Carta I: ¿Qué sentido tiene tomar agua?

Querida Paula:

Ya sé que pocas veces me regañas. Y ya sé que a veces me pongo necia. Pero el tema del agua, Paula, el tema del agua es como el problema del espacio: no saben a nada. El tiempo, por ejemplo, sabe a melancolía. Y el tiempo, por ejemplo, sabe a deseo. Cuando yo me como el tiempo me sabe a cosas. Me sabe a cubitos de sazonador. Todo en mi vida se sazona gracias al tiempo. De entrada, el tiempo siempre se experimenta como tiempo pasado o tiempo futuro. Si me como el tiempo pasado me sabe a pasado. Me sabe a añejo, me sabe viejo. Me sabe a ropa usada. Lo mastico, me lo trago, me inflamo de tiempo, me condenso. Me estatizo. Si me como el tiempo futuro entonces me sabe a platillo exótico. No sé…, me sabe a araña frita o me sabe a cerebro de mono caliente porque solamente le abrieron la carne que recubre el cerebro y ahí, hirviendo, en ebullición, me como el cerebro del mono que está lleno de posibilidades degustativas porque el mono sigue sintiendo, el mono sigue teniendo conexiones neuronales. Me estoy comiendo posibilidades. 

Pero el agua, el agua, ¿a qué sabe el agua? A nada. El agua no sabe a nada.

Creo que el mejor país del mundo que expresa mi sentir hacia el agua es México. “Agua simple”, así le llaman al agua que se toma para hidratarse. Establecen una diferencia con el agua de sabor. El agua de sabor que, valga la redundancia, ya es agua que sabe a algo. Es agua intervenida. El agua de sabor sabe a papaya, sabe a melón, sabe a piña, sabe a limón con chía, sabe a guanábana. Tomar agua de sabor, más bien es comerse una fruta líquida, es comerse una fruta sin la fibra. Entonces, el agua de sabor no es agua. 

Cuando tomo té, tomo naturaleza. Me tomo el sabor de lo vegetal. Me tomo la clorofila. Me tomo el sol y este se vuelve como la fruta. Tomo sol diluido. Tomo sol aguado.  

Cuando único sabe el agua es cuando es agua salada, cuando es agua de mar. Tomo amargura. Me trago la muerte oceánica. Incluso, con el agua salada se enriquece la experiencia degustativa del agua. La vomito. La vomito porque sabe algo. Pero el agua simple, repito, ¿a qué sabe? ¿Cuál es la experiencia degustativa de tomar agua simple más allá de la conciencia y preocupación de que la necesito para poder sobrevivir? ¿Por qué todo tiene que girar en torno a la supervivencia? Yo sé que no hay forma de escapar a este primer principio, pero aun así no puedo dejar de ser necia y preguntarme por qué, por qué.

La nieve y la lluvia tampoco me saben a nada. La nieve y la lluvia son formas del agua que hidratan el cuerpo de afuera hacia dentro. Por ello prefiero que la nieve y la lluvia se aprovechen de mi carne para entrar en mí. Pero por la boca, por mi boca tampoco pueden entrar. No quiero. No me gusta.

Yo conozco a una persona adicta al agua. Esa persona adicta al agua puede tomar más de siete litros al día. Esa persona adicta al agua es una persona vacía. Es una persona que no sabe a nada. Yo creo que eso es consecuencia de que su degustar favorito en el mundo es insípido. Y no, no, no quiero ser una persona insípida. Quiero ser una persona amargada. Una persona que sepa a agua con sal, respetando mi condición insular. 

Y es que el agua simple tiene mala suerte. Es como un hijo feo. El agua simple tuvo la mala suerte de tener una especie de genética acuífera que se combinó de forma no bella. Más allá de que la belleza y la fealdad sean relativas, siempre hay algo que nos parece bello y algo que nos parece feo. El agua es como esa combinación que me parece fea porque, de por sí el agua incluye un universo de bacterias que quizás están vivas, pero vivas sin sabor. De ahí la mala combinación genética del agua. Pobrecita, me da lástima, pero qué te puedo decir… No puedo, no la trago, bebo lo mínimo para no aparecer muerta. Y, aunque me gustaría no estar viva, tampoco puedo darme el lujo de morir. Hay que vivir porque uno no vive solo, sino que vive con el peso de otros. O, por lo menos, yo vivo con el peso de otros encima.

Debo reconocer que quizás mi rechazo al agua simple desde la infancia venga provocado por mi extravagancia y mis deseos de llevar la contraria y hacerme la esnob. Como a todo el mundo le gusta el agua y siempre están hablando cosas positivas del agua, entonces no me gusta. También, quizás, puede ser que no me guste el agua simple porque esta es siempre un ejercicio de imposición. Todo el tiempo me exigen tomar agua. Incluso, cuando la gente pregunta si quieres agua, verdaderamente te lo está imponiendo. 

Me desagrada que me impongan cosas. Entonces, a lo mejor, no es solo que no me guste lo insípido y que me guste llevar la contraria y que me guste ser esnob; a lo mejor también es que me gusta hacerme la rebelde y esta necesidad de rebeldía la canalizo en mi rebeldía hacia el acto de tomar agua. Quizás sea porque me crie en un lugar donde no faltaba el agua simple, pero siempre faltaba la rebeldía. Quizás de ahí viene el conflicto.

Ahora estoy enferma y tú, como sabes que detesto el agua, y tú, como temes que algún día amanezca seca por dentro y por fuera, y tú, como sabes que soy necia pero que ahora soy una necia enferma, me repites y me repites que tome agua, que me hidrate, que el agua es vitalidad.

Pero, ¿para qué, Paula? ¿Para qué? 

¿Para qué más agua? ¿Para qué más vitalidad?


© Imagen de portada: Marcis Berzins.




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