La estética de lo abyecto de Umberto Peña

El artista que mejor representó la fuerte presión ideológica, el conservadurismo político y la violencia simbólica que se vivió en Cuba hacia finales de la década de 1960 fue Umberto Peña. Las pinturas y grabados que produce entre 1966 y 1971 son como alaridos, terribles alaridos, trágicos a la vez que obscenos.

Una obscenidad aparentemente pornográfica, cuya estrategia estética de transgresión habría que reconocerla en el terreno de lo abyecto. Y un erotismo fálico apoteósico, pues expone con un desparpajo gozoso, explosivo y ambivalente, tanto la soberbia falocéntrica como el regodeo en la representación erógena.

Umberto Peña logra representar ese contenido de violencia social y política de manera muy peculiar, casi inédita en las artes visuales cubanas. Es uno de los precursores nacionales de la estética de lo abyecto.

Por eso, su trabajo pictórico y gráfico nada tiene que ver con lo erótico en el sentido tradicional del término y mucho menos con lo pornográfico en su sentido más pedestre, como tantas veces se le intentó definir para desacreditar sus obras.

“Considero que toda obra artística debe ser enormemente crítica (y entiéndase bien la palabra crítica)”.

Su imaginario visual tendió a recurrir a vísceras, músculos, venas, cartílagos, estómagos, penes, gases, semen, eructos y demás fluidos corporales, como una estrategia discursiva que intenta reivindicar el lugar de la otredad, de esas subjetividades que la sociedad en determinados momentos considera anomalías y se empeña en expulsar fuera del campo de lo visible, lo sano, lo políticamente correcto.

Este creador reduce al ser humano a su matriz metabólica más primaria, y desde ese umbral compartido por todos en tanto seres biológicos, defiende a dentelladas, gritos y telúricas eyaculaciones, el derecho de cada hombre a ser diferente, a defender su lugar en el mundo, y a resistirse hasta el último aliento, hasta la última gota de energía acumulada en los músculos, a ser abyectado por el poder como un desecho político, moral, social. 

Se trató, por supuesto, de un arte crítico; pero un tipo de crítica que para ser eficaz, en términos cognoscitivos, depende de que el shockreceptivo que provocan las obras sea asimilado de manera positiva por el receptor, de lo contrario, se desencadena el rechazo y la aversión, tanto física y sensorial como moral e ideológica —como de hecho sucedió, en medio de la ofensiva revolucionaria y la radicalización del socialismo insular.


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En la medida en que avanzó la década de 1960 en Cuba, los artistas visuales más significativos, los que desarrollaron el lenguaje más singular y revolucionario en términos estéticos, comenzaron a ser incomprendidos, marginados y excluidos. En los casos más dramáticos dejaron de crear, abandonaron su oficio más visceral.
Hamlet Fernández



En 1967, cuando le preguntaron en una entrevista por las obras que enviaba a la V Bienal de Jóvenes Artistas en París, Umberto Peña presentaba credenciales sin medias tintas:

Considero que toda obra artística debe ser enormemente crítica (y entiéndase bien la palabra crítica). Creo en un lenguaje directo, claro y hasta a veces obvio, aunque no siempre sea así, que provoque repulsa, amor, irritación o ira en el espectador; a este hay que meterlo en la obra y, si no quiere, a la fuerza hay que obligarlo al autoexamen y a la toma de conciencia. Hay que revelarlo en su comodidad. Ya basta de dulces, caramelos y telones, no estamos para eso. Dentro de ese espíritu son las obras que he enviado a la Bienal (Cata, 1967:15). 

Este testimonio del artista también habla de las posibilidades que todavía permitía el contexto en 1967. El joven diseñador, grabador y pintor aún se podía plantear la misión de hacer un arte «enormemente crítico» y de decirlo de manera clara y directa en una entrevista.

Ese año sería el de la realización del Salón de Mayo de París en La Habana, uno de los grandes acontecimientos artísticos de la década, si no el más importante para las artes visuales. El mayor contacto directo, en número y en calidad, que tuvo el país con lo mejor de la neovanguardia internacional. El otro elemento a destacar de la respuesta de Peña es cómo define el tipo de efecto que le interesaba generar con su arte: repulsa, irritación, ira, y también amor, aunque parezca contradictorio.

El disfrute malicioso, u obsesivo, de lo abyecto, suele ocurrir en el ámbito de lo privado, donde las convenciones sociales de comportamiento quedan suspendidas temporalmente.

La irritación, la repulsa y la ira son estados consustanciales a una experiencia estética generada por la materia prima de lo abyecto, sobre todo si esta ha sido representada de manera intencional y, en mayor medida, si se le ha presentado en su estado natural, sin mediación de representación artificial.

La representación de lo feo, lo horrendo, lo inmundo, de los fluidos corporales y lo putrefacto, lo muerto, es el reverso de la estética de lo bello, pero de igual manera ha sido contenido del arte desde siempre. Y, a partir de la década de 1960, con la radicalización posmoderna, el arte abyecto se hace cada vez más habitual, teniendo su apoteosis en los años 90. 

En su libro Poderes de la perversión, Julia Kristeva comienza con un ensayo titulado «Sobre la abyección», que ha sido de gran influencia para la definición contemporánea de lo abyecto como categoría estética.

La teórica francesa parte de un enfoque psicoanalítico, en el que abyección significa expulsión de material abyecto, y esas expulsiones corporales, pero también de contenido psicológico, son fundamentales, condición necesaria, para la formación y el equilibrio psíquico, sexual y social de la identidad del sujeto. «Esos humores, esta impureza, esta mierda, son aquello que la vida apenas soporta, y con esfuerzo. Me encuentro en los límites de mi condición de viviente. De esos límites se desprende mi cuerpo como viviente. Esos desechos caen para que yo viva, hasta que, de pérdida en pérdida, ya nada me quede, y mi cuerpo caiga entero más allá del límite, cadere-cadáver» (2006:10).


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En la medida en que avanzó la década de 1960 en Cuba, los artistas visuales más significativos, los que desarrollaron el lenguaje más singular y revolucionario en términos estéticos, comenzaron a ser incomprendidos, marginados y excluidos. En los casos más dramáticos dejaron de crear, abandonaron su oficio más visceral.
Hamlet Fernández



Orificios del cuerpo como la boca, el ano y los genitales, que a su vez son considerados por el psicoanálisis como símbolos de las tres fases constitutivas del desarrollo psicosexual (oral, anal y genital), son los principales puertos por los que se expulsa lo abyecto.

Residuos comestibles, vómito, heces fecales, orina, menstruación, semen y demás secreciones corporales adquieren su materialidad visible cuando son liberados al exterior. Se convierten así en objetos desprendidos del cuerpo, que al dejar de pertenecerle devienen cadáveres. Con esos desechos pestilentes, obscenos, se establece una relación ambivalente. Al tiempo que se expulsan, rechazan y esconden, causan curiosidad, atracción, morbo.

Pero el disfrute malicioso, u obsesivo, de lo abyecto, suele ocurrir en el ámbito de lo privado, donde las convenciones sociales de comportamiento quedan suspendidas temporalmente. Por el contrario, en el espacio público, lo abyectado no debe existir; la sociedad es el horizonte de lo vivo, lo sano, lo moral, lo codificado y reglamentado. El drenaje inmediato, eficaz, total, de lo que cae y se desprende de la vida, es lo que hace diferente, especial, culturalizada nuestra condición animal.

Cuando la obra de arte y los espacios de exhibición se convierten en dispositivos de abyección, no expulsan la otredad hacia el ámbito de lo no visible, sino que la sacan a la luz pública, convirtiendo en objeto de contemplación a la materia prohibida, repugnante y excrementicia. Se transgrede así la normatividad tácita de las topologías del goce y la aversión, se hace regresar más allá del límite, del punto de no retorno, a aquello que debiera descomponerse en la oscuridad de la tierra.

De niño, Umberto Peña vivió al lado de una mondonguería, un matadero de cerdos y sus principales pesadillas infantiles estuvieron relacionadas siempre con puercos y vacas que lo perseguían con vientres abiertos, de los que caían vísceras y órganos hasta quedar vacíos.

Por eso, además del shock sensorial, el arte abyecto produce un shock moral, una subversión del orden simbólico. Y mientras más recio sea ese orden, mientras más estricto y prejuicioso, mientras más rígida y cerrada la identidad que intenta preservar, ya sea individual o social, mayor poder desestabilizador poseerán orificios y fluidos. «No es por lo tanto la ausencia de limpieza o de salud lo que vuelve abyecto, sino aquello que perturba una identidad, un sistema, un orden. Aquello que no respeta los límites, los lugares, las reglas. La complicidad, lo ambiguo, lo mixto» (ibíd.:11).

Desde que Umberto Peña debutara con su serie de grabados de reses desolladas a partir de 1962, se inscribe en la tradición de la estética de lo abyecto. En una estancia en París, a comienzos de la década, además de recorrer museos y tomar nota de lo mejor de la tradición pictórica europea, descubrió y se interesó por algo más: la manera en que se exhibía la carne en las carnicerías francesas, adornadas con flores.

Una visión que cambió su perspectiva, tanto estética como ética, de la escatología corporal-animal: «Descubrí dulzura dentro de esa crueldad que en el matadero es diaria y que nos alimenta» —decía en una entrevista— (Serra, 1964). Al regresar a Cuba, consiguió un permiso para visitar mataderos y comenzó a documentar fotográficamente todo el proceso de matanza. En ese momento, le interesaba el cuerpo que acababa de morir, la tragedia de la muerte, la carne con ausencia de vida. 

En esta primera etapa los referentes artísticos son claros: Rembrandt, Delacroix, Daumier, Soutine, Fautrier. Se trata de un tipo de arte que no transgrede los marcos de la representación visual. El contenido abyecto es creado artificialmente, se simula, mediante procedimientos pictóricos. Además, la atención se centra en la muerte y la descomposición animal.[1] Por otra parte, las calcografías y monotipias de Peña de aquellos años son casi abstractas.


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En la medida en que avanzó la década de 1960 en Cuba, los artistas visuales más significativos, los que desarrollaron el lenguaje más singular y revolucionario en términos estéticos, comenzaron a ser incomprendidos, marginados y excluidos. En los casos más dramáticos dejaron de crear, abandonaron su oficio más visceral.
Hamlet Fernández



En Buey XXV, obra con la que ganó primer premio en un concurso de calcografía organizado por Casa de las Américas, el animal es indistinguible, más bien parece la representación del cuero de la res. El grabado es rico en texturas, rugosidades, cuarteaduras, el color carmelita verdoso da el tono de un proceso de curtido de la piel, más que de descomposición. De manera que la obra, por su rica materialidad plástica, causa disfrute sensorial. No aparecen todavía efectos que puedan irritar o causar repulsión en el receptor. 

El conflicto de recepción comienza a gestarse cuando el motivo de la res es cambiado por el del cuerpo humano. Primero en litografía, a partir de 1965, pero sobre todo hacia 1966, en que Peña finalmente, después de muchos titubeos, emprende un trabajo pictórico a gran escala. Con algunas de esas obras participa en la Bienal de París de 1967, en la que resulta premiado.

Otras vivencias más profundas, esas que marcan la vida de un ser humano para siempre, estarían en la base de su vertiginoso desarrollo hacia el logro de una poética definitiva, de gran originalidad. De niño, Umberto Peña vivió al lado de una mondonguería, un matadero de cerdos. Contó en varias ocasiones que solía deambular por dentro de la carnicería, que esos eran sus paseos; y que sus principales pesadillas infantiles estuvieron relacionadas siempre con puercos y vacas que lo perseguían con vientres abiertos, de los que caían vísceras y órganos hasta quedar vacíos.

La descarga del «rayo», tanto en su forma lingüística («con el rayo») como en su representación icónica, es una expresión que en su sentido popular connota violencia, condena, agresión, fatalidad.

En la imaginación del artista se produjo una fusión entre la carga emocional de los recuerdos y la carga sensitiva, y también emocional, de los colores.

De mi visita a los mataderos lo tomé todo, el carmín, el hígado; el escarlata, los pulmones; el malva y el verde ácido, los intestinos; el azufre, el páncreas; el amarillo pale, el estómago.
Un día la res y los puercos se convirtieron en una extraña transformación humana, las patas pasaron a ser muñones de piernas, la carne desapareció y solo quedaron sus tintes rojos, los intestinos oscuros se convirtieron en conductos artificiales que funcionaban, deglutiendo, suspirando, quejándose, eructando globos de aire que se pierden a través de recipientes sanitarios para, más allá, después de la absorción seguir transformándose sin frenos.[2]

A partir de 1966, su pintura es arte de lo abyecto en toda su dimensión. Se hace más figurativa, ya nada tiene que ver con los torsos del año anterior, o con los bueyes de antes; pero tampoco nada tiene que ver con un naturalismo mimético que simule materia escatológica, procesos de descomposición, expresividad putrefacta, etc.

Asociarla a la estética pop por el uso de textos y globos me parece en extremo reductivo. Menos relación existe aún con la lógica discursiva del diseño gráfico. Cierta planimetría en la composición o los colores tampoco es motivo suficiente para hallar rastros de diseño en la obra pictórica de quien también fuera un destacado diseñador. Se trata de una pintura de gran originalidad estética y de una compleja elaboración conceptual.


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En la medida en que avanzó la década de 1960 en Cuba, los artistas visuales más significativos, los que desarrollaron el lenguaje más singular y revolucionario en términos estéticos, comenzaron a ser incomprendidos, marginados y excluidos. En los casos más dramáticos dejaron de crear, abandonaron su oficio más visceral.
Hamlet Fernández



Como bien sintetizó en palabras el propio artista, el referente del cuerpo humano fue despojado de carnes y en su lugar solo quedó el rojo; un rojo abundante y variado que llena los fondos y se hace sanguíneo, coaguloso, en esas amalgamas de conductos, tripas, nervios, órganos, que conforman extrañas criaturas, casi anomalías de ciencia ficción. Porque el cuerpo humano también fue despojado de su forma anatómica.

Esos seres suyos son abstracciones, invenciones de su imaginación; el organismo fue reducido a lo más primario, no hay apariencia externa, no hay piel, no hay estructura ósea, no hay extremidades, solo conductos cartilaginosos, ciertos orificios y grandes bocas dentadas.

El otro elemento significativo son las tazas sanitarias, un artefacto diseñado por la sociedad para drenar la materia abyecta. Peña coloca sus anomalías somáticas, por lo general, al interior de grandes recipientes higiénicos, por tanto, pareciera que son como desechos que están a punto de ser descargados y expulsados de la realidad.

Sin embargo, esas criaturas se resisten a la fuerza centrípeta del torbellino succionador, y permanecen; además de ser vísceras y tripas, pura escatología, ellas también cumplen una función de abyección, expulsan fluidos, gases, y se expresan. En ese sentido es que cobra gran importancia el lenguaje verbal, las onomatopeyas: «aayyyy», «shass», «ohhh», «puf», «brrrr»; y la frase «con el rayo». Las construcciones onomatopéyicas denotan gritos y sonidos que irrumpen en el contexto visual con la misma efusividad de las flatulencias.

La sociedad ataca, lanza rayos hirientes, condena con descargas verbales que impactan en la psiquis como choques eléctricos, pero ellos se yerguen, ocupan su espacio en el mundo.

La descarga del «rayo», tanto en su forma lingüística («con el rayo») como en su representación icónica, es una expresión que en su sentido popular connota violencia, condena, agresión, fatalidad; una connotación que se desplaza sobre la denotación del propio vocablo, cuyas propiedades del referente condensan la idea de la energía ciega y aniquiladora de la naturaleza.

En la misma medida en que esos seres exhiben su obscenidad sin recato, parecen ser víctima de furibundos ataques, o tal vez precisamente por eso la sociedad descarga intensa corriente sobre ellos, por ser pura naturaleza, puro metabolismo, pura expresividad de vida espontánea, amoral, apolítica, aideológica, asimbólica.

Sin embargo, los engendros de Peña tienen la capacidad de sufrir y de manifestarlo, aunque solo sea con chasquidos, gritos, suspiros, las grandes bocas proyectan intensas muecas de dolor. En Tú haces brrrr con mi electricidad, un rayo atraviesa la boca de lado a lado, quedando fulminada, arqueada en un gesto de gran dramatismo. En Aayyyy, shass, no aguanto más, tres rayos descargan su potencia roja sobre la boca de grandes dientes blancos y desde su interior se expulsa un grito: «aayyyy».

En Nooo coño, las palabras que forman el título van inscritas en los anchos rayos rojos que entran, o salen, de la boca, esparramándola, casi destrozándola; debajo, un miembro en tejido vivo acaba de disparar sus fluidos, creando espesas salpicaduras en lo que parece ser un canal.


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En la medida en que avanzó la década de 1960 en Cuba, los artistas visuales más significativos, los que desarrollaron el lenguaje más singular y revolucionario en términos estéticos, comenzaron a ser incomprendidos, marginados y excluidos. En los casos más dramáticos dejaron de crear, abandonaron su oficio más visceral.
Hamlet Fernández



En esta obra de 1968 la iconicidad del rayo se ha fundido con la presencia del lenguaje verbal, por lo que adquiere la dimensión de metáfora visual que connota descarga lingüística. Igual sucede en Con el rayo, también de ese año, obra en la que la frase está contenida dentro del relámpago, a diferencia de la de 1967 (Con el rayo hay que insistir).

Con todas estas deducciones semióticas en la mano, puede proponerse como abducción interpretativa que estos personajes de Umberto Peña funcionan como la encarnación desestabilizadora, escabrosa, de todo cuanto una sociedad rechaza como otredad, como material abyecto, como deformaciones, desviaciones, depravaciones y anomalías que hay que purgar, eliminar o corregir de manera urgente, para así mantener el equilibrio del orden simbólico, la sanidad identitaria, el imperio del ego por sobre latencias y pulsiones.

Es totalmente sintomático, muy bien marcado semánticamente por el artista, que el área de existencia de esos seres sea, por lo general, el retrete. Existen en el límite, no solo en «los límites de su condición de viviente», sino también en el borde de lo visible, en el instante previo a ser succionados y recluidos en el hueco negro del inconsciente colectivo. Pero en el arte no sucede lo que en la vida social; en el arte de Peña esa otredad vence, cristaliza como imagen histórica, se hace gesto, ademán de rebeldía y reafirmación de una identidad y de una naturaleza diferente.

La sociedad ataca, lanza rayos hirientes, condena con descargas verbales que impactan en la psiquis como choques eléctricos, pero ellos se yerguen, ocupan su espacio en el mundo, en palabras del propio artista, siguen deglutiendo, suspirando, quejándose, eructando globos de aire; y con solo ese empeño perturban, desestabilizan, causan ira, repulsión, avivan la intolerancia y la sitúan frente al espejo de cada cual.

Entonces debe preguntarse ¿qué se entiende por revolucionario en cada momento?, para saber quiénes son acogidos en los brazos de la Revolución en cada momento. En un principio todos los cubanos, excepto los incorregiblemente contrarrevolucionarios. Pero como se sabe, el cerco había comenzado a estrecharse de manera paulatina y radical.

Contextualmente, no hay que redundar en la ofensiva que se libraba, al menos de manera explícita con políticas concretas desde 1965, contra otredades sexuales, metafísicas, sociales y estéticas, que no encajaran en la tabla de valores de un nuevo sujeto fuerte, fundamento de la historia y de la nueva sociedad; a saber: heterosexual, comunista, marxista-leninista, proletario, ateo, ascético, desinteresado, nacionalista, internacionalista, anticolonialista, antimperialista, etc.

Ahora bien, el problema no radica en los valores en sí que conforman ese modelo. No hay nada de malo en ser una persona heterosexual, comunista, proletaria, atea, ascética, sacrificada y con una visión materialista dialéctica de la historia. El problema está en la intolerancia, y de manera mucho menos visible, en el coágulo metafísico que está de fondo en todo proceso de institución de un modelo de sujeto que se erige y autoproclama en valor fundamento.

Sustituir un modelo axiomático por otro que se presume más justo y universal, desterrar al sujeto burgués clásico y coronar en su lugar al «hombre nuevo» del socialismo, significa teóricamente restituir la lógica metafísica en el ámbito de la axiología; pues el valor fundamento, cualquiera que este sea, al funcionar como esencia, centro, o thelos, genera una estructura axiológica que es vertical y excluyente de toda otredad.

En la práctica, la construcción ideológica de un sujeto paradigmático que es situado como thelos en el horizonte del futuro, como sucedió en Cuba, terminó por restituir a la postre un nuevo lugar de poder, tan prepotente y autoritario como el que había ocupado el modelo derrocado.


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En la medida en que avanzó la década de 1960 en Cuba, los artistas visuales más significativos, los que desarrollaron el lenguaje más singular y revolucionario en términos estéticos, comenzaron a ser incomprendidos, marginados y excluidos. En los casos más dramáticos dejaron de crear, abandonaron su oficio más visceral.
Hamlet Fernández



Vuelve a quedar así, marginada y desplazada hacia la periferia del sistema toda subjetividad que no entre en el marco de la identidad delineada por el ideal, como les ocurrió, de hecho, a los intelectuales considerados «inconformistas», liberales, excéntricos, o embotados aún en el idealismo; a los que no volcaron su arte sobre la realidad social; a los que sí lo volcaron pero con mirada crítica; y, por supuesto, a los homosexuales, los religiosos, los «pepillitos» de pelo largo, los esnobistas, los blandengues, los cobardes, los «enfermitos», los «gusanos», etcétera, etcétera, etcétera. 

La idea tan repetida de que la Revolución, el país, la universidad, entre otros, son solo para los revolucionarios, encubre, a la vez que devela, este fenómeno. Entonces debe preguntarse ¿qué se entiende por revolucionario en cada momento?, para saber quiénes son acogidos en los brazos de la Revolución en cada momento. En un principio todos los cubanos, excepto los incorregiblemente contrarrevolucionarios. Pero como se sabe, el cerco había comenzado a estrecharse de manera paulatina y radical.

Para 1971, en la Declaración del I Congreso Nacional de Educación y Cultura, las normativas sobre la actividad cultural dejaban bien claras las cosas: «Los medios culturales no pueden servir de marco a la proliferación de falsos intelectuales que pretenden convertir el esnobismo, la extravagancia, el homosexualismo y demás aberraciones sociales, en expresiones del arte revolucionario, alejados de las masas y del espíritu de nuestra Revolución» («Declaración…», 1971:8).[3] 

Es decir, no solo esas conductas son catalogadas como aberraciones sociales, también se alude a un «demás»: todo lo que desde el horizonte del modelo normativo se codifique como otredad adquiere la cualidad de aberrante, un desvío hacia lo ilícito.

Al compás de los acontecimientos políticos entre 1969 y 1971, su discurso plástico se radicaliza de modo progresivo, haciéndose cada vez «enormemente» más crítico; como él mismo creía que debía ser el arte verdadero.

Precisamente a partir de 1968, las obras de Peña se hacen más ácidas en su operatoria crítica, más violentas en su carga gráfica y semántica; las bocas, lenguas, intestinos y vísceras comienzan a ser víctimas de ataques mayores; hay tortura, mutilación, la tragicidad de los alaridos representados por las bocas es más dramático.

En el grabado, sobre todo en litografía, comienzan a aparecer nuevos signos. De manera explícita y con mucha fuerza expresiva, el pene. Falos que se enroscan como serpientes, que eyaculan como fuentes, que se convierten en machetes y cuchillos filosos. Grandes cepillos con aspecto de maquinaria pesada, maquinaria de higienización, sobre todo de la boca. Gruesas barras, como de granito, que circulan como flechas, vectores que entran a las fauces y se alojan allí, con su prepotente volumen, inmovilizando las mandíbulas en el límite de su dilatación física.

Sin que desaparezca un elemento abyecto como el semen, este comienza a adquirir una dimensión bélica, de proyectil, mientras los penes parecen letales armas. Es una mezcla de potencia fálica, de prepotencia viril, al tiempo que de goce y regodeo estético en el miembro masculino. Es su hiperbolización, y su violenta operatoria, lo que constituye la singular erótica de combate desarrollada por Peña. Una estética desafiante, de confrontación. Metamorfosea la prepotencia del poder falocéntrico en un goce erótico y apoteósico de la virilidad. 

Al regresar de su estancia en París, después de haber disfrutado de la beca otorgada por el premio obtenido en la Bienal francesa, Umberto Peña llegó a un contexto caldeado por la polémica despertada por los premios UNEAC 1968 y toda su saga de secuelas políticas.


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En la medida en que avanzó la década de 1960 en Cuba, los artistas visuales más significativos, los que desarrollaron el lenguaje más singular y revolucionario en términos estéticos, comenzaron a ser incomprendidos, marginados y excluidos. En los casos más dramáticos dejaron de crear, abandonaron su oficio más visceral.
Hamlet Fernández



Una litografía firmada ese mismo año parece hacer alusión al estado de rigidez ideológica y constreñimiento de la legitimidad de un arte crítico con el que se encontró. La obra se titula No es el momento. El artista prescinde de todo color, el dibujo es lineal, la expresividad reducida al contraste entre el blanco de los fondos y el negro de líneas y rayados que modelan la figuración y los efectos volumétricos. Tripas y conductos en primer plano. Puntas, hojas triangulares que parecen tijeras, cuchillas, o un relámpago más difuso, menos reconocible que en obras anteriores, salen de la boca, o la impactan, la destrozan. No lo sabemos. Y esa ambivalencia que crea el plano visual estático, la acción congelada, hace que la representación connote dos referentes al unísono.

El texto verbal va inscrito en esa serpentina de triángulos filosos. Un «no» casi dentro de la boca; y llegando, o alejándose: «no es el momento». Por tanto, puede tratarse lo mismo de la víctima que del victimario. Puede ser el mandato prepotente del censor, del comisario ideológico, que impacta al raro espécimen (¿el artista?) con la violencia de una descarga eléctrica, o con cuchillas y tijeras que le cercenan la boca y la lengua.

Pero, al propio tiempo, la anomalía corporal puede leerse como el espectro censorio mismo, cuyo aberrado metabolismo de ideas expulsa hacia el exterior rayos y centellas que son portadores de la castrante lógica satanizadora de toda expresión artística o postura intelectual que juzgue la realidad; porque, no es el momento…

Al compás de los acontecimientos políticos entre 1969 y 1971, su discurso plástico se radicaliza de modo progresivo, haciéndose cada vez «enormemente» más crítico; como él mismo creía que debía ser el arte verdadero. Obras como No alcanza más (1969), Cuando la besé ya estaba loca (1970), De mi amado los brazos; mas ya gozo (1970), Todo espíritu vive enamorado (1971) y Tal como el hierro frío en las entrañas (1971), ya exceden, por mucho, el nivel de tolerancia moral e ideológica del momento.

En 1971, cuando la homosexualidad por fin fue definida de manera explícita y enfática en un documento oficial como «patología social», Umberto Peña, como tantos otros, debió sentir el hierro frío del poder falocéntrico y autoritario en sus entrañas. 

En una pieza como Cuando la besé ya estaba loca, un largo falo, que se empina hacia arriba haciendo espirales, eyacula en las proximidades de una boca que es apenas una silueta, una máscara, pero que se abre, no sabemos si para recibir y deglutir los fluidos o si para morder y estrangular al hipertrofiado miembro. En otro de los ejemplos, De mi amado los brazos; mas ya gozo, en el plano superior de la composición el artista dispone cuatro penes uno al lado del otro, formando una secuencia; están curvados, haciendo una arcada, y expulsan fluidos al unísono, como si de una fuente de aspecto fálico se tratara. 

Tal como el hierro frío en las entrañas es la obra más dramática de todas. El propio título es ya evocador de un sufrimiento visceral. Es 1971. Hacia el lateral izquierdo han sido representados once cuchillos en hilera ascendente o descendente, según se le mire. Al deslizarse la vista de arriba hacia abajo, dos detalles son importantes: primero, los cuchillos van aumentando de tamaño; segundo, las empuñaduras comienzan a adoptar forma de testículos. El último es ya un cuchillo prominente y del mango pende una bolsa peluda, también sobresaliente.

Al centro de la composición, una larga lengua ha sido sacada de su boca para ser picada por dos cuchillos en tres trozos. Al lado, otra boca y otra lengua también están siendo cortadas. Más arriba, entrando al plano desde la derecha, se desplaza un largo machete y de su cabo cuelgan los escrotos más grandes de la escena. Basta con la descripción. Es la apoteosis del poder falocéntrico en el clímax de la intolerancia.


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En la medida en que avanzó la década de 1960 en Cuba, los artistas visuales más significativos, los que desarrollaron el lenguaje más singular y revolucionario en términos estéticos, comenzaron a ser incomprendidos, marginados y excluidos. En los casos más dramáticos dejaron de crear, abandonaron su oficio más visceral.
Hamlet Fernández



Pero también esa larga lengua mutilada, como última ofrenda, cuando ya no hay cuerpo, ni rostro, no deja de establecer ciertos paralelismos con el polémico poema de Heberto Padilla, «En tiempos difíciles»: 

A aquel hombre le pidieron su tiempo 
para que lo juntara al tiempo de la Historia. 
Le pidieron las manos, 
porque para una época difícil 
nada hay mejor que un par de buenas manos. 
Le pidieron los ojos 
que alguna vez tuvieron lágrimas 
para que contemplara el lado claro 
(especialmente el lado claro de la vida) 
porque para el horror basta un ojo de asombro. 
Le pidieron sus labios 
resecos y cuarteados, para afirmar, 
para erigir, con cada afirmación, un sueño 
(el —alto— sueño); 
le pidieron las piernas, 
duras y nudosas 
(sus viejas piernas andariegas), 
porque en tiempos difíciles 
¿algo hay mejor que un par de piernas 
para la construcción o la trinchera? 
Le pidieron el bosque que lo nutrió de niño, 
con su árbol obediente. 
Le pidieron el pecho, el corazón, los hombros. 
Le dijeron que eso era estrictamente necesario. 
Le explicaron después 
que toda esta donación resultaría inútil 
sin entregar la lengua, 
porque en tiempos difíciles 
nada es tan útil para atajar el odio o la mentira. 
Y finalmente le rogaron 
que, por favor, echase a andar 
porque en tiempos difíciles 
esta es, sin duda, la prueba decisiva (Casal, 1971:47-48).

Ambas obras permiten experimentar un fenómeno muy peculiar. Es la violencia de los procesos sociales que se vuelve contra el hombre, la inconmensurabilidad entre su mínimo tiempo y el tiempo de la historia, entre sus fuerzas limitadas y la energía infinita que demandan las ambiciosas transformaciones. Es el ser devorado por las exigencias del presente; pero aun así, el ser debe devenir expropiado de sí mismo, forzado a comportarse a la altura del momento histórico. Se trata de un existencialismo engendrado por la propia lógica de la Revolución, que solo el arte más penetrante logra captar y expresar. 

En 1971, cuando la homosexualidad por fin fue definida de manera explícita y enfática en un documento oficial como «patología social», instituyéndose una política cultural abiertamente homofóbica que consideró a los homosexuales como un problema para los organismos culturales, para la vida artística y cultural en general, y se les negó toda labor pedagógica, por cuanto quedaron excluidos de representar a la Revolución en el extranjero, Umberto Peña, como tantos otros, debió sentir el hierro frío del poder falocéntrico y autoritario en sus entrañas. 

En 1988, cuando el Museo Nacional de Bellas Artes organizó una gran exposición retrospectiva del artista, las nuevas generaciones desconocían por completo su producción artística anterior a 1971.

A partir de ese año tristemente célebre dejó de pintar y de grabar, se dedicó en exclusivo a su trabajo como diseñador en Casa de las Américas hasta 1984. Quedó truncada así, al igual que esa larga lengua, una de las obras pictóricas y gráficas más originales y representativas de la primera década de la Revolución.

En 1988, cuando el Museo Nacional de Bellas Artes organizó una gran exposición retrospectiva del artista (Umberto Peña.Pintura/Grabado/Dibujo/Textil/Diseño Gráfico, junio-julio), las nuevas generaciones desconocían por completo su producción artística anterior a 1971.

Veintidós años habían transcurrido desde su última exposición personal de litografías, realizada en 1966 en la Escuela de Ciencias Políticas de la Universidad de La Habana; y ocho, de su peculiar muestra Trapices, emplazada en el Salón de los Pasos Perdidos del Capitolio Nacional. 

En una entrevista que le realizara Abilio Estévez como colofón de su retrospectiva en Bellas Artes, el entrevistador comenzaba resaltando que se había tratado de un «acontecimiento insólito», que había provocado una «conmoción» de las que siempre se asocian a «los grandes hechos artísticos».[4] Al final del diálogo aparece la pregunta casi ineludible.

La gran incógnita alrededor de los porqués de su retiro tan prematuro de la creación artística y la posibilidad de un regreso a la pintura, al grabado, a su complejo universo estético. La respuesta del artista dista mucho del espíritu mostrado en 1967, cuando pensaba que toda obra de arte debía ser enormemente crítica, porque al espectador había que obligarlo al autoexamen y a la toma de conciencia, había que revelarlo en su comodidad.


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En la medida en que avanzó la década de 1960 en Cuba, los artistas visuales más significativos, los que desarrollaron el lenguaje más singular y revolucionario en términos estéticos, comenzaron a ser incomprendidos, marginados y excluidos. En los casos más dramáticos dejaron de crear, abandonaron su oficio más visceral.
Hamlet Fernández



Mas, a la altura de 1988, tiempos difíciles habían pasado, dejado marcas, y el hombre, despojado de muchas cosas esenciales, tuvo que seguir andando y recorrer un camino, ese que le fue posible:

En una época de mi vida quise ser un gran pintor. Con el tiempo esa aspiración pasó. Ahora pienso que hice lo que estuvo a mi alcance. Ignoro si es valioso o no. Antes me fascinaba pensar en la permanencia de mi obra, ahora digo que me gustaría que ella desapareciera, que no dejara rastro. No he dicho nada de lo que no se pueda prescindir. No es falsa humildad: mi actual ambición es vivir del modo más discreto posible (Estévez, 1988:24-25).

Y del modo más humilde posible responde a la última pregunta: «¿No cree Umberto Peña que para quien lo ha experimentado[,] el arte es una tentación irremediable?». A lo que confiesa: «Tienen razón en dudar. A veces me siento tentado frente al lienzo en blanco. Hay días en que la necesidad es demasiado poderosa» (íd.).

Es trágico, verdaderamente trágico. Aun así, sin que se extinguiera nunca la poderosa necesidad de crear, el artista hasta ese momento no había vuelto a tomar los pinceles.[5] ¿Qué se lo impedía? ¿Qué lo hizo preferir la vida discreta, la ambición del anonimato, antes que el riesgo emancipador del arte?

La declaración final del congreso [de Educación y Cultura] marcaba un antes y un después para la clase intelectual cubana y su participación en el proceso revolucionario, de cómo y qué hacer en el campo de la cultura. La atmósfera que se vivía era de opresión y recelo, y ante las castrantes declaraciones finales de Fidel vi que el camino a seguir tocaba a su fin. Lo que estaba haciendo ya no podría continuarlo y entonces opté por la protesta silenciosa y dejé de pintar y grabar por mucho tiempo (Aguilera. 2019:9).[6]

Lo que se puede añadir hoy es que, a pesar de todo, su tramo de camino desandado por la acera del sol fue más que suficiente. Es obra valiosa, Peña; no desaparecerá, ha dejado rastro.


© Imagen de portada: ‘Con el rayo hay que insistir’, de Umberto Peña, 1967 (detalle).




Notas:
[1]    Para ese entonces, El buey degollado (1655) de Rembrandt ya era considerado una obra maestra, en el siglo xix había generado sagas, siendo copiado por artistas como Delacroix y Daumier; y ha llegado a ser célebre la anécdota de Soutine, quien compró en París un buey muerto y lo trasladó a su estudio, pintándolo compulsivamente hasta que el hedor lo delató con los vecinos y la policía.
[2]    Umberto Peña. Nota biográfica escrita para el manuscrito del libro «Pintura Cubana-Canadá». Consultado en el Archivo del Departamento de Curaduría del MNBA.
[3]    Cursivas del autor. 
[4]    También se publicó una reseña muy elogiosa en Juventud Rebelde (10 de julio), siendo el título en sí mismo revelador: «Desnudo de un tesoro escondido», firmada por René A. Piñero y Yanitzia Canetti. Roberto Fernández Retamar lo elogia con una sentida nota desde las páginas de Granma, en su edición del 2 de julio. Sin embargo, en Bastión aparece un breve texto, firmado por Raimundo Díaz, cuyo título ya lo dice todo: «Umberto Peña: de lo grotesco a lo vulgar». Y comenzaba diciendo: «La cercanía a lo pornográfico es tan degradante como floreciente en algunas de las obras que completan la exposición antológica en el Museo Nacional de Bellas Artes. ¿La obscenidad puede convertirse en expresión artística?» (1988:2). ¡Téngase en cuenta, por increíble que parezca, que ese texto fue escrito en 1988! ¿De qué dimensiones habrá sido entonces la incomprensión de su obra hacia finales de la década de 1960? 
[5]    A comienzos de la década de 1990, Umberto Peña toma la decisión de vivir fuera de Cuba. Después de una breve estancia en México, reside por más de diez años en Estados Unidos y a mediados de 2000 se establece en Salamanca, España. Es ahí cuando se produce, en 2008, después de casi cuatro décadas, su reencuentro con la pintura.
[6]    En esta entrevista Peña ofrece otro testimonio importante: «En los años sesenta no existía el censor oficial del Ministerio del Interior. Esta posición acerca de lo permisible o no la ejercían los funcionarios de turno de las instituciones culturales de acuerdo con sus valoraciones políticas o criterios estéticos. En mi caso, la funcionaria Marta Arjona siempre vio mi obra con mirada suspicaz y en muchas oportunidades no permitió que esta se mostrara en sus predios culturales» (Aguilera, 2019:8).




Carlos A Aguilera

Sobre la transficción, la translectura y otras naderías

Adriana Normand

Teoría de la transficción es uno de los libros más valientes de la Editorial Hypermedia. Es una antología de escrituras que han decidido mutar su estructura celular y burlarse de los bordes, ignorar los límitesAguilera se toma el trabajo de desmenuzar el concepto de transficción desde varias de sus aristas.






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2 Comentarios
  1. Un ensayo bien escrito. El planteamiento teórico no está mal y coincido en que lo abyecto ha existido siempre. Agregaría a lo dicho, que Humberto Peña no es el único que recurre a él en Cuba, ni siquiera en los años 60. La cuestión es analizar a qué responde la abyección, la pulsión detrás de lo grotesco, y personalmente, no me convence el puente que se establece aquí entre abyección y política, o abyección como critica de la política. La crítica por ser crítica no tiene que ser ni fue contrarrevolucionaria.

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