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Hacía un calor del carajo. Y ya estábamos casi terminando septiembre. No importa, qué va a importar. El mundo se está derritiendo de todas formas y por los cuatro costados, desde la falolito de la Plaza de la Revolución en La Habana hasta el arco uterino de Saint Louis en Missouri. 

Cuando en los Estados Unidos existía la libertad de expresión (esa Primera Enmienda tan vilipendiada por la intelectualidad de izquierda), hace unos treinta o cuarenta años, a estos inicios del otoño candente aquí le llamaban un “verano indio”, asumiendo que los indios (es decir, los aborígenes de América), eran mañosos, manipuladores, mentirosos, y demás M mierderas, en medio de su empeño étnico de sobrevivir a toda costa en un continente ocupado precisamente de costa a costa.

Yo estaba esperándolo en la estación de los trenes Amtrak del mid-town de la ciudad. No al verano indio, sino a mi pasajero programado.

Una semana antes, él me había contactado (técnicamente, contratado) por internet para que yo fuera a esperarlo allí con mi taxi, nada menos que a las tres de la tarde, la hora en que mataron a ya ustedes saben quién.

Venía de Chicago. Solo. A una conferencia en la Washington University de Saint Louis. Sobre Literatura Cubana, por supuesto, con mayúsculas mitómanas materialistas.

Era un escritor de la Isla que estaba de visita, como todos, en la gran Unión norteamericana. Tenía una visa de múltiples entradas durante cinco años, gracias al excepcional programa de visados del presidente Barack Obama, el que en unos pocos meses sacudió hasta los tuétanos al totalitarismo cubano. 

En efecto, el mulatico los puso en jaque mortal, a la gerontocracia criminal del Ministerio de las Fuerzas Armadas y el Ministerio del Interior: de pronto el militariado verde olivo cubano se vio acorralado de culo contra la pared. Total, para que ahora venga Donald Trump y vuelva a aislar a Cuba cómodamente, para así salvar de por vida a los Castros, confiriéndoles a los tiranos tropicales toda la impunidad imaginable. E incluso buena parte de la inimaginable.

Fuck Trump. Demasiado papití para nada. Fuck los hardliners a los que ya ni siquiera la línea dura se les para. Y también, por supuesto, Fuck Obama, no se vayan a creer cosas conmigo. Al carajo con su Premio Nobel de la Paz y todo, por ser a la postre tan conciliatorio como el cabroncito castrista El Vaticano. Hay que joderse.

El exilio cubano es esta rabia retórica: un dolor sin salida, un resentimiento sin consuelo ni conmiseración, una desafinada cancioncita de amor sobre los que se fueron versus los que se quedaron, unos y otros desconocidos de corazón, descontemporáneos de remate, como si lo único reconocible para ambos hubiera sido paradójicamente la Revolución.

En cualquier caso, volviendo al caso del colega compatriota que me alquiló como chofer de taxi, venía todo cagado de medio. Enseguida me pidió discreción en las redes sociales. No quería que nadie en la internet supiera que había estado en contacto conmigo. No quería que, toda vez de vuelta en Cuba, los camajanes en el poder lo asociaran con la bilis contestataria de Orlando Luis Pardo Lazo. No quería, en resumen, que yo escribiera un Uber Cuba con él.

Perdóname, compadre. El arte es breve y no espera por nadie. La vida es larga y por eso basta y sobra para luego arrepentirnos de todo y hasta mutuamente pedirnos perdón. 

En fin, a los pocos minutos de cortesías cobardes, lo dejé en el Hotel Plaza de Clayton, a donde esta universidad privada aloja a sus figuras públicas invitadas. Y seguí manejando mi cachivache bajo el fuego infiel de septiembre del 2019. 

Desaparecido. Mudo. No invitable.

Y, acaso por eso mismo: indesaparecible, incallable, invitado de honor a aguar la fiesta fatua de un fundamentalismo llamado casi amorosamente el castrismo sin Castros.




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Orlando Luis Pardo Lazo

Imagino a la policía universitaria disparando al aire antes de ponerse a darme caza, como un animal salvaje. Como lo que soy.


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