Everglades

El águila permaneció un buen rato inmóvil, indiferente al mundo. En cuanto se movió, pude ver que en el nido había un huevo. 

Era una hembra, entonces. ¿Dónde estaría el macho?

El placement de aquel huevo introdujo dos nuevas discordancias ornitológicas en el espectáculo que me ofrecía el telescopio. 

La primera: 

Las águilas americanas tienen tendencia a regresar al territorio donde nacieron para anidar y reproducirse (pero para reproducirse tendría que haber un macho cerca, ¿no?). Un fenómeno que se conoce como filopatria. Los salmones son otro ejemplo. Las tortugas marinas. La palabra viene del griego y significa amor. Amor a ya se sabe qué. Sobran las explicaciones.

La segunda: 

El huevo era demasiado grande. Los huevos de águila normalmente no sobrepasan los siete centímetros de diámetro. Este era una verdadera monstruosidad, subrayada por la presencia en la cáscara de un patrón o patchwork de manchas redondeadas tipo pústulas, de un color verde tirando a lo repulsivo.

Un tono de verde que me hizo pensar en algas cenagosas.


***

Yo: ¿Me puedes explicar qué carajo es esto, aquí en el medio de…?

Kurt Vonnegut: Son tableros. Tableros de wargames.

Yo: Con los cuales te la has arreglado para fabricarte como una tienda de campaña, una chabola… 

Kurt Vonnegut: Una torrecita de marfil.

Yo: Lo siento, socio, pero aquí no puedes quedarte.

Kurt Vonnegut: La desmonto enseguida para que los veas en detalle.

Yo: 

Kurt Vonnegut: Son wargames hechos de batallas perdidas de antemano. Déjame mostrarte mi favorito.

Yo:

Kurt Vonnegut: ¿Dónde está? Se me perdió en mi torre de tableros… Este no es… Este tampoco…

Yo: 

Kurt Vonnegut: Se juega lanzando un dado, pero no es como el dado poliédrico de los juegos de rol. 

Yo: Ni me recuerdes los juegos de rol. Una vez me invitaron a jugar uno de temática ciberpunk, creo, o biopunk, unos nerds desfasados que pretendían reclutarme, cuando yo era más joven y entusiasta, y fue una experiencia más bien deprimente. 

Kurt Vonnegut: Aquí, mira. Esta casilla, por ejemplo, dice “Dresde” y representa una región de Sajonia, pero tú puedes poner algo que te resulte determinante en el plano personal. “Havana Club”, por ejemplo.

Yo: ¿Te refieres al ron?

Kurt Vonnegut: ¿Cómo que al ron?

Yo: Havana Club es un ron.

Kurt Vonnegut: ¿¡Havana Club es un ron!?

Yo: Una marca de ron, sí. 

Kurt Vonnegut: ¡Una marca de ron!

Yo: Detrás de la cual hay mucha tradición, resacas, castrismo, y también ese término empresarial, “joint venture”.

Kurt Vonnegut: No lo puedo creer… ¡Un ron!

Yo: Joint significa articulación, ensambladura… “Joint venture” quizás describe algo similar a lo que estás haciendo tú aquí… ¿Sabes, por casualidad, qué estás haciendo tú aquí?

Kurt Vonnegut: Yo siempre pensé que “Havana Club” era justamente eso, un club.

Yo: ¿Un club cualquiera, quieres decir? ¿Un puticlub?

Kurt Vonnegut: Un club exclusivo, algo significativo…

Yo: Ah. Como el club Bildelberg, pero más campestre.

Kurt Vonnegut: Bueno, no exactamente, pero…

Yo: Más campestre y sin el techo de la deuda. Sin ningún tipo de amortización. Ser del Havana Club sería ser un poco homeless.

Kurt Vonnegut: No. Sería frecuentar fuerzas oscuras. Cuando me hablaban del Havana Club yo pensaba “mmm… qué macabro suena eso, qué secreto”.

Yo: ¿Pensabas acaso en el aspecto satánico?

Kurt Vonnegut: Mentiría si te dijera que los sacrificios humanos no me pasaron por la cabeza.


***

La biblioteca ocupa el salón más espacioso de la planta baja. Los libros abarrotan los estantes. Hay torres de libros hasta en el sofá.

Estoy seguro de que el sofá contiene chinches, hematófagos diminutos. No tengo que ser adivino para adivinar las polillas. 

La estática milagrosa de los anaqueles.

Aquí debió pasar días enteros leyendo. 

El Ginecólogo, antes de convertirse en el Ginecólogo, entregado 24/7 al goce libresco en una biblioteca-monasterio, rodeado de ladrillos patrimoniales. Hasta olvidar la realidad, hasta abandonarse a sí mismo. El abandono de la razón, la fundidera. La caída en picado, concluyo, hacia otra clase de fe: una fe trastornada.

En el ámbito de mi profesión, a mí se me ha considerado a menudo un “intelectual”. No dudo que esa consideración un tanto despectiva es lo que me ha traído aquí, lo que ahora me tiene encerrado en esta casa vieja con biblioteca incluida.

Es curioso: mi profesión está ligada a la agudeza, el cultivo y la práctica del intelecto, pero de un modo diríase perverso, retorcido; un modo que termina colocando esa misma palabra, como muchas otras, entre comillas.

Me consideran un “intelectual”, pero tengo claro que no soy ese tipo de intelectual.

Yo no vengo de bibliotecas. 

Yo no soy de libros, nunca lo fui. 

Yo soy de internet.

En internet mi actividad más destacada, mi descarga favorita, siempre ha sido verificar síntomas. Ese es mi historial, mi historia clínica, lo que me consume las tres cuartas partes del tiempo. 

Yo soy de los que ponen en Google “dolor de cabeza” seguido de “tumor”, “lumbago” seguido de “cáncer en la médula espinal” seguido de “metástasis”.

En una ocasión, un terapeuta de lo más cándido dio un largo suspiro frente a mí, se quitó los espejuelos, los puso sobre la mesa y, reclinándose en el respaldo de su asiento, me alertó sobre confundir posibilidad con probabilidad, me advirtió sobre el llamado sesgo de confirmación en los resultados de cualquier búsqueda, y me instruyó en ese padecimiento que se denomina cibercondria

¿Sirvió de algo? 

No.

El sesgo de confirmación yo lo abrazaba conscientemente. No soy imbécil. Las probabilidades podían ser bajísimas, eso tampoco lo ignoraba, pero aún así incidían en una parte constatable de la realidad. Esa realidad que es inclemencia e intemperie en estado casi puro, material.

¿De qué sirve concentrarse sólo en la info abrumadora y mayoritaria que desdice tus hipótesis? ¿Se evapora así el escuálido por ciento (pero escuálido como un cadáver, como el esqueleto desnudo) que las confirma? 

Por supuesto que no.

Pero me desvío. Siempre sucede. El hecho es que, entre chequeo y autochequeo (mis auto-órdenes neuróticas, ejecutadas con celo militar) yo me hice la costumbre de refrescar la pantalla de mi atención navegando a la deriva, zapeando portales, colándome en otros websites (las webs “civiles”, como me gustaba llamarlas), picoteando de aquí y de allá, copiando y acopiando data de manera no selectiva. 

Se ha vuelto un hábito. 

Más que un hábito, un automatismo. 

Mi inconsciente cibercontrapeso a la cibercondria, interludios de calentamiento físico para luego volver con más fuerza a ella, como quien se lanza a los brazos musculados de una vampiresa cruel y lunática (que, por otra parte, soy yo mismo, con látigo y maquillaje de dominatrix) y sabe que tiene que estar listo para aguantar.

Casi todo mi saber es wikipédico. Como el de casi todo el mundo, es cierto. Solo que el mío se ha ramificado en abundancia, una arquitectura de links tan próxima a la exuberancia vegetal que parece la ruina de un bombardeo. 

Raicillas abriéndose paso por las grietas. 

Mi saber es wikipédico pero se ha edificado a la desesperada, levantando sus planos entre síntoma y síntoma.


***

Joseph Cornell: ¿Has oído la expresión “formar una célula”?

Yo: ¿Una célula terrorista?

Joseph Cornell: Una célula. Durmiente.

Yo: Como la Bella Durmiente.

Joseph Cornell: Sleeping Sex Symbol.

Yo: Ajá.

Joseph Cornell: Pero sin la parte del sex.

***

Por un momento, tal parece que estoy esperando algo más espectacular: 

Cojo un libro por el lomo, el libro exacto, el que contiene un resorte, y lo halo y ruedan engranajes y todo el mueble se desliza como una cortina de libros hacia el techo y detrás de los anaqueles hay un pasadizo que comunica con una oficina, con otro despacho o con otra biblioteca, o acaso con un laboratorio que, no me extrañaría nada, pudo haber tenido en eras anteriores algún cometido gubernamental, hoy abandonado u olvidado tras una escalada de tedio.

Bueno, si ese libro existe, no voy a dar con él. 

Fuera del hecho de que desquiciaron al Ginecólogo —como mismo le sucedió en su día al Don Quijote— todos estos volúmenes lucen perfectamente naturales, anodinos incluso. 

Hay libros en español y libros en inglés. Intercalados, entremezclados. No sabría decir, en caso de que saberlo tenga alguna relevancia, cuál de esos dos idiomas predomina sobre el otro.

Desde luego, esta biblioteca merece un escaneo más a fondo del que yo soy capaz de realizar. Pero el que ha entrado aquí soy yo, no hay nadie más. El último hombre, en completo aislamiento. Una prueba más de la decadencia del departamento que me envía.

Encuentro una sección de cómics. Dedicada exclusivamente al manga, los cómics japoneses.

Encuentro libros en ediciones modernas junto a libros en ediciones muy antiguas.

Libros vejestorios, libros-reservorio. Libros de anticuario. Libros que lo primero que habría que preguntarse es cómo llegaron, cómo se hicieron presentes en el presente, desde cuándo están allí.

Hojeo Woman: her diseases and remedies, de Charles D. Meigs. Un volumen muy leído y consultado en (y solo en) el siglo XIX. Dos siglos y pico después, los subrayados del Ginecólogo cubren casi todas sus páginas; anotaciones ininteligibles, lo mismo en inglés que en español, se apretujan en sus márgenes. 

Increíble.

Hay algo profundamente mórbido en leer con semejante anacronismo, pienso. Hay libros que no deberían estar en el sitio y en el momento en que están. Hay textos nocivos que deben ser retirados de los contextos, porque pueden provocar una suerte de obesidad bibliográfica enajenada, improductiva.

Dan ganas de rociar estos volúmenes con un bidón de gasolina y arrojarles un fósforo.

Pero. 

Pero. 

Ya pasó el tiempo de las hogueras. Ya pasaron los años de humo. Y yo no he venido aquí a combustionar. Ni tampoco, hasta donde sé, a combustionarme.

Las muchachas tal vez esperaban o aún esperan algo como eso: algo radical, rotundo y purificador como el fuego, el fuego de la ley post-revolucionaria, incluso de la ley post-contrarrevolucionaria, pero dudo que ahora mismo estén mirando a la biblioteca o estén esperándome al otro lado de la puerta. Son de las que le tienen alergia al papel impreso.

Y de aquí en lo adelante, si es posible, le tendrán más alergia todavía. Terapia de choque anafiláctico.

Devuelvo a Charles D. Meigs a su estante y me miro los guantes forenses, que ya están sucios. El polvo pica y se extiende. 

En la historia de la obstetricia, Meigs es el autor de esta preciosa frase: “Doctors are gentlemen and a gentlemanʼs hands are clean”. 

Los doctores son caballeros, y las manos de un caballero están limpias. 

Los doctores no se lavan las manos.

Lo que me atrajo a mí de Woman: her diseases and remedies es que, por el título, parece ser un manual. En concordancia con mis velocidades y costumbres de navegación web, si yo fuera a robarme un libro de aquí tendría que ser algo como eso: un manual, un catálogo, un álbum, un compendio, un digest… 

Esa zona popular y bestselling, divulgativa, de altura imprecisa, situada por encima (pero no muy por encima) de la autoayuda, pero por debajo (ojalá no tan debajo) del verdadero, enrarecido tomo científico-técnico.

En general, cualquier cosa que diga “para principiantes” en portada.

Reconozco que puede haber un placer algo enfermizo, ciertamente, en la afición a esta clase de materiales cuando sabes de sobra que, al menos hoy en día, al menos en este país, por muchas razones por ti bien conocidas pero ignoradas por casi todos, tú eres cualquier cosa menos un principiante.

Después de registrar un rato más, me meto otro libro bajo el brazo. Solo por no irme con las manos vacías. 

No es cleptomanía ni nada maniaco (ya sería el colmo). 

Es para amortiguar la sensación de pérdida de tiempo. 


***

El águila echó a volar y dejó al huevo solo. ¿Adónde iría?

Me dije que a buscar comida, probablemente pescado. A “resolver”, como se dice en el barrio. A “luchar”. No necesitaba tocar el agua: podía robarles las presas a los gavilanes, por ejemplo. Los gavilanes pescadores. Una conducta alimentaria que se conoce como cleptoparasitismo interespecífico

Pero en la bahía no había gavilanes, así que no tendríamos en vivo pelea de rapaces contra rapaces. Lo que sí había era pelícanos. Enfoqué a uno bastante gordo sobre los pilotes de un muelle, cerca del Paseo Marítimo. 

El pelícano es el único animal que traga agua salada y en su garganta la convierte en agua dulce, algo que apuesto no sabía ninguno de nuestros náufragos en alta mar, los cientos de miles de emigrantes balseros. Me fijé en el pico del pelícano del muelle. No parecía estar al tanto de que hubiera un águila americana o floridiana volando cerca, menos aún podía darse cuenta de que era un holograma (¿lo era?). Busqué otros pelícanos, seguí las direcciones de sus vuelos: no vi al águila. Apunté de nuevo el telescopio a la cabeza del Cristo: no había regresado al nido. 

Tal vez se había lanzado directamente sobre los cruceros a ver qué snack, qué animalejo azucarado, qué mascota indefensa se le pegaba. O se fue de expedición al interior de la ciudad. Ahora mismo podía estar sobrevolando azoteas y antenas parabólicas, detrás de una bandada de palomas.

Si el lente del telescopio hubiera sintonizado la señal, de procedencia holográfica o no, del ojo del águila americana, cabeza-ojo-cámara, yo hubiera podido seguir entonces esa vista a “vuelo de pájaro” sobre las azoteas habaneras. 

Un paisaje sin gloria. Paisaje también “emblemático” que durante muchos años, tediosos y desamparados años, fue casi una marca registrada, nuestro pobre skyline. Ahora: paisaje leucocephalus.

Decidí vigilar su huevo mutante hasta que regresara.

Tampoco es que hubiera motivos para preocuparse.

Regresó, por supuesto. La vi dejar el nido varias veces, siempre regresaba. Y siempre traía consigo alguna cosa. Nunca la vi regresar con las garras vacías.


***

David Markson: La crítica. Hablemos del argumento.

Yo: Sinopsis argumental, para mayor sofocación.

David Markson: Tenemos, por ejemplo, el argumento ad hominem, que consiste en calibrar la pertinencia de una afirmación según quién sea el emisor.

Yo: Tú debes ser un emisor telépata o algo así. Sé lo que estás diciendo, pero no cómo lo estás diciendo. No escucho tus palabras.

David Markson: Porque no tengo cavidades glóticas.

Yo: No me extraña, solo hay que ver esa configuración tan peculiar que tienes…

David Markson: El argumento ad lazarum, que es una apelación a la pobreza.

Yo: ¿El tal Lazarum tiene alguna relación con el tercermundismo testimonial? Es un tema que me da como un poco de morbum.

David Markson: Lázaro el de la parábola del Nuevo Testamento.

Yo: Ah, el resucitado. El judío zombi. El Babalú leproso de los cubanos…

David Markson: No, este es otro Lázaro bíblico. El que tú dices es el hermano de Marta y María, de Betania.

Yo: El mundo de las parábolas es un barrio chiquito.

David Markson: Y pobre, además, atrasadísimo… También está el argumento ad novitatem, que sostiene que una idea es mejor solo por ser más moderna.

Yo: ¿Pero moderna para quién?

David Markson: Y tenemos el argumento ad populum, o sofisma populista.

Yo: De ese no me hables. Sigue.

David Markson: Tu tono de voz me indica cierto cansancio. De hecho, ahora iba a mencionarte el argumento ad nauseam.

Yo: ¿Cuántos son? Para tener una idea.

David Markson: Todos los argumentos son falacias lógicas. El mundo de las falacias lógicas es virtualmente infinito.

Yo: Uno más y ya. Ene más uno.

David Markson: El argumento ad bartleby.

Yo: ¿Bartleby?

David Markson: Un personaje de Herman Melville que a todo respondía “I would prefer not to”.

Yo: Melville…

David Markson: No tienes que buscarlo en esa pantallita tuya. Era un escritor que trabajaba en una aduana.

Yo: Un inspector.

David Markson: De la aduana de Nueva York, sí. Con vistas al río Hudson. Cuando Manhattan aún no sabía lo que era ser Manhattan.

Yo: Eso está muy bien.

David Markson: Él no pensaba lo mismo.

Yo: ¿Me vas a decir que sabes cómo piensa un inspector de aduanas? Porque pudiera decirte varias cosas al respecto.

David Markson: ¿Sí?

Yo: Sí. Sobre el ámbito aduanal, aduanesco, y todos sus aberrantes alrededores.

David Markson: No te creo.

Yo: No necesito que me creas. Cuando tú ibas, yo venía.




Hernán Vera Álvarez - Jorge Enrique Lage

Los escritores salvajes y trans de Hernán Vera Álvarez

Jorge Enrique Lage

Todo lo que no deje plata en el capitalismo está mal visto, es algo contra natura. Desde ese punto de vista, los autores hispanos somos rebeldes, salvajes, marginales. Lo que muchos niegan es que estos salvajes son parte de la cultura del país, ya que el español es el segundo idioma más hablado en Estados Unidos”.


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