Cumpleaños de cristal



El cake era el mismo, repetido hasta la saciedad sobre idénticos mantelitos bordados en el capitalismo, los que metamorfoseaban, de año en año, una mesa de aquel estilo que nunca existió llamado “renacimiento español”. 

Manteles de telas convertidas en ilusión por las manos maravillosas de un maratón de mujeres, nacidas y educadas en la República dejada atrás, como se deja la infancia.
 
También las botellas de refrescos eran las mismas, cuyos moldes de vidrio eran una patente local de la Coca-Cola. Como era la misma, la ensalada mayonesamente fría de huevo hervido con macarrones, piña y ají (rojo, rojísimo, como la vida misma, como la pasión de ser personas y estar presentes entre personas contemporáneas).
 
Como también eran los mismos, por supuesto, el pan y la pasta de bocaditos (anaranjada, anaranjadísima, como las puestas de sol entonces, como ciertas enguataditas de corduroy). 

Incluso, la palabra bocadito era la misma. El español no nos engañaba, como las lenguas adultas que vendrían después, tan ajenas. Bocadito: aquella pequeña mordida que iba a quedar para siempre incrustada en nuestra memoria íntima y colectiva.
 
Eran los años 70 del socialismo cubano. La miseria aún no conseguía convencernos de ser miserables. Era demasiado pronto todavía. Recién acabábamos de nacer y nuestros padres apostaban por una generación más, por favor, una más. Antes de reconocerse tristes de remate, con esa tristeza tan típica de las utopías.
 
Éramos inmortales y no lo sabíamos. Por eso mismo lo éramos. Porque hay algo de ignorancia vital en quienes íbamos a vivir para siempre. 
 
Nadie se iba a morir, menos entonces. Nadie se iba a ir, menos entonces.
 
Aunque se morían. Los murieron.
 
Aunque se iban. Los fueron.
 
Pero tampoco nadie nos decía nada. Todo lo teníamos que intuir por nosotros mismos, con esa sabiduría austera que tienen los niños en tiranía.
 
Las caras, sin embargo, no eran las mismas. Mónica, Isabelita, Randelís. 

Por más que en la tardenoche de un viernes cualquiera, por ejemplo, cada cual celebrase su cumpleaños en simultáneo. Orlando, Andresito, Ulises. Y por más que La Habana se hiciera un bullicio unánime de rabos al burro con tachuelas de mural y piñatas desbordantes de serpentinas (confeti hecho a mano con ponchadoras) y caramelos como canicas rompequijás.
 
Si no te has muerto, niña, puedes buscar tu rostro en esa muchedumbre infantil. Búscate en Mónica. Hazte Isabelita. Sé Randelís. No había dios ni estado que pudiera coartar nuestra felicidad, que era en esencia un prestar atención al otro y un habitar en una casa humanamente habitada. 
 
Si no te has muerto, niño, puedes buscar tu rostro en esa muchedumbre infantil. Sé Orlando. Hazte Andresito. Búscate en Ulises. Nunca nadie traicionaría a nadie, ¿recuerdas? La Habana, más que Cuba, era la garantía de que nunca nos íbamos a abandonar.
 
¿Qué pasó, Orlando o Mónica? ¿Por qué no alcanzan las palabras ni la voz?
 
Todo se hizo tan descomunal, Andresito o Isabelita, y corrimos como locos tras la primera lluvia extranjera que nos engañó.
 
¿Qué pasó, Ulises o Randelís? 

Perdimos el aliento y ya no hallamos el perdón, cuando, en aquel cumpleaños de cristal opaco, nos soltamos de la mano y olvidamos para siempre dejar un beso en nuestras mejillas vírgenes de rubor.




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Santa Castro

Orlando Luis Pardo Lazo

Fue, fumó, fascinó.






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