Las sombras romanas de Calvert Casey

Cita de prófugos en Cornavin

Al final de una mañana de 1966 Calvert Casey llegó, probablemente desde Budapest, a la estación de trenes de Ginebra donde lo esperaba su amigo Juan Arcocha. Calvert iniciaba un último exilio que, como es sabido, terminaría con su suicidio en Roma. 

Ambos escritores se conocieron en La Habana en 1959 al volver a la Isla de lugares disímiles para coincidir en los primeros meses de la insólita Revolución: Calvert había llegado de New York en 1957; Arcocha desde París, adonde se había ido en 1955 a estudiar Letras en la Sorbona. En el número 51 de Lunes de Revolución, del 4 de enero de 1960,dedicado precisamente al primer año del castrismo, coincidieron los dos. 

En su crónica “El centinela en el Cristo” Calvert cuenta una visita nocturna —acompañado por un turista extranjero—, al Cristo de Casa Blanca en Regla, del otro lado de la bahía de la capital. Las páginas son un elogio al “rostro infinitamente limpio y profundo de un centinela”, encarnación del nuevo hombre revolucionario. Arcocha, más explícito, en su breve comentario “Saludo a los nuevos cubanos”, exaltaba el rescate de valores morales de quienes habían contribuido a la caída de la dictadura de Batista y construían la nueva sociedad. Poco tiempo después y durante la visita a Cuba de Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, Arcocha sería el intérprete de ambos, hecho por el cual se le identificaría en lo adelante en los recuentos históricos y culturales de la época.

Lejos, muy lejos estaban ambos amigos de sospechar que poco tiempo después se saludarían, como fugitivos de una élite errante, en una estación de trenes suiza. Los dos, en momentos dispares, y en circunstancias también diferentes, habían dejado tras ellos la Isla, el entusiasmo por la Revolución y sus lenguas maternas para vivir en Europa. Si estaban en Ginebra era, precisamente, porque la condición de políglotas, esa capacidad de desdoblamiento de la identidad, esa amalgama de simulación y apropiación, les permitiría sobrevivir en la nueva patria del exilio.

La tregua momentánea que significaba encontrar a un amigo con el que compartía múltiples afinidades hace pensar en el único poema que Calvert Casey escribiera y que —azares de la fuga— acababa de publicar entonces en La Habana en la revista La Gaceta de Cuba: “A un viandante de mil novecientos sesenta y cinco”.[1] Por unas semanas, Juan Arcocha se convirtió en su sostén y Calvert no encontró palabras ni actos para agradecérselo.

Después de haber sido corresponsal de Revolución en Moscú y agregado de prensa en la embajada cubana en París junto a Alejo Carpentier, Arcocha decide quedarse a vivir definitivamente en Francia. El poder hablar varios idiomas hizo que buscara trabajo como intérprete en varias organizaciones internacionales, como la Unesco en París —donde trabajaría con Julio Cortázar—, la FAO en Roma y las Naciones Unidas en su sede suiza. 


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Página del original de la novela La sombra romana, de Juan Arcocha.
Cortesía de Armando Valdés-Zamora.


Juan acogió a Calvert en su estudio recién alquilado, no lejos de su lugar de trabajo, las oficinas de la ONU. El desconcierto y las aprehensiones propias al carácter de Calvert se acentuaban por la decisión de exilarse y la obligación de asumir la precariedad material, e incluso, la legal. Al haber renunciado a su nacionalidad estadounidense, Calvert quedada desamparado y a merced de las autoridades de la Isla para renovar su pasaporte cubano.[2]

Por su parte, Juan tardaría diecisiete años de ruegos a las autoridades de París para poder tener la nacionalidad francesa: “los franceses —me contaba— se preguntaban si yo trabajaba para la CIA o para la Seguridad cubana. Lo peor es que, sin trabajar para ninguna de las dos, tanto la CIA como la Seguridad sospechaban lo mismo, dejándome en un limbo legal que me obligó a darme cita con mi madre en la frontera de Canadá por no tener visa para ir a Miami”.

“¿Qué te parece si le escribo a Antón una carta a La Habana contándole que Juan recibe tan bien que hasta me prepara el desayuno y me lo lleva a la cama todas las mañanas?”.

Con estas ocurrencias que dejaban pasmado a su anfitrión y por momentos alternaban con el desasosiego, recordaba Juan la estancia de Calvert en Ginebra. 

Al principio de su exilio, sin saber qué hacer para encontrar un trabajo y con unos 300 dólares de ahorros, Juan Arcocha había sentado campamento en un hotel de Ginebra. Su misión consistía en pasar varias veces por semana por la ONU a citas con las que lograría al final tener un contrato de intérprete del francés, del inglés, del ruso y del italiano, lenguas que hablaba. Este era el argumento con el que había convencido a su amigo para unirse a él en Suiza. Antes de que volviera a La Habana a trabajar en una quincalla y en la Cuban Telephone Company, Calvert había fungido como intérprete en las oficinas de la ONU en New York. 



Juan Arcocha y la pintora Gina Pellón.
Cortesía de Armando Valdés-Zamora.


Entre las escalas que hiciera Calvert para despedirse de sus amigos a principios de 1969, estuvo una visita a Juan en su apartamento en París. Después de entrar y sentarse, casi sin haber comenzado a conversar, le lanzó como un alivio la frase que dejaría perplejo a Juan:

“Querido Juan, mi madre acaba de morir en La Habana… Ya puedo suicidarme sin remordimientos”.[3]

Guillermo Cabrera Infante, en su ensayo “¿Quién mató a Calvert Casey”?, incluido en su libro Mea Cuba, narra el momento en que Juan Arcocha, “amigo que amaba a Calvert —no era una hazaña: todos sus amigos amaban a Calvert”—,[4] le dio por teléfono la noticia del suicidio de Calvert Casey en Roma. 


La sombra romana

Tal y como reza en un tachado apunte final del manuscrito, fue en Roma, en 1979, cuando Arcocha terminó La sombra romana, una novela dedicada a Calvert Casey que nunca se publicaría. 

La novela cuenta la historia de Jorge, un intérprete de la FAO que es perseguido por un personaje nombrado La Sombra. Tanto Jorge como su sombra están al corriente de los movimientos, por Roma, del otro; ambos narran indistintamente en primeras personas sus peripecias. Una tercera voz, supuestamente del escritor del relato que leemos, interviene periódicamente para tratar de poner orden en la trama, al mismo tiempo que requiere a un interlocutor que deviene su alter ego o, a su vez, en su sombra. La presencia simultánea de estos cuatro personajes configura una tetralogía de voces a través de la cuales se consigue que el acto mismo de escribir coincida con la intriga que se describe: los personajes protagónicos, el narrador y su sombra, ven y son vistos en un tenso espejeo de acciones y reflexiones. El “escritor” y su sombra polemizan sobre los acontecimientos, juzgan las acciones de los dos personajes al mismo tiempo que pronostican los actos por venir y de manera simultánea Jorge y su Sombra actúan de la misma manera.

Sin alejarse del universo profesional de los intérpretes de la sede de la FAO en Roma, una serie de personajes sobre todo femeninos (María Luisa, Sarita, Encarnación Müller) se suceden en la narración, revelan aspectos de la psicología de Jorge y vienen a completar el personaje, más allá de sus monólogos sobre la persecución de La Sombra. Un lector atento podría preguntarse qué se busca detrás de las simetrías de una consciencia desdoblada y llegaría a creer que la presencia de otros personajes diversifica el conflicto; pero no es así. Las mujeres, sobre todo colegas de trabajo, es decir, también intérpretes de otros idiomas y no amantes, vienen a acentuar la duplicidad de Jorge y de su sombra. Esa alteridad de protagonistas que duplican sus vivencias incluye a su vez a estas mismas mujeres en su relato de persecución: la bipolaridad no se rompe, se acentúa. La Sombra no se conforma con perseguir a Jorge; en su vigilancia exhaustiva, se inmiscuye en la vida de sus amigas y se convierte en íntimo de ellas después de seducirlas.

Llama la atención en esta novela el diálogo permanente no solo con la ciudad de Roma, con su lengua (italianismos) sino también con la cocina, el cine (Vittorio de Sica, Pasolini, Fellini), la arquitectura (Bellini y Borromini), el teatro (Pirandello) y la literatura (Italo Calvino) de Italia. Subyace en este gesto algo que sobrepasa la alusión o la escenografía, el esnobismo o el deslumbramiento. Más allá del recuento anecdótico o autobiográfico de una experiencia vivida en la sede de la FAO, La sombra romana asume un desvío de las zonas privilegiadas por la escritura literaria cubana y un juego con la asimilación intencional o espontánea de otra cultura.[5] En esta interrogación sobre la propia identidad del narrador, Calvert Casey podría funcionar como el interlocutor del Arcocha narrador, como su sombra, la mejor manera de homenajear su memoria, así como reconocer una reciprocidad estética y una complicidad humana.


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Página del original de la novela La sombra romana, de Juan Arcocha.
Cortesía de Armando Valdés-Zamora.


En 1967, en la introducción a la edición española de El regreso y otros relatos, Calvert Casey detalla el paralelismo que en su consciencia asociaban indistintamente a Roma y a La Habana:

Aquella ciudad no era Roma, era una ciudad muy remota, era La Habana. Las semejanzas resultaban casi dolorosas […]. A la emoción que me produjo el espejismo siguió un pánico infinito (recordé el pánico que sienten los elefantes cuando próximos a la muerte se sienten muy lejos de donde han nacido). Estaba terriblemente lejos de La Habana. Quizás había perdido para siempre el paraíso (y también el infierno) de la primera visión. Aquella mañana terminó mi exilio voluntario. Debía volver al escenario de los descubrimientos, donde todo viene dado y no es necesario explicar nada.[6]

En La sombra romana se pasa por alto una comparación explicita entre las dos ciudades e identidades: “Roma es un tema imposible para un escritor moderno”, escribe Arcocha. No obstante, el mismo título de la novela y la dedicatoria a Calvert Casey alertan sobre posibles e inesperadas significaciones que podría insinuar esta historia en el mismo escenario de la capital italiana.

Me arriesgo a suponer que en esta novela inédita de Arcocha lo cubano trata de insertarse en la cultura romana a través de signos, al mismo tiempo sutiles y provocadores. A la vez, se trata de eludir la densidad de un discurso sobre la identidad y sus orígenes, mientras se advierte al lector, de una manera lúdica; es decir, a través de indicios que muestren la exterioridad del narrador al contexto cultural descrito. 

No es cuestión ahora de añorar una ciudad (La Habana) distante porque ya no existe la esperanza de un regreso. Ahora la resignación prevalece sobre la celebración de la huida. Los narradores omniscientes de la novela describen, ridiculizan y critican comportamientos y manías tanto de los italianos como de los franceses, los alemanes, los norteamericanos e incluso de otros latinoamericanos. Y en medio de estas lucubraciones humorísticas, un invitado a una fiesta, y del cual solo se aclara que es cubano, deslumbra a todos con un picadillo criollo que, advierte, no tiene nada que ver con la carne a la boloñesa.

Por otra parte, en la mención deliberada de dos emblemas del barroco y de la arquitectura romana, se puede interpretar una de las claves sugestivas de La sombra romana, un trompe-l’œil a su manera a la propia estética barroca que deviene objeto del juego de las representaciones y de la actuación de los protagonistas del libro. 


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Página del original de la novela La sombra romana, de Juan Arcocha.
Cortesía de Armando Valdés-Zamora.


Me refiero a la mención que se hace en la novela de la Plaza Navona de Roma y a la leyenda de la rivalidad entre Bernini y Borromini representada en un supuesto diálogo entre la Fuente de los Cuatro Ríos —diseñada por el primero— y la iglesia Santa Inés en Agonía —del segundo—. En la fuente aparecen representados cuatro ríos de cuatro continentes (El Nilo, el Danubio, el Ganges y el Río de la Plata), en las figuras de cuatro gigantes de mármol blanco. El exotismo provocador de la fuente se completa con animales como el león, el cocodrilo, la serpiente de mar, el caballo, el delfín y el dragón, entre otros. Sin embargo, la leyenda de la enemistad entre los dos grandes maestros del barroco italiano (Borromini suizo y Bernini napolitano) se basa en la mano levantada por el gigante de Francesco Baratta que representa el Río de la Plata. La imaginación popular ha propagado la idea de que la intención de esta mano izquierda levantada hacia el cielo es ocultar la visión de la iglesia Santa Inés en Agonía cuyo trazado era obra de Borromini. 

Encarnación se despide y Jorge se queda sentado terminando su cerveza. 

La piazza Navona se va vaciando poco a poco. La hora del almuerzo está cercana. Los turistas llaman a los camareros, pagan la cuenta y se aproximan a sus autobuses. Han desaparecido las mammas romanas con sus críos; hace rato ya que cuecen los spaghettis. Los prostitutos también se han marchado. No me fijé en si habían encontrado cliente. 

Jorge le hace seña al camarero y lanza una mirada divertida a la estatua de Bernini que durante siglos, a menos que haya una guerra atómica, seguirá tratando de no ver la cúpula de Borromini. 

Por lo visto, mi Sombra tiene la intención de dejarme almorzar solo. 

Sería una lástima que se desinteresara de mí. Creo que se ha convertido, como el infierno en aquel cuento inolvidable de Virgilio Piñera, en una querida costumbre.

Algunas líneas más adelante, Arcocha describe la escena final: La Sombra asesina a balazos a Jorge en plena Plaza Navona, ante decenas de testigos despavoridos. De esta manera se violenta el espejeo, se rompe esa coexistencia permanente de espacio, tiempo, materia y espíritu de ambos personajes, tan propia a la morfología que predomina en el barroco. 

Una de las bromas recurrentes en mis conversaciones dominicales en su apartamento parisino con Juan Arcocha giraba precisamente alrededor del barroco y de la figura de Severo Sarduy, sin dudas —junto a Alejo Carpentier— el escritor cubano mejor insertado y más influyente en los circuitos intelectuales de París en la segunda mitad del siglo xx. Arcocha y Sarduy habían compartido cierta amistad durante un tiempo y se veían con frecuencia, pero Juan no le perdonaba al camagüeyano su adhesión al estructuralismo y sobre todo al barroco. Al yo indagar por el hecho de no ser él ni sus libros conocidos en Francia —su única novela publicada en francés fue Tatiana y los hombres abundante—[7] uno de los argumentos esgrimidos por Juan era el barroco y Severo:

“Chico, la culpa fue de Severo, que le dio por eso del barroco y el neobarroco y nos desgració a todos. Cada vez que yo mandaba un manuscrito a una editorial, la respuesta era la misma: ‘Vous n’êtes pas représentatif de la littérature cubaine’. Eso quería decir simplemente que no era barroco. Severo, tan simpático que era…, nos jodió con sus monerías…”.

Desde el punto estético, La sombra romana pasa de largo sin detenerse ni en las modas ni en las corrientes literarias que las circunstancias de entonces exigían. Escrita en Roma, en una prosa clásica por un exilado político cubano que no formaba parte ni de círculos literarios ni editoriales, a la manera de una psicológica crónica policíaca, sin intenciones de identificarse con el boom de la literatura latinoamericana y en pleno apogeo del neobarroco, cargaba consigo pocas posibilidades de verse editada a finales de la década de los 70 o en la de los 80.

El filósofo Adriano Tilgher, en un estudio sobre Pirandello, expuso una idea que de cierta manera es la base de lo que se ha dado en nombrar el pirandelismo. Existe en las obras de Pirandello, opinó Tilgher, contemporáneo del dramaturgo, la expresión de un contraste entre la vida y la forma. La primera fluida y espontánea; la segunda rígida, convencional, estática. El individuo asume diferentes roles paralelos a su identidad en el conflicto por reconocerse frente al otro y su alteridad. 



El pintor Guido Llinás y Calvert Casey.
Cortesía de Armando Valdés-Zamora.


Sin tener como objetivo de esta introducción realizar una lectura crítica de sus diez novelas publicadas,[8] se puede interpretar La sombra romana de Juan Arcocha a partir de esta visión de la realidad y del hombre. Si bien Arcocha hace dudar al lector hasta provocar su incredulidad, una racionalidad se impone al final y actúa a manera de equilibrio entre el desvío de lo real y una idea preconcebida de lo representado. Esta rigidez que se caracteriza por no dejar ningún cabo suelto, actúa como la síntesis de una tesis que provoca la sensación de haber leído la exposición de un argumento y no la recreación deliberada de una ficción. Anótese de paso que, en La sombra romana, es la Sombra quien mata a Jorge, es esta especie de vivo inconsciente quien suprime al sujeto y no lo contrario ni el suicidio.

Calvert Casey, en su ensayo “Diálogos de vida y muerte” de 1961, se refiere a la obsesión por la muerte en José Martí. Tres ideas paradójicas relacionadas con esta fascinación se revelan capitales para comprender el pensamiento y la escritura del propio Calvert. La primera es la de la muerte como orden (¿“Qué es la capacidad de morir sino la capacidad de ordenar”?); la segunda, la del suicidio “Fuga, diría un psiquiatra moderno, tendencias suicidas, autodestrucción, duplicidad del ego u odio a sí mismo. Todo es posible”, escribe a propósito de Martí. La tercera idea es, a mi juicio, la predominante en él con respecto a la muerte, se trata de la idea de trascendencia: “Sería pueril negar que a la inmanencia Martí prefiere la trascendencia”, escribe. 

Calvert combina estos instintos en su decisión de morir. Si morir es poner orden es porque se está seguro de concluir un ciclo, antes de tomar cuerpo en otro estado después de la muerte. La muerte es un refugio del ser ante esa realidad incontrolable, una sombra, esa “duplicidad del ego”, esa copia de sí mismo en otra dimensión en la cual se pueda descansar. La idea de transcendencia en él está relacionada con las creencias y supersticiones (espiritismo, hinduismo, misticismo, etc.) que confesaba asumir, y se puede percibir en textos como los cuentos “Mi tía Leocadia, el amor y el paleolítico inferior”, “En la avenida” y, por supuesto, en el célebre capítulo “Piazza Margana” de la desaparecida novela Gianni, Gianni, en el cual “la conciencia de la eternidad” “adquiere un una dimensión avasalladora”:[9] el narrador decide entrar en el cuerpo de su amante a través de su sangre y perpetuarse en él.

En “Mi tía Leocadia…”, el narrador está tomando un café con leche cuando se da cuenta que el almacén en el que se encuentra (Ten-Cén o Woodworth’s) ocupa el espacio de la antigua casa de su tía muerta. Momentos antes pensaba precisamente en el destino de las cenizas de millones de seres y esqueletos de muertos en la historia de la humanidad.[10]El cuento termina cuando el protagonista ve el rostro de su tía y siente “el granito pulido y durísimo” bajo sus pies.

“En la avenida”, el narrador, que observa al principio de la narración “un falso monumento romano” a todas luces en La Habana, imagina al final perdurar con su amante “incrustado para siempre” en los muros de tierra caliza de ese monumento para ser eterno.[11]

La trascendencia en Calvert Casey no pretende ser espiritual, sino material y física. Su idea de la trascendencia se encarna en el cuerpo y se completa en su posesión. Confrontado a una dualidad permanente (lingüística/social/sexual/), Calvert prefiere la calma (el quietismo a la manera del místico Miguel de Molinos en su Guía espiritual)[12] y la fusión intemporal e invisible. Dicha tranquilidad eterna puede conducir al deseo de morir, deseo que en Calvert alterna con la posesión del otro y la supervivencia material del sujeto y el objeto unificados.

María Zambrano, en su conocido ensayo sobre quien fuera su amigo en Ginebra, alude a esa disociación entre individuo y circunstancias: 

Y si poco fuera esto resulta que en la vida humana, la que nos ha dado, ser y realidad no coinciden. Y el hombre tiene que conjugar sin declinación ser-vida-realidad. Tiene que jugar ese drama no creado por él. Y la realidad al que recibe ante todo el ser, se le aparece como «lo otro», como algo que se entremezcla y con lo que no se sabe qué hacer. Una distancia le separa de todo, pues que el ser como absoluto que es, es inapelable. Y abre así un vacío. Y en el vacío, la necesidad de una forma. Vacío que se acrecienta alrededor de quien se exige una forma total.[13]

Calvert Casey, en ese juego de simulación para tratar de eludir la realidad a la que no se puede adaptar, se funde con su sombra, no la distancia ni es víctima de ella como el Jorge de La sombra romana, la novela que le dedicara su amigo Juan Arcocha, es él quien desaparece e imagina un viaje eterno en su interior, en el otro, sin necesidad de matar ni de suprimir a quien desea poseer.


La linterna mágica de Calvert Casey

En 1971, el escritor sevillano Aquilino Duque publica en España la novela La linterna mágica, dedicada a Calvert Casey.[14] La sombra romana, el manuscrito de Juan Arcocha, dialoga con esta novela de Duque. Estamos entonces en presencia de dos homenajes novelados a un amigo común. La sublimación de la figura de Casey, los periplos accidentados de su exilio y el suicidio son las bases de ambas narraciones.



Portada de la novela La linterna mágica, de Aquilino Duque.
Cortesía de Armando Valdés-Zamora.


La linterna mágica narra la vida de Quimo (Casey) y de colegas entre los que sobresale Vanozza, única mujer del grupo cuyos miembros —incluido el narrador— trabajan como intérpretes en la FAO y en otras organizaciones internacionales. Dividido en capítulos con nombres de ciudades, Duque cuenta en este libro, de manera fantástica, el ir y venir de personajes que encarnan la convulsionada década de los 60 en Estados Unidos y en Europa. En medio de ese muestrario de entes estrafalarios y de sus conflictos, la vida de Quimo se aparenta a su ser; es una especie de oasis sensible que atrae a todos quienes cruzan su camino y se percatan de su excepcionalidad. El recuento de anécdotas que sirven de testimonio existencial van de New York a Roma —ciudad cuyo nombre, se puede leer, Calvert vio por primera vez al revés en un cristal: AMOR— pasando por París, Praga, Viena y Nueva Delhi. 

En un pasaje clave para comprender el significado del título de la novela, el narrador se encuentra por azar con Quimo, su viejo amigo en New York, en una taberna de la Praga que precediera la invasión soviética. Quimo-Calvert fungía en Praga como director de la Casa Caribe por órdenes del gobierno de La Habana. Al día siguiente, Quimo le da cita en un “teatrillo en el que no importaba desconocer la lengua, porque no era un teatro de personas, sino de cosas. En el escenario a oscuras se movían los objetos más dispares en una pantomima de levitación. Los actores o tramoyistas, enfundados en mallas negras, hacían con tijeras, naipes, paraguas y sombreros maravillosos juegos de malabares”.[15] Al final de la representación, Quimo hace una observación que le sirve al escritor para imaginar la escena final de su suicidio: “¿Por qué no podrá quitarse uno la ropa y disolverse en la oscuridad? Mañana iremos a ‘La Linterna mágica’. Esta gente se ha dado cuenta, a fuerza de vivir en la sombra, de que a veces las sombras son tan reales como los cuerpos, si no más reales incluso”.[16]

En el último capítulo del libro, en la escena que describe el suicidio de Casey, se retoma la imagen de la sombra como alteridad que se desea alcanzar. 

El espejo ventana de Quimo se animó de pronto con los ángulos y círculos de una proyección estereográfica. La linterna mágica funcionaba tal vez por arte de magia; en realidad, el interruptor estaba entre los muelles del sofá donde Quimo acababa de sentarse. Quimo se aproximó al falso espejo-pantalla; se quitó los lentes; se alisó las cejas; cerró y abrió los ojos. Agrietaban el cristal cresterías de relámpagos; se abrían desfiladeros de cuchillos; se agrupaban triángulos, como dientes de tiburón, las lápidas nutridas del cementerio judío. En la luna del espejo Quimo era solo una sombra, una silueta. Tuvo miedo; recordó lo que una vez Melaza le dijera, que del mismo modo que el cuerpo es imagen de Dios, la sombra es imagen del Demonio, y él, que había buscado al Demonio deliberadamente, se echaba a temblar ahora que creía tenerlo cara a cara […] Quimo fue a dar la luz, pero al volverse hacia el interruptor tropezó con algo y cayó de bruces. La sombra se le echó encima blanda, pesada; Quimo tuvo tiempo de voltearse y se abrazó a ella. Lucharon a brazo partido toda la noche, derribando muebles y cuadros, rasgando sábanas y cortinas, haciendo añicos el invisible laboratorio. Era un abrazo de amor y de muerte, de cuerpo y sombra que a cada acometida cambiaban los papeles; unas veces Quimo sentía que era él; otras, que era la sombra, y a la sombra le debía de pasar lo mismo. La verdad cambiaba de campo como una pelota. Cantó un gallo en una azotea vecina y Quimo atenazaba entre las piernas a la sombra exhausta; dentro de poco amanecería y le vería la cara. Quimo sintió en la ingle un pinchazo agudísimo y soltó su presa. Vio aún una escalera de peldaños luminosos; luego una sombra inmensa. El espejo volvió a girar sobre sus goznes y la linterna mágica dejó de funcionar.[17]

Salvando las distancias que imponen las perspectivas narrativas de cada una de estas dos novelas, tanto La linterna mágica en 1971 como La sombra romana en 1979 se valen del simbolismo del arquetipo de la sombra a la manera en que lo describiera en su método de psicología analítica Carl Gustav Jung, fundamentalmente a partir de traducciones y libros difundidos después de su muerte en 1961.

La teatralidad de la representación de lo visto y lo invisible, de la luz y de la sombra, sirve como metáfora de la realidad al personaje que encarna Casey en La linterna mágica de Duque. La figura de Calvert, un apasionado del cine —incluso del surrealista—[18] y con una ecléctica imaginación esotérica y mística, se presta para ser reinterpretado desde multitud de ángulos. Duque se apropia de una anécdota en Praga y de la vida de Casey que él novela para imaginar la visión del mundo del personaje y su suicidio. Los cuerpos y la realidad pueden camuflarse como en el teatro de sombras chinas o en los efectos producidos por una linterna mágica, para escapar al control del poder, en esa Praga comunista que antecede a la invasión soviética donde se encuentran el narrador y Casey. Las sombras son a su vez proyecciones del yo y de su psiquis, personificaciones de todo lo que el sujeto se niega a reconocer en él debido a su consciencia moral, a las obligaciones sociales y a las circunstancias de su existencia que le han impedido a su consciencia integrarlas.[19] La sombra de uno como alteridad del bien y de Dios representa el mal absoluto de uno mismo.


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Página del original de la novela La sombra romana, de Juan Arcocha.
Cortesía de Armando Valdés-Zamora.


En la relación irreconciliable entre la realidad y la consciencia de Calvert Casey, tanto Duque como Arcocha prefieren la victoria de la sombra, del inconsciente, a la manera en que aparece en el cuento “La Sombra” de Hans Christian Andersen. En ese cuento, un sabio especialista del bien y el mal, de la belleza del mundo, es perseguido y explotado por su Sombra hasta la muerte. En vez de describir un combate fundador y triunfante con un ángel o Dios, como Jacobo, según se describe en Génesis, capítulo 32, Aquilino Duque elige la derrota y el lado sombrío e irracional del mal como enemigo final de Calvert Casey. 

A raíz de la publicación en inglés de los cuentos de Calvert, el periodista James Polk escribió el 26 de julio de 1998 en The New York Times: “Casey escribe desde las sombras con la certeza y fluida seguridad de quien las conoce bien”. Sorprende que la imagen de la sombra perdure aún como símbolo de la literatura de este escritor, aunque con la distancia del tiempo y de su muerte se infiera que Calvert escriba desde el rol del doble de su consciencia, convertido a la vez —y al fin— en él y su propia sombra.


© Imagen de portada: El pintor Guido Llinás y Calvert Casey. Foto por cortesía de Armando Valdés-Zamora.




Notas:
[1] ¿A qué teléfonos llamaste y nadie respondió? // ¿A qué puerta tocaste que conducía a la nada? // ¿Qué ojos buscaste con la mirada vidriosa que tan bien conozco? // ¿Qué cuerpos no reconociste con la pupila del obseso?  // Sales de las tinieblas para perderte en las tinieblas. // Pasas junto a las murallas resecas sin proyectar sombra // Te empuja el viento de enero; agosto no logrará aminorar tu marcha. // Donde quiera que estés llegan tus pasos hasta mí. // Cada noche nace la esperanza y cada noche la entierras. // El arco se romperá contigo. // Busca, busca el amor sobre los arrecifes, junto a los muros ásperos. // Desde lo oscuro verás cerrarse la puerta. // Tu último paso será tu último gesto. // Si encuentras a quien buscas y te detienes, rodarás muerto a sus pies/. Septiembre 18, Notas de un simulador, Montesinos, 1997, p. 159. Este poema se publica en Cuba de nuevo en 1993, en el número 16 de la revista Unión. 
[2] Después de muchas gestiones, Calvert conseguiría la residencia española como escribe a su amigo el cineasta cubano Roberto Fandiño en una carta: “Bueno, díle a Ramoncito (Ramón Suárez, el camarógrafo recién exiliado que me había acogido en su casa para evitar que yo durmiera en la calle) que al fin resolví lo de la residencia en España”, Roberto Fandiño: “Pasión y muerte de Calvert Casey”, en Revista Hispano Cubana, no. 5, otoño, 1999, Madrid, p. 42.
[3]“Por aquellos días Calvert me pidió ayuda para que le alcanzara unos bombillos que almacenaba en una especie de barbacoa que había en el salón del apartamento. Insistió en traerme una escalera pero la rechacé: me subí en una silla y alcancé el sitio. Me preguntó por un pequeño frasco de barbitúricos que allí guardaba y cuando le aseguré que lo veía me explicó con toda naturalidad: ‘Son las pastillas con las que me voy a suicidar cuando llegue el momento’. Siguiéndole la corriente, le pregunté: “¿Y eso cuando será?” ‘No mientras mamá viva’ –me respondió–. ‘No quisiera darle ese disgusto’.” Ibídem, p. 36.
[4] Guillermo Cabrera Infante: “Quién mató a Calvert Casey?”, en Mea Cuba, Plaza Janes, 1992, p. 151.
[5] Poco años después de escribirse La sombra romana, otro escritor cubano, Carlos Victoria, escribe y publica en Miami –gracias a un premio literario presidido por Octavio Paz– la novela Puente en la oscuridad (1993). Natán, el personaje protagónico, busca una sombra que podría ser la de un hermano gemelo que viviría en Cuba, según las confesiones póstumas de su padre enfermo. Se trata de una persecución que, como lo indica el título del libro, pretende tender un puente geográfico hacia la Isla y hacia sus orígenes. La búsqueda de Natán fracasa y con ese fracaso se sugiere la imposibilidad de alcanzar a ese Otro que nos completa, como si el exilio fuera además de un desplazamiento, la escisión que hace incompleta la identidad espiritual y carnal del desterrado. La solución compositiva de Victoria en el desdoblamiento del protagonista dista mucho de la que, según veremos, elige Arcocha en La sombra romana.
[6] Citado por Gustavo Pérez Firmat: “Balance del bilingüismo de Calvert Casey”, en Cuba: un siglo de literatura, Anke Birkenmaier y Roberto González Echevarría (edts), Colibrí, 2004, p. 268. En inglés este ensayo aparece en “Mother’s idiom, Father’s Tongue”, del libro de Pérez Firmat: Tongue ties. Logo-Eroticism in Anglo-Hispanic Literature, New York, Palgrave Macmillan, 2003.
[7] Tatiana et les Hommes Abondants, Paris, Point de Mire, 2004, trad. de Marie Séonet.
[8] Los muertos andan solos (1962), A Candle in the Wind (1967), Por cuenta propia (1970), La bala perdida (1973), Operación viceversa (1976), Tatiana y los hombres abundantes (1982), La conversación (1983), Los baños de canela (1988), El tiburón vegetariano (2010).
[9] Mario Merlino: “Delantal para Calvert Casey”, en Notas de un simulador, Montesinos, 1997, p. 26.
[10] “Y pensé en una cosa que nunca había pensado mientras una dependienta muy gorda y muy bella me servía el café con leche sentado cerca de la puerta de San Miguel. Pensé que siempre habrá más muertos que vivos, que la suma de los que han muerto siempre será enormemente mayor que la suma de los que en un momento dado viven sobre la tierra, y que el número de muertos se agiganta constantemente, y releí con la mente la necrología del periódico de la mañana y comprendí esa especie de satisfacción de matemático que ve sus cálculos confirmados con cada día que pasa. Pensé que vivimos rodeados de muertos, sobre los muertos, que en número inmenso nos esperan tranquilos en los cementerios del mundo, en el fondo del mar, en las capas innúmeras de la tierra que nunca volverán a ver el sol, y que probablemente, sin que nos percatemos de ello, hay cenizas suyas en el cemento  con el que levantamos nuestras casas o en la taza que llevamos a la boca cada mañana; cenizas de rostros y de ojos y de manos, que permanecen junto a nosotros todo el tiempo que duran nuestras vidas y que nos rodean y están junto a nosotros y encima de nosotros. Pensé en los inmensos osarios del mundo que se convierten en polvo que el aire dispersa y nosotros respiramos (…)”, “Mi tía Leocadia, el amor y el paleolítico inferior”, en El regreso, La Habana, Ediciones R, 1962, pp. 38-39.
[11] “La abrazó bajo los ‘arboles, en un recodo que hacía la avenida, detrás del monumento donde eran menos visibles. Volvió a ver el hombro desnudo y tibio./Más allá del monumento, donde el terreno se hundía abruptamente, habían hendido una loma para dar paso a la avenida, que ahora avanzaba entre dos altos muros de tierra caliza, de un blanco amarillento. En algún lugar había leído que las largas vetas de muchos tonos de blanco y amarillo eran margas del eoceno inferior./Pensó, sintiendo el cuerpo de ella apretarse temblando contra el suyo, que quizás un geólogo, al hendir el polvo con su pico miles de años después, destrozaría su sexo, ahora erecto./ La primera idea lo entristeció pero después lo exaltó. Mientras este planeta que vagaba en el espacio sin objeto aparente no estallara, quedaría incrustado para siempre en alguna marga. Y aun si el planeta estallaba, convertido en partículas de polvo él seguiría flotando en el vacío. // Comprendió que era eterno”, en Notas para un simulador, ob. Cit., p. 235. 
[12] “Según María Zambrano, uno de los últimos libros que Casey leyó fue la Guía espirtual (1675) de Miguel de Molinos, un polémico tratado místico que abogaba en favor de un rendimiento pasivo y privado a la gracia de Dios. Navegando dentro del cuerpo de Gianni, Casey exclama: ‘What infinite quietude, what peace’ (‘Qué infinita quietud, qué paz’!). La doctrina de Molinos era, claro, el quietismo. Imprimiéndole un escandaloso destino carnal al “camino interior” de la mística, Casey aúna a John Wesley y Miguel de Molinos para instituir un misticismo sexual que propicia una recuperación de la figura paterna. Al meterse dentro de Gianni, Casey se funde con el padre que nunca tuvo, se con funde con el hijo que nunca fue”, Gustavo Pérez Firmat, op. cit; p. 276.
[13] María Zambrano: “Calvert Casey, el indefenso. Entre el ser y la vida”, en Quimera, no. 26, diciembre, 1982, p. 57.
[14] Aquilino Duque: La linterna mágica, Ediciones Espuela de Plata, 2015. Cito a partir de esta edición. 
[15] Ibídem, p. 56.
[16] Ibídemp. 57.
[17] Ibídem, pp. 146-148.
[18] “Gianni, como sabes, se laureó, lo llaman de todas partes para suplencias, es asesor de literatura inglesa de la revista Il Caffé, Einaudi le ha dado una prueba para traducir, otra colección de teatro le pide que cuide una edición. En fin, esa energía nerviosa, inmensa y agotadora se desvía hacia otros puntos. ¿Hasta cuándo durará tanta belleza? No lo sé y, francamente, no me preocupa. Estamos viendo films bellísimos de Pabst, Lang, Man Ray (de un surrealismo maravilloso), en el Film Studio”, Roberto Fandiño: ob. cit., p. 37.
[19] Así lo explica Elisabeth Leblanc en su libro La Psychanalyse Jungienne, Collection Essentialis, 2002, p. 34.




Gorrioneo en la primavera de Praga

Armando Valdés-Zamora

Caminando por las calles de Praga 50 años después.





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