“Nosotros, igual que esas botellas, también llevamos un mensaje”

Pues bien, querido, como dirías tú, levantando el vaso y guiñando un ojo… Pues bien, querido: el tren acaba de atravesar el río Jatibonico, lo que significa que estoy al fin en la Tierra Prometida. Compré una botella de ron en Santa Clara, y ahora, al entrar en mi provincia, me doy cuenta que entre trago y trago la he reducido a la mitad. Primero la destapé con los dientes y escupí el corcho, como tú solías hacerlo, y después de derramar para los muertos las primicias del licor (acción que aprendí de los espiritistas), dije en voz baja: Salud. En ese instante pasábamos por un puente, y el fragor se encargó de apagar mis palabras. No importa: desde el principio decidí dedicarte esta botella y este viaje. Nada podrá impedirlo.

Salí de La Habana por la madrugada, cuando todavía no había amanecido. Elías me acompañó hasta que el tren se puso en marcha. Luego lloré un poco, un poquito, pero a la larga me sentí aliviado al dejar atrás ese laberinto de elevados, de vías y túneles embarrados de hollín. Una niebla impertinente envolvía los campos. Más tarde la salida del sol nos encontró cerca del pueblo de Aguacate: apenas un caserío que dormitaba inerme entre montes de un dudoso verdor. Recordé que un amigo, a quien conocí durante mi primer viaje a La Habana, pasó allí su servicio militar. Mucho ha llovido desde entonces… Y hablando de lluvia, hace no sé qué tiempo que esta provincia mía no ve una gota de agua.

Te escribo a retazos. El calor es abominable. Cruzamos potreros, cañaverales, sabanas gigantescas; el terreno, cuarteado por la intensa sequía, parece a punto de arder. La hierba crece amarilla y rala; los arroyos culebrean como cintas de lodo. Este paisaje me recuerda el Valle de los Huesos del profeta Ezequiel. Los huesos estaban secos, calcinados (¿no era así?), y de repente ocurrió el milagro. Quién sabe, querido, si todavía estamos a tiempo… Pero por ahora lo seco sigue siendo seco. Falta vida, espíritu, humedad. Tal vez tengamos que esperar hasta el próximo milenio para que las cosechas reverdezcan. Pero sé que unas décadas más no te van a quitar el sueño, y menos ahora, cuando la eternidad te debe parecer una mera travesura infantil.

No soportaba ya el interior del vagón, con su gente aglomerada, su carga de aliento y de sudor, su promiscuidad innecesaria. Innecesaria, quiero decir, a esta hora del mediodía (la noche es otra historia), en pleno agosto, cuando el cuerpo prefiere mantenerse solo y fresco. A empujones logré llegar hasta la escalerilla, defendiendo mi botella, mi mochila, mi libreta y mi lápiz, y me senté en el escalón de abajo, con los pies colgando en el vacío. Aquí puedo escribir en paz. Ahora la sombra del tren corre sobre la hierba, oscurece matojos y guijarros, y el silbato de la locomotora acaba de ahuyentar una bandada de garzas. Unos niños en la puerta de un bohío me dicen adiós con la mano, y les he contestado con un leve gesto, incapaz de compartir su inocente entusiasmo. Escribo dos o tres líneas, tomo un trago de ron, y luego miro el paisaje encandilado: una llanura chata, unos árboles raquíticos, un ganado cabizbajo, unos charcos donde pulula la miasma, unos marabuzales pétreos, unas vallas con consignas rastreras, unos sembrados que parecen condenados a disolverse en la tierra estéril. Estamos entrando ahora a Ciego de Ávila.

¡Qué rápido se pasa por estos pueblos! Sin embargo, cada una de esas casas oculta una historia, y la vida no alcanza para escribir una docena de ellas. A lo lejos se ven las chimeneas de un ingenio. Por suerte ya la zafra terminó, y ahora volvemos al tiempo muerto; hasta el próximo año. Un año tras otro, un año tras otro… Revuelvo mi mochila buscando un lápiz, este ya tiene la punta gastada. Regreso a mi ciudad con un bulto de papeles, dos pares de zapatos y tres mudas de ropa, que Elías me hizo el favor de buscar en tu casa ayer por la tarde, Yo no quería volver a ver esas fachadas sucias de tu barrio, ni tu sala desordenada, ni tus cuartos con sus fotos de gente que un día se despidió bruscamente, sin la más elemental cortesía. Por cierto, una de las camisas que me trajo Elías tiene unas manchas oscuras a la altura del bolsillo, y yo he logrado identificar el origen de esas manchas: una vez ayudé a levantar del piso a un muchacho que se desangraba, y desde entonces esas motas oscuras se prendieron para siempre a la tela. Dionisio estaba conmigo esa noche. Su juventud me hizo olvidar la muerte.

Dionisio y Ricardito siempre serán jóvenes. Estoy seguro que la cárcel no les quitará la pasión por la música, ni cambiará esa bendita banalidad de la que ambos disfrutan. Me alegra saber que al menos se tienen el uno al otro. Pensándolo bien, cada uno de nosotros ha quedado en buena compañía: Dionisio tiene a Ricardito, Elías a Nora, José Luis a Gloria, Carrasco a Amarilis, Eloy a Oscarito, el chino Diego a su pintura, Fonticiella a sus creencias, Alejandro a sus viejos, y yo a ti. Yo quizás sea el más afortunado, ya que a los muertos uno les da la forma que uno quiere: los muertos son dóciles, se dejan moldear.

Este cielo sin nubes fatiga la vista. Pero pronto la tarde irá cayendo. El tren acelera, trepidando sobre los rieles. En el vagón los pasajeros cabecean: soldados, campesinos, estudiantes, madres con niños de teta, ancianas que a pesar del calor se empeñan en vestirse de negro, en honor a la memoria de alguien que posiblemente solo ellas recuerdan. El polvo les cubre la ropa, y un hilo de saliva resbala por algunas barbillas. Acabo de regresar del baño, donde tuve que orinar frente a un viejo resabioso que se tapaba parte del rostro con un pañuelo. Ahora un recluta me ha pedido un trago, y después de dárselo estuve a punto de preguntarle si conocía a un tal Eusebio González, que pasaba su servicio militar en el pueblo de Aguacate. Pero luego pensé que de eso ha pasado mucho tiempo, y que Eusebio debe haber concluido su etapa de soldado, a no ser que haya jurado en el ejército unos años más, para seguir sirviendo a la Patria, la Patria por la que morir es vivir… Pero ya sé que el Himno Nacional no estaba entre tus melodías favoritas. Peor para ti.

Un abrigo de cuadros rojos, un actor maquillado cojeando en el proscenio, un traje de dril y un sombrero de pajilla (un sombrero que protegía una cabeza rapada), un declamador de textos de Chéjov, un bebedor tenaz, una visión de un viejo que se arrastra, de una ventana por la que desfilaban espíritus; todo eso me viene a la memoria junto con la letra del danzón que dice: al esqueleto rígido abrazado. Las letras de las canciones nos persiguen. Pero es mejor a que nos persigan las personas, ¿no es cierto? Solo lamento que Judas quedara sin desenmascarar. Sin embargo, es posible que tengas razón: es posible que Judas el traidor y Juan el amado sean solamente máscaras intercambiables.

El traqueteo del tren me obliga a levantarme a cada rato. Unos jóvenes en el otro extremo del vagón se reaniman bebiendo a escondidas, pero no he querido acercarme a su grupo; nada tengo yo que ver con sus cantos, sus risas, ni mucho menos con su imprudente candor, que ojalá no les cause la ruina.

No volveré a viajar en mucho tiempo. Dentro de unos años iré a Santiago de Cuba, para pedirle perdón a Alejandro y decirle a la vez que ya lo he perdonado. Me hará feliz pasear por el trillo detrás de su casa, una serventía que atraviesa el monte y llega a una poceta. Pero ahora me toca encarar lo que alguien (hoy no te diré quién) bautizó como el pueblo de los demonios. Quiero enfrentar esa batalla como lo hizo el Valentín del Fausto: como un soldado y como un valiente.

Y aquí está mi ciudad. Debo haberme quedado dormido. Primero son esas casuchas de los alrededores, esos vecindarios con nombres de insectos: La Mosca, El Comején, La Cucaracha. Las ropas tendidas en los patios flotan como banderas, insignias de un reino individual que poco a poco se va desintegrando, sin que nadie pueda remediarlo. Ya es casi de noche, y las luces acaban de prenderse en los postes. Calles de adoquines, techos de tejas francesas, cercas de leña, patios con tinajones, riachuelos esmirriados… tierra llana.

Acabo de tomarme el último trago, pero no voy a botar esta botella: quiero guardarla como un recuerdo. Quizás un día meta esta carta dentro de ella, la lleve a la playa, nade hasta lo profundo, y la deje allí para que las olas la arrastren. Será mi último desvarío de poeta romántico. Siempre me gustaron las historias donde aparece una botella con un mensaje. O a lo mejor espere una madrugada con neblina y la rompa contra un banco del Casino Campestre, como hizo Elías una vez, después de haberte insultado y golpeado. Yo presencié la escena escondido detrás de un árbol. Con ese gesto Elías probablemente se libró de tus garras. Pero me gusta más la idea de echarla al mar. Quizás se quiebre contra las rocas de la costa, pero quizás prosiga su travesía secreta hasta llegar a su destino. Nosotros, igual que esas botellas, también llevamos un mensaje, solo que casi siempre resulta indescifrable. Hay tantas frases ilegibles, tantos párrafos tachados… Pero olvido que mis esfuerzos por hacerme entender siempre te parecieron risibles. No importa, mi querido Eulogio: mis afanes, mi sentimentalismo, esos rezagos de siglos pasados, al menos sirvieron —y aún espero que sirvan— para hacerte reír.

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..© Tomado de La travesía secreta (Colección Mariel, Hypermedia, 2018), de Carlos Victoria. La Colección Mariel recoge los 11 títulos más emblemáticos de esta generación.

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