Trump: un safe space para la revolución

Si el fraude masivo alegado por Trump y sus aliados fuera verdad, se trataría del mayor atentado a la democracia americana en la historia del país. Si no fuera verdad, se trataría —la falsa acusación— del mayor atentado a la democracia americana en la historia del país.

Lo cierto es, más allá de toda duda razonable, lo segundo: un juez de Pensilvania ha calificado la demanda presentada por Rudy Giuliani de “Frankenstein”, un risible conjunto de “argumentos legales forzados y acusaciones especulativas, sin evidencia alguna que las fundamente”. Según Sidney Powell, otro de los abogados de Trump, los gobiernos de Cuba, Venezuela y China habrían intervenido en las elecciones, mediante un software que cambió los votos de un candidato a otro.

Contra toda lógica (si hubo fraude, ¿cómo es que las mismas boletas que dieron el triunfo a Biden favorecieron a tantos senadores republicanos e, incluso, a representantes de ese partido? Si los demócratas se robaron la presidencia, ¿por qué no hicieron lo mismo con el senado?), el trumpismo sigue prosperando en su fermento natural: la teoría de la conspiración. Una vez más, los secuaces de Trump acusan a sus oponentes de lo que ellos mismos intentan: robarse las elecciones. “Nos estamos preparando para revertir los resultados de la elección en varios estados”, dijo la señora Powell, quien, demasiado conspirativa para los propios conspirativos, ha sido despedida del equipo legal del presidente.

He aquí, de nuevo, la paradoja mayor del trumpismo: quien se presenta como el candidato de “law and order” es la mayor amenaza al orden constitucional. “Trump está tirando piedras a las vidrieras. Es el equivalente político de un alborotador callejero”, dijo recientemente John Bolton, quien fuera asesor de seguridad nacional entre 2018 y 2019.

Pero los políticos republicanos, que ponían el grito en el cielo por los disturbios del verano, no han condenado el comportamiento subversivo de Trump: le han seguido la corriente, negándose a reconocer que Biden es president elect. Los mismos que tacharon de sore looser a Hillary Clinton porque se demoró unas horas en llamar a Trump para felicitarlo por su victoria, han callado mientras Trump bloquea la transición; y aún callan, cuando, tras dar luz verde al ascertainment, el derrotado sigue resistiéndose a conceder la victoria de su oponente.

¿Qué habría pasado si el margen hubiera sido realmente estrecho, si todo hubiera dependido de uno o dos estados, de unos cuantos miles de votos?

A medida que los estados en disputa han ido certificando la votación y las querellas legales de Trump van siendo desestimadas una por una, el discurso inicial (hay que investigar si hubo la más mínima irregularidad, recontar hasta el último voto legal, el presidente tiene derecho a ir a los tribunales, no pasa nada por esperar unas cuentas semanas, etc.), va dando paso, en ciertos medios conservadores, a una nueva justificación: no hubo fraude, pero lo que Trump está haciendo ahora no es más que lo mismo que le hicieron los demócratas en 2016, así que no hay que alarmarse, la cosa no es tan grave, ya ha sido hecha antes por el otro bando…

Este paralelo es una nueva falacia. Varios miembros de la campaña de Trump tenían vínculos con el gobierno de Rusia, y terminaron siendo condenados; no hay indicio alguno de que la campaña de Biden haya participado en fraude electoral. No hubo, ciertamente, colusión con Rusia, pero “obstrucción a la justicia”sí, y la investigación estaba justificada, dado el hecho incontrovertible de que Putin viene intentando desde hace años desprestigiar el modelo democrático que Estados Unidos ha defendido por décadas.

En cualquier caso, Hillary Clinton concedió; el margen de su derrota en la mayoría de los swings states fue, por cierto, menor que el de la derrota de Trump. Este alegó entonces que millones de inmigrantes ilegales habían votado, privándolo de su victoria en el voto popular, y en 2017 creó la Presidential Advisory Commission on Election Integrity, también conocida como Voter Fraud Comission, que nunca consiguió demostrar las infundadas aseveraciones del presidente.

Pero la idea de que las elecciones están amañadas es muy anterior a la campaña de 2016: el 6 de noviembre de 2012, Trump dijo en un tuit: “Estas elecciones son una farsa. ¡No somos una democracia!”. En medio del conteo, cuando Mitt Romney aventajaba a Obama en el voto popular, Trump añadió: “El colegio electoral es una catástrofe para una democracia”. Y fue más lejos: “No podemos dejar que esto ocurra. Deberíamos marchar a Washington y detener esta farsa”; “Perdió el voto popular por mucha diferencia y ganó la elección. ¡Deberíamos hacer una revolución en este país!”.

El paralelo entre la reacción de Trump en 2020 y la de los demócratas en 2016 es espurio, entonces, no ya solo porque el gobierno de Obama no obstaculizó la transición (“estamos agradecidos al presidente Obama y a la primera dama Michelle Obama por su gentil ayuda durante esta transición”, reconoció el propio Trump en su discurso inaugural), sino sobre todo porque el bulo según el cual las elecciones están amañadas precede a la campaña de Hillary Clinton y a la interferencia de Rusia, haya ocurrido esta o no.

Hay aún, en el universo trumpista, una última justificación para la derrota: Trump perdió porque tenía a todo el mundo en contra. “Big media, big money and big tech” se confabularon para perpetrar “historic election interference”, dijo Trump el 6 de noviembre. Se trata del tipo de hipérboles y generalizaciones groseras a las que recurre el trumpismo; acusaciones vagas, que se suponen tan obvias que no habría que fundamentar, pero que miradas más de cerca se revelan casi siempre falsas o, en el mejor de los casos, muy relativas.

Sin los big media Trump jamás habría accedido no ya a la presidencia, sino a la candidatura, porque carece de las cualidades mínimas que en otros tiempos necesitaba un político para ser exitoso. Pero es un gran entertainer, toda una criatura de la sociedad del espectáculo; su fuerte no son los hoteles ni los casinos (como demuestran los tax returns publicados por el New York Times), sino vender su propia marca. Sin las quince temporadas de The Apprentice (NBC, 2004-2015) no se entiende la presidencia de Trump. Justo en el momento en que la telerrealidad, tan en boga hace dos décadas, perdía audiencia en favor de las series de ficción, el montaje televisivo la recuperaba, de extraña manera, en el campo de la política, con un reality show diario orquestado desde la Casa Blanca.

Por otro lado, la queja sobre la unánime parcialidad de los medios es muy discutible: no es que todos los medios de comunicación sean hostiles a Trump; hay algunos que son críticos y otros que son propagandísticos. ¿O es que la radio no es un medio de comunicación? ¿Son neutrales Rush Limbaugh, Alex Jones y Mark Levin, las estrellas de los talk radio shows cuya influencia en el ascenso y consolidación del movimiento trumpista es difícil de exagerar?

Pero, incluso si se tratara de dos propagandas de signo contrario, ambas son igualmente legales: no hay mainstream media y underground media, periódicos oficialesy samizdats. De hecho, además de Fox News y Fox Bussiness, hay otros dos canales de noticias de cable muy favorables a Trump: One America News Network (OANN) y Newsmax. Son canales cutres, de bajo presupuesto, pero no porque el sistema les ponga obstáculos: sencillamente, no han conseguido el éxito de audiencia de Fox News.

El hecho, por cierto, de que en las últimas semanas estos canales hayan ganado share a costa de Fox News es otra evidencia de la fundamental falacia de la crítica trumpista a los “dishonest media”: aunque en algunos de sus programas ha dado espacio a las infundadas acusaciones de fraude, Fox News ha reconocido a Biden como president elect, mientras que OANN y Newsmax han amplificado el discurso de Trump, por lo que muchos seguidores del presidente se han mudado de canal.

En una de las protestas realizadas bajo el slogan Stop the Steal, algunos dijeron que ya “no confían en Fox News”, que la cadena es “corrupta”, “un montón de liberales sesgados”. Para muchos trumpistas, Fox News ha pasado a engrosar la lista de las fake news en cuanto ha reconocido la victoria de Biden. Se ve cómo lo falso y lo verdadero no tiene aquí nada que ver con los hechos, sino con seguir los dictados de Trump, que no son más que una proyección, desde el poder de la presidencia, de los deseos de sus seguidores.

Como los campesinos mexicanos que se negaron a aceptar que Zapata había muerto, o los esclavos haitianos con el manco Mackandal, los seguidores acérrimos de Trump se niegan a aceptar que Trump ha perdido. Aquellos tenían fe, creían en milagros; lo de estos es pura mala fe. Ellos, que en sus rallies portaban carteles que decían Make the liberals cry again, ahora dicen que hay que oír a los que “se sienten disenfranchised (privados de su derecho al voto)”.

“Hasta donde sé, el pueblo sigue teniendo el poder en los Estados Unidos, y hay alrededor de 74 millones de personas a quienes no les parece correcto el resultado que ha sido presentado de esta elección”, declaró a Fox News Lara Trump, asesora de la campaña de Trump. Ahora bien, ¿qué tienen que ver los sentimientos, los pareceres, las subjetividades, con un resultado electoral? Tan contrarios a esa corrección política por la cual no podría decirse nada que resulte ofensivo para cualquier grupo marginado o minoritario, lo que ahora exigen es, después de todo, un safe space: que sus quejas sean atendidas y sus opiniones no sean refutadas.

Se trata, paradójicamente, del último capítulo de lo que Greg Lukianoff y Jonathan Haidt han llamado “the coddling of the american mind”. Tanto que se quejan de la llamada cancel culture, pero están dispuestos a “cancelar” cualquier medio que les lleve la contraria, incluso si este es Fox News.

Pero siempre les quedará Twitter, les quedará Facebook. El trumpismo es una mitología moderna, que combina una ancestral resistencia a la ilustración con un uso habilísimo de las tecnologías de la hora, los llamados new media. Al fin y al cabo, aun cuando fuera cierto que hay un complot en los medios tradicionales en su contra, suponiendo que estuviera prohibido escribir a favor de Trump en un periódico, o apoyarlo en televisión, ¿qué importaría eso si él puede llegar directamente a sus millones de seguidores a través de Twitter?, ¿si hasta hace poco se propagaban como pólvora en Facebook los crípticos posts de “Q”, según los cuales el presidente está librando una batalla en las sombras contra el deep state, así como contra una red internacional de pederastas que incluye a Hillary Clinton y a estrellas de Hollywood?

Lejos de desfavorecerlo, la crítica incesante por parte de los liberal media no ha hecho más que fortalecer a Trump. Lo que el trumpismo vende como defensiva (Trump víctima de unos medios que lo tratan mal, nadie en la historia ha tenido tan mala prensa como él…), no es más que una ofensiva estratégica, una suerte de trampa en la que periódicos y cadenas de televisión, obligados a reportar y comentar cada paso del presidente, no podían más que caer.

Recordemos, por ejemplo, las apariciones diarias de Trump en marzo de este año, cuando se creó la task force para hacer frente a la pandemia del coronavirus. Mientras se hacía evidente, en contraste con varios gobernadores tanto demócratas como republicanos, el desinterés y la falta de competencia de Trump para el asunto, él regresaba a la crítica de las fake news y a hacer alarde de los ratings televisivos de sus apariciones públicas. Desde la perspectiva habitual esto era una impertinencia, estaba de más en unas conferencias de prensa en medio de una crisis de salud pública. Pero no desde la perspectiva de Trump (que no es un político tradicional, como insisten continuamente sus defensores, sino un demagogo), porque solo deslegitimando a los medios podía tener éxito su estrategia electoralista de minimizar el alcance de la pandemia.

Hacia finales de mes, después de afirmar que el país estaba preparado para todo menos para las fake news, Trump decidió adoptar un mes más de social distancing. Ello equivalía a una admisión tácita de que los medios no habían mentido, y lo que Fox News y los aliados del presidente habían tachado de histeria, no era tal. No obstante, Trump siguió criticando a las fake news.

Si los seguidores de Trump están convencidos de que los medios de comunicación son “dishonests”, meros voceros del political establishment y de las élites corruptas, la crítica por parte de estos no hace más que cimentar el vínculo con el líder; como lo hacen, de forma deliberada, las reiteradas salidas de tono de Trump ante los periodistas. Cada editorial acusador de The New York Times, cada encontronazo con los reporteros que cubren la Casa Blanca (“What a stupid question!”, “You are a nasty woman”…), cada entrevista que el presidente da por concluida de forma abrupta, ha movilizado aún más a sus partidarios, facilitando un cierre de filas en torno a quien perciben como su capitán en la resistencia contra la unanimidad “liberal”. Como mismo Fidel Castro fue el que se atrevió a plantar cara al imperialismo, el que tuvo cojones para pararles los pies a los yanquis, Trump es el que se atrevió a plantar cara a los medios “liberales”, el que tuvo cojones para pararle los pies a la izquierda.

“The left”: he aquí la clave del universo trumpista. Los campeones del trumpismo (Tucker Carlson, Lou Dobbs, Hanity, Laura Ingraham…) pronuncian estas palabras muchas más veces que el nombre mismo de Trump. Más que cubrir o escrutar al gobierno, ellos cubren, escrutan, al bando contrario. Cuando el presidente hace o dice algo que, incluso desde su perspectiva, no tiene defensa posible, siempre hay alguna declaración de AOC o de Ilham Omar; siempre están, más allá del Partido Demócrata, las tierras fértiles de la academia, donde el sueño de la razón produce monstruos.

¿Que Trump filtró en un tuit alguna información clasificada de seguridad nacional? ¿Dio por válida la palabra de Putin por encima de las agencias de inteligencia de Estados Unidos? ¿Se niega a revelar a qué personas o entidades debe millones de dólares, ocultando lo que podría ser un mayúsculo conflicto de intereses? ¿Dice que los médicos están inflando el número de muertes por Covid-19 para ganar más dinero? Pues algún profesor universitario habrá dicho o escrito algún disparate que sirva para ilustrar el extremismo y el nivel de crazyness de “la izquierda”.

Es esto lo que mueve la máquina del prime time de Fox News: más que un discurso afirmativo en favor de la agenda conservadora, es un discurso agonístico en contra de “la izquierda”, que pone en escena el heroísmo que conllevaría el enfrentarse a lo que Trump, en su discurso en Mount Rushmore, llamó “una despiadada campaña para borrar nuestra historia, difamar a nuestros héroes, erradicar nuestros valores y adoctrinar a nuestros niños”.

Así como el populismo de izquierda fabrica, sintetiza, una y otra vez, a la derecha —el imperialismo, la burguesía— como un campo de fuerzas organizado, un complot en última instancia (¿qué era la crítica del “diversionismo ideológico” sino una teoría de la conspiración?), el populismo de derecha produce incesantemente a la izquierda como el resultado de una conspiración, lo que algunos ideólogos paleoconservadores y de la alt-right han denominado “marxismo cultural”.

Según esta teoría, concebida por autores poco conocidos como William S. Lind (“Political Correctness: A Short Story of an Ideology”) y Michael Minnicino (“The New Dark Age: The Franckfurt School and ‘Political Correctness’”) y propagada por Andrew Breitbart, fundador del influyente website Breitbart News Network, el marxismo es la base de un esfuerzo intelectual y académico —que incluye la contracultura de los sesenta, el multiculturalismo, el feminismo, la deconstrucción y la llamada identity politics— dirigido a destruir los valores de la civilización occidental.

Así, cambios sociales que los conservadores lamentan, como el declive de la familia tradicional, de la religión cristiana, de los small towns del centro del país, de la autoridad patriarcal, etcétera (que en gran medida son resultado de la modernización y el progreso tecnológico, del dinamismo intrínseco del capitalismo y del libre mercado), son atribuidos a una vasta conspiración de élites foráneas. Fracasadas las revoluciones anticapitalistas en Europa, el marxismo habría emigrado a Norteamérica —en las personas de varios filósofos de la Escuela de Frankfurt: Adorno, Horkheimer, Eric Fromm, Wilhem Reich, Marcuse— y pasado desde lo económico al terreno de la guerra cultural, lo que Gramsci llamó la “larga marcha sobre las instituciones”. Escuelas, universidades, burocracias gubernamentales, medios de comunicación, la industria del espectáculo: todo habría sido penetrado por la izquierda marxista, resultando en la actual dictadura de lo “políticamente correcto”.

A primera vista, esta teoría suscita una objeción semejante a la que suscita la del supuesto fraude electoral en las últimas elecciones. Si los demócratas hicieron trampa, son pésimos tramposos, porque no ganaron por landslide, no se aseguraron el Senado y perdieron varios asientos en la Cámara de Representantes. Asimismo, si la propaganda de la izquierda está tan extendida desde fines de los años sesenta, si han sido, como señaló Trump en el discurso de marras, “años de intenso adoctrinamiento y sesgo en la educación, el periodismo y otras instituciones culturales”, ¿cómo es que el Partido Republicano ha gobernado ocho años con Reagan, cuatro con George H. Bush, ocho con George W. Bush y cuatro con Donald Trump? Si “en nuestras escuelas, nuestras salas de redacción y hasta en las salas de juntas de nuestras corporaciones, hay un nuevo fascismo de extrema izquierda que exige lealtad absoluta, ¿cómo es que el congreso norteamericano, compuesto mayoritariamente por políticos que se formaron en esos ámbitos, no está lleno de anticapitalistas radicales?

Como toda teoría de la conspiración, la del “marxismo cultural” conecta, como partes de un mismo complot, cosas que en realidad resultan diversas, y a veces francamente contradictorias. Así como en la Exposición del Diversionismo Ideológico realizada en La Habana en 1974, un fragmento de una bomba explotada en una misión diplomática de Cuba, documentos de Oscar Lewis y un manuscrito de Lezama eran parte de la misma trama, en las teorías conspirativas que proliferan en el universo trumpista aparecen conectados el billonario filántropo George Soros, gran donante del Partido Demócrata; el doctor Anthony Fauci, que ha servido a gobiernos republicanos y demócratas como director del National Institute of Allergies and Infectious Diseases; y el director del FBI Christopher Wray, quien testificó ante el Congreso que el fraude electoral no es un problema importante en Estados Unidos. El movimiento Black Lives Matter, los mask mandates y las regulaciones medioambientales serían manifestaciones de una suerte de totalitarismo rampante, casi tan opresivo como el de los antiguos partidos comunistas en el poder.

No es poca la violencia epistemológica que supone esta extensa “narrativa”, cuyo arco va desde un foco original de subversión marxista constituido por un grupo de abstrusos judíos emigrados, hasta Hillary Clinton y su tesis de grado sobre Saul Alinksy, un activista comunitario autor de un manual de pragmatismo que replicaba, justamente, a la impaciencia revolucionaria de los jóvenes de la Nueva Izquierda. Es un hecho que algunas de las corrientes de la contracultura son compatibles con el marxismo, pero otras no. El multiculturalismo y la identity politics apenas son compatibles con el marxismo, o, francamente, no lo son: la obra toda de Žižek, acaso el mejor ejemplo del aggiornamiento último del marxismo con el psicoanálisis, es un claro ejemplo de ello.

Mi enemigo —afirma el filósofo esloveno— es la ideología de izquierda predominante, que es este moralismo políticamente correcto. Esa izquierda moderna liberal se concentra tanto en problemas como el feminismo o el multiculturalismo que ha perdido contacto con la gente común y dejó el espacio para que se impusiera esta derecha populista”.

Si el gran error de la izquierda, como explica Leszek Kołakowski en su revelador ensayo “La gauche échouée” (1970), ha sido reducir todas las oposiciones del mundo a una única oposición, de la cual todas las demás serían, no ya casos, pero sí funciones, todas estas corrientes que han dominado los debates académicos desde los setenta superan ese esquema, en tanto enfatizan o problematizan una diversidad de conflictos e identidades irreductibles a la contradicción de clases. Podrán resultar, acaso, bizantinas, nocivas o simplemente estúpidas, pero es imposible sostener con un mínimo de rigor que constituyen variantes de un “marxismo cultural”. Al unificarlas, definiéndose, a contrario, como una suerte de cruzada de reconquista, son los paleoconservadores que preconizan las llamadas culture wars del trumpismo quienes, paradójicamente, parecen reproducir el error fundamental que Kołakowski señalaba en la izquierda.

Ciertamente, esa lectura general del sistema como una totalidad, el uso de términos como “totalitarismo” y “establishment”, recuerda no poco la perspectiva excesiva de cierta izquierda.

¿No es el propio Herbert Marcuse, una de las bestias negras de los enemigos del “marxismo cultural”, quien describió a las sociedades capitalistas avanzadas como totalitarias, extendiendo abusivamente el uso estricto que le diera a este término Hannah Arendt en su fundamental estudio de 1951? ¿Quién trazó, en El hombre unidimensional (una de las biblias de la Nueva Izquierda), un paralelo entre los regímenes burocráticos de tipo soviético y las sociedades industriales avanzadas, explicando que las democracias modernas son sistemas fraudulentos de gobierno popular, viciados por la perversión de las mentes, una perversión llevada a cabo por modernos, omnipresentes métodos de control? ¿No hablaba Marcuse de una dominación insidiosa, un adoctrinamiento que empezaba desde la cuna, y de la consecuente necesidad de una liberadora “contra-indoctrination”?

Es, me parece, no solo el simplismo del pensamiento de Marcuse, tan distante de la sofisticación de Benjamin y Adorno, sino, sobre todo, la parte más propiamente anarquista del mismo, lo que resuena en los campeones de la cruzada contra el “marxismo cultural”.

En el ensayo mencionado, Kołakowski señala que a aquellos que luchaban en Europa del Este contra la opresión de los regímenes comunistas, les parecía grotesco que los jóvenes radicales de la Nueva Izquierda europea y norteamericana hablaran de “estado policiaco” allí donde había pluripartidismo, elecciones libres y tribunales independientes, proclamándose guerrilleros en un combate por la “libertad de expresión”.

Qué decir de estos subversivos de hoy que, imaginándose oprimidos por una dictadura inexistente, llamaron a “liberar Michigan” y a “liberar Virginia”; los libertarios que, confundiendo el mandato de usar nasobuco por parte de los gobernadores de esos estados con un atentado a la Primera Enmienda, enarbolaron en sus protestas carteles con mensajes tan pintorescos como estos: “Detengan la propagación de la tiranía”, “No dejes que la mascarilla se convierta en una mordaza”, “Heil Whitmer” (aludiendo a la gobernadora de Michigan, Gretchen Whitmer), “El gobierno mata más que el Covid”, “El nasobuco es el nuevo símbolo de la tiranía”, “Mayoría silenciosa. ¡No a las mascarillas, sí a la libertad!”.

Así como Trump, en cierto sentido, ha estado siempre haciendo el papel de presidente, su reality show, montado sobre novelescas teorías de la conspiración, ofrece a sus seguidores la oportunidad de hacer el papel de disidentes.

Drama innecesario. Puro teatro.


© Imagen de portada: Gorki Águila.




Duanel Díaz Infante

Trump, el revolucionario

Duanel Díaz Infante

“La idea de que el problema con Trump es su estilo es una falacia. Aquí, como en otros casos, es cierto aquello de que “le style c’est l’homme”No se puede divorciar la forma y el fondo en Trump; su mensaje está ya en lo limitado de su vocabulario, en su impertinencia, en su vulgaridad”.


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