Esta no es la novela de la Revolución

1.

Llegó a Lawton casi a la una. 

Había caminado durante horas, de punta a punta de La Habana. A puro pie, desde la mansión de la cónsul de Asuntos Políticos de la embajada norteamericana, aquella rubia que era la protagonista de cada una de sus pesadillas pornográficas, y que habitaba, sumida en lujo diplomático, al otro extremo de la ciudad. En una casona con patio y piscina, decomisada en 1959 a alguna familia de alto linaje que ahora, a la vuelta de los exilios, probablemente hasta admiraran a un octogenario Fidel Castro.

Allí habían tenido una reunión con los líderes de la oposición pacífica. Líderes imaginarios, por supuesto, pensó. Sobre todo después que el Ministerio del Interior asesinara a sangre fría en menos de un año a Laura Pollán y Oswaldo Payá. 

Toda la noche oyó hablar de proyectos para la tan tardía transición en Cuba, con promesas de financiamiento discreto a través de un tercer o un decimotercer país. Transición, presupuesto, desglose, grant. Términos técnicos, intraducibles de trago en trago y de bandeja en bandeja. Inentendibles para él, a pesar de ser pronunciados por el impecable español de los labios de Kathleen Kallenbenger, la agente K. O, tal vez, precisamente por culpa de los labios de ella es que él no los había podido entender.

Allí, bajo los laureles centenarios de la burguesía cubana y los micrófonos escondidos de la Seguridad del Estado, a medio camino entre la Marina Hemingway y el búnker familiar de Fidel Castro, se le había ido volando la velada nocturna, entre los tópicos de una disidencia prodemocrática y sus más íntimas tentaciones con Katty K.

Estaba convencido de que, a estas alturas de la historia, sería inútil para él intentar amar a una cubana. A otra cubana. Pero todavía conservaba cierta fe en que, si llegara a conocer a una mujer no nacida en Cuba, tal vez aún fuera concebible con ella la libertad de espíritu y corporal sin la cual los Sagitarios, como él, se marchitaban. Años después, Orlando Luis terminaría creyendo curiosamente justo lo contrario.

Al salir de aquella reunión semiclandestina, había caminado rápido, muy rápido. Demasiado rápido. Sin cansarse. Sin hacer la menor pausa. Sin darse cuenta de que estaba cansado, muy cansado. Demasiado cansado. Pero sin hacer la menor pausa en su caminata.

La angustia se le había hecho, como de costumbre, un nudo en los pómulos y la garganta. Opresión en el pecho. La madrugada se anunciaba mortecina. No en blanco y negro, sino en gris y gris. Fotones funerarios. Con sus retinas en resistencia, renegadas al menor síntoma de vitalidad. La tristeza casi lo obligaba a quedarse dormido de pie, caminando. 

De pronto le pareció que no le daría tiempo a salir vivo de Cuba. De pronto se convenció de que ya no alcanzaría a conocer otro cuerpo de verdad, en otro país que no fuera una patraña. Años después, Orlando Luis seguiría creyendo que al menos sobre este punto él nunca se había equivocado. Desde niño, la irrealidad de su propia realidad lo paralizaba. Narcolepsia nacional.

A lo largo del trayecto, fue respirando cada vez más el frío improvisado de aquel diciembre del año 2012. El último de sus diciembres en Cuba. Incluido su cumpleaños, el día 10, conmemoración internacional de los derechos humanos y también la entrega del Premio Nobel de Literatura. Como hoy. Porque recién había rebasado la medianoche cubana. Adiós, domingo decrépito.

Por eso le gustaba tanto su mes. Por eso le temía tanto. Según la edad lo iba acorralando en la Isla, sin el menor indicio de premios ni tampoco de literatura. Le había cogido tarde, como a la democracia. Ni Nobel, ni derechos humanos. Mierda materialista sobre mierda materialista. El totalitarismo se le reveló, bajo la luna en ruinas de las avenidas de La Habana, como una colosal perdedera de tiempo. Un pasatiempo perverso. No tanto cárcel, como calendario. Cronos, más que Castro.

El predestinado avanzaba ahora hecho un manojo de nervios. Humillado por su propia autohumillación. Al visionario le temblaban las manos. Sentía sudoraciones, a pesar de la baja temperatura. Mareos, náusea. Por momentos, al profeta le sangraba un poco la fosa izquierda de la nariz. No a chorros, pero sí más de lo esperado para una crisis de histeria o un ataque de pánico.

El escritor cobarde pensó que se estaba muriendo en la Cuba de Castro. Caminando y muriéndose en la soledad invernosa de su ciudad natal. De pie y cadáver, apenas rebasado el domingo en vísperas de su cumpleaños. Con una erección patética entre las piernas y encima apencado, a ras de otro lunes sin libertad.

Le daba grima pensar en las hipócritas necrológicas online que, después de muerto, le dedicarían Yoani Sánchez y Dagoberto Valdés, por poner un par de ejemplos. No quería verse convertido en otro mártir de mentiritas o en el nombre de una ONG en Washington DC, que para colmo fuera a patrocinar el concurso cívico Orlando Luis Pardo Lazo in memoriam, con fondos del Departamento de Estado o People in Need. 

Mucho menos podía imaginarse la pena polite de la cónsul Kathleen Kallenbenger al enterarse de la triste noticia, para colmo enviando una corona de flores en dólares a la cochambrosa funeraria de Luyanó. O peor, personándose allí, como gesto de buena voluntad en pleno velorio. Toda carne caliente ella, toda ella futuro foráneo, en medio de la corrupción cadavérica no sólo de ese prometedor escritor, sino de todo su carroñero país. 

Las rubias y la muerte a él siempre le dejaban una especie de nostalgia insondable. Eran casi sinónimos, aunque no se mezclaran. Por lo demás, Orlando Luis no podía concebir un mundo sin Orlando Luis. Sería como concebir una literatura cubana que no hubiera sido leída o escrita por él. Fundada y fulminada por él.

Llegó a su barrio casi a la una. 

Era un reparto de las afueras llamado Lawton, rara palabra. Él había nacido allí, cuatro décadas exactas antes. En 1971, un viernes. Y desde entonces sólo allí había habitado, en la misma casita de maderas machihembradas del número 125 la calle Fonts, otra rara palabra.

Lawton y Fonts. Fonts y Lawton. Como quien dice: Camilo y Ché, Ché y Camilo. Nadie los olvidará.

El mismo cuarto, la misma cama. El mismo cuerpo, con la misma cabeza colocada encima, pensando desde muy pequeño en los mismos terrores y en la misma poesía, ambos imposibles de ser expresados por él en toda su belleza sobrehumana. 

Sus mismos padres, Dionisio y María, por entonces tan octogenarios como Fidel Castro. Todos en las mismas noches de diciembres delicados, cuyo silencio era roto por los brutales bramidos de un tren tras otro tren, cargando en sus mismos vagones a las mismas vacas con destino al matadero de Lawton. 

La misma muerte, siempre tan lejana. Tan ajena. Una muerte que era inevitablemente la muerte de otros, a manos de otros. Los estúpidos que se dejaron enfermar. Los imbéciles que no supieron no envejecer. Con algunos suicidios más o menos improvisados, que Orlando Luis preferiría no recordar hasta el suyo propio. Una muerte animal.

Y, por supuesto, las mismas estrellas arriba, miradas centrífugas alrededor del cenit de la medianoche insular. Milagros de luz muda, material. Jardines cósmicos. Cada estrella, una flor. Como los ojos de quienes se fueron quedando sin ojos, a lo largo y ancho de un mismo lenguaje y una misma Revolución Cubana. Me quiere, no me quiere. Pétalos patrios, pétreos, pútreos. Me quiere y no me quiere. 

Abrió la puerta de la calle. Entró. Fonts 125 por fin, por fin de vuelta a Lawton. Caminó en penumbras por el pasillo, hasta meterse dando tumbos en el baño. Meó, sin prender la luz, y regresó por el pasillo hasta alcanzar su cuarto. Hogar es el sitio donde uno puede ubicarse hasta con los ojos cerrados, pensó.

Se tiró sobre la cama. Sin hacer ruido, en una caída ingrávida. En cámara lenta, lentísima. Una caída larga, larguísima. Una tala gentil, generosa, como caen los árboles. También, como caen en los libros de infancia los principitos exhaustos. Mort de fatigue. Mort de peur.

Afuera, el año 2012 se terminaba abúlicamente en todo el territorio nacional, incluida sus aguas territoriales. Y ningún diciembre podría hacer nada al respecto para evitarlo. Ni Yoani Sánchez ni Dagoberto Valdés, por ejemplo, ni nadie salido de la supuesta sociedad civil cubana. Ni siquiera Kathleen Kallenbenger tenía la más remota idea de lo que le pasaba, de lo que le estaba a punto de pasar. A él. A ella. A Cuba.

Al contrario de la barbarie, el aburrimiento del ser humano sí tiene un límite. No es del terror que salen todos los terrorismos, sino de un estado de tedio terminal.




Librería



Mis felicitaciones a este bloguero ripioso sin ningún talento, el Gran O, por el tan cacareado lanzamiento de su nuevo libro…
Donald J. Trump, @realDonaldTrump




Dagoberto Valdés

Dagoberto Valdés, el gato de Alicia y los cambios en Cuba

Ladislao Aguado

La más larga entrevista concedida por el líder laico Dagoberto Valdés, fundador de la revista Vitral, del Centro de Formación Cívica y Religiosa de la diócesis de Pinar del Río y del proyecto Convivencia.


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