Carne de UMAP



Juraría que yo pasé por allí. Por esa acera ante la casita de mampostería. Con las arquetípicas arecas sobreviviendo a ras de su devastado jardín. 
 
Hasta el terrazo del césped me resulta tan familiar. Todo, todo, todo. La ristra de persianas, el patrón de las rejas, la disposición esquinada de las ventanas dobles. 
 
Duele, duele, duele. Por favor, ayúdenme a no recordar. Es demasiado. Estamos, simplemente, ante la presencia y la imposibilidad del hogar. 
 
Otra vez comienza el otoño. Estos años son ahora el presente del cielo. Y el alma apátrida de los cubanos vuelve en rebaño a la Isla de la Libertad. Allí, donde se sientan los pobres viejos que fuimos felices en aquellos tiempos remotos donde la vida no tenía edad. 
 
Es un barrio de las afueras de La Habana. Es aquella ciudad imperial que terminó atrapada en los adentros de la Revolución Cubana.
 
Ellos son pepillos. Acaso, apenas pepillitos. 
 
Ninguno ha hecho el amor todavía. Ni siquiera han visto desnudo el cuerpo de una contemporánea. Son varones no tan extravagantes como ellos mismos se pintan. No sueñan con votar en un plebiscito, ni con casarse con un culo cubano del mismo género. De hecho, la felicidad de sus poses teatrales pasa por ignorar olímpicamente esa palabra tan anorgásmica, “género”.
 
Ninguno tampoco ha tenido la oportunidad de hacer nada malo. Cuando más, un cigarrillo robado al padre. O comprado al por menor de manera clandestina. En la bodega de la esquina, el chino o el gallego se resisten a venderles una cajetilla completa, con o sin marca comercial intervenida como propiedad social.
 
Cuando más, su crimen es el de vestir la manga de las camisas y el bajo de los pantalones un poquito estrafalario. Es cierto. Pero ni siquiera han alcanzado a dejarse crecer el pelo. Y en Cuba no se ha inventado el tatuaje todavía. No hay drogas ni pasaportes que les permitan emprender un viaje de emancipación. 
 
En definitiva, son pepillos en potencia. Y la van a pagar muy caro. Por nuestra culpa.
 
El fotógrafo norteamericano Lee Lockwood es el culpable clave en esta tragedia. Su lente los está delatando a las autoridades. Su arte de periodista profesional norteamericano acaba de desgraciar a seis familias cubanas. 
 
Lockwood ganará premios internacionales a título del progresismo anticapitalismo y antidemocracia. Sus sujetos, en cambio, fueron premiados ganando tiempo de torturas en un campo de trabajos forzados local, en las antípodas de La Habana.
 
Así, la foto de este lunes constituyó alguna vez una evidencia pericial. Varios de estos niños de los años 60 serían muy pronto condenados a punta de AKM por el Estado revolucionario. Son, aunque parezca una exageración en el año 2022, enemigos personales de Fidel Castro.
 
La ecuación es muy simple: la Isla de la Libertad era desafortunadamente una sola, la Utopía no contaba con suficientes kilómetros cuadrados para alojar en simultáneo a la pepillancia xenofílica y al cheo matón de Fidel Castro.
 
Sesenta años después de la UMAP, ya han muerto todos los testigos, víctimas y verdugos involucrados en esta instantánea, incluidos el fotógrafo y el tirano. Han muerto, en el más amable anonimato, los seis pepillos potenciales (nadie los contó nunca, nadie nunca contó con ellos). Y también, por supuesto, hasta John Lennon y George Harrison los abandonaron.
 
Los vivos estamos ahora en minoría radical. 
 
Cuando la democracia por fin recale en Cuba como por casualidad, habrá que construir en esa Habana de memorias imaginarias un monumento a los seis niños fantasmas de la UMAP.




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Santa Castro

Orlando Luis Pardo Lazo

Fue, fumó, fascinó.






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