Uber Cuba 0065

· Uber Cuba 0064


Hizo un día frío y radiante de abril, el mes más cruel. Los relojes acaban de dar las trece, hora militar. Era la primavera Made In USAen pleno esplendor, esa estación desconocida en nuestros tristes trópicos. Estábamos en el llamado Cinturón de la Biblia. La fecha era 26 (siempre es 26, ya sabemos). Y tenía que ser viernes, por supuesto, como el viernes 10 de diciembre de 1971 en que yo nací.

Fue en un colegio triste y feo como una Casa de la Cultura cubana. Hasta allí tuve que ir para hacer en voz alta mi Juramento de Ciudadanía norteamericana. Y a recibir en masa mi flamante Certificado de Naturalización, junto a otros 299 inmigranticos con burkas y demás trapos de colorines cosmopolitas. El único que parecía estadounidense a priori era yo.

Al final, hube de entonar las notas del glorioso Himno Nacional en inglés. Y por primera vez en mi vida The Star-Spangled Banner me conmovió. Al punto de las lágrimas. Y juro que yo no estaba borracho. Ni high. Ni stoned. Nunca uso drogas, excepto mi propia escritura radical.

A los 47.5 años de vida sin biografía me he convertido por fin en ciudadano de una potencia extranjera. En un “traidor a la patria”, diría en la Isla el gobierno revolucionario: eso, en un “apátrida”. Y acaso no lo dirían, por cobardes, pero igual pensarían lo mismo mis vecinos del barrio en Cuba.

Ahora, lo que toca es sacar cuanto antes el pasaporte imperial y ponerme a viajar como un loco de una punta a otra del planeta. Toda vez exiliado, ya da igual exiliarnos por segunda o por vigésimo segunda vez. Así que lo más probable es que me pierda muy pronto de los Estados Unidos de América. Sobre el arco iris y más allá.

¿A dónde? No sé. Ni idea. A todas partes, supongo. Y a ninguna, como corresponde. Aún más lejos de Cuba todavía. Todavía más lejos de Cuba aún.

Para esta ceremonia de resurrección civil me vestí con un traje caro, carísimo, y de corbata roja, rojísima. De un rojo fuego muy al estilo del 45to presidente Donald J. Trump. Boté cientos y cientos de dólares de mi escueto estipendio estudiantil, derrochados en una boutique de lujo, total, para usarlo sólo una vez. El capitalismo en ansí: una locura, una ilusión. Como la vida misma. Justo lo contrario del totalitarismo y la utopía, donde todo tiene una explicación racional, represiva, resentida.

La chofer del taxi Uber que me llevó a la ceremonia oficial me preguntó muy circunspecta si yo era por casualidad un político. Obviamente tenía buen olfato la señorona afro-norteamericana. Así que le dije que sí:

Yeah, o´courz, I finna bee famous, ya know―le respondí en perfecto argot ebónico. 

Y encima le aseguré que me encantaría postularme cuanto antes para algún cargo público federal, de ser posible para ocupar el escaño de alguno de los 435 castristas de la Casa de los Representantes. Sustituir de por vida en el Congreso a la portorra Alexandria Ocasio-Cortez, por ejemplo, o a la minnesomalí Ilhan Abdullahi Omar, de no ser mucho pedir.

Es de esperar que mi chofer no haya entendido nada de nada. Por suerte. 

La mujeronga simplemente me regaló su más espontánea sonrisa étnica. Tenía unos dientes bellísimos, blanconios, como de caballo. Y todo en ella irradiaba radioactividad maternal.

Wellcomm to America, mah sonnn―me dijo, como si yo no fuera de su misma edad, acaso un par de semanas mayor que ella, mi espontánea madrastra interracial.

Bienvenido a los Estados Unidos, mi niño del alma. Pronunciado así como así, de corazón, en un taxi Uber en medio de la ciudad gentrificada y súper-segregada de Saint Louis, Missouri.

Esta escena fue mi verdadera Ceremonia de Juramentación. Sólo por este diálogo en dialecto valió la pena huir para siempre de Cuba, un país perverso donde ya no hay himno nacional ni bandera constelada de estrellas ni taxis Uber ni mujeres choferes ni negronas con sonrisa de ángeles ni lágrimas de viernes ni corazón de abril ni mucho menos primavera.

En Cuba todo es únicamente 26. 

Siempre y solitariamente 26.

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