Salman Rushdie y la Revolución Cubana

Pablo Armando Fernández había sido portador de la noticia luego de uno de sus viajes a Nueva York. Esto sería entre 1991 y 1993, seguro durante estos últimos dos o tres años míos en Cuba. 

Por esa época, Pablo visitaba sin dificultades los Estados Unidos. Su época de paria intelectual (como involucrado en el famoso caso Padilla) había pasado, y se dedicaba a recibir personalidades en La Habana, desde Saul Landau y James A. Michener hasta servirle de lazarillo a Norman Mailer para zanquear la ciudad (¡qué envidia, cojones!) cuando aterrizó en Cuba; un papel que de alguna manera estuvo en ciernes designado para mí hacia mediados de los 80, sobre todo después de la publicación de Hemingway en Cuba, y luego de mi rehabilitación por mis amagos de disidencia, también incluidos en el expediente del citado caso Padilla. 

Mas en esa etapa de mi renacer se requirió de muy poco tiempo para que Fidel se diera cuenta de que los escritores no eran mi fuerte y rápidamente me teledirigió para actuar sobre el mundo del crimen. Robert Vesco me fue asignado como primer objetivo. Aunque, claro, estamos de acuerdo que eso es materia de otro texto, así que continuemos.

“¿No te das cuenta que hemos llegado? Ya tenemos la confrontación. Por ende, tenemos la fama”.

Pablo mismo me contó la historia de Salman. Ya le llamaba así, Salman, como si fuera un primo suyo, de allá, del batey del central Chaparra, la aldea del norte de Oriente de donde él era oriundo. 

Pablo, siempre un tipo encantador, aunque no podía ocultar su a veces exagerado amaneramiento —no hacía falta ni una pizca del machismo cubano en su existencia—, subrayaba con sus gestos la gracia de sus historias, gestos nunca groseros ni perturbadores, sino llenos de una picardía tan infantil que a uno le daba por querer adoptarlo, y sus historias, por lo demás, eran maravillosas. “Ma–ra–vi–llo–sas”, como él mismo proclamaba. Cualquier cosa que contara. Un narrador oral desgraciadamente muy superior a su narrativa escrita. 

Había una sospecha, sin embargo: él era primariamente un poeta y había comenzado su carrera con un libro llamado Salterio y lamentación, y tú nunca te puedes confiar en un autor que dispare un título como ese. Aunque luego yo le decía que lo perdonaba, porque Borges en su juventud había colaborado en una publicación llamada El Monitor de la Educación Común.

“Alice!”, clamaba Pablo, con una angustia que te partía el corazón. “Alice, where are you, Alice? Alice, please! Alice, where are you?! Oh, Alice!”.

Por otro lado, había algunas cosas que me vinculaban necesariamente a Pablo. Una era que Verde Olivo, la revista del Ejército, en uno de sus primeros ataques contra nosotros (en vísperas del arresto y posterior sesión de autocríticas del caso Padilla), en octubre de 1968, y más que ataque, como burla, publicó una caricatura en la que lo llamaban PAF por las iniciales de su nombre y esa es la razón por la cual desde entonces yo siempre lo he llamado PAF. 

Recuerdo que, cuando me mostró las páginas abiertas de la revista, yo me eché a reír. Se quedó en una pieza, estupefacto, y al final me dijo: “No es que tú seas inmoral. Es que eres amoral”. “Pablo —intenté explicar el motivo de mi regocijo y hacerlo entrar por razones—: ¿No te das cuenta que hemos llegado? Ya tenemos la confrontación. Por ende, tenemos la fama”. Un vínculo fuerte ese, ¿no?

El hecho es que fue en esa casa y en ese portal criollo, de sillones de madera, dándonos balance, donde yo solía pasar tardes espléndidas de cháchara con PAF y donde un día, acabado de llegar él de Nueva York, me dijo que se había reunido con Salman Rushdie en aquella ciudad. 

Con el deliberado propósito de satisfacer su vanidad, me dijo que había sido portador de ese mensaje para Fidel, aunque era algo que me contaba en la más estricta confidencialidad.

Ya era una época en que yo no lo importunaba mucho, puesto que mi atribulada persona había vuelto a caer en desgracia (esta vez por mi asociación con unos personajes acabados de fusilar, principalmente el general Arnaldo Ochoa y el coronel Antonio de la Guardia), pero estaba requerido de un favor suyo, empeñado como estaba y obstinado como soy en escribir un libro ligero de memorias para el cual ya había concebido el título de “Pura coincidencia”, y requería del libro de memorias de Gertrude Stein La autobiografía de Alice B. Toklas, porque el mío se había perdido o me lo habían robado y ansiaba usarlo como modelo. 

PAF no lo encontró entre los miles de lomos de volúmenes que cubrían las paredes de su casa en las dos plantas. Conmigo siguiéndole a pie juntillas, Pablo iba por toda la estancia llamando, en inglés, a Alice B. Toklas, como si fuera una niña perdida de la madre o la Caperucita en el bosque cuando la noche comienza a caer. “Alice!”, clamaba Pablo, con una angustia que te partía el corazón. “Alice, where are you, Alice? Alice, please! Alice, where are you?! Oh, Alice!”. 

El libro no apareció. Aunque el bosque solo existió para lograr un toque de dramatismo en su rastreo desesperado de Alice y tampoco la noche estuvo cayendo. En algún momento se dio por terminada la misión de búsqueda y captura y nos fuimos al portal, a dar balance. Un balance suave, no como en un columpio, para permitir que alguna conversación fluyera. 

Como si, desde Sartre hasta el más humilde versificador de la Patagonia, siguieran mirando hacia La Habana como la Nueva Meca.

Salman Rushdie quería viajar a Cuba en busca de protección. Estaba en el fragor de la persecución para matarlo, desatada por el ayatola Khomeini en venganza por la publicación de su novela Los versos satánicos, que el líder religioso acusó de blasfema. 

De manera que él, estirándose sus tirantes comprados en el departamento de ropa masculina del Macy’s de la Avenida Roosevelt de Nueva York, un gesto elegante de magnate arrellenado en su silla articulada de revestimiento de cuero, y con el deliberado propósito de satisfacer su vanidad, me dijo que había sido portador de ese mensaje para Fidel, aunque era algo que me contaba en la más estricta confidencialidad. 

La fatwa de Khomeini lanzada el día de los enamorados de 1989 comprendía la recompensa de un millón de dólares al que le arrancara la cabeza al atribulado autor, y este no encontraba lugar más propicio para protegerse que Cuba. Trágico. Frustrante. Descorazonador. Él también había confundido todas las señales de la pureza y justicia de la Revolución cubana. Vio bondad a cualquier precio en un proceso cuyo verdadero sino es la lucha desesperada por sobrevivir.

Él también había confundido todas las señales de la pureza y justicia de la Revolución cubana.

“Tuvimos un almuerzo y me lo pidió”, dijo PAF. “¿Caro? ¿Un restaurant caro?”. “Digamos que exclusivo. Un problema de seguridad”. “Pagó él, por supuesto. ¿Pero de dónde saca el dinero?”. “No tengo la menor idea, Príncipe”.

Me llamaba así. Príncipe…

“Estarías rodeado de los mastodontes del FBI o los de Scotland Yard. Bueno, Scotland Yard tiene personal más lánguido”, dije. “No. No los vi”. “No me jodas tú, Pablo. Tenías más indios alrededor que Custer”.

Hice una pausa, reuniendo mis pensamientos. “Pero bueno, nada de eso es importante. Lo importante es Fidel. ¿Qué dice Fidel?” Yo también animado por la posibilidad de un gesto caritativo del líder.

“No, hombre. Qué va”, respondió Pablo. “Claro”, me adelanté a su respuesta, “Fidel no está loco”.

Ya Pablo se había alineado con el poder y yo sabía que esa iba a ser su respuesta. Más bien sabía que era la respuesta de Fidel.

Y sin Scotland Yard ni la CIA ni el FBI ni el Mossad ni la Real Policía Montada del Canadá ni nadie para protegerme e incluso pagarme almuercitos con extranjeros en busca de vías de escape.

“Ni que Fidel estuviera loco”. “Claro”, dije yo.

De hecho, y esto me lo callé ante Pablo, no había nada más parecido a una maniobra de la CIA que esa historia.

“¿Tú crees que Fidel Castro se va a fajar con Irán por un escritor?”

Pablo apoyó mi razonamiento con un gesto de la cabeza. Lógico. No era posible.

“Pero, coño, tiene aquí a Robert Vesco”, dije un tanto airado. La inevitable solidaridad gremial, máxime cuando yo mismo me hallaba en una situación de peligro creciente dentro de las fronteras de mi país. Y sin Scotland Yard ni la CIA ni el FBI ni el Mossad ni la Real Policía Montada del Canadá ni nadie para protegerme e incluso pagarme almuercitos con extranjeros en busca de vías de escape.

Entonces, de inmediato, antes de darle oportunidad a Pablo de que se me asustara, agregué: “Pero Vesco es una bronca de Fidel con los americanos. Ellos son los que quieren la cabeza de Vesco. Claro”.

Vistas bien las cosas, con el beneficio de los años, lo mejor que le ocurrió a Salman Rushdie fue la negativa de Fidel a aceptarlo en el país. Porque, en última instancia, contemplad el destino cubano de Robert Vesco. 

Lo mejor que le ocurrió a Salman Rushdie fue la negativa de Fidel a aceptarlo en el país.

Cuando Fidel se cansó de él, en 1996, lo sentenció a 13 años de cárcel por un delito de fraude a una compañía estatal cubana de investigaciones médicas. Al final, cuando lo soltó, era un anciano enfermo de cáncer en los pulmones y listo para el cementerio. Lo enterraron el 23 de noviembre del 2007.

Salman, en su momento, estuvo actuando como si los años dorados de la Revolución cubana no hubieran conocido el batacazo del caso Padilla. Como si, desde Sartre hasta el más humilde versificador de la Patagonia, siguieran mirando hacia La Habana como la Nueva Meca. 

El comandante en jefe Fidel Castro estaba allí, dispuesto a recogerlos a todos. El guerrero tronante con su espada en alto, diciéndoles: “Escúdense detrás de mí. Guerra y paraíso unidos en la divinidad de una promesa. Yo soy vuestro valladar. Acójanse”.




* Publicado originalmente en ABC, 26 de agosto de 2022.
© Imagen de portada: Pablo Armando Fernández y Heberto Padilla. Foto por cortesía del autor. Prohibida su reproducción.




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