El imaginario instituyente como demiurgo de las políticas culturales

Las directrices de la administración revolucionaria transitaron rápidamente por la institucionalización de los espacios de conocimiento. La garantía de la educación y el desarrollo cultural había sido uno de los reclamos iniciales mejor articulados con expresiones concretas en las reformas más tempranas del movimiento (1959-1961). 

Ramiro Guerra y Sánchez estimaba que, en 1954, había 24% de analfabetismo en el panorama nacional. Con tal alto porciento poblacional incapaz de escribir su nombre completo o esgrimir saberes básicos más allá del nivel primario de instrucción, se obstaculizaban las reformas urbanas y rurales para la construcción nacional. De ahí que el tratamiento de estos espacios se diera desde un filtro político para tramitar derechos sociales.[1] Desde entonces, la noción proclamada de cultura como derecho de todo el pueblo residió en el fundamento mismo de las relaciones sociales construidas por la Revolución. Además, legitimó asumir los espacios de saber como canteras emancipatorias que abrazarían las medidas revolucionarias posteriores. En virtud de esta conciliación, la incorporación o exclusión, la intervención y promoción de contenidos se dieron bajo las premisas de la cosmovisión revolucionaria.

Los enunciados en lo cultural no representaron en este nuevo orden una realidad independiente de las condiciones históricas en las que el imaginario instituyente se localizó; más bien las relaciones de dominación que gobernaron el orden social y político determinaron de manera diacrónica el propio entorno cultural de la sociedad. Esta simbiosis ha replicado a lo lago de la historiografía revolucionaria un cuerpo de códigos de referencia nada lineal. A ratos de modo coyuntural, a ratos de modo arbitrario, las regulaciones políticas-culturales se han expandido conceptualmente y, en el camino, negado o modificado fórmulas anteriores. El límite para esta movilidad discursiva ha sido el marco ideológico, asegurando la permanencia de una relación simbiótica donde no se violente ni el carácter socialista de la Revolución ni su condición de monopartidista. 

Precisamente debido a esta continuidad accidentada, se complejiza establecer una propuesta conclusiva sobre la naturaleza del sistema político cubano. La mayoría de los criterios coinciden en sus oscilaciones, lejos de afectar la evolución política en su incoherencia, cobijaron giros premeditados en la estrategia para actualizarse las veces necesarias según la problemática nacional y la geopolítica internacional, en aras de mantener un mandato autónomo, seductor y dominante. 

Según Juan Linz, estos reacomodos han permitido que el sistema político pueda ser caracterizado a lo largo de sus fases como más ideológico, populista o burocrático, dependiendo de la implementación de lineamientos epocales; y más carismático u oligárquico en dependencia de la estructura central de poder, sin que por ello peligre su precepto general. 

Carmelo Mesa-Lago y Jorge F. Pérez López, desde un acercamiento económico, contribuyen a esclarecer dichos girosEste estudio resume la historia económica y las políticas sociales durante la Revolución hasta el año 2012 como una suerte de ciclos consecutivos “idealistas” y “pragmáticos”. Según su lectura, los ciclos idealistas han sostenido el peso ideológico, proveyendo el ímpetu y respaldo popular por medio de objetivos ambiciosos y convocatorias populistas. Las etapas posteriores a los años de fervor se han identificado por su inestabilidad (crisis económica y reacomodos psicosociales), asegurando el giro hacia políticas más eficaces y pragmáticas. Para ello han funcionado eficazmente el recurso discursivo de “expiación de culpas” a partir del señalamiento de errores percibidos como emanaciones de la sociedad en crisis —y no como resultados del proceso mismo— y la amenaza —real o ficticia— de obstáculos ante la consecución del proyecto socialista. 

Cerrando el círculo, mejoras visibles tras etapas pragmáticas —con ligeros avances en la actuación económica y estándares de vida—, justifican una siguiente etapa idealista bajo los parámetros anteriores. Los ciclos idealistas, por su parte, han estado caracterizados por un incremento en el grado de colectivización y en la centralización del proceso de toma de decisiones.

Conforme lo anterior, cada década respondió a un proceso de prueba y error que propició un set de respuestas coyunturales —tómese como ejemplos el proceso de Institucionalización entre 1970-1980 o el Programa de Rectificación de Errores entre 1986 y 1990. O sea, las políticas de rectificaciones y reorientaciones —que, aunque en su mayoría económicas, conjugaron por igual posiciones culturales afines—, han ido destinadas a enmendar errores de etapas anteriores, mediante el oportuno reacomodo de elementos discursivos epocales y la evocación conjunta de los ideales del movimiento, pilares simbólicos comunes entre etapas. 

El investigador Rafael Rojas expande el pendular a las dinámicas de creación social que ha difundido el imaginario instituyente en lo cultural. Para él, las etapas idealistas marcaron espacios de sociabilidad independiente dentro de este sector. La emergencia en el espacio público de nuevos discursos y prácticas en el campo intelectual determinaron una identificación crítica, provista de un marco de negociación con el proyecto revolucionario, politizando temporalmente la cultura nacional. De igual modo, el carisma partidista varió en táctica durante sus ciclos pragmáticos, donde políticas directas tomaron la iniciativa afianzando su proyección económica y endureciendo los rasgos ideológicos del mensaje oficial.

Jorge Domínguez sincroniza el ámbito económico y cultural con las oscilaciones en el tratamiento personalista del poder. En los años formativos del proceso, Fidel Castro fue el líder, la herramienta deliberadora, la cara visible y la fuente enunciativa del sistema. No obstante, a partir de los 70 delegó tareas administrativas para concentrarse en fortalecer el concepto de “internacionalismo” en las relaciones exteriores de la Isla, en un momento crucial donde decenas de tropas cubanas cumplían misiones militares allende las fronteras nacionales. Mientras, en los 90, se observa una nueva centralización del poder. 





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Estos giros no parecen haberse dado de manera forzosa, sino que la fascinación con la que se manifestaron al inicio de cada período responde en gran medida, según el profesor israelí Tzvi Medin, al intenso frente político e ideológico, elaborado por el discurso institucional de la Revolución como principal criterio de legitimidad de las gramáticas textuales. 

Sirva para ilustrar lo anterior el concepto de “ravelización” aplicado por Medin a los picos de entusiasmo popular que guiaron los ciclos idealistas dentro del imaginario social. La escalada en la proyección del mensaje instituyente se asemeja al “Bolero de Ravel”, donde un determinado tono comienza a intervenir y ascender en volumen y variación hasta que domina la pieza totalmente. La comparación orquestal, lejos de caricaturizar, describe la emisión del discurso oficial en un tempo que oscilaba hasta alcanzar picos graves en dependencia de las condiciones domésticas y el contexto internacional.

Resulta imprescindible, por tanto, abordar el proceso de toma de decisiones desde sus discursos vinculantes como articulaciones ineludibles, entre la clase política y los ciudadanos. El ethos totalitario que ha fundado estas dinámicas ha incidido en los modos de pensar ciudadanos prescribiendo rígidamente los mecanismos de socialización política en las instancias mediáticas, educativas, comunitarias, y demás. De ahí que las reacciones frente a estos reacomodos, incluso en ocasiones convulsivos, con una retórica forzada, o enajenados de la realidad circundante, transiten sin mayores rupturas hacia actitudes estratégicas de conformidad, automatismo o desinterés. 

Como espacio dominante, el imaginario instituyente se ha servido sobre todo de dispositivos de la oratoria encargados de estrenar las construcciones reguladas del imaginario revolucionario. Es por ello que el proceso exhibe un elevado grado de comunicación política, inminentemente discursivo. 

En el interregno del sistema burocrático cubano, son las alocuciones pronunciadas por líderes políticos, así como las declaraciones, repeticiones y citas derivadas de estos, los textos que mayor información y coherencia de mensaje aportan al discurso instituido. Son eventos catalizadores del imaginario social, que promueven prácticas, marcan convocatorias y, en suma, establecen las directrices de la identidad revolucionaria. Estos elementos se expresan con mayor dialogicidad en discursos y manifiestos que en los decretos posteriores. Su uso ha marcado la preferencia por “políticas” —más perentorias y circunstanciales—, antes que por leyes —sedimentadas en un ámbito legalista que debería ubicar en iguales condiciones al ciudadano y al Estado. 

El proceso revolucionario ha sido, por tanto, un ejercicio sobre todo discursivo, donde las arengas políticas han dominado el paisaje con doble impacto: en virtud de las apelaciones que exponen y la inminencia con la que son pronunciadas, se garantiza su naturaleza impositiva; esto no significa que disminuya su recepción, ya que, al ser recitadas una y otra vez, devienen en patrones históricos de fácil asimilación.

La representación discursiva en la Cuba revolucionaria y posrevolucionaria cobra connotaciones semejantes a las de una práctica social tradicional.[2] La capacidad enunciativa de los discursos políticos permite verificar, definir y legitimar las nociones que son incorporadas de modo mecánico al universo simbólico. Una alocución histórica se convierte automáticamente en una “historia/relato” con estrechos vínculos con el terreno de representaciones que es su destino, nutriendo luego el flujo discursivo de la sociedad. Para Teun van Dijk, este se entiende en una fórmula sencilla como “el conjunto de enunciados a partir de una posición social o ideológica particular”. 

En Discourse and Practice: New Tools for Critical Discourse Analysis, Van Leeuwen explica la recepción del mensaje ideológico como un hilo intérprete de los acontecimientos nacionales y, sobre todo:

“La recontextualización de prácticas sociales como un modo de cognición social, —donde se procesa la información social, en particular su codificación, almacenamiento, recuperación y aplicación en situaciones sociales—, así como los modos específicos de entender y aprehender prácticas que son usadas como fuentes para representar prácticas sociales en texto”.

En general, y no reducido a la realidad revolucionaria cubana, la relación discurso-cultura-poder, como engranaje totalitario normativo, constituye un renglón ideal para evaluar contexto y mensaje, dirigidos a normar los hábitos sociales desde sus múltiples definiciones. El imaginario instituyente, pactado en esta tríada, se asiste de diversos transmisores de información para enriquecer, configurar o legitimar las nociones que habitan en el subconsciente colectivo. 





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Uno de los recursos fundamentales para la legitimación del mensaje ideológico es la construcción del relato historiográfico nacional. Las categorías de relato que operan en el discurso político contemporáneo parecen más familiares a las nociones de storytelling que a las de la comunicación política tradicional; determinan una acción que involucra personajes que responden a un pensamiento particular, se presenta un héroe simpático y(o) antipático, ocurren acciones de las que los protagonistas son responsables y víctimas y, por consiguiente, se determina una finalidad donde la situación en la trama mejora o se degrada. 

Si bien es cierto que existen tantas tramas posibles como infinitas posibilidades del acontecimiento que relata, hay una “literatura” muy familiar a la naturaleza del imaginario instituyente que reitera el enaltecimiento del patrimonio, reasume los movimientos de liberación nacional e intenta volverse al romanticismo decimonónico y la redisposición de nacionalismos e identidades regionales.

Otro elemento retórico recurrente es el mito, que puede llegar a conducir la comunicación política en formato de “narrativa”, capaz de asumir significados secundarios (históricos o culturales).[3]

Según Iuriévich Nekliúdov, aunque esta fenomenología no está exclusivamente condicionada por un régimen totalitario, es en sus predios donde se alcanza un mayor “nivel de mitologicidad” en la vida social, llegando a proporciones épicas: “[…] el mito les prescribe a los hombres las reglas del comportamiento social, condiciona el sistema de las orientaciones de valores, mitiga la asimilación de traumas generados por estados críticos de la naturaleza, la sociedad y el individuo”. 

Por consiguiente, el mito funciona tanto como sacralización religiosa como política, en tanto explique el statu quo actual desde una narración-fundamento sobre el pasado: opera sobre pasajes o personajes consagrados que nutren la simbología de un orden nacional armónico —ya sea la “próspera era soviética” o en el caso caribeño, “la construcción del socialismo”. 

Además, puede operar con ambivalencia al referirse lo mismo a las esferas favorables de la vida (conquistas, logros sociales) que a las negativas (comportamientos sociales no deseados, vicios, estigmas); tanto para configurar la aceptación del presente como para formular promesas futuras.

De vuelta al proceso revolucionario, el esquema de principio mitológico exhibe un peso importante: se atiende a un evento constituido por palabras o acciones de una divinidad en cuestión (el triunfo de la Revolución), comunicadas a los hombres (pueblo), a través de algún intermediario o profeta (orador político). Los eventos que el sistema prioriza como significantes funcionan como los testimonios, transmitidos de generación en generación por custodios especiales del saber sacro, quienes velan por la integridad y la invariabilidad del mensaje canónico frente a cualquier obra contraria, falsa y apócrifa.[4]

La propia frase “triunfo de la Revolución” es un ejemplo claro de la flexibilidad en las categorías simbólicas que la sociedad cubana utiliza en su día a día. Sin importar la posición abierta o reservada que en lo político una persona pueda tener, se referirá al triunfo como un antes y un después, un punto de inflexión en la historia del país que, desde lo instituyente, es previamente acuñado con un sentido positivo y virtuoso a ratos difícil de contender. Y es que, si bien es cierto que este ordenamiento estético puede encontrarse al uso, tanto en sociedades monopartidistas como pluripartidistas, es la prioridad de su relato el que le otorga mayores cauces al caso cubano, hasta sustraer de recursos a la memoria colectiva y contraer los espacios de libertad para correlatos o disensos.

Las prácticas discursivas como estrategia de legitimación inciden de manera relevante en las formas mentales mediante las cuales el ciudadano se percibe respecto al sistema. La vocación asambleísta tiene una incidencia tal, que los documentos conclusivos de congresos, circulados luego como textos programáticos, se toman a menudo como proyectos a la hora de fundar nociones y códigos de comportamiento; incluso cuando estos aún no han sido normalizados en el ámbito jurídico. Por tanto, una mirada revisionista a acuerdos y resoluciones permite visualizar los lineamientos ideológicos al interior del imaginario instituyente y entender los vínculos inmediatos entre el discurso oficial, las reglamentaciones culturales, los productos artísticos y las creaciones sociales de las que estos se nutren. 

Una lectura diacrónica de los documentos programáticos del proceso visualiza prioridades y directrices, tanto desde el ámbito cultural como del político, que han marcado nuevos giros en el devenir nacional, la identidad ciudadana en general y la mentalidad militante en particular. Un primer discurso que demuestra lo anterior por su especial naturaleza fundacional es el pronunciado en 1961 por el entonces primer ministro, Fidel Castro, a la intelligentsia de aquel momento. Palabras a los intelectuales inauguró, unilateralmente, los parámetros de permisibilidad de la cultura revolucionaria. 





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En la ausencia de indicadores específicos que caracterizaran las políticas culturales de esos años desde plataformas textuales alternas, este evento se asumió como principal evidencia a la hora de relacionar la cultura nacional con las estructuras de poder. Asimilar dicha ecuación como inherente al proyecto hegemónico identificó automáticamente a la esfera artística como esfera productiva desde lo comercial, lo estético y lo ideológico. Como Rafael Rojas advierte, el péndulo hacia el extremo idealista politizó la esfera cultural a tal medida que la dinámica artística y el compromiso social pasaron a primer plano. Esta dinámica trajo implícito el reordenamiento del canon y la instrucción política por otros medios. En torno a cómo definir el arte revolucionario, por ejemplo, Palabras a los intelectuales respondió no solo a las circunstancias inmediatas de tensión y sospecha por parte de la intelectualidad proveniente del período anterior, sino que estableció las responsabilidades del artista e intelectual en un clima político de urgencia social y euforia nacional.[5]

En una de las múltiples asimilaciones textuales del ideario revolucionario, el discurso trascendió su propio ámbito y púlpito para introducir lo que se convertiría en el eslogan más conocido sobre los principios tolerables del nuevo gobierno: “Dentro de la Revolución todo, contra la Revolución, nada. Contra la Revolución nada, porque la Revolución tiene también sus derechos y el primer derecho de la Revolución es el derecho a existir y frente al derecho de la Revolución de ser y de existir, nadie” (Castro). 

Numerosos son los criterios que toman Palabras a los intelectuales como objeto de análisis y punto de inflexión del discurso revolucionario. Para Velia Cecilia Bobes, la delimitación dentro/contra puede explicarse en el ejercicio de la defensa promulgada por el discurso iniciático. 

De este modo, uno de los rasgos identificativos fue el de la polarización de amenaza/ defensa, definida luego desde dos antagónicos: el imperialismo como primer enemigo y todos aquellos grupos e individuos contrarios —o diferentes— al proyecto socialista. 

Según Kumaraswami, la ecuación dentro/ contra debe entenderse por su impacto en la exclusión de aquellos que estén visiblemente contra el proceso, aunque no de manera directa sino como una determinación. Esta intención es constatable bajo categorías similares para abarcar asimismo las zonas grises de opinión. 

Más tarde, el discurso identifica aquellos que muestran un “rechazo deliberado” al nuevo orden, debido a la ignorancia política o la inmadurez intelectual y que son, por tanto, perfectibles. “Los que no son capaces de comprender estas cosas, los que se dejan engañar, los que se dejan confundir, los que se dejan atolondrar por la mentira” (Castro).[6]

Para autores como Guillermo Cabrera Infante, el principio protector y educador por el que el concepto Revolución es interpretado en Palabras a los intelectuales no despeja su “versión del credo totalitario”. Y es que en el pronunciamiento subyace más que el afán redentor de una clase “inexperta”; más bien decanta la concepción modelo de la ciudadanía revolucionaria, expuesta de manera excepcional por el no diálogo en frases como la siguiente: “La Revolución solo renuncia a los que sean incorregiblemente reaccionarios, a los que sean incorregiblemente contrarrevolucionarios” (Castro).

Debido al anguloso contexto en el que se llevó a cabo el discurso, algunos autores abordan esta dicotomía no como un indicio de dogmatismo estético o del esquema de segregación política que muchos estudios posteriores han intentado descifrar en el discurso, sino como una urgencia del discurso nacionalista al calor de las circunstancias.[7] Si bien, el proceso revolucionario padeció su coyuntura de manera especial, la reubicación de jerarquías e intereses justificada por la inmediatez de los acontecimientos fue un diseño recurrente en su oratoria; sobre todo, uno de los esquemas más eficaces para respaldar la exclusión de un fenotipo ciudadano. Las apelaciones acordadas desde “el Estado de excepción” no fueron particulares de la década de los 60, sino que operaron a lo largo del proceso casi de manera cíclica. Esta práctica deliberada ha permitido subordinar zonas de acción ciudadana a la mera área del bastión militar y, así, relegar la atención a alteridades en aras de “lo verdaderamente importante”. 

En este sentido, una de las consecuencias más enfáticas del discurso fue posponer la libertad de creación frente a una “necesidad mayor”, facilitando situar aquellas posturas no del todo comprometidas en el ámbito de lo irracional, lo superficial o lo ajeno, dirigido a intenciones más personales y, por tanto, egoístas.

Por diversas razones, la lectura de Palabras a los intelectuales identificó el evento iniciático, al interior del subconsciente colectivo, como el diseño del esquema maniqueo por el cual el gobierno determinaría patrones de dignidad, moralidad y estigma social. La militancia, dentro de este espacio discursivo, se determinó por posicionamiento ideológico, político, social y estético, informando un nuevo proceder intelectual en un nuevo concepto de militancia. El dentro/contra como modelo de representación respecto al sistema ha fundamentado hasta el presente conceptualizaciones binarias antagónicas. La dicotomía incluye, como explica Bobes, una contraposición de sistemas económicos que justifica la dinámica nacional; pero también argumenta las comparaciones que fortalecen los esquemas identitarios y de representación: dígase revolución vs. contrarrevolución, fidelismo vs. anticastrismo. Por este medio, las identidades ideológicas, políticas o sentimentales “se vieron delineadas de manera bipolar, afianzando la certeza de que existían dos bandos, simétricamente divididos y homogéneamente configurados” (Rojas). 





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Un ejercicio discursivo normativo que anticipó la relación de los individuos así etiquetados reside en la manera en que Fidel se dirigió a su audiencia. Kumaraswami apunta que, para delimitar más claramente los diferentes roles de los asistentes, utilizó un “ustedes” (escritores y artistas) y un “nosotros” (Gobierno). El nuevo modelo jerárquico validaba la supuesta fragmentación de los primeros frente a la unidad de criterios políticos e ideológicos de los últimos; instaurando el juicio sobre la responsabilidad y madurez política que ostentaba el Gobierno sobre el resto.

Si se compara con otros discursos de igual categoría, se confirma que estos polos antagónicos no tienen límites rígidos, sino que son capaces de desplazarse y cubrir diferentes entidades según los intereses que se quieran remarcar, aunque siempre en contraposición a un enemigo común. No obstante, en la alocución de Fidel a los intelectuales se determinaba desde temprano la ubicación externa de estos respecto al constructo “pueblo-Uno” identificado por Lefort como el grupo al poder (Partido), la masa (el proletario), los humildes (el pueblo) —monolito protagónico de la Revolución—, dentro del cual los presentes en el discurso no encontraban ubicación. 

Palabras a los intelectuales incide tanto en el individuo como en la estructura. Inaugura la capacidad de regulación y control cultural de las instituciones estatales, que “ejercen su autoridad de manera legítima y ética”. El enunciado en este sentido es claro, la administración revolucionaria tendría un afán protector y un interés marcado por conducir de cerca el proceso. Si la cultura es un derecho del pueblo, finalmente restaurado por los rebeldes, es el Estado el que debe velar por su consecución, “es un deber de la Revolución y del Gobierno Revolucionario contar con un órgano altamente calificado que estimule, fomente, desarrolle y oriente, sí, oriente ese espíritu creador” (Castro). 

Si en los años 60 documentos como Palabras a los intelectuales y El socialismo y el hombre en Cuba rigieron la política cultural cubana, a partir de 1971 se demarcó el giro por el cual el proceso aplicó una nueva dirección de gestión y práctica artística mediante la declaración del I Congreso Nacional de Educación y Cultura. En relación con el período precedente, parecía decaer el fervor participativo autónomo que motivara el cambio de régimen, en favor de una institucionalización del movimiento según un credo ideológico cada vez más presente en las prácticas sociales. 

A la visión épica y totalizante de la etapa anterior, marcada por intervenciones y espacios críticos de cierta experimentación y dinamismo, le sucedió el endurecimiento del discurso hacia una cultura partidista y dogmática, así como una reglamentación más evidente al interior de las instancias burocráticas. Si en Palabras a los intelectuales la enunciación había estado marcada por un ademán conversacional de la dirigencia revolucionaria hacia los intelectuales, la declaración del I Congreso Nacional de Educación y Cultura trasciende el carácter polémico para realizar afirmaciones inaugurales, rotundas y reguladoras en ámbitos amplios. 

Como documento parteaguas de la década, tuvo un dictamen más extensoSu campo de reflexión trascendió lo educativo para abarcar los tópicos más acuciantes del momento desde el ámbito político-cultural. Este desborde temático, justificado por la intención formativa inicial que contenía el Congreso, propició un ejercicio normativo agudo, enunciado en varios acápites destinados a perfilar lo que en materia de conductas sociales sería o no tolerado. Los dictámenes se originaron desde una cosmovisión en común, tributaria de los principales ideales de la época, retomados por Fidel Castro en el discurso de clausura del evento:

“Y es que en este Congreso, donde se discutieron incontables cuestiones, donde se presentaron cientos de ponencias y miles de recomendaciones […] en este Congreso donde se discutió tanto sobre todos los problemas discutibles y controvertibles, sin embargo, en lo que se refiere a las cuestiones ideológicas, en lo que se refiere a las cuestiones revolucionarias, en lo que se refiere a las cuestiones políticas, había una posición firme, sólida, unánime, monolítica […]. Y los temas que suscitaban más ardor, más pasión y más unanimidad, los que provocaron los más clamorosos aplausos, fueron precisamente esos temas que abordaban las cuestiones ideológicas, las cuestiones políticas, las cuestiones revolucionarias, y que revelaban hasta qué punto las ideas revolucionarias, las ideas patrióticas, las ideas internacionalistas, las ideas marxista-leninistas han calado profundamente en el corazón y en la conciencia de nuestro pueblo y muy especialmente en una gran parte de nuestros educadores” (1971).

Por ser un documento de redacción popular —si se entiende por ello un texto conclusivo de un congreso nacional—, la declaración capitalizó “la verdad absoluta” en los principales ámbitos de gestión y expresión ciudadana; mediada por una moral inapelable, resultó un objeto de ritualización y elemento doctrinante de tal alcance, que garantizaba por el propio ejercicio de su enunciación el ademán aprobatorio de cierto ideal, “un revolucionario de verdad, escritor de verdad, poeta de verdad, revolucionario de verdad” (íd.).

Las regulaciones en lo que al proceso educativo se referían acordaban que el pueblo “no solo es objeto de una educación masiva, integral y continuada, sino también protagonista de esta”, la formación integral se entendía como una “educación científico-técnica, político-ideológica, física, moral y estética”, regida por “los Organismos Populares de la Educación”, dependencias de la Dirección Revolucionaria (íd.). La parametración se explicitaba en la sección segunda del documento, dedicada al contexto social y cultural de la educación, centrando su atención en aspectos como: “Modas, costumbres y extravagancias”; “Religión”; “Delincuencia juvenil”; “Sexualidad”; “La actividad cultural” y “Medios masivos de comunicación”. En el segundo acápite de esta sección se señalaba la necesidad de mantener “la unidad monolítica e ideológica de nuestro pueblo” ante prácticas disociadoras de la identidad militante. 

Aparecía una vez más el carácter aislacionista, fundamentado en la apelación a la soberanía nacional, aunque de manera estrictamente individual. Se anteponía en el documento “la realización individual” dentro de los predios de la construcción socialista, al “estilo de vida americano”, “su actitud en la putrefacta sociedad burguesa” y las “aberraciones extravagantes” que, según el texto, caracterizaban a los seguidores de estas tendencias. Otros descarríos sociales, endilgados sobre todo al gremio intelectual, fueron el esnobismo y la extravagancia, “alejadas de las masas y del espíritu de la Revolución”. La alerta de estas actitudes “disociadoras de la identidad militante” tenía como motivación el señalamiento de prácticas que volvían al entorno privado y atentaban contra el discurso de masificación acuñado. 





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La salvaguarda de la soberanía nacional ante “la realidad enajenante de la sociedad extranjera” respondía al viejo principio señalado por Arendt, donde el imaginario de una absoluta autosuficiencia crea la ilusión de poder alejarse exitosamente de las agencias y mecanismos de la comunidad internacional —al menos aquellos que podrían cuestionar el sistema—, creando un control más efectivo en lo doméstico. Arendt advierte el daño que ejerce sobre la libertad —entendida como la defensa de lo singular—, una trama social diferente a la del socialismo, regida por intenciones, resultados y sus interpretaciones individuales, acción plural que atenta contra las aspiraciones del totalitarismo normativo. 

El diseño de una “correcta conducta ciudadana” también se enfocó en el “complejo problema de la homosexualidad”, identificado como “patología social”. Este es un tema con un extenso recorrido en el imaginario instituyente desde el abordaje de las llamadas conductas impropias que tuvieron, desde mediados de la década de los 60, un nutrido frente en diversas publicaciones estudiantiles de carácter oficial.[8] Al respecto, la declaración del I Congreso tomaba medidas de claro corte segregacionista estipulando evitar las representaciones artísticas del país en el extranjero “cuya moral no responda al prestigio de nuestra Revolución”. Se acordaba, además, “solicitar penas severas para casos de corruptores de menores, depravados y elementos antisociales irreductibles”. Se sugería como solución, “la aplicación de medidas que permitan la ubicación en otros organismos, de aquellos que siendo homosexuales no deben tener relación directa en la formación de nuestra juventud” (Gallardo Saborido, 2012).[9] En general, el tratamiento temático de la homosexualidad en el documento pasaba inevitablemente por un filtro moral, pseudosanitario y político, que mostraba la herencia tradicional, costumbrista y católica de la sociedad cubana. Los principales prejuicios que se emitieron abordaban la homosexualidad como fenómeno antinatural, fuente de enfermedades y costumbres libertinas y depravadas que, en general, iban en contra de la nueva genética revolucionaria fundamentada en la valentía, la virilidad, el orgullo machista y el trabajo rudo. 

Según los códigos inaugurados por el texto, la marginación y condena con pretextos morales e ideológicos inoculadas en el imaginario social tuvieron su expresión práctica en las medidas administrativas, dirigidas a una depuración del engranaje educativo, y en sus espacios de actuación (universidades, medios de comunicación, instituciones literarias y artísticas, etc.) que desplazaban por decreto a aquellos que no estuvieran probados por su credo. En parte por el peso de ambos enjuiciamientos, ideológico y moral, a la hora de abordar la intelectualidad como grupo, la declaración del I Congreso incidía en una estigmatización más aguda que la proyectada en Palabras a los intelectuales. Además, alertaba contra aquellos descarriados “intelectuales pequeño-burgueses pseudoizquierdistas”, como enemigos y diversionistas, que mediante un “arte imperialista” intentaba atentar contra la cultura revolucionaria (ibíd.:222).

Plantearse el grupo de manera ofensiva formaba parte del diseño con el que la oratoria aseguraba el estado de constante asedio al proceso y garantizaba en este contexto la coartada para medidas y reclamos radicales. En el mismo tono funcionaba la adjudicación de la responsabilidad al pueblo, de construir el socialismo alejado de estos peligros:

“El socialismo crea las condiciones objetivas y subjetivas que hacen factible la auténtica libertad de creación y, por ende, resultan condenables e inadmisibles aquellas tendencias que se basan en un criterio de libertinaje con la finalidad de enmascarar el veneno contrarrevolucionario de obras que conspiran contra la ideología revolucionaria en que se fundamenta la construcción del socialismo y el comunismo, en que está irrevocablemente comprometido nuestro pueblo y en cuyo espíritu se educan las nuevas generaciones” (Castro, F., 1971).

La presentación del concepto socialista bajo categorías éticas más que políticas no llega a edulcorar la visión politizada y beligerante del documento, que no solo se remite a una “batalla de vida o muerte” en los frentes de la economía, política e ideología, sino que la cultura, como expresión de esta última, tenía un papel fundamental. De ahí que la resolución general del Congreso estipulara que la manifestación más alta de la cultura era la guerra popular en defensa del futuro de la humanidad. El eslogan “el arte es un arma de la Revolución” se convertiría, por los mismos medios, en abanderado del período:

“[…] un producto de la moral combativa de nuestro pueblo. Un instrumento contra la penetración del enemigo. Nuestro arte y nuestra literatura serán valiosos medios para la formación de la juventud dentro de la moral revolucionaria, que excluye el egoísmo y las aberraciones de la cultura burguesa. La cultura de una sociedad colectivista es una actividad de las masas, no el monopolio de una élite, el adorno de unos pocos escogidos o la patente de corso de los desarraigados” (1971).

La caracterización de la cultura como bastión ideológico tenía entre sus justificaciones la citación del pensamiento martiano por el cual “las trincheras de ideas” valían más que “las trincheras de piedras”. Ello permitía deducir ciertas obligaciones, ya no al pueblo como constructo anónimo, sino al intelectual revolucionario como su estratega. Su obra debía erradicar los vestigios de la vieja sociedad y asistir en la construcción de una nueva mediante la exaltación de sus valores. 

Uno de los ámbitos en los que estos preceptos se hicieron efectivos fue en el llamado a una literatura formativa y doctrinal, de alto nivel normativo; cuyo resultado fue el acuerdo de que los “creadores” dedicaran parte de su obra a “temas de literatura infantil y de la Revolución cubana en su lucha contra el subdesarrollo, como lectura para jóvenes y adultos” (Gallardo Saborido, 2012). La regulación estatal de las publicaciones con fines educativos insinuaba la intención de proteger al lector de un grupo de escritores extranjeros que recientemente habían cuestionado la dirección de la Revolución, a los que se les tildaba de “mafiosos”, figuras grises que se “erigen en la conciencia crítica de un proceso que les es ajeno”. El peligro residía en el posible “contagio” de los escritores cubanos, algunos ya “colonizados mentalmente”. 

Con la rigurosidad de los planteamientos acordados se evidenciaba el claro predominio de la opción soviética en la toma de decisiones, esencialmente por la estocada fatal a las polémicas que desde los años 60 continuaban contendiendo la política, la estética, entre otros terrenos, que ahora pasaban a un segundo plano subordinado a las exigencias y programas más inminentes en el imaginario instituyente del momento. 





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La década que se inició con la declaración del I Congreso implicó la expresión más palpable dentro del totalitarismo normativo en Cuba, de un Estado interventor desde lo simbólico, lo discursivo y lo administrativo. Es en esta etapa que se visualizan diferentes ejemplos de lo que Müller ha descrito como “regulación del discurso”: censura, autorreglamentación, formación del canon y control social. Las prácticas historizantes que se estrenaron en el ámbito cultural operaron en la aceptación del sistema de formación de valores, involucrando no solamente las atribuciones políticas del individuo, sino extendiéndose hacia una redefinición del imaginario social desde preocupaciones culturales, identitarias y emocionales. 

Un tercer texto normativo, de mayor resonancia en cuanto a la institucionalización de las políticas anteriores se refiere, fue el “Informe del Comité Central del Partido Comunista de Cuba” (1975). Las conclusiones del I Congreso del PCC reforzaron tres ejes esenciales en el discurso reivindicativo existente: la afirmación de la soberanía nacional, de la justicia social y de la naturaleza del Gobierno. En esta tríada, los elementos ya recurrentes en la retórica revolucionaria se configuraban de manera más dinámica, ensamblando el devenir del proceso al de las gestas del siglo xix, confirmando el cumplimiento de las demandas sociales promulgadas y plegándose en una nueva configuración geopolítica. 

El principal resultado, sin embargo, fue el aporte de las bases organizativas, jurídicas e institucionales de un sistema que se había regido, hasta ese momento, por decreto ejecutivo. Con la constitución de los órganos del Poder Popular, el cónclave inauguraba una dimensión legalista en el proceso hasta ahora comandado por medidas ad hoc. Establecía formalmente las estructuras oficiales para la participación ciudadana en los asuntos públicos; que implicaría elegir a delegados de sus respectivas zonas, municipios y provincias para disputar por último la Asamblea Nacional del Poder Popular. La estructura organizativa y el funcionamiento del PCC se hicieron públicos en documentos rectores como la “Plataforma Programática” y los “Estatutos del PCC”.

El establecimiento oficial de un patronaje rígido en sus estructuras partidistas fue en esta ocasión oxigenado mediante recursos determinados. El rescate selectivo del legado de José Martí y la traducción de sus ideas en función de los propósitos revolucionarios se ritualizó en la oratoria epocal, que debió heredar y compartir prácticas rituales ya establecidas en la República.[10] La inscripción de la poética martiana en la oratoria estética y política revolucionaria tuvo un alcance y trascendencia tal, que fue retomada como la base axiológica de la Constitución cubana, que estaba siendo redactada y a la que el Congreso convocó en referéndum.[11] En su artículo 1 del Capítulo 1 “Fundamentos Políticos, Sociales y Económicos del Estado”, se exponía: “Cuba es un Estado socialista de trabajadores, independiente y soberano, organizado con todos y para el bien de todos, como república unitaria y democrática, para el disfrute de la libertad política, el bienestar individual y colectivo y la solidaridad humana” (Constitución…, 1992).

La política cultural delineada en el documento de clausura debía expresar cabalmente la “clara concepción humanista” y un arte que no “ignore ni margine la realidad […], ni la historia combativa de nuestra patria”. La reapropiación exclusiva de este ideal favoreció la presentación de la disposición nacionalista e ilustrada, destacada en los patrones que conformarían el legado histórico de la nación posrevolucionaria. La resonancia de esta poética dominó el léxico del momento; como resultado, el acápite “Sobre la cultura artística y literaria” de las tesis y resoluciones, se aclaraba como práctica fundamental “el culto a la dignidad plena del hombre” (ibíd.:12). El romanticismo decimonónico, abundante en las diferentes declaraciones universalistas del texto sirvió, además, de soporte para apelaciones que trascendieron lo doméstico para nutrir el discurso regionalista.

De tal modo, la exaltación de ideales americanos, la invocación a un bienestar común “con todos y para el bien de todos” y la inclusión del nuevo constructo identitario “Nuestra América” devinieron fórmulas de uso frecuente. Estas han servido de soporte para presentar a la Revolución como proceso continuador del ideal independentista de la Isla y como abanderada de la causa descolonizadora de Latinoamérica y el Caribe:[12]

“[…] inauguró una nueva época en el continente americano: la época del ascenso de las luchas revolucionarias por la segunda y definitiva independencia. El progreso social, el socialismo y del resquebrajamiento de la dominación imperialista de Estados Unidos sobre nuestros pueblos. La creación literaria y artística en nuestro país debe también contribuir a la lucha de los pueblos de América Latina y del Caribe por el rescate de sus riquezas naturales, su independencia económica y soberanía política, y junto con ello a la defensa de sus culturas nacionales” (ibíd.:473).

En una obra un poco posterior, que recoge el espíritu de la época, Fernández Retamar reconduce estos ideales como los predios fundacionales del carácter antimperialista e internacionalista revolucionario. Para ello, sitúa en consonancia estética la obra literaria y política de José Martí con las ideas de Marx, Engels, Lenin y Fidel. Para el intelectual cubano, Martí representaba la oposición a Occidente y a Estados Unidos, como punta de lanza de la sociedad capitalista occidental; posición que sería rastreada hasta los enfrentamientos más contemporáneos del Congreso, identificado en el credo precursor no solo de los movimientos anticoloniales del siglo XX en África, Asia y América Latina, sino del comunismo en Europa del Este.

Rafael Rojas advierte que muchos estudios sobre José Martí “liberan la tensión entre poesía e historia a favor de la segunda” y privilegian la búsqueda de sentencias “evangélicas” donde sea de fácil interpretación “la llegada del Mesías (Fidel Castro) y el advenimiento del Paraíso (la Revolución cubana)”. 

Esta práctica drena toda simbología de términos como humanismo, patriotismo, cubanía, y la ubica en función del sistema político cubano. La depuración de manifestaciones históricas generales para sustraer las comunes a las reivindicaciones del sistema político es un tema que se verá más adelante, pero interesa desde ahora entender la garantía que la defensa de los símbolos patrios otorga como ejercicios normativos, donde la legitimación de los constructos nacionales se vuelve “intachable” y mitiga un posible cuestionamiento en la lectura ciudadana. 

Esta síntesis determina también una dimensión sacra, donde todo planteamiento contra el Gobierno se visualice como atentado a los símbolos que representa. Uno de los discursos que inaugura esta práctica profiláctica y, por tanto, mayor categoría mítica soporta dentro de la historiografía revolucionaria, es el alegato de Fidel Castro al ser procesado como organizador del asalto a los cuarteles militares Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, el 26 de julio de 1953. En La Historia me absolverá, Fidel le adjudicó la autoría intelectual de la acción a José Martí, lo que determinó su tratamiento posterior en el imaginario instituyente. En consecuencia, Martí funge, veinte años después, como precursor de las instancias políticas y organizativas del presente revolucionario; un paralelo que le otorga automáticamente legitimidad a un proceso y a sus estructuras:

“¿Y qué otra cosa hizo Martí para hacer la Revolución sino organizar el partido de la Revolución, organizar el partido de los revolucionarios? ¡Y había un solo partido de los revolucionarios! Y así también hoy, el pueblo, con su partido que es su vanguardia, armado de las modernas concepciones, armado de la experiencia de cien años, habiéndose desarrollado al máximo grado la conciencia revolucionaria, política y patriótica, ha logrado vencer sobre los vicios seculares y constituir esta unidad y esta fuerza de la Revolución”. 





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Para el profesor de teoría sociopolítica Daniel Rafuls Pineda, esta interpretación unificadora significa entender el sistema político cubano en una única línea consecutiva entre movimientos políticos de diferentes demandas y posiciones, así como el vínculo estrecho entre tradiciones constitucionalistas de diverso carácter:

“[L]as luchas populares que encabezó Hatuey, las distintas luchas populares que llegaron hasta el triunfo de la Revolución en enero de 1959, con la participación del Ejército Rebelde. Asimismo, con una serie de regulaciones político-jurídicas que tuvieron lugar con la elaboración de las primeras constituciones, donde el propio Félix Varela tuvo una importancia grande, y las cuatro constituciones mambisas nuestras: Guáimaro, Baraguá, Jimaguayú y la Yaya. Por supuesto, también está relacionado con las constituciones del siglo xx cubano: la de 1901, 1940. Y después del período revolucionario, con la Ley Fundamental de la República, que provocó una ruptura con los anteriores proyectos políticos legislativos, pero marcó el antecedente inmediato de la Constitución cubana en 1976” (2017).

La amalgama propiciada por la “revolución permanente” permite el tránsito sin mayores fricciones de la formación política por el mito nacionalista martiano para certificar la doctrina comunista.[13] La asimilación de estas enmiendas discursivas propició la conjugación de la Constitución socialista de 1976 en la reformulación de 1992 y presentó al PCC como “martiano y marxista, leninista, vanguardia organizada de la nación cubana, es la fuerza dirigente superior de la sociedad y el Estado, que organiza y orienta los esfuerzos comunes hacia los altos fines de la construcción del socialismo y el avance hacia la sociedad comunista” (Constitución…, 1992: cap. 1, art. 5).

Los estamentos discursivos en este sentido deben leerse desde la práctica constante del sistema de reacomodar sus lineamientos a conveniencia. El hermanamiento de diferentes procesos en la historia nacional y de experiencias socialistas internacionales situaba a las máximas instancias políticas en una trayectoria de tradición que intentaba despejar los indicios de improvisación y experimentación al que se sometían. Además, los estatutos aprobados situaban la estructura organizativa del Gobierno en relación propicia a la continuada institucionalización política, administrativa y judicial, que demarcó el proceso revolucionario hasta 1976. Sin embargo, con la experiencia de los excesos anteriores, el nuevo evento discursivo se configuró con un entendimiento menos politizado de los procesos culturales. En particular, los acuerdos “Sobre la cultura artística y literaria” mostraron un giro humanista donde se identificaban “los objetivos del socialismo y el comunismo con los de un arte y una literatura profundos y originales —servidores conscientes de las más nobles aspiraciones humanas— que llegan a integrar una unidad de poderes invencibles” (Rojas, E., 1978).

En comparación, resaltan diferencias conceptuales entre la declaración del I Congreso y las “Tesis y Resoluciones” que indican un relajamiento del discurso político cultural de la década de 1970. Las reflexiones teóricas en torno a esta relación han dominado la mayor parte de los textos programáticos que, de una forma u otra, han (re)estrenado los presupuestos de la nueva cultura epocal; o han tomado para sí la crítica y el poder de impugnación de la literatura; o como en el período en que el Congreso toma lugar, se adopta de manera intransigente, el valor educativo de los textos y la responsabilidad y dimensión social del intelectual. Por tanto, pese al nuevo matiz discursivo que a través de la narración histórico-filosófica pretendía dialogar de manera menos estigmatizante, persistía el orden normativo explícito en la convergencia de la articulación política, los programas estéticos y las expectativas sociales, asociadas al imaginario instituyente: “La nueva situación de nuestra cultura, tan rica en firmes perspectivas […] reclama la fijación de normas orientadoras […] en los principios marxista-leninistas y arraigadas en nuestras realidades nacionales” (ibíd.:469).

Los dictados que el discurso epocal asumió, si bien fueron presentados de forma más edulcorada y menos ofensiva e inquisitorial, no abandonaron su motivación reguladora. El primer cambio notable fue el calificativo de “revolucionario” por “socialista” en lo que a la obra artística se refería. En consecuencia, la figura del intelectual se rescató para legitimarlo como responsable en la creación de un criterio sobre el arte, así como una conciencia crítica dentro de la sociedad. De esta manera, la validez y credibilidad del gremio fue restaurada, superándose la desconfianza y marginación presentes en Palabras a los intelectuales o en la declaración del I Congreso. Se abandonó, igualmente, el lenguaje plagado de prejuicios antintelectuales, intentando un maridaje entre dos viejos opuestos: el intelectual y el pueblo. Si en 1961 eran los “humildes” los convocados a escribir su historia, en el documento de 1971 se convocaba a los obreros para ejercer como conciencia crítica de la sociedad. En contraste, cuatro años más tarde, los “obreros de mente”, a la sazón, artistas y escritores dotados de la ideología de la clase obrera, protagonizan el llamado requerido. 

De vuelta a la evolución del sistema discursivo gestado desde el totalitarismo normativo, y prestándole especial atención al contexto en el que han surgido y se han desarrollado las políticas culturales, pueden trazarse espacios de gestión de códigos con una compleja red de elementos normativos y empíricos, en el que la naturaleza y la organización de los primeros estuvo determinado por las exigencias de los últimos. Algo similar comenta Laurie Allen Frederik al proponer reconsiderar hasta qué punto las voces oficiales han sido exitosas en la propuesta de un ideal identitario, aparentemente natural y orgánico. En un sistema que debe asegurar una relación social armónica en ausencia de mecanismos de conciliación internos, los documentos programáticos desarrollan una normativa legítima. 

Al respecto, Roger Reed expone el ejercicio de “domesticación” que debe emprender un gobierno en su necesidad de mantener una actitud positiva y una neutralidad constructiva en las prácticas sociales. En paralelo, la incapacidad de los espacios de discusión existentes, ya fueran institucionalizados o públicos, para hacer valer una reflexión abierta y conciliadora, facilitó los giros dentro de los lineamientos oficiales presentándose estos como únicas alternativas. 

La reapropiación de los códigos culturales dentro del discurso instituyente fue fundamental para anticipar al interior del subconsciente colectivo, tanto el propio consumo del producto artístico como las recepciones derivadas de estas políticas. En este punto, el pensamiento arendtiano coincide con las preocupaciones del intelectual húngaro Miklós Haraszti, alerta sobre las variaciones de la censura; ya no la ejercida mediante mecanismos tradicionales de prohibición de palabras o imágenes, sino las circunstancias que conspiran para destruir las bases de una actividad artística auténtica y autónoma, y que determinan el contexto cultural en general. 

La administración cultural responde de manera incuestionable a lo anterior. Aunque ha tomado mayor o menor partido relativo al proceso mismo, con espacios de cuestionamiento crítico más o menos restringidos y efectivos, sus reapropiaciones y creaciones de nuevos rituales e ideales han promovido con mayor facilidad otras actualizaciones y formas de ser social. 


* Fragmento del libro Literatura, política y sociedad. Cuatro representaciones de imaginarios en la Revolución cubana (Editorial Hypermedia, 2021).




Notas:
[1] A dos meses de la toma del poder, el nuevo ministro de Educación, Armando Hart, anunciaba la creación de una comisión para llevar a cabo la reescritura de textos escolares, entre otras reformas pedagógicas (2000). Más tarde, se desarrolló uno de los proyectos emblemáticos de la renovadora política social y cultural de la Revolución cubana: la campaña de alfabetización (1960-1961). Según declaración de Hart, el 22 de diciembre de 1961 se había logrado alfabetizar 707 000 cubanos, de un total de 979 207 analfabetos censados. En paralelo, Hoy, periódico popular de la época, señalaba que el total de jóvenes alfabetizadores reunidos en los contingentes de maestros voluntarios y rurales, las brigadas Conrado Benítez y Patria o Muerte, además de los trabajadores de la enseñanza, ascendía a más de 300 000 cubanos. 
[2] Es pertinente comentar que los reacomodos del proceso revolucionario en diversos terrenos han suscitado diversas interpretaciones. Desde el punto de vista de la teoría política, específicamente centrado en las dinámicas de un movimiento armado, puede considerarse el derrocamiento del gobierno batistiano, el poder provisional y la guerra civil con los alzamientos en el Escambray como un proceso que cierra en 1965, cuando el Estado adquiere una relativa estabilidad militar. En este período ocurren los reacomodos esenciales al abolirse los estamentos políticos de la República anterior, prohibirse antiguos partidos políticos y absorberse las distintas agrupaciones afines; anquilosándose el movimiento primero bajo el nombre de ORI (1961-1962), sucedido por el mandato del PURSC (1962-1965). Desde lo económico y siguiendo bases estructurales semejantes, podría dibujarse el límite temporal del término con el cierre de la Ofensiva Revolucionaria. Si bien para 1953 se habían decretado la mayor parte de las nacionalizaciones, en 1968 culmina el proceso de expropiaciones con la acometida contra la pequeña propiedad. Después de este período no se registraron gestiones fundacionales en lo económico más allá de medidas coyunturales. La posición más extendida, sin embargo, acusa una lectura legalista para proponer el año 1976 como culminación del proceso e identificar la trayectoria posterior como una “posrevolución”. Para Rafael Rojas, esta calificación es necesaria a partir “de la codificación institucional del nuevo orden social y político creado durante los años 60 e institucionalizado a principios de los 70”. A partir de ese momento y considerando la ausencia de mayores transformaciones, políticas o de redistribución, “será sumamente difícil hablar de revolución en Cuba” (2015). Tras 1976, el proceso de institucionalización despeja los anteriores mandatos ejecutivos y de reacomodo estructural en favor de un orden constitucional, liderado por la Constitución de la República de Cuba, de carácter socialista y modificadora de la Carta Magna de 1940, y por la instauración de los Consejos de Estado y de Ministros con el nombramiento de Fidel Castro como presidente de ambos.
[3] El término “mito” es utilizado en su sentido profano para distinguirlo del concepto clásico vinculado a lo sagrado. Por tanto, se refiere a leyendas nacionales de naturaleza heroica que pueden ser encontradas en la literatura épica. 
[4] Las alocuciones y discursos de figuras relevantes dentro de la Revolución son emisores por excelencia de la información mitológica; pero su transmisión debe ser replicada por otras instancias como los medios de comunicación (audiovisuales, reportajes de prensa, etc.), monumentales y arquitectónicos (Plaza de la Revolución, Museo de la Revolución, etc.), artísticos (murales, vallas y todo tipo de imaginería) o asambleístas (debates en entidades laborales y estudiantiles). La producción que el sistema es capaz de transmitir en este sentido puede aligerarse en momentos de demanda de alineación con paradigmas occidentales o acrecentarse en momentos de urgencia del mensaje oficial (ciclos pragmáticos o idealistas). 
[5] Abordar el papel de la intelectualidad como mediador en estos engranajes no confina el análisis al ámbito de la creación artística. Se debe volver al contexto político latinoamericano de los 60 para entender la pertenencia a la izquierda desde la práctica intelectual; elemento crucial de legitimidad. Esto es especialmente importante, pues la visión del escritor como agente de cambio generó importantes frutos en el imaginario social fortaleciendo, por ejemplo, la concepción de la literatura como legitimadora o denunciante social. Este reclamo se dio de manera tan visceral, que ha demarcado tópicos recurrentes, privilegiando lo social en la narrativa cubana pos 1959. Quizás este sea uno de los factores más determinantes en la literatura revolucionaria en Cuba, donde “todos los textos se inscriben desde dinámicas profundas del tejido social, de manera que, si se extrapola su argumento a otro tipo de sociedad, pierden todo sentido” (Pereira). Es importante recordar que las políticas culturales iniciales propusieron a los escritores abandonar la esfera de las reflexiones literarias, artísticas o filosóficas como algo separado de la vida cotidiana, lo que implicaba, sobre todo, que el intelectual participara como otro miembro del pueblo en la vida productiva de la sociedad mediante un “baño social” (Dalton). Sin embargo, empero, cuestiones como la memoria, sus representaciones y legalidad; la autoridad cultural capaz de originar nuevas o reciclar viejas doctrinas, la demarcación entre patrimonio y herencia cultural; el debate teórico sobre el papel del intelectual dentro del ethos revolucionario y su actitud o conciencia política no es inmediato a nuestros intereses, ya que pueden conducir por los derroteros de otras discusiones más abocadas a restituciones culturales. Véase al respecto el debate sobre la “crisis del canon” en Guillory (1993) y Kermode y Alter (2006). Para el caso cubano o “el canon cubensis”, específicamente, Bloom (1994); R. Rojas (2000), Arcos (2003) y González Echevarría (2004).
[6] La amonestación intrínseca en el discurso continúa de la siguiente manera: “¿Dónde puede estar la razón de ser de esa preocupación? Solo puede preocuparse verdaderamente por este problema quien no esté seguro de sus convicciones revolucionarias. Puede preocuparse por este problema quien tenga desconfianza acerca de su propio arte; quien tenga desconfianza acerca de su verdadera capacidad para crear. Y cabe preguntarse si un revolucionario verdadero, si un artista o intelectual que sienta la Revolución y que esté seguro de que es capaz de servir a la Revolución, puede plantearse este problema; es decir, el si la duda cabe para los escritores y artistas verdaderamente revolucionarios” (Castro). 
[7] Si bien una lectura contextualizada no deja de ser pertinente, el lente a través del cual observo es aquel que lo asume como documento programático en la toma de decisiones culturales y, debido a sus implicaciones posteriores, solo a este debe su análisis. Sobre la línea de interpretación de movimientos totalitarios, sin embargo, no debería pasar desapercibida la similitud de este planteamiento con el que manifestara Benito Mussolini en su discurso a la Cámara de Diputados, el 28 de octubre de 1925: Tutto nello Stato, niente al di fuori dello Stato, nulla contro lo Stato (Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado). Sin embargo, más allá de la necesidad evidente de una lectura contextualizada, es importante recalcar la perpetuación de la discrecional hermenéutica hasta hoy día y su capacidad condenatoria vigente como instrumentación política sobre la práctica artística e intelectual. Sirva de ejemplo la edición en 2016 de un compendio de textos de intelectuales orgánicos como Graziella Pogolotti, Armando Hart Dávalos, Lisandro Otero, Fernando Martínez Heredia, Aurelio Alonso y Fernando Rojas, organizado por el historiador Elier Ramírez, revisitando su impacto, a los cincuenta y cinco años de pronunciado el discurso, para concluir en la afirmación que preside el título: “Un texto absolutamente vigente”. 
[8] Numerosos artículos abordan el tratamiento a este estilo de vida con un fuerte tono retractor, desde puntos de vistas científicos, propagandísticos y educativos: “Los desviados…”, 1964; Feijóo (1965); “Nuestra opinión”, 1965; “Qué es la moral comunista”, 1963; “Los vagos…”, 1964; “Vida y milagros…”, 1965; Prieto  (1969). 
[9] En marzo de 1974 se aprobó la Ley 1267, que modificaba la Ley 1166, de Justicia Laboral, a la que se agregaba el inciso j, relativo a “El homosexualismo ostensible y otras conductas socialmente reprobables que, proyectándose públicamente, incidan nocivamente en la educación, conciencia y sentimientos públicos y en especial de la niñez y la juventud por parte de quienes desarrollen actividades culturales o artístico-recreativas desde centros de exhibición o difusión”. Un año después, el Tribunal Supremo invalidó la Resolución no. 3 del Consejo de Cultura, por la que se acordaron los parámetros que limitaban el empleo a los homosexuales en el arte y la educación de 1971 y, como resultado, se restituyeron los puestos a los artistas e intelectuales cesantes por aquella resolución (Ley no. 1166, 1964:1-8; Ley no. 1267, 1974:117-118). Al margen de esta actualización, el mismo criterio prevaleció en las sombras, sobre todo teniendo en cuenta el sistema de cuadros políticos que hasta hoy ostenta la mayor parte de los puestos directivos estatales en Cuba, generación formada y muy vinculada a los preceptos revolucionarios. 
[10] Desde el diseño inicial de la República, las denominaciones cristianas, sobre todo protestantes, tuvieron dentro de sus programas de estudio la intención de formar cívica y moralmente al ciudadano, lo que incluía promocionar el espíritu patriótico y las emancipaciones por las que luchó el país durante el período independentista. Llama la atención el interés por resaltar acontecimientos y figuras esenciales en la historia de Cuba que marcaron hitos en el proceso. Era tradicional, por ejemplo, la celebración del nacimiento de José Martí, la conmemoración de su muerte, el 10 de octubre, el Grito de Yara. También se homenajeaban fechas como el 7 de diciembre —caída en combate de Antonio Maceo— y el 27 de noviembre —fusilamiento de los estudiantes de medicina—. En el órgano oficial de la iglesia presbiteriana tomaban lugar con frecuencia sesiones dedicadas a figuras como Antonio Maceo, Máximo Gómez, José Martí, Carlos Manuel de Céspedes, Ignacio Agramonte. Se efectuaban discursos y conferencias sobre la vida de estos patricios y sobre las guerras de liberación nacional. Sobre este particular, pueden consultarse El Heraldo Cristiano (1919-1925), Memorias del Colegio Carlos de la Torre (1924) y El evangelista cubano (1921:12). En especial, se recurrió al legado de José Martí para administrar imaginarios y discursos, recreando prácticas de conmemoración y duelo en la promoción de una determinada cultura cívica. A finales de 1920, por ejemplo, se institucionalizó en las escuelas primarias la entrega del certificado «El Beso de la Patria» a estudiantes sobresalientes que honraba la memoria del Apóstol. En 1929, Gerardo Machado promovía, patrocinado por el Gobierno, la “Noche Buena Martiana”, en forma de una celebración fastuosa entre intelectuales y personalidades políticas, presidida por un conferencista de rigor (Font y Quiroz, 2006; Pérez, L. A., 2015; y Del Risco (2008).
R. Rojas afirma que el nacionalismo revolucionario —compuesto de manera efectiva por mitos (la «revolución inconclusa»), esquemas ideológicos (la «justicia social») y símbolos (Martí, Fidel)— no es original de la Revolución, sino herencia de un imaginario político arraigado en la cultura colonial y republicana, que facilitó el engranaje del proceso a partir de 1959 y el establecimiento del régimen comunista en 1961 (1998:10). Como consecuencia, el imaginario instituyente perfilado posterior a 1959 se incluyó en el escamoteo de la poética martiana debiendo, necesariamente, replicar prácticas conmemorativas y desdoblar similitudes con grupos políticos republicanos que se hubieran situado desde lo retórico en franca oposición.
[11] La Constitución socialista de 1976 fue la séptima redactada en el país. La antecedieron cuatro insurrectas (Guáimaro, 1868; Baraguá, 1878; Jimaguayú, 1895; Yaya, 1897); posteriormente, la Carta Magna de 1901 marcaría el nacimiento de la República y, con un giro más progresista, la penúltima, en 1940.
[12] En 1976, la redacción de la Constitución otorgaba en su art. 12, incisos c y ch, un espacio especial al internacionalismo al reafirmar su voluntad de “integración y colaboración con los países de América Latina y el Caribe, cuya identidad común y necesidad histórica de avanzar juntos hacia la integración […] nos permitiría alcanzar el lugar que nos corresponde en el mundo”. Igualmente, se propugnaba “la unidad de todos los países del Tercer Mundo, frente a la política imperialista y neocolonialista que persigue […] agravar las condiciones económicas de explotación y opresión de las naciones subdesarrolladas” (Constitución…, 1992. El incisivo recurso de códigos solidarios e internacionalistas, dirigido a aglutinar una “posición común” internacional, le permitió al gobierno hacerse de aliados que defendieron, parapetados en los paradigmas de la utopía inicial, los lineamientos revolucionarios desde la teoría, la academia y la política. 
[13] Un elemento escenográfico que refuerza el contenido filósofo-político del Partido en el Congreso es la presencia de esfinges políticas que, ubicadas en el podio principal, dominaban el acto. A un lado se situaban los retratos de Ernesto Guevara, Camilo Cienfuegos y Julio Antonio Mella en representación de la guerrilla y el comunismo revolucionario contra las dictaduras de Gerardo Machado (1925-1933) y Fulgencio Batista (1952-1959). En el otro extremo, presidían los retratos de José Martí, Máximo Gómez y Antonio Maceo, principales líderes de las guerras independentistas. En el centro, los torsos de Karl Marx, Federico Engels y Vladimir I. Lenin, como símbolos de la lucha del proletariado. 




Editorial Hypermedia

Doblemente americanas: sumar las resistencias de la escritura

Dainerys Machado Vento

“Estas entrevistas tienen múltiple valor, porque se trata de mujeres hablando en el espacio público sobre ellas mismas, sobre sus cuerpos, sobre la política de sus países, sobre sus errores y aciertos”. (Prólogo del volumen ‘Imaginar países: Entrevistas a escritoras latinoamericanas en Estados Unidos’, Hypermedia, 2021).





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