El profeta

Alguien trató de probarme, en una ocasión, que el protestantismo era una quinta columna del judaísmo internacional por la afición que tienen ciertos grupos evangélicos a ponerles a sus hijos nombres del Antiguo Testamento. En la rama materna de mi familia esto era lo usual. Además de los nombres hebreos de Juan, David o Rubén, que los comparte la tradición cristiana, también podían encontrarse Azariel, Eliecer, Josué, Zacarías, Nehemías…

A este último nombre respondía un primo lejano de mi abuela, de pequeña estatura y cara curtida, cuyas facciones, durante mucho tiempo, imaginaba idénticas a las del caudillo que emprendió la reedificación de Jerusalén al regreso de la primera diáspora.

Nehemías y su familia tenían una quinta en las afueras de Trinidad, donde empezaban las primeras elevaciones del Escambray: una finca pequeña en que predominaban los frutales, los cuales creaban un ambiente umbroso y húmedo. Contrario al personaje bíblico —que pasó a la posteridad como urbanista— este Nehemías había vivido siempre inmerso en el campo, ajeno a la vida de la ciudad colonial que empezaba a extenderse casi a las puertas de su casa. 

Cuando la revolución contra Batista, Nehemías era bastante joven, pero los rebeldes visitaron varias veces la quinta en busca de vituallas y hasta acamparon en ella transitoriamente cuando la toma de la ciudad en los últimos días de 1958. Supongo que debe haberle entusiasmado la novedad de esa aventura, y habérsele despertado la apetencia por aquella empresa de hacerse héroe con un fusil y en medio de la naturaleza que le era tan familiar, con una tropa sudorosa en la que se mezclaban los olores del cuerpo y los vahos penetrantes de la tierra.

El triunfo de la revolución debió haber frustrado sus planes en ese sentido, y la implantación de una dictadura no tardaría en brindarle un pretexto. Debió de alzarse en 1960 o acaso en el 61. El padre, que alguna vez nos visitaba, no podía ocultar su preocupación, aunque le aseguraban fuentes confiables que la partida a la que pertenecía su hijo era bastante numerosa y, desde luego, que el empeño insurreccional se vería cada vez más respaldado por grupos del exilio y por los americanos, de suerte que a Nehemías no habría de durarle mucho su misión de insurgente.

—Después, cuando las cosas no salgan tan bien como sueña, se dará cuenta de que se ha sacrificado en vano —aseveraba el viejo, que le auguraba a su hijo las desilusiones de la victoria—. De todos modos, yo lo quisiera tener muy pronto en casa, que meterse a patriota es muy riesgoso.

Con algunos de los emisarios de los alzados que pasaban por casa, Abuela solía indagar por Nehemías. Con semejante nombre no era posible —creía ella— pasar inadvertido; pero, en verdad, pocos de los que venían a vernos sabían de él, y otros no hacían comentarios demasiado entusiastas.

—Ah, sí, un tipo bajito y hablantín. Tiene muy buenas piernas, le dicen el jíbaro.

Después de un tiempo, y acaso por una especie de instintiva vergüenza, Abuela dejó de preguntarles a nuestros visitantes por Nehemías, aunque siempre se interesaba con el padre cuando este pasaba a saludarla.

Un día llegó más sombrío que otras veces y, mientras hacía sus comentarios acostumbrados a la espera de una taza de café, la voz se le quebró de repente.

—Tengo a Nehemías escondido en la casa desde hace como un mes. Ha vuelto destruido. Está como loco y va a enloquecernos a todos, y yo no sé que voy a hacer. He pensado en sacarlo del país, pero no tengo contactos y, además, no creo que en el estado en que se encuentra tenga valor de hacerlo. Temo que si se queda lo van a prender tarde o temprano. La quinta debe estar vigilada.

—No te digo que lo traigas —era mi madre quien hablaba—, porque ya sabes lo mal vistos que estamos y sería un riesgo mayor para todos.

—Ni siquiera lo había pensado, sé que ustedes no pueden. Pero al menos querría sacarlo de la quinta y, de ser posible, que se fuera a esconder en La Habana.

Mientras hablaba, el viejo había comenzado a pasearse por la cocina, tratando de controlar un temblor que lo agitaba por entero.

—Sosiégate, que nunca te ha hecho más falta la serenidad —le dijo mi madre—, alguien en tu casa debe tener ahora la cabeza en su sitio.

Y mi abuela, siempre atendiendo a lo inmediato, agregó:

—No debes abusar del café en estos momentos, mejor te habría preparado una taza de tila o manzanilla.

Al cabo de un rato se calmó para caer en su ensimismamiento habitual. De su pequeña granja siempre nos traía frutos menores, hortalizas, aves de corral…

—No se preocupen, volveré pronto con unos pollos.

Pocos días después vinieron a contarnos que la policía había allanado la quinta al amanecer y había arrestado a Nehemías y a su padre, aunque a este último lo habían puesto en libertad al cabo de unas horas. A Nehemías no tardaron en trasladarlo a Condado.

Para entonces, Condado era ya un sitio célebre: combinación de cuartel y centro de investigaciones. Aunque el gobierno se jactaba de su trato humanitario hacia los presos, en Condado se torturaba e iban cobrando fama las refinadas innovaciones que allí ponían en práctica los comisarios de la Seguridad del Estado. Las llamadas “celdas frías”, los fusilamientos ficticios y los interrogatorios incesantes pertenecían al repertorio de la tradición, al menos de los países comunistas; pero “la muñeca” era más novedoso.

La primera vez que nos lo contaron, en casa pensamos que se trataba de una exageración que no merecía divulgarse, pero los testimonios de diversas personas de confianza nos confirmaron la existencia y aplicación en Condado de este peculiarísimo método de tortura: consistía en que al reo, completamente desnudo, se le daba a mecer una muñeca de goma a la que tenía que arrullar en presencia de sus inquisidores. Hubo muchos que acabaron por doblegarse con el consiguiente derrumbe moral, luego del cual la confesión se producía como un alivio.

Aunque Nehemías no había estado nunca en el círculo de conspiradores de mi madre, en casa temíamos que no pudiera resistir el interrogatorio durante cierto tiempo —suficiente para que algunos de sus colaboradores llegaran a escapar— y que la Seguridad del Estado fuera capaz de llevar a cabo una redada demoledora que desestabilizara otros focos conspirativos y, por azar, afectara a alguien más cercano a nosotros. Esa preocupación se acrecentó cuando vinieron a decirnos que Nehemías había mecido la muñeca.

Mi madre hizo correr enseguida la voz, y los asiduos colaboradores de alzados, que venían en busca de información y provisiones, dejaron de frecuentarnos, al tiempo que trasladábamos o hacíamos desaparecer cualquier material —armas, proclamas, medicinas— que pudiera comprometernos. Yo era un muchacho, y si bien de muchas cosas no me daban razón debido a mi edad, mis mayores contaban con mi discreción.

La policía nunca nos molestó, pero la precaución sirvió para tranquilizar a todos cuando, poco después, supimos que Nehemías había empezado a confesar. Según la fuente, sus declaraciones habían sido tan vehementes y minuciosas que terminaron por agotar a los interrogadores. En los días sucesivos nos enteramos de que sus declaraciones proseguían y que la Seguridad empezaba a inquietarse por la vastedad de las implicaciones. Entre los amigos de la familia, a pesar de las terribles consecuencias que esas implicaciones podrían tener, la confesión de Nehemías se convirtió en cosa de chiste, en tanto la policía practicaba arrestos masivos entre sus amigos y conocidos.

—¿Qué les parece el profeta Nehemías? —nos dijo una mañana en tono jocoso un amigo que, de seguro, desconocía el parentesco del preso con mi abuela—. Se afirma que ya pasan de un centenar las personas que ha denunciado y que no tiene para cuando acabar.

Mi madre se sintió en la obligación de mostrarse misericordiosa:

—Hay gente que resiste menos la tortura. Sabe Dios lo que deben haberle hecho.

—No más que a otros. Cuando se es tan pendejo uno no se mete en ciertas cosas que están reservadas para los hombres.

—Pero muchos de esos hombres han mecido la muñeca y han hablado. Nehemías no es el único.

—Cierto, pero él es el Profeta. Cuentan que, cuando terminan de interrogarlo, todavía sigue gritando por un rato los nombres de personas de quienes dice que va poco a poco acordándose. Los guardias han tenido que ponerlo en una celda solitaria por temor a que alguno de los presos lo mate.

Yo me sentí acalorado por la humillación.

No mucho después, el caso de Nehemías se daba por cerrado. El número de personas implicadas por sus confesiones pasó de un centenar —de los cuales fusilaron a algunos y a muchos les impusieron altísimas sanciones. Nos contaron que, al final, uno de los interrogadores lo había silenciado a bofetadas.

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© Relato perteneciente al libro Historias de la otra revolución (Hypermedia, 2018).

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