Hecho Hildita, señora, hecho Hildita


La muñeca se la llevó mi madre en persona. Una mujer noble de alta educación y bajo nivel de escolaridad, que trabajó toda su vida en la fábrica de muñecas Lilí, negocio capitalista convertido enseguida, por obra y gracia de la Revolución en el poder, en el Establecimiento 007 Reinaldo Aulet. Allí trabajaba también mi padre.
 
Es posible incluso que mi madre aparezca en la foto, conmigo en brazos, aunque se trate sólo de otro anacronismo atroz. En cualquier caso, hoy por hoy, ya todo en mi biografía sin Cuba lo es: una cosa caída como de cualquier otro tiempo y lugar.
 
La niña de plástico debe llamarse Loreta y su destino es incierto, como tantos y tantos objetos burgueses que sirvieron de tótem y catalizador del comunismo cubano. 
 
La niña que no es de plástico se llama Hildita y es la hija humana del Che. Por eso mismo, es la hija que tuvo que morirse aún de joven. Las sobrevivientes, dos viejas vacunas, no tanto en el sentido somático como moral, sobreviven todavía por ahí, ambas sin mencionar jamás a su hermanita mayor, por ser la única que conoció en persona el sistema capitalista (además de, por supuesto, a su padre).
 
Las persianas, los pestillos, la lámpara, los zapaticos de charol, hasta las paredes sin ninguna textura en la foto. Todo nos remite irremisiblemente a La Habana. Es 1960 y el mundo acaba de empezar para millones de contemporáneos cubanos. Para otros tantos, se acaba de acabar.
 
La mano de mi madre, por cierto, se parece a la garra de un pájaro de rapiña. Lo es, en más de un sentido. De hecho, yo terminaría siendo una especie de bebé de los Rosemary.
 
Ernesto Guevara recién ha llegado a casa de Hilda e Hildita. La prensa lo estaba esperando desde hacía horas. Ya es entrada la noche. El Che no es un padre, sino más bien un actor. La visita es en realidad una actividad programada por su ministerio. 
 
Hildita no lo sabrá nunca. Sonríe con sus ojos mitad peruanos y mitad del Cono Sur. Como a toda niña cargada de futuro, sería monstruoso comunicarle ahora que su papá del alma es un monstruo, que vino de matar cubanos a sangre fría y que se va muy pronto para seguir matándolos, no muy lejos de casa, en el castillo de la Cabaña, mientras ella duerme el sueño inocente de la mayoría del pueblo revolucionario. 
 
Entre los fusilados, hay vecinos de esa casa robada a una familia que huyó al Norte. Pero, al menos por esa noche, las mujeres del mundo irradian felicidad, como telón de fondo a una Hildita escoltada por sus muñecas y con escoltas apostados afuera de la mansión, como muñecones.
 
Es un gran momento para la nación cubana. La muerte impera rampante, como renovación espiritual. El fascismo en Cuba se llamó Fidelidad. Se trata, a fin de cuentas, de una época bíblica, sobresaturada de profetas y mártires que hoy, a lo sumo, son un enlace roto de internet.
 
Siempre estuve enamorado de la mujer en que Hildita Guevara se convirtió. Su muerte, en pleno Período Especial, me ripió lo que me quedaba de corazón, en medio de los apagones y la violencia ciudadana y de Estado. Este lunes me doy cuenta de que la amé también desde niña.
 
Hildita, mi amor, hubiera jugado a las muñecas contigo (me gustaba hacer de doctor). Tu aura de blanco virgen contrastando con el negro luctuoso en serie de tu papá. Tus ojos entornados a los cielos sin Dios de nuestra incipiente patria, isla inclemente de donde la inocencia fue lo primero que se exilió.
 
En la sangre, en el polvo, en la herida. 
 
En la muerte, Hildita, en la muerte.




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Santa Castro

Orlando Luis Pardo Lazo

Fue, fumó, fascinó.






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