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Fin y principio

Una descripción acertada de La Víbora, podría comprender desde la Calzada de Palatino a la Avenida de Agua Dulce (Vía Blanca), que la separa de El Cerro al norte, continuando por la Avenida General Lacret, límite con Santo Suárez, a la Calzada de 10 de Octubre (antes Calzada de Jesús del Monte), por la Avenida San Miguel (Avenida Andrés) hasta Mayía Rodríguez y por la Avenida de Santa Catalina hasta la Calzada de Palatino. De acuerdo a este esquema, el área que abarca Villa Marista (terreno de beisbol incluido) es parte de La Víbora. Aunque hay quienes aseguran que en realidad pertenece a la barriada de El Sevillano, con el fin de evitar debates superfluos es preferible ceñirse a los trazados oficiales. 

Ya un poco hacia el Suroeste se encuentra el reparto Aldabó, nombre procedente de una fábrica de licores ya desaparecida y que aquí no tiene nada que ver. Su configuración, larga y estrecha, colinda con tantos municipios que parece que lo harán saltar del mapa de tanta presión. Su población estimada para 1992 era de 29000 habitantes, si bien después del 16 de enero pasó a ser de 28999, cifra de una exactitud chirriante y que merece ser redondeada en cualquier censo que se respete. El ausente responde al nombre de Severo, odontólogo de profesión, sesenta años de edad, caucásico, seis pies dos pulgadas de estatura, ojos claros (su esposa preferiría decir color cielo), hijos, nietos, cabeza de familia en definitiva. 

Entre La Víbora y Aldabó median aproximadamente seis kilómetros, el camino más rápido para llegar es tomando la calzada de Vento, como quién se va al aeropuerto y después al cielo. Si se quiere un trayecto fluido y sin esperas incómodas, sin llamar la atención en fin, es aconsejable salir a altas horas de la noche. De madrugada por ejemplo, dicho viaje se puede cumplir, segundos más segundos menos y debido al mal estado de las calles, en diez minutos. Es dable asumir que se trata de un Lada, simples probabilidades: en ese tiempo uno de cada cuatro autos en La Habana es un Lada e incluso en la flota de la Seguridad del Estado puede decirse que uno de cada dos autos es un Lada en sus distintos modelos. Pongamos de paso que es blanco, o en su defecto verde y que es conducido por un jovencito muy serio, especie de adolescente precoz como suelen ser los choferes de la flota de Ladas blancos y verdes. A su lado el correspondiente oficial pensativo, jefe de la operación, y atrás van los musculosos con caras de brutos, los de verdad. Pero cuatro seres no bastan, un solo Lada sería insignificante, dos, tres, cinco Ladas ya enmudecen las casas a su paso. Por lo que, en efecto, prácticamente tenemos una caravana que atraviesa la noche, verdiblanca al ser alcanzada por alguna luz y muy negra en las callejones oscuros. Después de ellos apenas resta el amanecer, un nuevo día y el olvido, ellos entierran las noches como monstruos benditos. Naturalmente, siempre encuentran documentos, evidencias, papeles, alguna que otra paloma trazada a lápiz. Podría decirse que el maletero de los Ladas verdes y blancos fue diseñado para transportar el peso vano de hojas sueltas. 

A la mañana siguiente, recordemos que es enero, creo en un clima bastante frío, al menos las estadísticas meteorológicas de la isla así lo indican. Pero Severo, perdido en ecos de encierro como está, seguramente siente que se quema. 

Es acusado formalmente de rebelión y por extensión es numerado, lo que se traduce en que a partir de ahora será un expediente, no más un individuo. 

Asignan al Teniente Andrés S. Chapeta como Instructor del caso. 

Chapeta, en el sentido estricto de la palabra, significa “marca encarnada en la mejilla”. Sin embargo el instructor Andy (que así le debe llamar su mamá) es conocido bajo el mote de Stiopa. 


Figuras para contemplar acostados en verano

Por física elemental, cuando hay calor la superficie más fresca es el suelo, desde el mediodía y hasta las cuatro de la tarde es costumbre encontrar a todos los reclusos derribados con los ojos fijos en el cielo raso. El calor no hace distinciones, presos comunes y políticos asumen esa quietud suprema que les permite a los animales del desierto sobrevivir las horas de más alta temperatura. El techo crea figuras que se deshacen unas sobre otras y a veces son rostros, paisajes, muslos y manos tibias de mujer, cada cual contempla su propia película que se funde invariablemente en el sueño. 

Según los expertos del sueño, la duración ideal para una siesta oscila entre los quince y treinta minutos, más allá se corre el riesgo de caer en ensueños profundos y por consiguiente de despertar muy atontados para reaccionar ante imprevistos. Los reflejos lentos no son cosa de la cárcel, de ahí que algunos prefieran adoptar posiciones incómodas para no dormirse del todo y otros adopten esa manía infantil de acostarse agarrados fuertemente a sus pertenencias, como en un naufragio. Por otra parte es sabido que el sueño nocturno, que conviene sea largo, muy profundo, alivia los recuerdos traumáticos, pero si es interrumpido a diario puede afectar la memoria. En lenta progresión las noches en vela forzada van suprimiendo silenciosa e inconscientemente fragmentos del pasado, lo que tiende a acortar esas películas íntimas que cada quién descubre en el techo por las tardes. 

Cada amanecer el tío Seve se parece más a una criatura recién caída que no sabe dónde termina su piel y dónde comienza el aire. 


El cañón 

En los jardines muy verdes del Hotel Nacional, hay un gran cañón colonial que apunta al mar, al Norte, donde cada año, en ocasión de los aniversarios del Abuelo, puede verse a la familia, yo incluido, tomarse foticos de cumpleaños. 

Los retoños del Abuelo se componen de cinco hijos y nueve nietos, súmense además las respectivas nueras y yernos, fijos o de turno, extraños que aparecen como sombras intercambiables en las fotografías anuales. Siempre da un discurso de despedida en el cual nos recuerda su último deseo, muy simple, que consiste en que permanezcamos juntos cuando él ya no esté. 

En la familia corre la voz de que el Abuelo, por las mañanas, se para frente al espejo y se dice: “solo me queda una afeitada”. 

Para animar un poco la sesión de fotos, que por lo general dura hasta la tarde, el Abuelo crea subgrupos: solo mujeres, solo hombres o solo niños. Finalmente solo quedamos todos, que vueltos objetos le sonreímos desde su álbum personal. Que se sepa, ninguno de sus hijos, nietos y menos aún yernos y nueras guarda con tanto celo y estricto orden cronológico esas repeticiones de nosotros mismos. El Abuelo atiende su álbum como si fuera una planta o un bebé, después de afeitarse se sienta a la mesa y va sacando las fotos una por una, las acerca a su boca y las aviva con su aliento igual que hiciera con un espejito empañado. Una vez satisfecho con nuestro porte y aspecto, lo cierra y devuelve a su espacio en el librero, donde a simple vista fue del ancho de un diario, luego de una novela, hace poco de una biblia y ahora tiene el grosor de una enciclopedia. 

Me he visto madurar en las manos del Abuelo, tomé conciencia de haber crecido el día que al pasar una de sus páginas me vi de pronto no en la primera fila como corresponde a los niños, sino en la segunda con los adolescentes, y después al fondo de cuadro con la gente grande. Ya no soy una sonrisa con todos sus dientes, mis ojos atónitos como ante un mal augurio quieren decirte: “somos ramas menores de un tronco de rancia estirpe”. 

Cuando era de las futuras generaciones (se me puede ver en la esquina inferior derecha de la primera fila) quería ser médico, hoy con cada sesión de fotos aparece en mi piel un rash eritematoso que por su recurrencia y a falta de cuadro clínico, me han diagnosticado como especie de alergia a los grupos compuestos por más de dos personas. Mi timidez, creo, se debe en gran parte a que fui un niño muy enfermizo, muy débil, de esas criaturas que le hacen sitio a todo lo que pueda traer el aire de malo, niños muy inteligentes y muy delgados prematuramente inclinados hacia actividades en reposo. Tampoco es que sea inofensivo, la timidez, a medida que se crece, puede incluso llegar a ser atractiva. Tengo cara de ser alguien que sabe escuchar, me han dicho, si bien casi nunca logro responder lo que esperan de mí. En efecto, la mayoría pasa invariablemente de la fascinación a la desilusión. De poco sirve advertirles de antemano: “hey, no soy lo que ves”. Se acercan convencidos de que tras un ser enfermizo habita otro misterioso, tan lejos del cuerpo. He notado que la cifra del problema es que siempre sano, y la gente desea encontrar la expresión distante de la última fila del retrato, desean encontrar un espejo de mano. Y yo emerjo de esa breve convalecencia con un extraño impulso de hacer no sé muy bien qué, aunque en ningún caso se trata de algo heroico. Hasta ayer mismo mi mayor atrevimiento seguía siendo haber asomado la cabeza a la boca del cañón. 

La oscuridad absorbe, yo quería ser médico pero la oscuridad absorbe. 


Micha 

Micha está “cruzao”, madre rusa de Kemerovo (pueblo perdido en la Siberia) con padre mulato originario de Alamar (reparto habanero donde hacen hombrecitos a los niñitos “cruzaos” como Micha). Micha por supuesto no se llama Micha, pero lo es, lo fue desde que tuvo edad suficiente para salir a la calle a burlarse de todo lo que anda y tiene ojos, a gritarle al mundo que lleva nieve en su sangre. Le gusta contar que para llegar a su pueblo allá en lo blanco hay que tomar el transiberiano, un tren que al igual que un barco está equipado para pasar días y semanas sin salir de su vientre, un tren que recorre la Siberia como si atravesara el océano. 

“Me fascina tu cabeza”, fue lo primero que me dijo, “una cabeza muy cósmica”, fue lo segundo. 

Recién se había aprendido esas palabras y todo, caprichosamente, era fascinante y cósmico. 

“¿Escondes alguna habilidad especial en tanto espacio?”. Me golpeó dos veces en la cabeza y dijo “toc-toc”. 

Yo lo miro, me pone nervioso, tenemos diez años y estamos en el matutino, alineados y en silencio a mitad de una fila de pioneritos. 

Esta fue mi respuesta, un susurro:
Soy increíble jugando yaquis.
Luego hay un canto, el izar de una tela; lo ideal es que la bandera alcance la cima del asta justo al entonar la última frase del himno.
Micha siempre canta en ruso, aunque su voz se pierde en el gran coro infantil yo sé que lo hace en ruso, que ni siquiera se lo sabe en español. Después se fuga aprovechando la marea de hormigas rojas, blancas y azules que inunda las aulas. No va muy lejos, no hace falta, ahí mismo detrás de la escuela hay una arboleda que rocía la tierra de hojas secas, de esas que al pisarlas crujen como algo que se pudiera comer. Acostarse bajo esos árboles procura una irresistible sensación de otoño y Micha piensa en bosques de abedules. Según Micha los abedules son blancos, de lejos parecen de plastilina y de cerca dan ganas de masticarlos. Nótese que Micha jamás ha visto un abedul, pero los lleva adentro y enseguida los reconoce y grita “¡Un abedul!” cuando aparecen en la televisión. A veces me traduce alguna que otra palabra de las que salen al final de los muñequitos rusos, y si no las sabe inventa y entonces la misma palabra cambia de significado día de por medio, depende de su humor, de su mitad rusa.
A Micha no le importa tener esa cara de esquimal sacado a la fuerza de su hábitat natural, esquimal esclavo. Él se pone la pañoleta en la cabeza como un pirata y salta de mesa en mesa mientras le grita improperios a la maestra en su lengua materna, en su ruso “cruzao”. Entre semana me echa a jugar yaquis contra las niñas del aula y apuesta besitos de piquito. Los sábados, como premio, me lleva con él a Tarará, donde viven los rusitos quemados de Chernobil. A jugar futbol, a sentirnos mejor porque su cara de esquimal y mi cabeza de globo—terráqueo no son nada comparadas con esos niños medio calvos, medio deformados, medio tristes, medio rotos. 

Aquellos sábados en los que Irina, una rubia del tamaño de una palma a la que nunca he visto sin un cigarro en la boca, pronuncia Tarará pero con más erres, recorriendo la palabra suavemente y dejando erres y humo detrás, así: “Tarrarrrá” y humo, así: “¿niños quieren venirse con mamá a Tarrarrrá?” y humo. Irina es la mamá de Micha, que es como si fuera mi mamá pero mejor porque no lo es realmente. Y nosotros que enseguida saltamos como un par de conejos al asiento trasero de su Lada, que fuma y acelera y se mira al espejo y nos pone una música tristísima, rusísima, que Micha me va traduciendo durante el viaje. 

Ella fuma viéndonos jugar, una palma echada al sol que grita el nombre de sus niños para animarnos aunque lo único que hacemos es correr como subnormales detrás de la pelota, detrás de esos superniños a los que la explosión nuclear parece haberlos sacado de la tierra y llevado a vivir dentro de un cómic. 

A la hora de irnos Micha se queda intercambiando experiencias con sus paisanos. 

Yo me tiro a descansar en los pies de Irina, que sonríe y echa humo y me dice: “niño parrreces una marrraca detrás de una pelota, parrrece que llevas la pelota encima de los hombros”. Y también me río, me río pensando que el humo del cigarro después de entrar a su cuerpo sale más azul, con un renovado olor a alguna hierba suave que hace que el aire sea cosa insana. 


La última afeitada 

La vida del Abuelo estuvo dominada por una forma pura de la experiencia hasta bien entrados los setenta años, sus lecturas venían a completar entonces un sentido muy práctico de lo que significa acontecer. Pero la vejez es el cese abrupto del movimiento y la euforia, y esa esencia ya perdida de lo inmediato quedó confinada a la soledad de la lectura. Libros que no serán más un medio, sino un fin, y que junto a la insolencia de los seres cercanos a la muerte, puede conducir perfectamente a una inquietud por la escritura. Quizá que haya alcanzado tal longevidad con un deseo intacto de reinventarse se deba precisamente a que siguió con extremo celo un modelo leído en su juventud. Asumiendo consecuencia como virtud, aquí radica su virtud menos discutible: es un hombre consecuente. Aunque lo que antes era expansión el tiempo lo ha sustituido por un dejarse estar, logró salvar cierta continuidad cuando en lugar de leer porque vive, ahora vive porque lee. Sea por la certeza muy cuestionable de que hay algo en él que debe ser preservado o por el resultado de la suma del ocio y los libros, un buen día el abuelo simplemente se sentó a escribir. 

Principiante al fin, teclea mucho pero escribe poco, las palabras no le obedecen como dentro de su cabeza, donde todo parece un reloj abierto. Viejo zorro y orgulloso de lo que ha sido, cree sin embargo que es solo modestia lo que lo separa de un buen escritor. Por consiguiente accede a ocultarse tras una figura, un pretexto que le sirva para hablar de sí mismo y que en su caso es aquel rostro que no abandona sus sueños de viejo, que lo persigue como si tuviera algo muy íntimo que revelar. 

A pesar de haber estado junto al Che Guevara durante los años que el Che estuvo en Cuba, mi abuelo nunca logra recordarlo bajo otra forma que no sea la fotografía de Korda, una imagen ¿cómo decirlo? políticamente correcta, libre de toda ambigüedad. Extrañamente no olvida cosas en apariencia insignificantes como el olor de su oficina y el largo de los pasillos del Ministerio, tampoco ninguno de los sitios a los que fueron juntos. No olvida, en resumen, los espacios. Salvedad hecha de un detalle que eligió como primera oración de su libro: “Muralla, el perro del Che, se sonaba unos pedos tremendos”. 

Y así el abuelo despierta siempre antes del amanecer, medio asustado, medio nostálgico de aquellos años que se desdoblan como un acordeón a la hora de narrarlos, que en tiempo literario representan más que toda su vida. Entonces resulta llano y natural escribir, igual que andar descalzo o contárselo a sus hijos, a sus nietos, a mí. De esto trata ser escritor (se dice mientras acumula cien, doscientas, infinitas páginas), de sentarse a teclear bien temprano en la mañana para retornar adonde nos sentíamos mejor. Y he aquí que el tiempo se apiadó del abuelo y, rejuvenecido con su manuscrito bajo el brazo, atraviesa la ciudad a la caza de un editor. 

En Cuba, el Che Guevara es fácilmente editable, el autor, cualquiera, tiene garantizada la publicación de cuantas obras sea capaz de engendrar mientras se mantenga fiel a su personaje. Secuelas, sagas —piensa el abuelo—, de eso se trata publicar, leves variaciones sobre una misma idea. Sus pies lo guían espontáneamente en la dirección correcta, su nombre ya se encargará de abrir las puertas necesarias para saltar niveles de burocracia. La entrevista, con un antiguo conocido, es un ponerse al día: hay café, tabaco, risas y un impasse cuando es sincero y dice a qué vino en realidad. Entre burócratas, es común y de muy buen gusto que la verdad venga seguida de un silencio incómodo. 

Muy fino, casi una niña, su viejo amigo intenta explicarle que no podrán publicar su libro, toda vez que la política editorial del año en curso debe priorizar a Lezama Lima, recientemente víctima de un homenaje post morten

Algo violento se mueve en los ojos del abuelo al escuchar una invitación para volver el próximo año, siempre y cuando no surjan homenajes imprevistos a otros autores malditos, caso en el que deberá esperar otro año más y así sucesivamente dada la alta demanda de autores maldecidos.

Entendámonos, si esto ocurre en la era dorada del abuelo, ninguna fuerza habría impedido que su viejo amigo perdiera los dientes y la visión parcial de uno de sus ojos. Sin embargo, ya lo hemos notado, el abuelo al que aquí se hace referencia es un lobo cansado que esboza una sonrisa desencantada antes de ponerse de pie y partir con su manuscrito en la mano como un arma dañada. Sí, el abuelo ha aprendido a reírse de sí mismo, ha perdido su inocencia y por extensión (lo diré) se nos está haciendo un verdadero escritor entre las manos. Prueba incontestable de ello es que en lugar de preguntarse: ¿quién coño es Lezama Lima comparado con el Che Guevara?, como cabría suponer, su duda se resume a esto: ¿Quién es Lezama Lima, y cuántos viejitos cubanos además de él podrían morir mañana sin haberlo leído? Atravesado por algo como un extravío le viene a la mente aquel chiste tan popular entre los soviéticos acerca de las cinco leyes básicas del comunismo:

  1. No pienses.
  2. Si Piensas, no hables.
  3.  Si piensas y hablas, no escribas. 
  4. Si piensas, hablas y escribes, no firmes.
  5. Si piensas, hablas, escribes y firmas, no te sorprendas.

La primera vez que se lo contaron no le causó mucha gracia el chistecito y resulta que ahora es incapaz de parar de reírse. ¿Pensarán simplemente que es un loco (otro más) al verlo muerto de risa por las calles de La Habana, o pensarán peor? Dejemos por una vez que la gente piense lo que quiera (piensa el abuelo), que a estas alturas apenas piensa cómo y a dónde está yendo. Siente, eso sí, que su manuscrito es una extensión de su mano, como si esas palabras que costaron tantas noches se hubieran marchado allá adonde pertenezcan. Y con un secreto y extraño terror comprende que es ese, el de las hojas en blanco, el único peso que su cuerpo podrá cargar. 

Ahora solo resta el encierro, la soledad del que desea saber. 

Después será la confesión, después llama por teléfono a mi padre (pedir que lo haga en persona sería mucho pedirle) y sin que medie saludo alguno se desahoga así: “llevo dos meses encerrado leyendo a Lezama, al parecer ese gordo no era ningún comemierda”. Y cuelga, dejando a mi padre imaginando qué habría sido su juventud si el abuelo se hubiera encerrado unos meses hace treinta años. 

¿Habrá llegado su hora? Qué va, si de horas se trata la única que espera el Abuelo es la de sacar los dientes frente al espejo para suplantar de una vez aquella imagen terriblemente correcta del Che Guevara. 

Pero qué raro, qué cosa extraña la memoria que en lugar de devolverlo a su juventud, tan llena de paisajes diáfanos, lo lanza de un tirón a una escena muy posterior en su vida como para ser inicio de autobiografía alguna. ¿Qué edad tiene? Qué importa, si el sol moderado por el parabrisas le calienta unas manos vigorosas que sostienen un timón, y la brisa de la carretera le despeina constantemente un pelo negro y abundante. El motor del Lada late al compás de su pecho o a la inversa y su mirada está velada tras unas gafas oscuras, se sabe en paz con su tiempo. Tiene un propósito, no anda simplemente paseando ni tampoco se va de viaje aunque por el retrovisor huyan deprisa las vallas que anuncian: 

Aeropuerto José Martí.
5 km.

No, el Abuelo no se va de vacaciones, va hacia un desvío en la ruta de los aviones. El Reparto Aldabó con sus dos o tres mansiones congeladas en 1959 salpicadas de compactos multifamiliares erigidos hace dos o tres puestas de sol. Deslizándose entre ellos el Abuelo recuerda que allí, bajo un cielo sin nubes, realizó su primer trabajo voluntario junto al Che. Una agradable nostalgia pasa de su cuerpo al motor y el Lada vuela bajito y suave hasta el caserón al final de una calle sin salida. 

Ok, el muro parece baleado, las paredes como si se derritieran y los techos garabateados de humedad, pero el caserón en general conserva cierta arrogancia humilde. El jardín, por ejemplo, es de un verde vivo y está poblado de flores y allí hay una mariposa. Lo han hecho esperar ante la puerta abierta, y escucha: una risa infantil, pies descalzos que corren tras esa risa, una melodía como salida de una radio del pasado. Los que han visto a su hermano cuentan que Severo es un mal retrato de lo que fue, desolado, aseguran que su sombra se quiebra al respirar. Sin embargo el Abuelo lo encuentra casi idéntico a cuando, muy jóvenes, se tumbaban en el amplio portal de La Sal a fumar mecidos por el aburrimiento tibio de las tardes cerca del mar. También es cierto que sus ojos de un azul febril se han transparentado, y su voz que se esparcía en ecos ha dado lugar a una expresividad sumamente parca. Digámoslo claro, el tío Seve no ha pronunciado una sílaba desde que vio al Abuelo. Un dedo en los labios como toda réplica y un gesto cordial que lo invita a salir fuera. ¿A mirar las nubes echados en el jardín? ¿Al interior del Lada con sus puertas y ventanas bien cerradas en lento suicidio? 

A un paseo. 

Una tarde que se parece al otoño va tomando la avenida, en el parabrisas emerge la ciudad nítida como después de una lluvia que nunca cayó. El silencio impuesto por el tío Seve hace pensar que se dirigen a confirmar una mala noticia. En repetidas ocasiones el Abuelo ha querido articular lo que vino a informar, pero su hermano, inmutable, se tapa los oídos. Hay una rara armonía en sus rostros tan parecidos y tan distantes mirando fijamente hacia adelante, tienen cara de quien intenta adivinar el futuro. En un semáforo en rojo, el Abuelo se voltea y le asegura que no lleva micrófonos encima, que dentro de su Lada uno puede expresarse libremente. El tío Seve sonríe como si le diera gracia su propio reflejo en las gafas del Abuelo. 

Y silencio. 

El Lada deambula por la ciudad tímidamente, parando en cada esquina, tomando la derecha queriendo la izquierda, a veces acelera y a veces se abandona a la inercia hasta que, como impulsado por un resorte, enfila hacia el Hotel Nacional. Y no es una trampa, ha sido sin querer. Además al tío Seve le gusta la idea y enciende un cigarro para demostrarlo. El Abuelo acepta uno, aunque no es fumador se siente interesante fumando mientras desciende, cierra de un portazo y da la espalda a su Lada. 

Quizá fuera temporada baja pues los pasillos del Hotel Nacional eran de un vacío al que un carrito de la limpieza estacionado frente al ascensor daba una nota inquietante. En el momento en que salen a los jardines, un niño muy pálido juega a hacer pompas de jabón junto a la fuente. Al pasar por su lado el Abuelo y el Tío Seve lo vieron soplar una burbuja que hizo flop justo delante de ellos. Pero siguieron de largo, recto, como si no fueran a detenerse ni siquiera ante las rocas, ante el mar de un azul tranquilo. Parados al borde de ese ensayo de risco y con el gran cañón apuntándoles a la nuca, cualquiera pudiera dudar de que comparten una misma unidad de lugar. Ambos, sin decírselo, supieron que algo yacía muerto bien cerca, o el olor provenía del mar y la brisa traía a ráfagas su presencia, pero la muerte rondaba por ahí, era indudable. Para romper el hielo al Abuelo se le ocurrió mostrarle una de sus fotos de aniversario con el gran cañón de fondo. El tío Seve la observó detenidamente y pensó que así, frontales, las fotos familiares tienen mucho de radiografía dental. Se la devolvió sin comentarios y el Abuelo la guardó con sumo cuidado, luego se quitó las gafas y la tarde lo encandiló un segundo. 

—Me mandan a informarte que no intentes salir del país, si lo haces te van a cazar. 

—¿Cómo te fue en Moscú, mi hermano? 

No lo llamaba así desde que eran muchachos, adolescentes que conocían poco más allá de los límites de La Sal. ¿Dónde residía la trampa de la pregunta, en la palabra “hermano” o en “Moscú”? ¿Ambas? ¿Qué le diría si Severo, su hermano, preguntaba ahora por la nieve? ¿Cómo explicar la nieve? 

—Si te vas —repitió el Abuelo—, te estarán esperando.
—Te vi en la televisión, te vi responder cada pregunta, te vi.
—¿Quién?, todos, ¿dónde?, en todas partes, hombres ranas sumergidos, supuestas parejas haciendo el amor en la orilla, falsos pescadores, árboles que no serán árboles, luces lejanas que no serán estrellas; todos agentes aguardando la orden de cazarte cuando te metas mar adentro para abandonar el territorio nacional. 

—Una cosa seria esa distancia, ¿verdad?, 9550 kilómetros, perfecto nombre para un programa de televisión. 

Al Abuelo no le avergüenza la situación ya que todos sus amigos tienen uno o más hermanos en desgracia por ahí, la vergüenza es que su hermano no quiera entenderlo. 

—No puedes irte, Severo, y no es un consejo. 

—¿Crees que alguien escriba de nosotros? No de ti y de mí, hablo de “nosotros”. 

Sin darse mucha cuenta de lo que hace el Abuelo posa la mirada en la boca del gran cañón y ahí se le queda, sin respuestas. 

Avivada por una racha húmeda la peste a bicho muerto lo sacudió y se descubrió a solas, una colilla humeante en el pasto como único rastro de Severo. Allá el niño de las pompas de jabón, probando no ser ilusión, va manso del brazo de su padre apareciendo y desapareciendo tras las columnas que bordean el jardín. La fuente brota constantemente a pesar de que nadie le presta atención, por cosa de minutos el Abuelo esperó a que se iluminara, no ocurrió. Casi sin querer, avanza hasta donde la hierba caía en rocas. Debido a la variedad arbitraria de tonos y a una extraña perfección en ese caos, el cielo se le hizo inestable. La brisa cesó bruscamente y el sol, que andaba por la mitad, era cruzado por pájaros vagamente emparentados con las cigüeñas. Un mareo, una sensación en cascada al distinguir el cuero de lo que fue un perro amarillo y blanco pegoteado a las rocas como un huevo frito. Entonces al Abuelo se le nubló la vista y de un resbalón se vio de culo junto a la cosa muerta, la cabeza sin ojos del perro se despegó del risco y con aquel acento entre pausado y seco del Che le habló así: 

“Hay veces que no vale la pena emborronar cuartillas”.
Acto seguido la cabeza volvió a ser grama en la piedra.
Sin gritos, sin miedo, una manchita de sangre en la mano y la llamada monótona del mar que de pronto suprimió el habla, de pronto el Abuelo estaba sorprendido de ser él mismo. 


Respuestas de los niños de la URSS a las preguntas lanzadas por Serguei Mikjailov 

Me imagino que el primer año del siglo XXI no será el de prendas supermodernas o de robots; ¡el año 2001 estará dedicado a los niños de todo el planeta! No importa el lugar donde vivan, irán a la escuela, entablarán amistad, se escribirán cartas, y practicarán muchos deportes. 

En el año 2001 me bastará tan solo viajar unos minutos en el metro para llegar a Checoslovaquia y ver a mi amiga Judita Bendadorova. 

Natasha Lisenko, 13 años (poblado Medvédovka, provincia de Chernígov). 

Pienso que el año 2001 será así: yo trabajo como constructor del metro en el tendido de un nuevo túnel del ramal Moscú—Leningrado. Nuestra excavadora de reacción avanza velozmente, destruyendo a su paso las rocas más duras. En mi muñeca tengo un televisor diminuto. Pasan el noticiero. Me entero de que se ha comenzado a construir un ferrocarril intercontinental. Sobre los océanos montarán un monocarril colgante, en las zonas donde son frecuentes los huracanes deberán hacer túneles submarinos. ¡Y en ese caso necesitarán de nuestra ayuda!!! 

Serguéi Nozhin, 12 años (Leningrado). 

En el año 2001, todos los países del mundo estarán de acuerdo en fundir todos sus armamentos y, con el metal obtenido, construir en una magnifica isla del Caribe un palacio para los niños de todos los continentes. 

Vádim Shikin, 12 años (Moscú). 

Para ese tiempo, yo ya seré un verdadero escritor para niños. Sueño cómo salto de la cama por la mañanita, corro al baño, me lavo la cara y luego me siento a escribir. Considero que no existirá una gran diferencia entre el presente y el futuro, tan solo cambiarán significativamente la ciencia y la técnica. Algo que no me importa nada, pues yo tengo un objetivo en mi vida: hacer célebre mi apellido, ya que si yo no lo hago, es posible que ningún otro lo logre. Además quiero demostrar a la humanidad algo con mi propio trabajo. 

Vladímir Rudnij, 12 años (Lisva, provincia de Perm).

En esos tiempos seré guardabosques y espero que los animales me obedezcan. Quiero tener un helicóptero para extinguir rápidamente los incendios. La gente jamás ofenderá a los animales, pues encontrarán con ellos un lenguaje común. 

Serguéi Skarga, 10 años (poblado Vatútino, provincia de Járkov). 

Quisiera llevar del presente al futuro mi juventud, listeza, inteligencia y alegría. 

Yevgueni Orlov, 11 años (Simferópol). 

En nuestra ciudad, los edificios se parecerán a las espigas del trigo; no les temerán a los vientos ni a los huracanes ni a los terremotos; tan solo se balancearán un poco como la yerba. Detrás de la escuela en la que yo trabaje habrá un bosquecillo de abedules. La primera lección en todas las aulas será de historia natural. Así los niños aprenderán a ver y escuchar la naturaleza. La maestra abrirá la ventana y dirá: ¿Oyen? Es un viejo álamo que gime y cruje. ¿Oyen? Son las hojas del abedul que murmuran. Aprender a escuchar y responder significa ser amigo dirá la maestra. 

Galina Petrushkova, 13 años (Jabárovsk).


* Del libro Teoría de la transficción: Narrativa(s) cubana(s) del siglo XXI
(Editorial Hypermedia, 2020), compilación de Carlos A. Aguilera.




Librería

Teoría de la transficción - Carlos A Aguilera

Esta antología quiere mostrar la ligereza, la «borradura», el no género, el kitsch, el muñón o el self de algunos escritores. Carlos A. Aguilera




Teoría de la transficción - Carlos A. Aguilera

Teoría de la transficción

Carlos A. Aguilera

La literatura como máquina de guerra, como vampiro contractual y político, como nudo de fuerzas, no ha dejado de concebirse como escritura…”. Prólogo a la antología Teoría de la transficción. Narrativa(s) cubana(s) del siglo XXI, (Hypermedia, 2020).


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