Esta no es la novela de la Revolución

Capítulo 7.

Así se le iba la vida en Cuba. Caminando a ciegas de una esquina a otra esquina de La Habana. Como un loco. Como poseído por un pánico de patria. Si Orlando Luis dejaba de moverse, pensaba Orlando Luis durante sus desquiciadas caminatas, Orlando Luis iba a caerse muerto sin llegar o salir nunca de casa.

Los músculos se le ponían rígidos, tetánicos. La frente se le perlaba de un sudor frío, fantasma. Como si lo estuviera viviendo todo de nuevo, mientras la brisa del aeropuerto de Rancho Boyeros lo acariciaba cándidamente al pie de la escalerilla. Mareándolo.

El avión salía con tres o cuatro horas de retraso.

Durante las tres o cuatro últimas horas, los agentes del G-2 en la Aduana le habían decomisado su pasaporte, sin tomarse el trabajo de darle la más mínima explicación. A fin de cuentas, no era un pasaporte, sino un par de papelitos impresos propiedad privada del Partido Comunista de Cuba. A Castro lo que es de Castro.

Orlando Luis estaba convencido de que hoy tampoco lo dejarían viajar, como le venían haciendo desde hacía por lo menos un par de años atrás. Te doy la visa, mi vida. Te la pongo todita en la página que más te guste de tu pasaporte, mi amor. Pero te juro por mi vida que no te vas. De aquí no se mueve nadie. Nadie se va a escapar, menos ahora.

Sin embargo, en el último instante, una trigueñita de verde olivo le había devuelto su documento oficial.

―Buen viaje, compañero ―le dijo. Y Orlando Luis creyó entrever en aquel guiño de la militar joven un síntoma muy sincero de envidia.

Él se iba.

Ella también se iría, seguro, si le dieran un chance los segurosos a su alrededor. Se fugaría sin pensarlo, si tan solo tuviera una segunda oportunidad para no volver a elegir aquella carrera de abogada en la universidad, por ejemplo, la misma que de pronto la anclaba a Cuba, dentro de aquel uniforme entalladísimo del MININT.

Playgirl del proletariado. Conejita caliente del comunismo.

Porque era hermosa. Era frágil. Porque era inocente de todo mal, y Orlando Luis estaba convencido que ella no tenía ni idea de la represión, mucho menos de la etimología de la palabra represión.

1-Repressio, 2-Represus, 3-Reprimere.

Se dio cuenta de que estaba enamorado de ella. De su cubanía reciente.

Enamorado de una muchacha disfrazada de parodia revolucionaria. Muerto de amor ante su trigueñez elemental, ejemplar, tan ajena a los tedios y traumas de sus próximos años, los de ella y no los de él, cuando la aduanera se viese envejeciendo mortalmente en una Isla geriátrica, apenas a sus veintitantos.

Así y todo, él estaba enamorado de aquel don de quedarse hoy en Cuba, tan tranquila ella, como si no pasara nada, y como si un pueblo entero no estuviera ahora mismo dándose cabezazos allá afuera, acéfalo, en las postrimerías de la Revolución Cubana.

Muerto de amor y bien, mientras Orlando Luis le daba las gracias justo antes de seguir de largo, con el alma enlutada y sombría, hacia el saloncito donde debía someterse al chequeo de seguridad.

Después, con la brisita de despedida a ras del aeropuerto de Rancho Boyeros acariciándolo cándidamente al pie de la escalerilla, durante la eternidad de un instante fue que él tuvo que revivirlo todo de nuevo. Reinventarlo.

Sus mujeres, sus locuras, sus soledades.

La belleza a buches de bebé de su escritura extrema, que nadie si no él mismo podía apreciar en toda su bucólica brutalidad.

La memoria de un cosmos resuelto cuyo centro de gravitación sería nunca Cuba y siempre La Habana.

Y una especie de inocencia ancestral, que trocaba en puro todo cuanto Orlando Luis alguna vez había hecho y ahora rememoraba. Y que lo hacía creer a ciegas en su espíritu libre e infantil, pero no infantilizado. 

El mejor escritor vivo de Cuba. Entre otras cosas, por ser el único que quedaba con vida después de tanto miedo en las miradas de tantos miserables.

En cualquier caso, ya no tenía tiempo para tocar ni trocar nada más. La escalerilla de un vuelo chárter de La Habana a Miami consta de un número muy limitado de escalones. Y a Orlando Luis se le estaban acabando, a pasos agigantados. En cámara lenta.

Se iba.

Se estaba yendo.

De Cuba y de Cuba, respectivamente.

Irreversiblemente, tal como lo había necesitado durante los últimos años. Décadas, quizás. Dejar atrás nuestro siglo veinte.

Pero no hay cosa más mediocre, ni más mutilante, que despertarnos un día y vernos de pronto ya habitando en nuestro más deseado sueño: irse, estarse yendo. De Cuba y de Cuba, respectivamente.

Todavía tenía tiempo de arrepentirse y despertar.

¿Todavía tenía tiempo de arrepentirse y despertar?




Esta no es la novela de la revolución - Orlando Luis Pardo Lazo

Esta no es la novela de la Revolución

Orlando Luis Pardo Lazo

Capítulo 6
Orlando Luis comenzó a caminar, convencido de que afuera lo esperaba una de esas patrullas color mierda del G-2, lista para recapturarlo y secuestrarlo, ahora hacia Villa Marista o alguna de las incontables “casas de protocolo” escondidas por toda La Habana y el resto de la Isla de la Libertad.


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