Trilogía del transporte urbano en Miami (I): Guagua

Señores, qué sería del cubano sin una buena guagua. De esas apretadas, sudorosas a sobaco, destiladora de alcoholes y olores de cigarro. Qué sería de esa “amabilidad sin fronteras” de choferes y pasajeros, que te invitan a montarte y cabalgar hacia tu destino, más comprimido que un archivo zip o rar.

Creo, firmemente, que no seríamos nada. Y lo digo con conocimiento de causa. Adonde quiera que vayamos, al menos por un buen rato, dependeremos de ese bicho del que tanto han hablado otros en sus crónicas y pesares.

Uno piensa que cuando llega a Estados Unidos, específicamente a Miami, el transporte público es cosa del pasado. Claro, la mayoría de quienes lo piensan tienen una tía-abuela-mamá-papá-hermana-novio-mujer-marido-esposa que los lleva; o (no teniendo que pagar ni un peso en donde viven) se creen que el Uber, ese chofer al que tú no tienes que preguntarle si va para Playa o La Víbora, es la moda que se van a poder costear todos los días.

Cuando la realidad de no poder manejar, y de no tener ni amigo ni pariente ni dinero para el taxi, cuando esa realidad te saca el dedo del medio en la cara, vas a tener, querid@, que volver a tus raíces y, ¡zas!, “enguaguarte”. Ojo: te puede cambiar la vida.

La guagua en Miami no es como la guagua que has cogido en Cuba, a no ser las de Transtur, Gaviota y sus derivados. El transporte público de la ciudad, criticado hasta los huesos, podría dejar feliz al cubano más exigente. Y más en tiempo de COVID-19.

La primera vez que debí subir mi anatomía al kraken rodante, antes de que la pandemia se hiciera oficial y nos encerraran a todos por primera vez, choqué con el imprevisto de no saber cuánto costaba. Unos me habían dicho que dos dólares, otros que dos con cincuenta, otros dos con veinticino… Ni corto ni perezoso me dirigí a la chofer (una mujer gigante de tez negra y dientes de marfil) y le hice la clásica pregunta del cuánto cuesta.

No pudo disimular la risa, era como si le hubieran preguntado algo raro. “Two twenty five”, me responde, y yo meto la mano en el bolsillo, presto a sacar ese importe de 2.25 que, cuando lo tengo listo después de soltar la menudera, advierto que no sé cómo depositar en la alcancía. Esa fue otra carcajada, mientras los pasajeros echaban sus risas conmigo. Cuando al fin identifiqué las rendijas para completar el proceso (ella nunca tocó el dinero), avancé buscando un asiento, una aventura que duró poco. Técnicamente, me podía sentar donde quisiera.

Muy pocos se decantan por el transporte público en los Estados Unidos, y menos en Miami. Una vez que llegas de Cuba, tú lo que estás es loco por tener un carro. Por lo que sea, no sé, es como una enfermedad misteriosa. Por eso el Condado mantiene funcionando el servicio público con mayor o menor brillantez, y haciendo carreteras (expressway, le dicen) por donde las guaguas no cogen, para que la gente siga comprando sus carros y correteando con ellos.

Cómodos que son, y poco proletarios. Pero los entiendo… Yo voy sintiendo síntomas de esa enfermedad. Veremos si en algún momento se llama Enfermedad de Ford, de Honda o de Toyota, pero la temperatura me sube de vez en cuando.

Volviendo al asunto principal: las guaguas muchas veces tienen wifi libre, y siempre aire acondicionado. A veces tan fuerte que lamentas no haber agarrado un abrigo para cubrir tu ruta. Sufre, P5.

Pero esto no es solamente sobre los equívocos y las penas que pasé, como querer pagar la guagua cuando era gratis (en tiempos ya de COVID, el transporte público ha sido gratuito en la ciudad), o tener que correr dos cuadras casi dando gritos porque le hice señas a un bus detenido para que me abriera la puerta de atrás y el chofer entendió que él estaba bloqueando “mi auto” y salió a todo gas, sin saber que yo andaba en un “bedoblepie” intenso (ojo: ese día, después de correr, lo alcancé y me subí).

Yo creo que es en el bus donde empiezas a conocer de verdad buena parte de las reglas y la materia prima del comportamiento de los ciudadanos “de a pie” en un país motorizado.

Por ejemplo, cuando una persona en silla de ruedas va a subir, la guagua tiene un mecanismo que la hace descender unas pulgadas y despliega una rampa para que esa persona, con ayuda del chofer, ruede y se acomode. Hasta que usted no esté listo y asegurada su silla, el artefacto no se mueve. Y el chofer se encarga personalmente de esto.

El chofer, sujeto a ese endiablado carácter que tiene todo el que se dedica a esa profesión, espera pacientemente a que usted descienda de la guagua antes de arrancar, y muchas veces se asegura de que usted, querido guaguómano ahora peatón, no cruce por delante de la misma una vez que se baje, para evitar accidentes.

Nota al pie: cuando la guagua se detiene, una voz en off te pide que “por tu seguridad, no cruces por delante de la guagua”.

Segunda nota al pie: si saludas al chofer en señal de agradecimiento y bye bye, sonríe y te devuelve el gesto. La primera vez que practiqué ese gentil arte, solamente pude imitar dentro de mi cabeza al general Resóplez y decir: “Ostras…”.

No obstante, en estos tiempos donde dar una mano puede ser considerado causa de prosecución ante la ley debido al covidio de marras, la guagua se ha vuelto un poco hostil y egoísta hacia sus entrañas. En una ocasión debí levantarme de mi asiento y superar varios obstáculos para ayudar a subir a una señora que, bolsa de mandados en mano, no encontraba cómo auparse, pues (entre su estatura y complexión, además de la edad) casi que no le daban los pies para superar el escalón.

En otra ocasión, todos los pasajeros crucificaron con la vista a alguien que se subió sin nasobuco, hasta que probablemente el chofer, o los puñales de la vista ajena clavados en la espalda, le hicieron recordar al muy guanajo que tenía el nasobuco en la mochila.

Una vez subí y, luego de sentarme, me percaté que había un muchacho sin nasobuco sentado delante de mí. Estaba arrebujado, escondido en el asiento, pegado al cristal de la ventana y con el pulóver hasta las orejas para tapar sus vías respiratorias. Quizás era una persona sin hogar, quizás no. Quizás la pandemia lo había desarmado. En sus ojos, en una de esas miradas que dio a su alrededor, se leía pena.

Pena de estar ahí, sin la protección adecuada mientras todos los demás la llevaban, en un momento donde todos urgían a los demás a protegerse, y las noticias solo hablaban de eso. Usar cobertura facial: es lo que se lee en todos lados. No dicen de qué tipo.

Yo miraba a mi alrededor y, atónito, vi que algunas personas mayores portaban incluso mascarillas de reserva, y no le brindaron una al chico. Me jodió tanto…

Ahora seguro ustedes esperan que diga que me quité la mía y que me puse un pañuelo (que, ojo, siempre llevo, como perfecto caballero). Pero no. Quien anda siempre con la cabeza en las nubes no puede darse el lujo de moverse sin una mascarilla de reserva: la de por si las moscas. Y este exagerado, tenía dos más.

Con las limitaciones del distanciamiento físico, toqué el espaldar de su asiento como si fuera la puerta de la casa. Una vez, demasiado suave. Otra vez, más consistente. Él se viró de un salto, asustado. Le di la máscara. Su expresión, bajo el pulóver gris y negro, se transformó. La mezcla de pena, vergüenza y sorpresa, se transformó en agradecimiento. Rápidamente se puso la mascarilla y agradeció de nuevo. Varios segundos después, volvió a voltearse y agradecer. Ya se había incorporado en su asiento, no estaba apretujado contra la pared. Cuando bajó, volvió a agradecerme desde la puerta.

Hace una semana lo volví a ver, cerca del mar. Llevaba mascarilla y estaba acompañado de un niño pequeño. Tal vez lo salvé ese día, tal vez no.

Hoy, cuando ponía punto final a estas líneas en mi celular, se montó en la ruta 12, para ir hasta Civic Center, un señor mayor con bastón. La chofer le hizo señas para que buscara el asiento de impedidos físicos con calma, no había apuro, ella esperaba por él. El abuelo, sin perder un segundo, se bajó el nasobuco y exclamó: “¡Yo soy cubano. A mí me hablas en español que yo no sé inglés!”.

Dejó a todos tiesos a esa hora de la mañana. Pero como si con él no fuera. Se viró para otro pasajero y le dijo con tono jovial: “¡Dímelo, Rafael, cuánto tiempo sin verte! Aquí, yendo pa’ la corte, a ver si salvo al cuña’o”.

Por un instante, me sentí de nuevo en Cuba. Luego llegué a la segunda parada de esta trilogía y, ante la estación de Metro, descendí del moderno trasto rodante para proseguir viaje. Y se me pasó.




Maneras de empujar una carreta - Ahmel Echevarría

Maneras de empujar una carreta

Ahmel Echevarría

¿De qué manera se ven a sí mismos los que han sido elegidos para ocupar cargos de Estado y Gobierno? ¿Cómo nos ven? ¿Cómo creen que son vistos? Algunos invitados a la Mesa Redonda parecen formar parte de un complot: conspiradores contra el pueblo a pesar de sí mismos, sin saberse parte de una estratagema mayor.


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