Seres ridículamente enigmáticos con nombres simplones

Esa frase, que titula este memorioso flashback a mis encuentros con esos “compañeros que nos atienden”, la dijo el escritor José Mariano Torralbas allá por 1984, en la que creo fue la primera encerrona que nos tendió la Seguridad del Estado.

Entonces solo éramos unos ingenuos muchachos, aspirantes a escritores, cuyo único “pecado” consistía en haber fundado un grupo literario, los Seis del Ochenta y, encima, tener la osadía de leer el acta de fundación en un Encuentro Provincial de Talleres Literarios, asegurando que tocaríamos en nuestras obras temas tabúes de la sociedad.

—¿No les parece un tipo raro? —murmuró Torralbas—. Tiene una pose enigmática ridiculona y, como si fuera poco, un nombre simplón.

No recuerdo el nombre, e incluso sé que ni Alberto Garrido, ni José Manuel Poveda, ni Marcos González Madlum ni Torralbas, que integrábamos los Seis del Ochenta, recuerdan hoy cómo se llamaba aquel tipejo, pero todos estuvimos de acuerdo en que el tipo y su generoso ofrecimiento eran tan raros como su propia figura: “tengo un yatecito y podemos dar un paseo por la bahía, darnos un baño en alguna playita”, nos había dicho, si no recuerdo mal la segunda o tercera vez que se cruzó “admirado por su talento, muchachos” en nuestros caminos santiagueros.

Luego nos divertíamos imaginando, con tintes irónicamente siniestros que le poníamos a nuestras conversaciones sobre el tema, qué habría estado pasando por el cerebrito de hormiga de aquel “seguroso”, pero la verdad es que en aquel momento nos dejamos arrastrar por el goce que representa tener a disposición nuestra un yate, recorrer la amplia bahía santiaguera, parar los motores en aguas tranquilas y claras en un rincón de la bahía y bañarnos con regocijo y tranquilidad lejos de las siempre repletas y bulliciosas playas de nuestro Santiago.

Torralbas, siempre adelantado a nosotros en suspicacia, fue quien descubrió que aquel tipejo pertenecía a ese grupito de retrasados mentales (lo eran por su soberana incultura y su falta de profesionalidad que los hacía fácilmente detectables) que “atendían” la cultura.

Y fue el propio Torralbas, esta vez alertado por Garrido, quien nos hizo descubrir al primer informante que nos colaron: un jovencísimo escritor recién llegado desde otra provincia oriental que se nos había pegado como una lamprea y que nos obligaba a leer sus perpetraciones literarias. Pasaba más tiempo visitándonos con sus requerimientos “literarios” que junto a un familiar ya anciano a quien, supuestamente, había venido a cuidar en su soledad y su enfermedad.

Esa vez la única nota discordante la puso la ingenuidad siempre admirable de Poveda, dueño de una inocencia tan genial y asombrosa como su excelente poesía:

—¿Se imaginan que esta lancha salga de aquí y no pare hasta Miami? —dijo, risueño, inocentón, y todos nos quedamos paralizados.

Torralbas le quitó presión a la olla con tanta naturalidad que aún conservo la imagen de aquella escena:

—¡Hombre, eso fue una coña de Poveda! —dije, y tampoco sé de dónde saqué valor para mirar duramente a policía malo y soltarle—. ¿Esto es un interrogatorio?

—¡Déjate de hablar mierda y tírate al agua, pendejo, que un chance como este no lo vas a vivir dos veces!

Tres años después, a inicios de 1987, cuando ya me había trasladado a continuar la carrera de Periodismo en la Universidad de La Habana, otro oficial de la policía política me confirmó con sus palabras que aquel paseíto por la bahía santiaguera había sido una estrategia para probarnos.

Fue el primer encuentro que tendría con los “segurosos” en la capital y esa vez comprobé que seguían empecinados en “velar por mi integridad”, aunque ahora ese cuidado “paternalísimo” ocurriera casi al otro extremo de la isla. Como para no variar en sus métodos, utilizaron una técnica bastante usual ya en su trabajo con nosotros, los “díscolos intelectuales”: esa modalidad de interrogatorio disfrazado de conversación en la cual uno hacía de policía bueno y comprensivo, entre tanto el otro representaba al malo de la película por su agresividad.

—Te hemos citado porque hace poco, en la reunión estudiantil de análisis mensual, dijiste que te parecía una aberración haberle dado la condición de Ciudad Héroe a Santiago de Cuba y, para ser sinceros, nos preocupa que alguno de tus amigos escritores te esté metiendo en la cabeza esa idea que, por si lo no sabes, critica la decisión que tomó personalmente nuestro Comandante en Jefe —me había dicho, suave, con ojos cómplices y paternales, policía bueno.

Aclaré, nervioso —era la primera vez que, con 19 años, atravesaba un interrogatorio en un espacio cerrado, ante dos personas mayores que cuestionaban mi actitud—, que nadie podría haberme metido nada en la cabeza porque yo vivía en casa de mis tías, en una familia probadamente revolucionaria y apenas tenía dos amigos escritores: Eduardo Heras León y Senel Paz, que justo en esos momentos se reintegraban a la “alta sociedad” cultural oficialista luego de haber sido defenestrados en la década anterior (esto de la defenestración, obviamente, no lo dije).

—Y además —añadí—, en lo que me toca, los estudios, la cultura, creo haber demostrado estar muy claro en mis principios…

Iba a decir “principios revolucionarios”, pero policía malo me interrumpió:

—Sí, digamos que sí. Pero en la bahía de Santiago, mientras se bañaban, uno de ustedes preguntó qué pasaría si el yate se iba para Estados Unidos…

Hasta hoy no me explico cómo, pese al nerviosismo, reaccioné tan naturalmente:

—¡Hombre, eso fue una coña de Poveda! —dije, y tampoco sé de dónde saqué valor para mirar duramente a policía malo y soltarle—. ¿Esto es un interrogatorio?

Policía bueno le echó agua al dominó:

Les escuchaba hablar de lo peligroso que sería para mi carrera periodística y literaria que se descubriera que yo me había inventado las duras y marginales historias de Habana Babilonia.

—¡No, chico! —Y miró a policía malo con una molestia tan teatral que hasta un inocentón como yo notó la falsedad—. Los interrogatorios no los hacemos en la secretaría de ninguna facultad. —Estábamos en el altillo donde la secretaria de la Facultad de Periodismo guardaba, amontonados en grandes archivos de metal, los expedientes de los estudiantes. Media hora antes, la propia secretaria había ido a buscarme al aula, interrumpiendo una clase—. Quisimos conversar, alertarte. Tú vienes de Santiago, aquello es más sano, pero aquí la cultura está llena de gente desviada, problemática.

—Podridos de mierda que lo contaminan todo —agregó policía malo.

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Por aquellos primeros días de la alucinante circulación de Habana Babilonia o Prostitutas en Cuba entre los cubanos recibí una visita que podría catalogar de intrigante: dos hombres, que se identificaron con carnets de la Seguridad del Estado tocaron a mi puerta y, muy cortésmente, me pidieron “conversar”.

Aunque no sentía ningún deseo de entablar tal conversación con oficiales que, de entrada y como para no variar en sus insistencias conversacionales, me aseguraron que no se trataba de una visita de control, sino simplemente “de preocupación”, recordé una máxima de mi abuelo canario: “todo el que llegue a la puerta, salude y parezca educado, merece ser atendido”, así que los hice pasar.

Ahí ya me arrepentí de respetar tanto la memoria y las rígidas enseñanzas de mi abuelo, pues me vi enfrentado nuevamente a esa gastada y vieja táctica del policía bueno/policía malo, con la que suelen desestabilizar a los incautos. Pero, como seguro habrá deducido quien ha ido leyendo hasta aquí, ya yo era perro viejo en esos trajines de lidiar con gente como ellos.

Logré mantenerme en mis trece, mientras les escuchaba hablar de lo peligroso que sería para mi carrera periodística y literaria que se descubriera que yo me había inventado las duras y marginales historias de Habana Babilonia, todo esto envuelto en esa teatrada del policía bueno hablando maravillas del respeto que yo gozaba entre los escritores e incluso del cariño que me profesaban mis profesores de periodismo, y del policía malo mirándome hosco cada vez que soltaba su opinión sobre las “partes dudosas de tu libro”.

Les dije que me concedieran unos segundos, pasé a mi cuarto de trabajo y regresé a la sala con la caja donde, organizados, tenía todos los casetes que grabé durante la investigación.

Les mostré primero los “folletos promocionales” con los que algunos chulos vendían su mercancía (y disfruté con singular fruición viendo a policía malo intentando seguir en su papel de hombre duro y decente, al tiempo que sus ojos se iban detrás de las apetecibles “partes pudendas” de las jineteras de aquellas fotos). Les mostré luego, pasando rápidamente las páginas, los dos gruesos álbumes de fotografías de jineteras de los que hablo en el libro. Y al final le dije a policía bueno: “en estos casetes está todo lo que está en el libro, aunque en el libro, claro, está mejor elaborado literariamente. ¿Quieres escuchar algún casete?”.

—No hace falta, hombre. Confiamos en tu palabra —dijo.

—Sí, pero ahora soy yo el que necesito que ustedes oigan esto —repliqué.

Cuando mi esposa y yo regresamos el sábado, la casa estaba patas arriba. “Extrañamente” lo único que se llevaron fue el pequeño equipo de audio.

Y comencé a ponerles algunos fragmentos de las grabaciones y les indicaba en qué parte del libro estaban, utilizando para ello mi copia de trabajo, llena de esos apuntes e indicaciones.

—Como te dijimos al llegar, solo queríamos saber que todo estaba basado en la verdad. Tú eres periodista y nos entenderás, así que espero que nos disculpes. Lo importante es que como periodista tú sabes que con la verdad en este país se gana cualquier batalla.

Asentí, obviamente más resignado que convencido. ¿Puede responderse tamaño cinismo y especialmente viniendo de quienes se ocupaban precisamente de que el deseo de dar a conocer la verdad se convirtiera en un oficio peligroso en Cuba?

Y, en verdad, en aquel momento mi cabeza solamente se concentraba en una pregunta: según la norma de trabajo de esos seres oscuros a quienes los cubanos llamamos “segurosos”, aquella visita tenía que haber sido hecha por alguno de esos tres oficiales que solían “atender” a los escritores en la capital y cuyos nombres públicos eran Durán, Patricia y Mauricio. ¿Por qué no fueron ellos quienes me trasmitieron aquella “preocupación”?

En cualquier caso, agradezco a mi olfato ya entrenado que me alertara sobre la verdadera intención de tal visita. Pero debo admitir que también en lo que hice después tuvieron que ver esas muchas historias que sobre el modus operandi de la policía política cubana había leído o les había escuchado a protagonistas/víctimas de esos períodos que eufemística y reduccionistamente Ambrosio “Pocho” Fornet denominó “Quinquenio Gris”, haciéndome recordar siempre la sabiduría de mi abuelita española: “todo lo gris viene siempre adornado con pespuntes negros y, lo negro, en todos los casos es más visible”, decía.

Conclusión: que siguiendo mi olfato y la desconfianza natural de mi abuelita ante todo lo que resultara sospechoso, es decir, gris, metí todas las pruebas en un maletín y las llevé a casa de mis padres. Después, gracias a un diplomático europeo, lograría enviar todos esos materiales impresos y grabados a mi agente literario en Alemania, y por ello, algunas ediciones, breves documentales hechos sobre el libro, e incluso varias de las tesis y doctorados universitarios que tienen a Habana Babilonia como centro de interés, han podido enriquecerse mostrando esa parte gráfica, audiovisual o grabaciones que hice durante la investigación y que logré sacar previsoramente, y a tiempo, de la isla.

Como quizás el lector ya suponga, un fin de semana más tarde unos ladrones entraron a robar a mi casa, aprovechando que no había nadie, pues los viernes solíamos ir a dormir al apartamento de los abuelos de mi hijo mayor, en otro barrio de Centro Habana.

Cuando mi esposa y yo regresamos el sábado, la casa estaba patas arriba. “Extrañamente” lo único que se llevaron fue el pequeño equipo de audio, el mismo en el que policía bueno, policía malo y yo habíamos escuchado los casetes, pero por una marca de seguridad que suelo hacer siempre en los archivos de mi disco duro (trampilla informática que un amigo genio en esa especialidad me enseñó a hacer), pude constatar que lo habían copiado.

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Años más tarde, supuestamente preocupados por el rumbo crítico hacia la Revolución que yo había dado a mi vida y por la repercusión que todavía seguía teniendo Habana Babilonia, los “afables y siempre sonrientes y enigmáticos” oficiales que atendían la cultura en La Habana, volvieron a acercárseme, esta vez muy “paternales”. Dijeron sentir que yo me estaba alejando, que estaba dejándome contaminar, que mi cabeza seguro se había envenenado por mi relación personal con Patricia Gutiérrez Menoyo y con su padre, el comandante Eloy Gutiérrez Menoyo.

Por otro lado, tampoco soportaba que todo el mundo en Cuba dejara a un lado mi obra cuentística y novelística (que cada vez se abría más espacios y ganaba más premios en Europa) para verme solo como “el jineterólogo”.

En honor a la verdad, tal preocupación era infundada: mi relación con Patricia se limitó solo a la amistad debido a los lazos surgidos cuando me designó coordinador en La Habana de la Colección Cultura Cubana, de la editorial Plaza Mayor, que ella dirigía desde Puerto Rico, y en la que publicamos cerca de una treintena de títulos de autores cubanos de la isla y la diáspora.

Y en el caso de Eloy, lejos de lo que las lenguas comentaban, jamás intentó vincularme a sus ideas políticas. Extrañaba tanto a los dos hijos pequeños que había dejado en Miami tras su decisión de residir en Cuba para establecer en la isla su proyecto político, Cambio Cubano, que me pidió permiso para ir a mi casa dos o tres veces por semana. Cuando llegaba, simplemente se tiraba en el piso del patio a jugar con mi hijo menor, Lior, de 3 años entonces.

El mensaje más importante que querían trasmitirme los segurosos esa vez resultaba tentador: si yo estaba dispuesto a volver al redil, ellos me apoyarían en mi trabajo crítico hacia esas zonas oscuras de la sociedad, pero esta vez obviamente escritas desde las trincheras de la Revolución. Les molestaba mucho, me dijeron esa vez, que mi libro estuviera siendo tan manipulado fuera de Cuba, por quienes, en su criterio, solo pretendían encontrar armas para debilitar ideológicamente el legado revolucionario cubano.

—Sabemos que contigo se han cometido muchos errores. Tú mejor que nosotros sabes que este mundillo de la cultura está lleno de envidiosos y frustrados que no van a ver nunca tu éxito en Europa con buenos ojos y nos consta que por eso, y no por sus supuestas convicciones políticas, te han preparado todas esas trampas, empezando por Abel Prieto, que es un cabrón. Pero si nos dejas ayudarte, podemos rectificar todo eso, colocarte en el lugar de honor que mereces en la cultura cubana y, además, poner en tus manos material suficiente para que escribas un libro mil veces más interesante que tu Habana Babilonia. Te puedo asegurar que ese sí podría ser un bestseller mundial —me dijo uno de ellos, pensando que tal vez aquello inflaría mi ego, me haría brillar los ojos de codicia y podría hacerme dudar en mi empeño de seguir siendo una oveja negra y solitaria.

En ese 2004, ciertamente, todavía el impacto del libro implicaba solo copias impresas en computadora leídas por miles y miles de lectores cubanos de todas las generaciones dentro y fuera de la isla. La primera edición fue dos años después, en 2006, en la editorial Planeta, convirtiéndose en un éxito de ventas en todas las lenguas a la que sería traducido y, por si no bastara, ganando el premio internacional más prestigioso del género: el Premio “Rodolfo Walsh” al mejor libro de No Ficción publicado cada año en lengua española.

Además de no querer ceder a un chantaje tan burdo, y decidido a no rendirme precisamente por la cantidad de muros, trampas y represiones perpetradas para aplastarme (eso que aquel seguroso llamaba con tamaña ligereza “errores cometidos”), a esas alturas de mi vida ya la verdadera causa de mi negativa a su propuesta (que resultaría interesante para cualquier periodista sin escrúpulos) era que yo estaba harto del tema.

Por otro lado, tampoco soportaba que todo el mundo en Cuba dejara a un lado mi obra cuentística y novelística (que cada vez se abría más espacios y ganaba más premios en Europa) para verme solo como “el jineterólogo”.

Y ese hartazgo del tema es fácilmente comprobable si se tiene en cuenta que, aun cuando conservaba material para escribir dos libros más sobre la prostitución centrada en la mujer —y de hecho ya iba por la mitad de un libro sobre la prostitución homosexual, aún inédito, que se llama La carne prohibida. Prostitución homosexual en Cuba—, había decidido concentrarme en otras áreas de creación que me interesaban mucho más mientras daba los toques finales ese 2004 a la que sería la primera versión de mi novela Las palabras y los muertos, hasta hoy mi obra más vendida, elogiada, premiada y con más reediciones.

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Alguna vez, ya está escrito, quizás llegue el momento de hacer públicas otras de estas peripecias con “los compañeros que nos atienden”, vividas mientras estaba en Cuba: sus intentos de reclutarme, los modos en que evadí esos intentos, las historias siempre inventadas que les colé cuando me acosaban tanto que me obligaban a “conversar” sobre su “preocupación” por el rumbo que daba a mi vida en esos últimos 10 años en la isla o cómo llegué a descubrir sus verdaderas identidades.

Extrañará que precisamente yo no mencione al único escritor que ha sido (o al menos, que se ha hecho público como) agente encubierto de la Seguridad del Estado: Raúl Antonio Capote.

Quizás también cuente sobre los “colegas” informantes (desgraciadamente amigos muy queridos a quienes ayudé incluso a publicar fuera de Cuba) a quienes les asignaron “la misión” de escuchar lo que yo pensaba y decía en nuestros momentos de intimidad fraternal o familiar. O muchas historias que logré conocer sobre las cosas que esos “afables compañeros que nos atienden” prepararon contra otros colegas.

De esas pude enterarme cuando trabajaba en el Instituto Cubano del Libro, y algunas de ellas son causantes de que saliera de ese sitio “cultural” profundamente desilusionado, luego de avisarles a esos colegas de cómo desaparecerían sus libros “conflictivos” o de cómo sobre sus nombres flotaba ya la espada de Damocles de la sospecha, convertida esta espada en estrategias para evitar que los nombres y las obras de esos “peligrosos recalcitrantes” alcanzaran la promoción nacional e internacional que merecían.

Me reservo, en resumen, esas historias. Pero en un escrito como este sé que se extrañará que precisamente yo no mencione al único escritor que ha sido (o al menos, que se ha hecho público como) agente encubierto de la Seguridad del Estado para combatir, desde el terreno de la cultura y en específico la literatura, las “maniobras del enemigo”: Raúl Antonio Capote, “destapado” como “Agente Daniel”.

Capote trabajaba para la Contrainteligencia cubana luego de ser reclutado como agente Pablo por la Agencia Central de Inteligencia (CIA). Su misión contra Cuba era, según las palabras del Ministro de Cultura, Abel Prieto, en el prólogo al libro Enemigo, en el que Capote rememora esas experiencias: “enviar sistemáticamente a la CIA evaluaciones acerca del estado anímico de la población cubana ante cada coyuntura, sobre todo en los medios culturales y universitarios, y crear una agencia literaria alternativa y luego una fundación de perfil educativo. Pablo podría llegar a convertirse en una pieza clave para el desmontaje de la institucionalidad revolucionaria”.

¿Por qué alguien se extrañaría si no lo mencionara en este escrito? Simple. Porque todo el mundo sabe que lo consideré un amigo muy cercano desde que nos conocimos en Cienfuegos, en los tiempos en que yo realizaba allí el servicio social y, junto al también escritor Miguel Cañellas, formamos una tríada que, según dicen muchos, revolucionó la promoción de la literatura en esa región. Porque tanta era nuestra cercanía que llegó a ser el testigo de mi segundo matrimonio con una muchacha cienfueguera. Porque, cuando un par de años más tarde, nos reencontramos en La Habana, se convirtió en un visitante asiduo en mi casa, pese a que mi tercera esposa (ya se sabe, ese sexto sentido que tienen las mujeres) siempre me advirtiera: “Raúl no es tu amigo, hay algo en él que no me acaba de cuajar”.

A ella, por solo citar un ejemplo muy ilustrativo de sus sospechas, le resultaba demasiada coincidencia que, durante esos dos años en que Eloy Gutiérrez Menoyo nos visitaba, la presencia de Capote se intensificó más que nunca: “¿Te has dado cuenta de que en los últimos tiempos, siempre que Eloy viene, tan pronto él se va, llega Raúl, sudado, sofocado, diciendo que pasaba por aquí y decidió llegar a verte y conversar un rato?”.

No he podido, y espero tener estómago llegado el momento, leer su libro Enemigo, donde cuenta su trabajo como doble agente del DSE y de la CIA, pero en varias de sus declaraciones he comprobado que miente, pues hace referencia a personas y sucesos que conocí mejor que él, ya que fui protagonista, y las versiones que él cuenta son en esos casos tan ficticias como la que me sigue pareciendo su mejor novela, El caballero ilustrado, obra donde cuestiona el poder de una dictadura.

Vi nacer esa novela en aquellos años en que, por lo que él mismo cuenta en una entrevista, aún no era el agente Daniel y yo era, también según sus palabras, “el primer Amir”. Es esa, por cierto, una técnica poco caballerosa para diferenciar a ese Amir amigo suyo que entonces creía que podrían cambiarse las cosas desde la propia institucionalidad revolucionaria; un Amir muy diferente de ese otro “enemigo” en el que me convertí luego, y a quien él, por cierto, acompañó y respaldó bastante en “mis gusanerías”, cuando aún no lo habían forzado a convertirse en un espía.

Cuando en un programa de la televisión cubana, Razones de Cuba, dieron a conocer al mundo su trabajo para la policía política cubana, descubrí que la única ingenuidad de la que no había logrado desprenderme era esa que me hace ver aún hoy a los amigos como seres puros, nobles, incapaces de actos deleznables en mi contra.

Pero no dejo de pensar en cuánta responsabilidad tuvo Raúl Capote en esos años de marginación social, amenazas, exclusiones, invisibilización y represión. Pienso en él y me pregunto qué cuota de culpa tuvo en que a mi hijo le impidieran la entrada a la universidad porque, le soltaron a la cara, “la universidad es para los revolucionarios y tu papá es un gusano mercenario”; cuánto debe a su veneno el acoso de la policía política hacia mi esposa Berta: “si no lo dejas, te veo llevándole jabitas a la cárcel y jamás vas a encontrar qué darle de comer a tus hijos porque no te vamos a permitir trabajar”, le gritaba incluso en la calle “el compañero que la atendía”; o qué parte de su trabajo como delator influyó en todas esas horribles historias represivas que me permito ahorrarles al lector, pues son de tanta bajeza humana que, aunque ya están escritas, he decidido conservarlas a buen recaudo por la vergüenza ajena que siento solo de pensar en que vea la luz tal cantidad de revelaciones de la indignidad intelectual cubana.

En cualquier caso, tanto con Raúl o cualquiera de esos otros “colegas informantes” que me colgaron durante años, como con esos siempre ridículamente enigmáticos “compañeros que me atendían” (a uno de ellos, incluso, llegué a conseguirle en España una caja de un spray especial que estaba en falta en Cuba, para su hijo asmático) me precio de haber actuado con limpieza (y en algunos casos, lo reconozco, con tonta ingenuidad) todo lo que me fue posible en una relación tan anómala y, por ello mismo, enrarecida.

Tengo mi conciencia limpia y sé que, si llegara el momento, podré mirarlos a los ojos sin el más absoluto de los remordimientos ni las vergüenzas. Dudo que ninguno de ellos pueda decir lo mismo.

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© Este texto forma parte del libro El compañero que me atiende (Hypermedia, 2017).

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