La fábrica de balas

En los campos de Cuba parece que el tiempo no pasa. Yerba seca, aroma, marabú: el tiempo no pasa. Una loma, un río, una palma: el tiempo no pasa.

No pasa ni un alma. No pasa nada. Cuando sopla el viento se hace un remolino de polvo en medio de la única carretera que atraviesa los pueblos. Las chicharras hacen ruido, hasta que explotan en las cunetas de esa carretera. El cernícalo hace otro ruido, parecido a un niño que grita en la noche, y el aire dilata ese grito a lo largo de la carretera. En la mañana las auras rodean a algún animal muerto que atropellaron en la noche, en esa misma carretera.

Esas son las cosas que pueden suceder en un campo de Cuba.

Seibabo es uno de esos campos que a nadie le importan. Caseríos alrededor de una bodega, arrabales, otro caserío alrededor de una escuela primaria. Nada pueden significar cuatro casas para la economía de un país, como nada significa Cuba para la economía mundial, para la geografía mundial o, por ejemplo, para la industria militar mundial.

Esa idea de ombligo del mundo que tienen las ciudades como La Habana, no se vive en pueblos como Seibabo. Allí la gente es consciente de su ínfimo lugar en el orden de las cosas. La mayoría son obreros; los guajiros no llegan a mil, aunque la gente piense que en el campo todos trabajan la tierra: la verdad es que hace mucho tiempo casi todos los guajiros perdieron el interés por la tierra, o más bien entendieron la estafa estatal de la tierra.

Por eso, casi todos son obreros en Santa Clara, la ciudad más cercana. La gente de Seibabo limpian los hospitales de Santa Clara, custodian las empresas de Santa Clara y son mano de obra en industrias de Santa Clara. En la noche todos regresan a dormir, y al día siguiente se levantan a las cinco de la mañana para trepar un camión de vuelta a la ciudad-trabajo. Solo permanecen en el pueblo los viejos y demasiado viejos, los niños y las mujeres embarazadas o paridas.

Casi todas las familias de Seibabo viven en casas de madera, tablas o mampostería. Familias pobres, patriarcales y machistas, que intentan ser felices entre el polvo de trillos y terraplenes, viviendo en la rutina diaria de trabajo-casa o casa-casa.

Un día llegó un convoy de patrulleros. Muchachos con ametralladoras sobre unas rastras, sobre otras rastras: contenedores que dejaban leer China Shipping entre el alboroto de las sirenas. En 2018 comenzaron a asfaltar los terraplenes de los pueblos aledaños, cosa que parecía buena para la gente que ya estaba cansada de las piedras del camino. En pocos meses se levantó “La Obra”. Así bautizaron a la fábrica de los chinos.

Seibabo, El Gancho, El Rosario, Roble y Pastora, son pueblos que quedan al pie de la pequeña cordillera de las Lomas Brujas, donde comienza el macizo montañoso Guamuhaya. Las lomas de Cuba pertenecen a los militares de Cuba, tanto real como simbólicamente. Entre las Lomas Brujas hay túneles y silos para guardar armas y municiones en caso de guerra o alarma de combate; son custodiadas por muchachos de 18 años en Servicio Militar Activo, asignados a la Unidad Militar de Vegas Nuevas. Justamente al pie de esas montañas militarizadas, comienza la construcción de “La Obra”.

“La Obra”, como terminología popular, somatiza el imaginario de desarrollo frustrado con el que adoctrinaron a las generaciones del Hombre Nuevo. Con las construcciones de fábricas, el obrero comienza a construir también la esperanza de mejorar su trabajo y su calidad de vida; aunque esto, a ciencia exacta, sea una ilusión social. Pienso inevitablemente en la Ciudad Nuclear, “la obra del siglo”, el ejemplo más preciso de la parálisis de esa esperanza de desarrollo.

“¡Ahora sí, pinga!”, decía un viejo de Seibabo mientras pasaban los contenedores.

Pienso también en el año 2016, cuando se creía vivir el sueño americano en nuestro propio suelo. Siempre esperando que venga un mesías a sacarnos de los problemas. Es un rezago del Hombre Nuevo: sigan al líder, que él sabe lo que hace. En nuestro imaginario, a pesar del supuesto socialismo, persiste la intención del hombre moderno capitalista de levantar fábricas para levantar al país.

“La Obra” contra “La Crisis”: una abstracción contra otra. El resultado: la pobreza. Tan tangible como un plato de chícharos con gorgojos.

La construcción de la fábrica aún no termina. Debido al coronavirus, la comisión de ingenieros y directivos tuvo que volver a su país de origen; el país donde, además, surgió la actual pandemia. De pronto volvió la amenaza de parálisis, el miedo a que los pueblos al pie de las Lomas Brujas se quedaran sin el supuesto desarrollo que traería la fábrica.

Antes de irse, los chinos llenaron un contenedor con más de cien laptops, ropas, zapatos y pertenencias personales; enterraron ese contenedor y lo sepultaron bajo tres metros de concreto. Los obreros comentan que hicieron eso porque los chinos no confían en los cubanos. Y no donaron nada a escuelas o consultorios de los pueblos cercanos, porque son tacaños.

Un hombre al que yo entrevisté logró robar varias cosas, junto a un grupo de amigos, antes de que cementaran el contenedor. “Es muy injusto que no las regalen o las vendan o las donen a quien las necesita”, afirmó. Obviamente, no me permitió revelar su identidad. “¡Tú quieres que me boten del trabajo!”, me dijo.

Cuando comenzó la construcción de la fábrica, la gente se acercó a investigar. La primera noticia que se difundió fue la de una fábrica de plástico. Rápidamente comenzaron a pedir trabajo y ocupar las plazas vacantes. Custodios, auxiliares de limpieza, obreros, mecánicos, albañiles. Los oficios que ya estaban acostumbrados a ejercer en Santa Clara, solo que ahora había una oportunidad más cerca de casa. Quizás se maltratarían menos los cuerpos al quitarse los viajes diarios sobre los Kamás, Hinos y otros camiones de volteo que no están diseñados para transportar personas, sino mercancías, basura o escombros.

La segunda noticia que se difundió fue la de una fábrica de caramelos. La gente que estaba trabajando en “La Obra” comentaba en voz baja que algo raro se tramaba allí. Habían seleccionado a algunos trabajadores “confiables” para formar parte de un proyecto colateral, aislado en las naves de producción, donde los obreros debían llevar trajes especiales y otra preparación. De boca en boca, se decía que el anexo a la fábrica era para producir caramelos.

Pensé, por un momento, que podía crearse algo bueno en una zona militar. Pero en lenguaje militar, la palabra caramelo se usa para ocultar la palabra bala.

Quizás así no parece tan agresivo el hecho de que en un país socialista se fabriquen balas.

¿Qué niño sin culpa, inocente, se tragará ese caramelo perdido?

Caramelos Made in Cuba.

¿Cómo pueden poner las manos sobre un producto que luego China puede vender a algún país en guerra?

Hay muchas formas de patrocinar el terrorismo, la guerra y el caos. El que sea más socialista, que tire el primer caramelo.

No pude saber mucho más sobre ese lugar, aún inacabado. Cuando me vieron tirando una foto me regañaron, y salí corriendo.

En la cuneta de la carretera pude ver casquillos de bala, también envolturas de caramelos. Pensé en la fiebre. Coronavirus, balas, polvo, alergias, socialismo, pobreza, trabajo, fusil, muerte de la patria.

Una bala que nunca se dispara es la que nos mata. Una guerra que nunca sucederá es la muerte.




libro

Una idea para salvar el libro cubano y, de paso, nuestra economía

Abel Guelmes Roblejo

Escuchamos frases como “pensar como país”, “salvar nuestra cultura”. Pero no podremos hacerlo hasta que dejemos de engañarnos a nosotros mismos. No se logrará si las editoriales no pueden comportarse como tales: con la libertad de elección y la libertad económica para apostar por los libros y los autores.





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