“Éramos niñas sin hogar, sin padres y sin patria”

Nací en La Habana el 16 de abril de 1945; quizás por eso mi estación favorita es la primavera. Mis padres, Noemí Labrit (maestra) y Manuel Llera (contador), me pusieron por nombre Rosa Margarita Guillermina Julia; así, como si fuera aristócrata. Cuando tenía pocos meses de nacida, llegó una jovencita del campo, rubia, de ojos claros, que se llamaba Fermina y me quiso con delirio, quien se hizo cargo de mi crianza. Ella y su hermana Ernestina vivían en el cuarto de criadas al fondo de la casa. Después de que se casó con Pedro y se fue, siempre nos mantuvimos en contacto con ella ya que mami nos llevaba a cada rato a visitarla a su casa en Jaimanitas, donde conocimos a su niña, a la que nombró Rosa Margarita. 

En noviembre del 46 nació mi única hermana, Raquel Cecilia. Rápidamente fue decidido que, así como yo me parecía a mi papá, ella se parecía a mi mamá. A los pocos meses de nacer Raquel, mi abuela materna murió y Lucrecia, que toda la vida había sido la sirvienta de mi abuela, en lugar de mudarse con su hija, decidió venir para La Habana a casa de la niña Noemí. Luca era, a diferencia de Fermina, negra como un totí y fue quien se hizo cargo de la recién nacida. 

Mi niñez fue buena. Mis padres eran hijos de familias prósperas venidas a menos, lo que nos aterrizó de lleno en la clase media, aunque todavía con ilusiones de una clase más alta. Al revés de otras casas, mi mamá no era la clásica madre mimadora cubana. Ella era disciplinaria, pero me halagaba y me hacía sentir como que yo era muy inteligente, bonita, etc., y, por tanto, con grandes miras hacia el futuro. Yo respondía como se esperaba de mí: era estudiosa, obediente y disciplinada. 

Ese último año que pasé en Cuba prometía ser muy difícil. No había colegio y mis amistades se estaban yendo del país casi a diario.

Todo esto en La Víbora, donde asistimos al colegio Nuestra Señora de Lourdes, desde kindergarten hasta que el gobierno revolucionario intervino las escuelas privadas en Cuba el 1 de mayo de 1961. Las madres del colegio fueron algo muy grande en mi vida; siempre me distinguieron mucho y me mostraron gran cariño. Aunque nunca fui la primera de la clase, mis notas siempre fueron de las mejores, lo que hizo que el colegio fuera una experiencia muy agradable. 

Yo participaba en todo: era Hija de María, catequista, miembro de la Acción Católica, recogía dinero para las familias pobres… En fin, el colegio era gran parte de mi vida. Cuando fueron intervenidos y las madres se tuvieron que ir a España, mi vida se vino abajo; a partir de ese día, el simple hecho de pasar por la Avenida de Santa Catalina, frente al colegio, me hacía llorar inconsolablemente. Ellas, antes de irse, le dijeron a mami que nos mandara como pupilas a España, a uno de los colegios de la orden; pero mi tío, Marino Pérez-Durán, casado con una prima de mami y gran amigo de Polita Grau, opinaba que debíamos ir a Estados Unidos. El hecho de que algunas de las madres del colegio fueran a Miami y se hicieran cargo del campamento de Florida City, terminó por inclinar la balanza a su favor. Lo interesante es que ya yo estaba en quinto año de bachillerato y me hubiera graduado a las pocas semanas de cumplir los 16.

Cuando mi vida se desmoronó, mi mamá luchó para sacarme de Cuba. Se enfrentó a mi padre y lo forzó a dejarnos salir, aun en contra de su voluntad. Él no pensaba ir; no pensaba que hacía falta que fuéramos; creía que podíamos vivir allá en la casa, sin mezclarnos con la política; creía que era un disparate mandarnos solas a otro país. No vio lo que venía; ella, sí. 


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Y digo que luchó por mí y no por nosotras porque a Raquel no le importaba casi nada este asunto de la política. Yo, sin embargo, no sé si debido a mis impresionables 15 y 16 años, o a que de verdad podía entender lo que estaba pasando en Cuba, no hacía más que padecer. Yo, que no tenía tierras, sufrí amargamente la Reforma Agraria; la Reforma Urbana fue una afrenta personal; los fusilamientos eran como si fueran familiares míos; y la derrota de Playa Girón me quitó todas las esperanzas de que “los americanos no iban a permitir que un gobierno comunista se consolidara a 90 millas de sus costas”.

Ese último año que pasé en Cuba prometía ser muy difícil. No había colegio y mis amistades se estaban yendo del país casi a diario. Coincidentemente, el 15 de abril, una prima tercera cumplió los 15 años y, aunque ya no se celebraban fiestas de quince, tío Marino y tía Juanita le dieron una en su preciosa casa del reparto Biltmore, uno de los más exclusivos de La Habana. Esa tarde toda la conversación entre los adultos era sobre la posible próxima invasión (fue a la noche siguiente) y la necesidad de sacarnos a nosotras de Cuba. Ahí conocí a Rodolfo Antorcha, un amigo de la festejada, que se pasó la noche bailando conmigo. A los pocos días comenzó a visitar mi casa y a los pocos meses accedí a ser su novia. 

Rodolfo venía de un mundo muy diferente al mío, de un ambiente donde los jóvenes actuaban más libremente. Fue el primer romance de mi vida y me enamoré tanto como era posible a los 16 años. Él, su hermano Gustavo y su prima Mechi vinieron a llenar el vacío que se creó en mí por la falta del colegio y de mis amigos. Junto con su familia salió de Cuba hacia Venezuela durante el mes de febrero y a partir de ahí todo el romance fue por correo porque las llamadas eran incosteables dado los poquísimos ingresos que tenía una familia refugiada recién llegada a un país. 

La despedida de mis padres fue terrible, aunque yo pensaba regresar pronto. Mami insistía en que nos aplicáramos en el colegio y aprendiéramos inglés.

Nuestra salida de Cuba fue el 30 de marzo de 1962. Mis emociones eran encontradas. Por un lado, en aquel lugar yo no tenía futuro, casi todos mis amigos se habían ido y yo, definitivamente, no era feliz. Por otro, tenía que dejar a mis padres, mi casa y mi país, del cual, paradójicamente, vivía enamorada. Antes de salir me dio por coleccionar postales de diferentes partes de la Isla, la mayoría de lugares que nunca había visitado, que fueron un gran tesoro para mí. 

La despedida de mis padres fue terrible, aunque yo pensaba regresar pronto. Mami insistía en que nos aplicáramos en el colegio y aprendiéramos inglés para, cuando regresáramos, tener la ventaja de ser bilingües. Durante el camino al aeropuerto nadie hablaba mucho. Me imagino que no quedaba mucho por decir y cualquier cosa hubiera roto el estoicismo con que nos estábamos comportando. Nadie quería llorar porque no podíamos aceptar la idea de una separación permanente; pero todos sabíamos que no iba a ser cuestión de seis meses. 

Yo me sentía casi responsable de todo lo que estaba pasando porque pensaba que, de no haber sido por mí, probablemente no hubiéramos estado allí. Por tanto, pensé que tenía que ser fuerte y no hacerles ver a ellos cómo me sentía. Un momento muy difícil para mí fue cuando, en la pecera, un miliciano me quitó la medalla de Hija de María que llevaba puesta. Quizás en ese momento me di cuenta de lo desamparada que estaba y no podía parar de llorar, suplicándole a aquel muchacho que me la devolviera, aunque todo fue inútil. Recuerdo también que cuando el avión despegó y me pareció distinguir a mis padres en la terraza del aeropuerto, sentí un miedo tremendo. Y es que, junto con Cuba, estábamos dejando atrás nuestra niñez porque a partir de ese momento yo me convertí en una mujer con todas las responsabilidades que eso conlleva: mis decisiones eran mías, mi comportamiento no respondía más que a mis principios y a los conceptos de decencia y cristianismo que llevábamos dentro. 


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Mi hermana y yo salimos vestidas con trajes de sastre (el mío era rojo con una blusa de seda blanca con ovalitos grises) y todos los pasajeros llevaban ropa similar. Cuba era un país donde la gente se solía vestir elegantemente, tanto para ir de compras a “La Habana” como para ir a misa los domingos; ¡cuánto más para viajar al extranjero! Sin embargo, unas semanas antes de salir, el gobierno cubano decretó la “ley de las tres mudas”. Hasta ese día se podían sacar de Cuba 44 libras de equipaje, lo que había permitido a mami hacernos una “habilitación” como Dios manda: abrigo, trajes de sastre, camiseros, sayas, blusas, trusa, zapatos de tacón, ballerinas de diferentes colores; en fin, suficiente ropa como para que pasáramos nuestra estancia en Estados Unidos vestidas de una forma apropiada. 

El caso fue que, cuando se decretó esa ley, mami, que a su vez tenía que tener miedo del paso que se estaba dando, dijo que de esa forma no porque no podíamos ir sin nada que ponernos. Después se consoló pensando que tendríamos la ropa lista para cuando regresáramos, o por lo menos eso dijo. La ropa se quedó allá y con el paso del tiempo lo fue vendiendo todo a medida que alguna muchacha del barrio se casaba o iba a salir del país, ya que después de aquello no se encontraba ni ropa ni tela en ningún lugar.

Nuestro vuelo fue el primero de la mañana, pero no salimos del aeropuerto hasta la noche. Recuerdo que empezaron a llamar a diferentes grupos: menores de 16 años que viajaban solos, como Raquel; matrimonios con niños pequeños; personas mayores de tal o más cual edad. Al final quedamos solos 2 o 3 muchachos menores de 19 años que íbamos a diferentes campamentos. En eso llegó el segundo vuelo de Pan Am y después el de KLM, que solo volaba los viernes, y hubo que esperar a que todos esos pasajeros fueran procesados. Yo estaba muerta de miedo en aquel lugar, sin conocer a nadie y con todas las emociones del día. No recuerdo si comí algo, aunque me imagino que sí. Por suerte, en el vuelo de KLM llegó una compañera del colegio de mi hermana, Mary Simón, que coincidentemente terminó en Villa María con nosotras. 

Poco a poco el campamento se fue convirtiendo en nuestro “hogar” y como tal lo tratábamos.

Llegamos a Florida City de noche, cuando ya todo estaba cerrado. La primera persona a quien vi fue a la madre María Isabel Lasaga, mi profesora de bachillerato, quien estaba a cargo del campamento. Ella nos ofreció leche y un bocadito de bologna; algo que nunca había visto y que no me gustó nada, con aquellos balines de pimienta negra. Nos dijo que iríamos a casa de los Covián. Nosotras no teníamos idea de este arreglo, aunque al día siguiente pudimos ver que el campamento consistía en diferentes apartamentos de una o dos plantas y que cada una de esas “casas” estaba a cargo de un matrimonio. 

En el caso nuestro, los Covián eran los padres de Carolita, que había sido compañera mía desde kindergarten. Ellos fueron amables siempre y nos trataron bien, aunque no con mucho cariño. Esa noche, como era viernes, algunas de las muchachitas habían salido con familiares o amigos y pudimos dormir en una de las camas de las tres literas que había en el cuarto; pero ellas ya eran cinco y cuando regresaran el domingo yo tendría que dormir en un catre de lona, que era lo único que cabía en el cuarto. Al meternos en la cama, todas las emociones del día fueron más fuertes que yo y me quedé dormida llorando y extrañando mi casa, mi vida y mis padres. 

La casa nuestra era un apartamento de dos plantas que originalmente había tenido una sala-comedor y una cocina pequeña en la planta baja, y dos cuartos de dormir y un baño en la planta alta. Digo originalmente porque esa planta baja servía también de dormitorio con camas y literas a las niñas más pequeñas. Me acuerdo mucho de una niñita de unos 5 o 6 años que lloraba a la hora de dormir y que casi adopté porque me acostaba en la cama con ella hasta que se quedaba dormida. Me imagino cómo se sentía, cuando yo, que era una muchacha de 16 años, muchas noches lloraba extrañando mi casa. 


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Poco a poco el campamento se fue convirtiendo en nuestro “hogar” y como tal lo tratábamos. Las muchachitas de cada casa se hicieron nuestras amigas. Descubrimos algunas conocidas entre el enjambre que vivía en Florida City y establecimos relaciones. Como éramos tantos (los varones menores de 7 años también estaban con nosotras), la cercanía entre las diferentes casas fue también determinante para establecer relaciones. En la mía vivían dos hermanas muy simpáticas, Alicia y Livia Chamberlain, dos orientales con las que nos moríamos de la risa. También estaban la sobrina de Osvaldo Dorticós, presidente de Cuba en ese momento, y dos más: Ana María Pascual y Alejandría Contreras.

Un lunes la señora Covián me dijo que, por ser yo la última en llegar, me correspondía limpiar el único baño que compartíamos todos, que éramos unos cuantos. Después del susto inicial, Alicia, que limpiaba la escalera, me decía: “No seas boba y regresa, que todavía tienes tiempo”. Ella se refería al permiso de salida que nos daba el gobierno cubano de 27 días, durante los cuales podíamos regresar. Todo eso era para cumplir el paripé al solicitar la salida de Cuba ya que no podíamos decir que nos íbamos del país por motivos políticos y había que dar una razón para viajar. Nosotras, por ejemplo, dijimos que íbamos a Estados Unidos a la boda de nuestra prima Charito, que había salido antes y vivía en New York. Todos esos “consejos” de Alicia eran en medio de risas porque sabíamos perfectamente bien que no íbamos a regresar. 

El campamento consistía en un número de edificios de una o dos plantas, la mayoría de los cuales eran “casas” donde vivíamos mientras otros servían de oficina, capilla, comedor, enfermería y aulas escolares. Las clases se daban de lunes a viernes y, una vez más, mi conexión con el colegio vino a rescatarme porque, si mal no recuerdo, había tenido a casi todas las profesoras en el bachillerato y eso me hizo sentir menos extraña.  

A las monjas se les había dicho que en Cuba las muchachas no salíamos solas y ellas lo tomaron al pie de la letra, al punto de no poder ni ir al buzón de la esquina a echar nuestras cartas.

Recibíamos instrucción en diferentes asignaturas, entre ellas inglés, como es natural. Cerca del 20 de mayo, día en que se celebraba la independencia de Cuba, se preparó una fiesta donde muchas íbamos a participar y para la cual nos enseñaron a cantar dos piezas: la Ma’Teodora, que según aprendimos fue la primera pieza musical netamente cubana, y el himno de Estados Unidos. 

Yo, que venía llena de mi amor por Cuba y que había salido con el corazón destrozado de lo que consideraba el paraíso, me negué a aprender el himno americano diciendo que me parecía terrible cantarlo el día de la independencia de Cuba. Solo el que las monjas me conocieran tanto me permitió pasar ese incidente sin mayores consecuencias. Al final, ni la Ma’Teodora ni el himno porque unos días antes de la fiesta me contagié con la varicela que estaba rampante en el campamento y tuve que contentarme con ver algo de la celebración desde la ventana de la enfermería. 

Al salir de la enfermería la madre Lasaga me llamó a la oficina para decirme que había llegado una beca excelente al Sagrado Corazón, en Chicago, pero que no había más que un puesto y, por tanto, Raquel no podía ir de momento, aunque ellas tratarían de mandarla más tarde. Mi respuesta fue que no me iba sin ella. Así que a los pocos días apareció la posibilidad de San Antonio, donde nos podíamos ir las dos, y dije que sí. Nos enteramos que Ana María Pascual y Alejandría Contreras también irían a San Antonio, al igual que algunas de las muchachitas de nuestra casa vecina, en particular Beatriz Infiesta, con quien había hecho muy buenas migas, lo que hizo el prospecto del viaje mucho más agradable.


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Para San Antonio fuimos cuatro grupos de diez muchachitas. Ana María y Alejandría salieron en el primero y nosotras en el tercero, el viernes 1 de junio. El vuelo de Delta Airlines fue largo porque hicimos diferentes paradas en Tampa, Atlanta, Dallas y finalmente San Antonio. Al ser yo la mayor, me dejaron a cargo de los pasaportes y pasajes de las otras nueve. Aparte de nosotras dos, no conocíamos a nadie, con excepción de Mary Simón, amiga y compañera de clase de Raquel, que escondió que tenía varicela para poder viajar. 

Cuando al fin llegamos a San Antonio, cansadas y asustadas, nos recogió en el aeropuerto un viejo “pisicorre” (station wagon) manejado por una monja que después supimos era la hermana Josefina, la chofer oficial del convento. Villa María era una casa de huéspedes donde residían mujeres solteras, casi todas jóvenes. Algunas eran estudiantes del college o la universidad y otras trabajaban y vivían allí porque era más económico que costear un apartamento. La primera impresión no fue nada favorable. 

Villa María era un edificio de cuatro plantas, viejo y estropeado. Nos recibieron las que nos habían precedido, todas hablando a la vez y diciéndonos que el lugar era horrible, la comida era mala y había un calor tremendo. En efecto, todo lo que decían era cierto. Nuestros dormitorios estaban en el cuarto piso, donde no vivía ninguna de las otras huéspedes; gracias a Dios, porque aquello hubiera sido terrible. Los cuartos no eran grandes y acomodaban dos o tres camas en su mayoría; pero Ana María y Alejandría habían escogido uno con cuatro camas precisamente para poder estar juntas. Las nuestras eran como aquellas camas viejas del ejército: de hierro, con bastidor y colchoneta. A nosotras, la edad y el cansancio permitieron que durmiéramos toda la noche. 

La correspondencia con Cuba era difícil porque el régimen inspeccionaba las cartas y las demoraba arbitrariamente, de manera que a veces una carta fechada en agosto nos llegaba en octubre o noviembre.

Al otro día inspeccionamos el cuarto piso, que era donde estábamos confinadas. El comedor estaba en la planta baja, junto con un saloncito pintado de azul donde había un piano, una portería y algún que otro salón que no recuerdo. En el segundo piso, donde dormían las monjas, había una capilla adonde íbamos todas las tardes a rezar el rosario. Por la mañana había misa y las que querían, podían ir. La comida era bastante mala, especialmente para nuestros paladares que no conocían la comida mexicana. En el desayuno nos daban café con leche y tostadas. El almuerzo y la comida también eran motivo de disgusto, pero qué remedio. 

A las monjas se les había dicho que en Cuba las muchachas no salíamos solas y ellas lo tomaron al pie de la letra, al punto de no poder ni ir al buzón de la esquina a echar nuestras cartas; eso le correspondía a una afortunada que bajaba con una de las madres y depositaba en el buzón nuestros más preciados tesoros. Ese verano nuestra vida giró alrededor de la copiosa correspondencia que escribíamos en el “salón de estudio”; un espacio bastante grande con mesas largas que estaba directamente frente a nuestro cuarto. La mayor parte de los temas de nuestra escritura eran los padres, abuelos y novios, y todas conocíamos a los novios de las otras y nos interesábamos en sus cartas cuando llegaban. 

Mi economía y la de Raquel se basaban en tres cosas: el Catholic Welfare Bureau, que nos daba $10 dólares quincenales; nuestros padres, que le entregaban en Cuba dinero a alguien, cuya familia aquí nos mandaba el equivalente (el canje ya no era de 1 por 1); y nuestro tío Alfredo, mi padrino, que era médico residente en el John Hopkins Hospital en Baltimore, quien con cierta frecuencia nos mandaba $20 o $30 dólares, siempre en efectivo, dentro de una carta. Este dinero nos servía para comprar todas nuestras necesidades: jabón, champú, papel y sobre, algo de comer (en mi caso muy poco, pues prefería usar mi dinero en otras cosas) y algo de ropa porque nuestro escaparate (un locker de metal de unas 18 pulgadas de ancho) estaba tristemente vacío gracias a la dolorosa “ley de las tres mudas”. 


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Al poco tiempo de estar en Villa María, nos empezaron a dejar salir siempre que fuéramos en grupos. Así descubrimos la farmacia del señor Guerra, a una cuadra de Villa María. En Cuba las farmacias vendían medicinas y nada más. En Guerra Drugstore, sin embargo, había revistas, dulces, refrescos, etc., e ir a su farmacia era muy entretenido, por lo que lo hacíamos con cierta frecuencia. Nos empezaron a dejar ir al downtown, también en grupos. Estas idas al centro casi siempre eran a pie para no gastar el dinero en cosas triviales como pagar el autobús cuando se podía usar en otras más productivas. 

Una de nuestras primeras excursiones a las tiendas fue a una llamada Franklin’s, donde descubrimos lo que sería mi salvación: el sistema de layaway, mediante el cual poníamos en depósito algún artículo que íbamos pagando semanal (o quincenalmente en nuestro caso) y que al final era nuestro. Esa tienda y ese descubrimiento dieron lugar a la compra de los abrigos para el invierno que llegaba y contra el cual no teníamos mucha defensa. Los abrigos costaron $12.00 dólares más $1.25 de impuesto y venían en varios colores: negro, rojo, beige, etc. Cuando al fin los tuvimos, procedimos a retratarnos en las escalinatas del edificio para mandar la foto a Cuba y enseñarles a nuestros padres lo bien que nos iba y lo contentas que estábamos, porque parte del plan era que ellos no se preocuparan por nosotras, por lo que las cartas y los mensajes a Cuba solían ser muy positivos. 

Así pasó ese primer verano, ahogadas de calor y sin el beneficio de un ventilador en todo el piso; pero precisamente ese confinamiento fue el que nos unió a las 40 en lo que somos hoy: “las muchachitas de Villa María”.

La correspondencia con Cuba era difícil porque el régimen inspeccionaba las cartas y las demoraba arbitrariamente, de manera que a veces una carta fechada en agosto nos llegaba en octubre o noviembre. Las llamadas eran también muy difíciles porque tampoco se podía llamar a nuestro gusto o al de nuestros padres. Ellos tenían que pedir turno para hablar con Estados Unidos y la mayor parte del tiempo se demoraban semanas en conseguir los permisos, que casi siempre eran a horas extrañas. Por tanto, mami optó por mandarnos telegramas con frecuencia que, aunque cortos, nos daban noticias de ellos y de la familia. 

El salón de estudio era nuestro lugar principal de reunión porque ahí nos daba clases de inglés una muchacha mexicana que se llamaba Perla y el resto del tiempo escribíamos nuestras famosas cartas. En mi caso, yo le escribía a Rodolfo a diario en hojas de papel cebolla y ponía tres o cuatro en cada sobre para estirar el sello de 13 centavos. Así pasó ese primer verano, ahogadas de calor y sin el beneficio de un ventilador en todo el piso; pero precisamente ese confinamiento fue el que nos unió a las 40 en lo que somos hoy: “las muchachitas de Villa María”. 

Para ser justa, tengo que decir que no siempre fuimos modelo de comportamiento y de respeto hacia las monjas, por lo que tenían que regañarnos, cosa que siempre traía disgusto. 

Hay muchas anécdotas de ese tiempo. A veces, en nuestro aburrimiento, nos reuníamos en algún cuarto a hacer concursos de belleza, que casi siempre estaban encabezados por las dos rubias de ojos claros: la dulce Nelly González (también compañera del colegio) y la cardenense y simpática Mercy Álvarez.  


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Como casi todas llegamos después de instaurada la cruel “ley de las tres mudas”, la ropa estaba muy limitada; pero la que teníamos nos servía a todas, sin importar el peso ni la estatura, lo que multiplicaba el vestuario. Por eso hay ciertos artículos que aparecen en las fotografías usados por varias muchachitas. 

Algo interesante fue el pelo. No teníamos dinero para ir a un salón de belleza, así que una vez más tuvimos que improvisar. Entre nosotras había una muchachita, Victoria, con la habilidad para pelar, peinar, etc., y sus servicios eran muy buscados y apreciados; pero éramos 40 y no era posible ponerla a ella a pelarnos a todas. Por tanto, muchas de nosotras nos convertimos en peluqueras a la fuerza y nos pelábamos unas a las otras según surgía la necesidad, especialmente antes de empezar el curso escolar, por ejemplo. 

El procedimiento era bastante sencillo: como en aquellos tiempos nos poníamos rolos con la idea de darle algún rizo al pelo, cogíamos un mechón como si nos fuéramos a poner un rolo, cortábamos lo que creíamos y enrollábamos el pelo. Así seguíamos para el próximo mechón hasta enrolar toda la cabeza, cuando nos dábamos por peladas. Solo por la edad que teníamos fuimos capaces de sobrevivir a aquello y lucir más o menos graciosas. Para ocasiones importantes como el promo alguna salida con un muchacho, entonces nuestra querida Victoria era la nos peinaba como si fuera de peluquería. 

Las muchachitas de la clase fueron muy amables conmigo y me tuvieron gran paciencia para entenderme, sobre todo al principio. En ese aspecto hubo una compañera que se distinguió por encima de las demás: Bonnie Croft, hija de un coronel de la fuerza aérea.

Algunas de las muchachitas arribaron a la edad de las ilusiones y se les celebraron sus 15 años con pastel, vals y todo lo demás. En el grupo teníamos algunas “pianistas” que tocaban el vals en un piano que, según ellas, estaba desafinado; la música bailable provenía de nuestra amplia colección de LP que comprábamos casi todas al suscribirnos a la Columbia Record Club. De esa forma nos mandaban seis LP gratis, con el compromiso de comprar seis más en el transcurso de un año, por lo que nuestra colección creció ampliamente. El problema era que casi todas comprábamos los mismos discos porque a todas nos gustaba la misma música. El soundtrack de West Side Story, Johnny Mathis, Nat King Cole, los Platters, Bobby Vinton, Andy Williams, Chubby Checker, etc., nos permitieron adquirir el gusto por la música de nuestro nuevo país.

En San Antonio quedaban cines como el teatro Alameda, que todavía tenía el sistema antiguo de mostrar una película seguida por algún espectáculo en vivo. Un día nos enteramos de que un grupo musical que había tenido mucho éxito en Cuba, Los Ruffino, estaban presentándose en el Alameda. Sin mucho problema, Marilú Cantón llamó al teatro y les hizo nuestra historia, que la teníamos bien ensayada: somos un grupo de muchachitas cubanas que estamos solas en San Antonio, sin nuestros padres, no tenemos dinero, etc., y quisiéramos verlos. Para nuestra sorpresa y agrado, le dijeron a Marilú que fuéramos al teatro, que nos iban a dejar entrar sin pagar. ¡Qué emoción y qué alegría! Allá salimos y, en efecto, nos mandaron a pasar. Al terminar de cantar todas aquellas canciones que nos traían tantos recuerdos, la mamá Ruffino se dirigió al público y les habló de nosotras. Se podrán imaginar el llanto y la emoción. Después nos invitaron a ir al camerino para saludarnos y darnos una foto firmada, que se convirtió en un tesoro. 

Al poco tiempo de eso llegó a San Antonio nada menos que ¡Lucho Gatica! Lucho había sido uno de los boleristas más afamados y queridos no solo en Cuba, sino en toda Latinoamérica, y pensamos que, si había funcionado con Los Ruffino, por qué no tratar con él. Allá fue Marilú de nuevo con la misma petición. Lucho, a través de su mánager, dijo que no sabía si podía hacer eso, pero pidió la dirección porque cuando terminara el show iría a visitarnos. Lo que sucedió en Villa María en ese momento es indescriptible. Los gritos y las carreras para llegar a una de las dos únicas duchas que teníamos en el piso hicieron creer a las monjas que había fuego en el cuarto piso y hasta llamaron a los bomberos, que llegaron y se tuvieron que ir sin nada que hacer. 


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Su visita fue un momento de una emoción tremenda. Nos deleitó cantando sus canciones más populares y hablándonos de Cuba de una forma que solamente alguien que la hubiera querido mucho podía hacerlo, lo que ocasionó una reacción tremenda en nosotras. A la hora de irse, alguien sacó una camarita y las fotos, aunque borrosas, dan fe de aquel día y de aquel gesto de un chileno tan querido en nuestra patria. 

Durante ese verano, la trabajadora social organizó algún tipo de excursiones cortas y fuimos a algunos parques y a visitar algunas de las cinco bases militares que había en San Antonio. En la guagua cantábamos y nos reíamos como lo que éramos: muchachas jóvenes siempre con deseos de vivir y de encontrar el lado bueno de las cosas.

Otros momentos no fueron tan ligeros. Una noche alguien miró a través de una ventana y vio una cruz en el cielo. Todas corrimos contentas a ver lo que interpretamos como una señal de que íbamos a regresar, la mayoría rezando y dando gracias a Dios. Al rato llegó una de las monjas y nos indicó que eso era la luz de la luna llena reflejada en la tela metálica de la ventana, que se esparcía en forma de cruz. ¡Qué desencanto sufrimos! Qué desilusión al darnos cuenta de que nuestro regreso no estaba tan próximo como pensamos durante ese rato. Y es que al final éramos niñas sin hogar, sin padres y sin patria, y eso pesaba en nuestros corazones. 

Las cubanas nos distinguimos en el colegio por nuestra conducta y nuestras notas, que fueron generalmente altas. Lucíamos bien. Nos arreglábamos. Éramos respetuosas.

Así fueron pasando las semanas hasta que llegó el comienzo del curso escolar y nos matricularon en tres escuelas católicas: St. Teresa’s Academy, Blessed Sacrament Academy y Our Lady of the Lake Academy. Raquel y yo fuimos a St. Teresa’s. A mí me pusieron en 11 grado, a pesar de haberme quedado en el segundo parcial de quinto año de bachillerato en Ciencias, que no era poca cosa. Pero la señora Garza, nuestra trabajadora social, no lo sabía y por mi edad (17 años) me mandaron a ese grado. A las pocas semanas de iniciado el curso, la madre Carmel, la directora, me mandó a buscar y me preguntó por qué yo contestaba siempre en la clase de álgebra. Al explicarle, decidió movernos a tres de nosotras para el último año y que pudiéramos graduarnos ese curso. 

Por largo tiempo resentí mucho esa decisión errónea de no mandarme directo a la universidad cuando supe, al pasar de los años, que otras compañeras mías de Cuba, que estaban un año por debajo de mí, lo habían hecho en otros lugares. Pero en realidad nuestra trabajadora social actuó de buena fe con la información que ella tenía. 

El curso pasó muy bien. Yo era estudiosa en Cuba y lo seguí siendo aquí, de manera que la parte académica fue muy exitosa. El aspecto social también. Las muchachitas de la clase fueron muy amables conmigo y me tuvieron gran paciencia para entenderme, sobre todo al principio. En ese aspecto hubo una compañera que se distinguió por encima de las demás: Bonnie Croft, hija de un coronel de la fuerza aérea. Ella y sus hermanas iban al colegio en el mismo ómnibus que nosotras y, como estaba en 11 grado, decidió adoptarme. Así, me guardaba el asiento al lado suyo todas las mañanas y por la tarde nos sentábamos siempre juntas. Durante esos viajes Bonnie se convirtió en mi tutora privada porque me hablaba y me preguntaba cosas de nuestra vida, con la particularidad de que, cuando yo decía algunos de los muchos disparates con que me expresaba, me corregía sin reírse, como una buena maestra.  


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Nosotras no teníamos a nadie que nos obligara a hacer nada. Me imagino que si nos hubiéramos negado a ir al colegio un día o muchos, lo hubiéramos hecho; pero no pasó así. Nos levantábamos temprano, lavábamos los uniformes en los baños y los planchábamos en el salón donde había una tabla de planchar. Yo, por ejemplo, recibí a fin de curso una mención por perfect attendance, ya que no había faltado a clases ni un solo día. Y es que habíamos llevado nuestros valores muy firmes de Cuba porque aquella sociedad que se desmoronaba día a día nos había enseñado a comportarnos como niñas o muchachas buenas que debíamos cumplir con nuestro deber.

Las cubanas nos distinguimos en el colegio por nuestra conducta y nuestras notas, que fueron generalmente altas. Lucíamos bien. Nos arreglábamos. Éramos respetuosas. 

El fin de curso trajo consigo la graduación y el prom. La graduación pasó sin penas ni glorias porque no había nadie con quien celebrarla, aunque mi mamá me mandó unos recordatorios similares a los que se hacían en mi colegio para repartir a mis amigas, como era la costumbre en Cuba. También las mamás de algunas de las muchachitas más allegadas a mí me mandaron telegramas felicitándome. 

En medio de esa época confusa llegaron a San Antonio algunos miembros de la Brigada 2506 a quienes había admirado tanto siempre. Cuba seguía siendo el centro de gravedad de mi vida y estos hombres, que lo habían arriesgado todo por hacerla libre, eran algo así como héroes de una novela.

El prom, sin embargo, fue otra historia. Mi vestido tenía que ser blanco y acudí a mi tío Alfredito para ver cómo me hacía de uno. Él me mandó la pequeña fortuna de $90 dólares y, armada con semejante riqueza, me fui a la mejor tienda que nosotras conocíamos: Joskes of Texas. Allí me compré una organza de seda con unas pequeñas puchas de flores bordadas en la tela y en la cual se fue casi el total de mi dinero. Después me vi con ella sin saber qué hacer, hasta que alguien me habló de una mexicana que cosía por moldes de Simplicity y cobraba barato, lo que era imprescindible, dado que, con la excepción de $15 dólares que le di a Raquel, todo mi capital se había ido en la tela. Por suerte, cuando una tiene 18 años es difícil lucir mal. A los pocos días mi costurera me entregó el vestido después de pagarle $10 dólares por la hechura. Muy sencillo, de escote redondo y manga corta, pero lo suficientemente lindo como para concederme el título de Miss Graduate después de desfilar con los vestidos en una asamblea del colegio.  

Pero ir al prom requería más que un vestido. Hacía falta un compañero con quien ir y yo todavía era novia de Rodolfo. Aquí, una vez más, mi ángel guardián, Bonnie Croft, salió en mi auxilio y me consiguió una blind date con un amigo suyo, Patrick, no sin antes advertirle que en Cuba las muchachas no se besaban con un joven cuando salían por primera vez; cosa que yo había oído decir que pasaba en Estados Unidos. La noche fue muy buena. Patrick fue todo un caballero y se apareció en Villa María a buscarme con un corsage de rosas rojas. Después me confesó que iba temblando porque no se imaginaba cómo luciría la amiga de Bonnie. 

Inmediatamente después de terminarse el curso, la señora Garza me recordó que, al cumplir los 19 años en abril del 64, el Catholic Welfare Bureau terminaba conmigo y tendría que mantenerme por mí misma. Una vez más no supo orientarme, pues nunca me habló de la posibilidad de entrar en la universidad con un préstamo o quizás hasta con una beca, pues mis notas era muy buenas. Como quiera que fuera, ella me sugirió y yo acepté empezar en una escuela de Secretariado que se llamaba Draughon Business College, con la idea de poder trabajar de secretaria cuando llegara el momento. En realidad, las clases que tomé me gustaron y me hubieran servido para sobrevivir por mi cuenta en Estados Unidos. 


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 Durante todo este tiempo, mis lazos de lo que primero fue amistad, y después hermandad, se iban haciendo cada vez más estrechos y “las muchachitas” se iban convirtiendo en una parte cada vez más importante de mi vida. Hay veces que pienso que nunca me di cuenta en aquellos momentos del gran viraje que había dado mi vida al llevarme a Villa María. De haberlo sabido, hubiera prestado más atención a los detalles y hubiera escrito un diario para tenerlo hoy de referencia al hablar de mi experiencia; pero la edad y la falta de visión no me ayudaron a captar el hecho de que mi vida entera iba a ser una continuación de esas relaciones y que el ser “una muchachita de Villa María” me iba a definir. 

En medio de esa época confusa llegaron a San Antonio algunos miembros de la Brigada 2506 a quienes había admirado tanto siempre. Cuba seguía siendo el centro de gravedad de mi vida y estos hombres, que lo habían arriesgado todo por hacerla libre, eran algo así como héroes de una novela. Como ya sabemos, la vida nos da sorpresas, y la mía fue muy grande. 

Estos brigadistas, o mercenarios, como se les conocía en Cuba, fueron a San Antonio porque el gobierno de Estados Unidos les había propuesto una comisión en las fuerzas armadas del país para seguirse entrenando con la idea de volver a Cuba, esa vez con la promesa del respaldo incondicional. Muchos hombres aceptaron la proposición y pasaron a engrosar las filas del Army, la Navy y la Air Force. El problema consistía en que, a pesar de que en su mayoría habían salido originalmente de Cuba en el año 60, su tiempo había sido invertido en campamentos de entrenamiento y las cárceles cubanas, por lo que su inglés era bastante flojo. 

Las madres de mi colegio me mandaron de España una medalla como la que me habían quitado en el aeropuerto y tuve la dicha de poder usarla el día de mi boda, como había sido siempre mi ilusión.

San Antonio gozaba de muchas bases militares, entre ellas Lackland Air Force Base, donde existía una escuela de idiomas para oficiales extranjeros que venían a Estados Unidos a pasar cursos avanzados. Y allí fue destinado este pequeño grupo de flamantes oficiales. A los pocos días de haber llegado a la base, un amigo de algunas muchachitas, entre ellas mi hermana Raquel, les informó de la llegada, lo que ocasionó el consiguiente revuelo entre la población de Villa María. 

De alguna forma, Raquel, Lil y Betty se encontraron con el doctor Martín Lóriga, un brigadista de cerca de 40 años, que al enterarse de quiénes éramos, enseguida se brindó a sacar a un grupito pequeño para llevarnos al cine o a comer algo. Esas dos actividades, fuera de Villa María, eran muy apetecidas porque nuestros fondos eran limitados; por lo tanto, la proposición fue acogida con muchísimo gusto. 

El problema vino cuando las monjas supieron del plan y dijeron que no porque nadie sabía quién era ese hombre. Al fin, después de mucho rogar, la madre San Luis, que era joven y buena gente, dijo que podíamos ir siempre y cuando fuera yo en el grupo; pero yo consideré que era un disparate salir con ese señor que no conocíamos. Al otro día, cuando Lóriga, que se convirtió con el tiempo en un gran amigo, llamó a Villa María para ver cuál era el resultado de su invitación, se encontró con una Raquel enardecida porque yo no quería ir y sin mí no había paseo. El señor pidió hablar conmigo para ver cuáles eran mis razones. Lóriga me explicó que él era un hombre mayor y que su único interés era tener una delicadeza con nosotras, que estábamos solas; pero yo seguía en mis trece. Hasta que me dijo que, si yo accedía a acompañarlo, él se comprometía a traer al mejor miembro de la Brigada porque sabía que íbamos a simpatizar. Ante tal proposición, no me quedó más remedio que decir que sí. Fue él quien trajo a Hugo Sueiro, todavía mi esposo y el padre de mis hijos. 


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Hugo me encantó desde el momento en que lo conocí. Era muy bien parecido, inteligente, patriota, le gustaba la poesía y la historia. Él llenaba todas las casillas de mi lista, la cual no sabía ni que existía hasta ese momento. Pobre Rodolfo. No tenía chance…

A partir de ese día comenzamos a salir de acuerdo con el programa que las monjas tenían para ello: martes y viernes de 7:00 a 10:00 p.m., y sábados y domingos desde las 12:00 hasta las 11:00 p.m. Nuestras salidas eran muy agradables. A veces Hugo invitaba a alguna de mis mejores amigas y nos llevaba a comer hamburguesas o algo de ese estilo. Todo eso era una novedad porque hasta entonces nuestro menú estaba limitado a la comida de Villa María o a algo que algunas comían en el downtown. Yo nunca comía fuera de la casa porque prefería gastar mi dinero en ropa, que siempre fue mi debilidad. Pero con Hugo conocí el Club de Oficiales, donde la comida era excelente. La primera vez que fuimos me preguntó si quería comer carne y me ordenó un T-bone steak, cosa que nunca había probado; con el hambre vieja que tenía, me lo comí completo para sorpresa de Hugo. A partir de ese día volvimos varias veces y sus amigos lo mortificaban diciendo que no me iba a poder mantener por lo mucho que yo comía. 

Hugo le cayó bien a la madre San Luis y le permitieron ir al comedor y a la capilla a hacer la novena de la Inmaculada, que terminaba el 8 de diciembre, justamente el día antes del que él debía de salir de San Antonio rumbo a su próximo destino, que era Ft. Benning, Georgia, donde pasaría un curso de paracaidista. Unos días antes de irse, recibí lo más parecido a una petición de matrimonio que iba a oír cuando me dijo que quería casarse conmigo, pero que no tenía dinero porque, como segundo teniente, ganaba solo $120 dólares mensuales. Yo, que estaba perdidamente enamorada y que todo lo que él decía me sabía a gloria, me quedé fría ante semejante cantidad de dinero, que, comparado con mis $10 dólares quincenales, me parecía una fortuna. De esa forma quedó decidido que nos casaríamos en cuanto él pudiera mandarme a buscar. 

Ese sacrificio inmenso de nuestros padres, ese desprendimiento del preciado tesoro que son los hijos, solo buscando el bienestar de ellos, no se puede tomar a la ligera.

En marzo del año siguiente, un mes antes de los temidos 19, Hugo me llamó para decirme que Martín Lóriga regresaba a Miami y me podía llevar en el viaje con él. Así que, de esa forma, recogí mis pocas pertenencias y salí para Miami a enfrentar mi destino. Unos días antes de salir, un grupo de mis buenas amigas me hizo la despedida de soltera en el Breckenridge Park. Siempre pienso que eso fue una gran muestra de amor porque, con los pocos recursos que teníamos, ellas compraron cosas de comer y recogieron dinero para regalarme el consabido deshabillé blanco para la noche de bodas y dos “bobitos”, uno negro y otro amarillo, que me encantaron y que usé muchísimo. 

Asimismo, las madres de mi colegio me mandaron de España una medalla como la que me habían quitado en el aeropuerto y tuve la dicha de poder usarla el día de mi boda, como había sido siempre mi ilusión. La ceremonia fue en San Juan Bosco, la parroquia que nos correspondía, y fue la primera boda que tuvo lugar allí porque en sí no había iglesia, sino un dealership de carros al que le habían puesto sillas de tijera y una mesa en lugar de altar para que los católicos de la zona pudieran asistir a pie a misa, ya que muy pocos cubanos tenían carro entonces. 

Nuestro plan era salir rumbo a Ft. Bragg, donde Hugo estaba destinado después de terminar su curso de paracaidista en Ft. Benning. Pero dos días antes de la boda, Erneido Oliva, el jefe militar de la Brigada, lo llamó para decirle que había nuevos planes para la Isla y quería que fuera parte de ese plan. Hugo siempre me había dicho que si surgía algo para Cuba él se iría, así que encontré muy normal que, en lugar de irnos a Ft. Bragg, nuestro viaje de luna de miel fuera ir a Ft. Benning para que presentara su renuncia y regresar a Miami, donde tuvimos que empezar por buscar dónde vivir. Nuestro primer hogar fue un apartamento en la 10 St y la 9 Ave del SW, en lo que se conoció después como la Pequeña Habana y que en ese momento era, simplemente, “la sausgüesera”.  


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El 18 de octubre de 1966 nació nuestro primer hijo, a quien le pusimos Hugo Francisco. La llegada de nuestro niño nos llenó a todos de alegría y su nacimiento me permitió ver claramente el gran sacrificio que nuestros padres habían hecho por nosotras al mandarnos para Estados Unidos. Por eso me pasaba los ratos con él cargado y llorando, llena de sentimiento que por primera vez podía comprender en su totalidad. 

El 8 de diciembre de ese mismo año llegó desde Cuba mi mamá, en los Vuelos de la Libertad.

Luego, el 1 de octubre de 1967, un poco antes de que Hugo Francisco cumpliera el año, llegó nuestro segundo hijo: Alex. Y en julio de 1970 nos nació Willy, nuestro tercer bebé. 

Nuestra vida ha sido feliz, con las altas y bajas de cualquier familia, pero yo diría que más altas que bajas. Hoy tenemos seis nietos, dos de cada uno de nuestros hijos, quienes han llenado nuestra vida de alegría cuando ya la juventud se estaba alejando. 

Es imposible para mí terminar mi relato sin hablar de lo que significó haber salido de Cuba en ese momento y de esa manera. Ese sacrificio inmenso de nuestros padres, ese desprendimiento del preciado tesoro que son los hijos, solo buscando el bienestar de ellos, no se puede tomar a la ligera. Porque, ¿qué es el amor? Como dice el himno que hemos cantado tantas veces en misa: “Amar es entregarse, olvidándose de sí, haciendo lo que al otro pueda hacer feliz”. 

Gracias, mami y papi. Sin esa dolorosa decisión nuestra vida no sería lo que ha sido.

Muchas veces decimos que daríamos la vida por nuestros hijos, pero raramente se nos presenta esa situación. Lo que sí se nos presenta es el sacrificio diario que hacemos con alegría para verlos felices y seguros; aunque, a veces, estos llamados a sacrificios heroicos nos tocan a la puerta del corazón de una forma inesperada. Entonces es cuando nos convertimos en verdaderos héroes. 

Nuestra vida hubiera sido tan diferente, que no alcanzo a imaginármela. Me hubiera casado, mis hijos hubieran tenido que ser pioneros, hubieran crecido sin fe, sin conocer la verdadera historia de su país y sin la oportunidad de vivir en un país libre. En fin, que el sacrificio de mis padres nos proporcionó a mi hermana y a mí la oportunidad de vivir en total libertad, sin represión y con la posibilidad de alcanzar nuestros sueños. 

Gracias, mami y papi. Sin esa dolorosa decisión nuestra vida no sería lo que ha sido. Mi gran ilusión es pensar que, si nos hubiéramos encontrado en una situación similar, Hugo y yo hubiéramos sido capaces de dar nuestra vida por el bienestar y la salvación de nuestros hijos.




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Escapa gente tierna…, a la finca del buen vecino

Lázaro R. G. Castell

Los sátrapas han inaugurado una temporada teatral que va desde diciembre hasta el sol de hoy, cuya sede son los tribunales provinciales. Teatro del absurdo, con todas las de la ley.






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