Escapa gente tierna…, a la finca del buen vecino

Puede que no haya sido Jesús Díaz en su novela Las iniciales de la tierra (Letras Cubanas, 1987), a través de uno de los personajes, el primero en aplicar la etiqueta “imperialismo ruso” al expansionismo soviético a partir de 1919. “Pero es que el ‘imperialismo ruso’ no existe”, zanja la cuestión otro de los ficticios estudiantes de bachillerato, en un sospechosamente autorizado debate en uno de los hemiciclos del capitolio habanero, a inicios de 1960, para poner sobre el tapete la pertinencia o no de las relaciones con la URSS, en el contexto de la inminente visita de Anastas Mikoyán. 

Finalizada a mediados de 1970, en pleno Quinquenio Gris, la novela debió esperar toda la siguiente década a que la sacaran de la gaveta los vientos de la Perestroika que soplaron desde las frías estepas euroasiáticas hasta el tórrido Caribe. Yo me la topé al cabo de quince años de publicada en 2002, olvidada en un puesto callejero de libros amarillentos, junto a la estación de trenes de Tulipán. Casi veinte años después, de aquel pequeño ladrillo de casi medio millar de páginas del que casi no se habla y que me bebí de cabo a rabo, apenas me quedó la etiqueta de marras.

Retomo aquella ficticia querella a la luz del contexto del 11J, obviando que siete meses después la invasión a Ucrania haya puesto —¡por fin!— el tema en el candelero: ¿existió o no el imperialismo ruso? Es más: ¿existe o no el imperialismo ruso? O lo que no es lo mismo, pero es igual: ¿existe o no el internacionalismo estadounidense? ¿Quién determinó, y/o siguió determinando, al menos hasta el pasado 24 de febrero?, ¿cuál etiqueta tendría una connotación negativa a los candorosos oídos de “los pobres de la tierra” y cuál no?

Paso revista a la historia geopolítica de Cuba de los últimos cien años. 

En 1919 se fundó la III Internacional Comunista o Komintern, en la URSS, con la idea de engendrar un imperio comunista en Europa. En 1922, en su IV Congreso, se decidió expandirla a los imperios coloniales —a la región que más tarde se le llamó Tercer Mundo—. Ya para entonces, los teóricos marxistas habían aceptado el hecho de que a la burguesía solo era posible derrocarla por la fuerza, sin descartar la lucha armada —“¿leninismo?”—. En 1925, la Komintern inseminó en Cuba un bosquejo de Partido Comunista, muy bien financiado, con orientaciones bastante precisas de hacerse con el poder tan pronto lo permitiera la marea. En 1929, el crack de la bolsa de New York, la consecuente crisis y draconianas políticas de proteccionismo económico estadounidenses crearon las condiciones “objetivas y subjetivas” para poner en jaque al presidente de turno: Gerardo Machado.[1]

En 1933, coincidió que Franklin D. Roosevelt, como brújula de su política exterior, declarara el fin de la política del Garrote y la sustituyera por la del Buen Vecino. Machado, uno de los mayores aliados de los estadounidenses en su lucha contra la expansión comunista, de la noche a la mañana se convirtió en un peón a sacrificar. Las candorosas masas populares norteñas, junto a la prensa y la academia, simpatizaron con la violenta “oposición (filocomunista)” cubana. A F. D. Roosevelt, mediáticamente hablando, no le perdonaron el sacar las castañas del fuego al antisoviético exgeneral de la independencia cubana, lo que tuvo como consecuencia que, el 11 de agosto, el recién electo por el Partido Demócrata pidiera a su caribeño y aliado homólogo que renunciara a la presidencia, por el bien de las apariencias que había que mantener.

Machado obedeció. Sabía que la consigna no era “sin zafra no hay país”; sino “sin USA, no hay país”. Y, para Machado, Cuba parecía estar primero, digan lo que digan sus detractores. (Si la mala fama que le han dado los proimperialistas rusos es un obstáculo para el progreso de la Isla, pues abur.) La violenta “oposición” liderada por los comunistas, experta en tergiversaciones históricas, no perdió tiempo en autoproclamar el haber “tumbado a Machado” y en arengar a las clases más desfavorecidas a hacer leña del árbol caído, en varias ciudades de la Isla.

En el Surgidero de Batabanó, los comunistas y sindicalistas, que entonces comían del mismo plato, incitaron a cientos de pescadores a desatar su cólera contra el nuevo enemigo: los “ricos explotadores”, culpables de una escandalosa —por asimétrica— prosperidad local.

El gallego Blanchín lo describe así:  

[…] detrás de la risa, llegaron los palos. Fue el 11 de agosto del 33, a escasas horas de la fuga del tirano. Los pescadores, esgrimiendo picos, hachas, mandarrias, y hasta rajas de leña, irrumpieron en la calle Maceo dispuestos a todo. De puro milagro escaparon los armadores a la furia del pueblo. Y este, al no poder saciar la ira contra ellos, procedió a incendiar los principales comercios. La primera en arder fue la casa Pereda. Luego le siguieron otras casas armadoras, talleres de esponjerías, el banco Fernández, y hasta el domicilio del griego Juan Esfaquis. Muchos de los que horas antes habían reído con la humillante tonada,[2] buscaron refugio en los montes cercanos para, con la complicidad nocturna, ganar la capital, sin más atributos que el pánico reflejado en sus rostros […].[3]

A partir de 1959, en las clases de Historia de Cuba se referirían a estos acontecimientos como “la revolución que se fue a bolina”, que no triunfó porque no estaban dadas las “condiciones objetivas y subjetivas”. 

Ni yo, ni mis compañeros, supimos jamás a ciencia cierta qué carajo significaba aquella nomenclatura, compuesta de dos palabritas que bien memorizadas se bastaban solas para aprobar en los exámenes. Y así fue por generaciones, hasta el pasado verano, cuando, ochenta y ocho años después de aquellos violentos e incendiarios eventos, el pueblo de Cuba, en masa, volvió a tomar las calles de varias ciudades, no para celebrar, como en 1959, sino para protestar masivamente contra el gobierno, por segunda vez en toda su Historia.[4]

Solo que ahora no fueron las “clases explotadas” contra las “clases explotadoras”, violencia revolucionaria mediante, según lo previamente establecido por los estatutos del imperialismo ruso. Esta vez fueron las “clases dirigidas” contra las “clases dirigentes”, pacifismo mediante, según los mismos estatutos. Dicho canon, actualizado, establece como políticamente correcto que la violencia política, social o militar sigue siendo admisible solo contra el imperialismo yanqui (ej. Black Lives Matter) a la vez que, contra el imperialismo ruso, solo es moralmente lícita la vía pacífica.

No obstante, durante la marcha aquella tarde del 11 de julio, ya tumbada la conexión a Internet, hubo quienes disintieron del mantra. Mirando a diestra y siniestra, conscientes del pecado de pensamiento que estaban cometiendo, a mi alrededor susurraban: “Hace falta que los americanos se metan, si ‘esta gente’ nos da golpes”. 

Yo solo miraba de soslayo y me reía, pensando en que “Dios nos coja confesados”, cuando “esta gente” reaccione y los poderosos, pero siempre buenos vecinos del Norte, decidan una vez más, como en los últimos noventa años, jugar la carta del buen vecino —valga la redundancia— que no interviene en los asuntos internos de la gente del barrio. Y con la misma seguí desfilando con el corazón en la boca, siempre apostando al hecho tangible de ser uno entre cientos, con su respectivo largo 99% de probabilidades de no caer en la redada que la satrapía elegiría al azar —y no tan al azar, como demostró en los días posteriores— como carne de escarmiento.

Veintiséis horas después del inicio de aquella revolución de terciopelo, políticamente correcta según los estatutos que en la conciencia de Occidente ha ido gravando cierta filosofía de origen eslavo durante el último siglo, en el sentido de cómo debe ser la lucha en su contra, se nos vino encima un Tiananmen. 

Los blancos camiones que sustituyeron los tanques de guerra frenaron chillando gomas frente al parque, antes de la puesta del sol, con una furia no vista en generaciones en aquel pueblito que ni sombra era ya de lo que llegó a ser en 1933. Los antimotines se lanzaron contra el menguado centenar de biznietos y tataranietos de aquellos violentos pescadores antimachadistas que, a diferencia de sus respectivos tatarabuelos, se mantuvieron comiendo bolitas de gofio con el lenonista all you need is love. Los proimperialistas rusos, simple y llanamente, se limpiaron el traspatio con nuestro pacato pacifismo. Allí cogió golpes todo el que no corrió. A la semana soltaron a los chivatos que por error habían quedado enmallados en la redada y la cuota de escaso 1% que debía abonar cada pueblo o cada comunidad sublevada, como carne de escarmiento, la completaron con posteriores redadas nocturnas, al peor estilo de Rebelión en la granja.

Ya por último, para quedar más o menos bien con la embotada y escrupulosa conciencia de Occidente, los sátrapas han inaugurado una temporada teatral que va desde diciembre hasta el sol de hoy, cuya sede son los tribunales provinciales. Teatro del absurdo, con todas las de la ley. 

No importa que el jefe del sector no traiga, como prueba, la camisa reglamentaria que perdió el botón durante el forcejeo de la madre que trató de salvar a la hija de sus garras: “Es una mujer peligrosa y violenta, pues arrancó un botón de mi camisa”. No importa que no venga a declarar la fuente anónima del seguroso que afirma haber visto a la muchacha pasarse la bandera cubana por sus zonas íntimas, con “absoluto desprecio” a los símbolos patrios: “Creemos ciegamente en el testimonio revolucionario, de un revolucionario”. No importan los constantes y exitosos llamados a la no-violencia durante la marcha, pues decir malas palabras es, de por sí, un imperdonable acto de violencia. Así que los escarmientos de que van, van.

¡Y lo que falta! Mientras la del Buen Vecino siga siendo la política estadounidense políticamente correcta en el contexto panamericano, el imperialismo ruso seguirá campeando a sus anchas, a menos que lo debilite el cepo ucraniano que desde hace un mes le tiene atrabancada la pata. Siria, Venezuela y Nicaragua, ya tuvieron su 11J. ¿Y qué pasó? Que “se fueron a bolina” sus primaverales papalotes de anaranjado terciopelo, parafraseando a Raúl Roa. La consecuencia inmediata ha sido un éxodo de miles y miles de carneros indefensos, hartos de berrear por comida y por futuro. 

Nada, que cuando el oso —y el tigre asiático— brindan su apoyo geopolítico a los nativos ejércitos de hienas, a los carneros no nos queda otra que escapar, invadiendo en enjambres las prósperas tierras del cazador. Y, una vez allí, ponernos al amparo de los vegetarianos hijos del dueño de la hacienda, quienes de inmediato proceden a victimizarnos en ONG que proscriben las cacerías, en favor de fantasiosos diálogos con el oso, con el tigre y con las hienas. 

A nosotros, indefensos, pero no obstante pícaros carneritos, no nos queda otra que escuchar y asentir haciéndoles creer que sí, que creemos en tan linda y políticamente correcta solución. Siempre teniendo en cuenta que, en lo que el palo va y viene, hay que pastar. Por eso nada queda por hacer, tiernos cuadrúpedos vegetarianos, en este subhemisferio enfermo del que no es pragmático esperar, mañana, lo que no te dio ayer. 



Represores en el Surgidero de Batabanó el segundo día de las protestas.


© Imagen de portada: Mailene Noguera y Alien Molina Castell el 11J, en Batabanó. Condenados a 4 y 6 años de prisión.




Notas:
[1] Ramiro Guerra: La expansión territorial de los Estados Unidos, a expensas de España y de los países hispanoamericanos, Editorial de Ciencias Sociales, 1975.
[2] Dicen que en Batabanó
Un trust de esponjas había
Que hace rato que venía
Explotando al marinero
Una huelga sostuvieron 
En otra pasada era
Donde Fernández y Pereda
Para mayor resumen
Mandaron izar un blúmer 
En el asta de la bandera.
[3] Francisco García Alfonso: Memorias de un pescador, Letras Cubanas, 1989.
[4] Cfr. “Crónica de las revueltas en el Surgidero y Batabanó” (I)(II) y (III).




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No al cambio fraude, sí a la liberación

Oswaldo Payá

La gradualidad solo tiene sentido si hay perspectivas transparentes de libertad y derechosLos cubanos tenemos derecho a los derechos. ¿Por qué no los derechos? Ya es hora.






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