Los tigres y el niño


Era un panfletico de lectura urgente, inmediata. Y circuló muchísimo dentro de Cuba, cuando el desierto de los años noventa crecía a pasos agigantados, devorándonos al por mayor. Como el miedo y el marabú. Como la mentira y el materialismo científico. Mientras el crimen y la amargura del alma se encargaban de hacer el resto. De deshacerlo.
 
En 1991 se acababa la Revolución Cubana y yo era pobre y feliz. Pesaba apenas cien libras y tenía todo el dolor de ser cubanos resumido en mi mirada. Ojos color tiempo o color tarde, según el observador. Con sarna, piojos y oxiuros, pero feliz, feliz, como una perdiz del post-proletariado.

El panfletico tenía un título de Premio Nobel de Literatura: Los niños y el tigre. Y estaba firmado por un tal Roberto Luque Escalona, uno de esos intelectuales del castrismo con nombre de pelotero. Aunque fuera un noveno bate.

El tigre de su libro era, por supuesto, Fidel. Hermoso y homicida. Una bestia que fascinó y cogió por sorpresa a los niños, que entonces éramos los cubanos. Tremenda ecuación para la utopía: un tigre nunca descuartiza a los inocentes. Al contrario, los lame y se relame. Hasta el día en que ambos pierdan el idilio de semejante inocencia imaginaria.
 
De hecho, Fidel nos erotizó con su lengua. A los machos, mucho más que a las hembras. Al respecto, se rumoraba que el premier cubano era muy mala hoja, a la hora horizontal de la cama. Pero, cuando Castro estaba libre de la perdedera de tiempo vaginal, cuando se erguía estentóreo entre falos y fusiles, al comandante nunca se le caía el verbo, que era su verga volátil al punto de lo inverosímil. 
 
La oratoria castrista nos paralizó en tanto país, nos la paró. Castrando de paso a sus paisanos, como corresponde a todo fascismo machorro.
 
Eso es todo lo que recuerdo de aquel libro. Tampoco importa ahora demasiado. Más importa Korda, gozando el capitalismito yanqui de 1959, rodeado de flashes y trajes y corbatas en el emblemático zoológico del Bronx.

Hasta allí había volado Fidel Castro, como un pájaro migratorio insular, a ver si podía cimentar su tiranía con los halcones del Pentágono o, de no ser posible el coito intracontinental, copular entonces con los cazacaudillos de la embajada soviética en Washington DC. 
 
En la foto, todavía es el viernes 24 de abril de 1959. El mundo está apenas por empezar. Fidel y el tigre intercambian miradas, muy serios, y acaso también tantean sus mutuas personalidades. Son tal para cual. Con una diferencia. El tigre del Bronx está preso de por vida. Y por eso Fidel Castro se viró de pronto para Marita Lorenz, que no sale a propósito en esta foto de Korda, pues siendo menor de edad se estaba templando al futuro ícono del Tercer Mundo.

Fidel Castro le dijo a Marita Lorenz, sin el más mínimo atisbo de pedofilia:

―A mí no me va a pasar como al tigre ese. A mí nunca nadie me va a enjaular.


© Imagen de portada: Korda.





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2 Comentarios
  1. Magistral comparación. Tengo entendido que el tigre no es como el león, no anda en manadas. Casi siempre solitario, su coto privado de caza puede alcanzar los 80 km cuadrados de bosque.

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