 

El peso de esa falta cae sobre sus hombros. Unos hombros asiáticos. Unos “hombros amarillos”, si tenemos en cuenta la patética tesis del antropólogo alemán Johann Friedrich Blumenbach (Clasificación de las razas en 5 colores, 1793). 

Válido, ¿no? Justísimo. Los emojis son todos amarillos. Amarillo-pollito. Chino-amarillo, ¿como su creador? 

Menudo cliché. 

Actualmente, el debate en torno al color de los emojis es tétrico. Desde que en 2015 Apple introdujo en las actualizaciones de iOS 8.3 y OS X 10.10.3 los nuevos emojis interraciales, todo se ha ido a la mierda. 

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