El chicle de Eliécer Ávila

Me gusta mascar chicles (en realidad no tanto por un problema mecánico), y por supuesto bailar, o el twerking. De este último, prefiero ver a quienes mueven los traseros al compás del ritmo. No creo que haya en eso mayor problema que mi elección personal-política-maricona de decidir qué hacer con las narrativas sobre mi cuerpo negro, en medio de una cultura blanca homogeneizante que desecha las experiencias de los márgenes. No entro en el mainstream de la heterosexualidad compulsiva, lo sé desde que tenía suficiente edad para entender que había algo diferente en mí. Esa diferencia se convirtió en desigualdad; esa desigualdad en alteridad; esa alteridad en resistencia

Los discursos de odio, aunque a veces se recubren como chistes o comparaciones, muestran los límites del emisor y los privilegios que ostenta. Cuando Eliécer Ávila, líder de Somos+, decía en su programa de YouTube que “a algunas personas les pasa, como a ese tipo de gay, que de alguna manera para demostrar que es gay lo hace siendo más femenino que la propia mujer. (…) Yo los he visto en Miami Beach, una persona caminando que parece que va masticando chicle con las nalgas, porque tiene que sobrepasar lo normal”, no pude menos que reírme, soltar mi carcajada estentórea y gutural, como Úrsula.

El desatinado comentario de Ávila me hizo hurgar en la memoria-pájara; su arenga moralista me trajo de vuelta a esos momentos en que me debatía si reconocerme gay o maricón eran cosas diferentes. El primer término: apegado a la homonormatividad, en la que debes sacrificar todo cuanto tienes de auténtico para que la sociedad te acepte. Desde la otra orilla: expresarte como eres, en la misma medida en que sales y te expones a la violencia de una sociedad que no se limita a decirte que no perteneces a ella, sino que incluso llega a anularte. 

Ser gay te da algunas prebendas, que algunos no están dispuestos a perder. Por la otra parte, te encuentras en un estado de guerra perpetua, silencios e invisibilizaciones: como último reducto, lo que queda es el cuerpo, la garganta, el sudor, las cejas, las piernas, las caderas. Esa exterioridad se convierte en el arma de una guerrera amazónica en el cuerpo de quien ha ganado pequeñas batallas por la territorialidad de su subjetividad.

Las palabras de Eliécer Ávila dan paso al ojo heterosexual prepotente que no puede permitir que todo cuanto observa se salga de su control. Ese ojo que para hacer inteligible aquel movimiento —“masticando chicle con las nalgas”—, lo traduce como femenino: campo simbólico y semántico peyorativo. Desde luego que la boca —que masca chicle— y las nalgas —que mastican chicle— son dos referencias de lo abyecto-femenino, pues por ambos órganos corporales entran y salen los fluidos, a la vez que pueden ser penetrados; precisamente ellos borran los límites entre lo masculino y femenino. La comparación no hace más que mostrar sus propios terrores y sus restricciones en cuanto a la diferenciación de la sexualidad y el género como performance, según Judith Butler.

La “crítica” avileana desconoce, o engloba en la categoría de lo gay, diversas (trans)corporalidades que no obtienen episteme en la lengua de Eliécer. Desde ese conservadurismo homo/transfóbico se teje su discurso que, en otras ocasiones, ha rozado el sexismo (“una polluela para dar crías”, como piropo a su esposa) y el racismo (al negar la violencia policial que sufren las comunidades afroamericanas en Estados Unidos).

En el documental Disclosure: ser trans más allá de la pantalla (Sam Feder, 2020), sobre la representación de las personas trans en el cine y la televisión estadounidenses, la actriz, escritora y activista Jen Richards apuntaba certeramente que la hiperfeminización de los cuerpos de las mujeres trans se debe a que tienen que competir en un mundo heterosexual para poder sobrevivir. Escogen un tipo de feminidad anterior en el tiempo, que les atrae a los hombres. Verla solo como algo que refuerza lo peor de los estereotipos machistas de las mujeres, resulta “injusto y ahistórico”, ya que se le impone esa misma perspectiva a personas que solo intentan sobrevivir.

Coincidentemente con Eliécer Ávila, el año pasado la escritora Rosa Montero se lamentaba de que las cantantes Shakira y Jennifer López tuvieran que estar “dispuestas a actuar de mujeres objetos”, durante el Super Bowl, “símbolo de la América más convencional y más machista”: “la sociedad de los Trumps”. Para la feminista española fue un espectáculo “desaprovechado con tanta carne de hembra”, que debió haberse —objetualizado— utilizado para mostrar las nalgas masculinas desnudas. Por su parte, para la feminista colombiana Diana Calderón, constituyó una oportunidad para el empoderamiento femenino; una manera de usar el cuerpo como mensaje de poder entre las mujeres, en medio del consumo sexista. 

Se trata de nociones opuestas de cómo usar el cuerpo, y nuestra relación con él. Sin embargo, no deja de sorprender que las políticas conservadoras y heteronormativas, amén de las diferencias ideológicas, se centran en el control, para la producción de un deseo heterosexualizante, de las corporalidades subalternas y marginalizadas, sexual y racialmente hablando.

La homofobia de Eliécer Ávila, dispositivo de la voz que reduce a “exhibicionismo”, recae sobre las múltiples identidades que usan el espacio público para poner en tensión las lógicas heterosexuales y cuestionar los límites del cuerpo, el género, la sexualidad y la racialidad: esa manera de convertir en “ejercicio político de contestación paródica”, como diría Judith Butler, las sexodisididencias y las desiguales relaciones políticas, sociales y económicas entre unos cuerpos y otros, entre la heterosexualidad normativa y los discursos que exceden su control.

La experiencia de Eliécer Ávila con esas corporalidades desestabilizadoras trasluce el abismo de su paso de un férreo comunismo a un férreo anticomunismo, transición que no removió las bases de su ideología de signo populista, sino que las articuló con otros dispositivos para invisibilizar a sujetos diferentes, no heteronormados. 

Al momento de escribir estas líneas, Eliécer Ávila hacía otro programa en que declaraba el final de su liderazgo al frente Somos+, la organización que fundara con el fin de llegar a la presidencia de Cuba. 


© Imagen de portada: Eliécer Ávila / Facebook.




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Francisco Morán

La posición actual de LASA respecto al gobierno cubano no puede sostenerse ni justificarse si no es como el abrazo tácito a la dictadura y a la falta de derechos. Si LASA no tiene problemas con apoyar a un Estado cuyo vocero es Humberto López, yo no puedo seguir en LASA.





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