Barbarella DʼAcevedo

Y yo como escribano público, al servicio de la República, redacto esta crónica para que quede constancia de los hechos en los archivos divulgables o secretos del Estado, según decisión de los que deban decidir.

Porque así fue su epopeya, la epopeya de su excelencia Alberto Yarini Ponce de León, Presidente de la República de Cuba, como genuino representante del Partido Conservador. Así fue su muerte. En los festejos que él mismo convocó. Y registro los testimonios como los vi y oí.


***

Lo hice porque tenía que hacerlo. Lo maté. Sí. Así que enjuícienme si quieren y esta vez con razón. No como antes que recibí sentencia por un crimen que fue suyo, la muerte de Luis Letot, el levantisco francés. Chulo como él. Todo para que así pudiera erigirse Rey de Reyes, Señor de Señores.

Díganme ustedes si merecía haber llegado alto. Primero chulo y después peor. Traidor. Eso entre ekobios es un crimen también. Díganme si no es mejor borrar todo eso de la memoria. Yo les hice un favor. A lo Charlotte Corday. 

Y aunque prometiera no olvidarme me dejó a merced de mi suerte en aquella celda, en ese infierno. Por eso volví de la desdicha para desagraviarme. Y tienen razón, después de todo, los que me creyeron espíritu, enviación, Sikanekua. Porque eso soy. La que vino del más allá para develar los secretos del hombre, para cobrar venganza.


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Barbarella D’Acevedo.


Desde inicios de la tarde estuvo listo todo en la Plaza de Marte, alrededor de la ceiba anciana, para la entronización de Alberto Yarini Ponce de León, como Rey, Señor y Sacerdote de una nueva potencia abakúa: La Macaró Efó. Y habría de ponerse la primera piedra de su Pequeño Trianón, palacio presidencial de lujo y abundancia, a imitación de su semejante francés, con espacios para jaulas de leones, invernaderos con nenúfares, observatorios astronómicos y otros muchos portentos. 

El presidente llegó con ropas de legionario romano, Gran Señor de la Prosperidad y la Bonanza, Representante Egregio del Partido Conservador, Conservador de las Buenas Costumbres, de la Mesa Bien Servida, de la Cama Bien Puesta, de la Alegría de Vivir, Paz y Bonanza para el Futuro de la Nación Cubana. Un tabaco pendía del filo de su labio. Su carro, más que carro era carroza que tiraban caballos alazanes, con adorno de serpentinas y plumas. Lo rodeaban los ministros rechonchos, también en galas festivas, a la usanza de un senado romano. Y muchos fueron los aplausos entre el pueblo cuando posó su pies por fin en el estrado, estrado magnífico pleno de flores y lujosos canapés de seda roja. 

—Llegó el Gallo —exclamó y hubo risas y rondas de aplausos.

Dos que habían sido sus mujeres y se decía que todavía lo eran, representaron con muñecos empalados, anaquillés de negros, escenas de tiempos pretéritos, amores de indias y españoles. Y hubo también chinos que portaban faroles de papel, e indios que ejecutaron bailes y cabriolas.

Los diablitos, iremes, se soltaron en el Campo de Marte. Danzaron al ritmo de tambores viejos, unos en trajes de tela burda y otros en ropas de caprichosos dibujos de colores.

Los negros entonaron una cantilena monótona, con voces destempladas y aguardentosas, a ritmo de bombo, tambor, güiros, marimbas: Ekué Ekué Chabiak Mokongo Ma Cheveré. El esmalte de sudor les resaltaba las venas en los cuellos a punto de estallar en el canto.

Asperjaron agua bendita con sus mazos de albahaca, mientras el campo se llenó de un fuerte olor a inciensos de benjuí.

Al frente de la procesión, del beromo, se puso la Santa Cruz, el Abasí, Dios Todopoderoso. 

Yarini exclamó: 

—La Santa Cruz de Dios.


***

Yo también soy eso, como lo que es usted, escribano que le dicen, ¿no? Pero de oráculos, cosa seria, ¿sabe? Soy el Empegó.

Cojo así la tiza, amarilla tiene que ser, y escribo la firma del Juego: un círculo, arriba tres cruces, y otras cosas que no se cuentan. Y toco el tambor.

Yarini era mi ekobio. Yo sí lo conocía de atrás, de los años. Hombre a todas. Ñáñigo. 

A veces le servíamos también de guardaespaldas. Tenía que cuidarse porque detrás de él andaba mucha gente, gente que quería su mal, salaʼos, cómo no. Todo por líos de mujeres, que eso era lo que lo perdía, pero a quién no lo vuelven loco las mujeres. Y aunque ya había llegado alto, a presidente, lo perseguía aquella guerra de portañuelas, culpa de los franceses, los apaches, que lo que hay que hacer es acabar de botarlos, zumbarlos de aquí paʼl carajo, paʼ que no jodan más.

Era rey del puterío y de los buenos vicios.

¿Dictador? Ná. Si lo reeligieron justamente las dos veces en los comicios. El tipo era bueno y paʼ su gente, paʼl pueblo. Lo certifico yo, vaya, que soy escriba también, a mi forma.

Pero lo mató una mujer, eso está claro. Y entonces sí que empezó nuestro lamento, el enlloró. Fue por celos. 

Era mi ekobio. Y ni importaba que fuera blanco. 

Y hombre a todas. Eso no se duda. Lo que la gente se confunde porque no le hacía feos ni a los mariquitas. Era chévere. Y eso a veces es un problema.

¿Liberal o conservador? Conservador de la gozadera.


***

Y el brujo, el hechicero congo, Nasakó, apareció de pronto en el Campo de Marte, con el cabro amarrado de una soga, el Mbori, de largas barbas canas y cuernos enormes, el predestinado. Y sobre los cuernos la corona de laureles, labrada en plata.

Yarini dijo entonces:

—Yo soy el macho cabrón.

Y las mujeres exhalaron mil suspiros, por esos ojos, por esas manos, por esa boca.

La ceiba estuvo preparada de antemano, rodeada de cirios. Y a ella ató el Nasakó al cabro, que quedó muy quieto a espera de la muerte. 

El brujo recitó sus conjuros. Hizo ademanes, abluciones de uemba. Se acercó al estrado y asperjó sobre el Gran Señor de la Llave del Trópico las bebidas resguardadas en su boca. 

Yarini se puso a reír como un condenado. Las mujeres del anaquillé se le acercaron y de a poco lo secaron con las melenas sueltas.

El Empegó tocó su tambor. Con yeso amarillo marcó la ceiba, y luego el suelo al pie del árbol. Escribió con detenimiento la fórmula mágica, lo que debía hacerse. Después comenzó a hacer marcas de cruces en las molleras, los brazos y el pecho de todos los presentes.

Y el diablo Aberisún no quiso matar al cabro, nunca quiere, pero el Enkoríkamo le cantó un conjuro para que así lo hiciera. El Aberisún golpeó al animal con el itón sagrado, le rajó la testa y salió un líquido viscoso y prieto. Luego huyó como loco, a saber hacia dónde. 

Pero muchos se acercaron y bebieron la sangre. Los negros descueraron al cabro allí, y con su piel cubrieron al Señor, Paz y Bonanza para el Futuro de Todos los Cubanos, a quien cargaron en andas. Y cantaron:

Baroko mandiba baroko.

Yarini gritó por encima del canto: 

—Soy el cordero.


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Yo estuve ahí. Llámeme si quiere la mujer sin nombre. Ninguna de nosotras tenía nombre cuando estaba a su lado. Y estuve para llorar su muerte en día que debió ser de fiesta y gozadera.

Y ella lo mató por venganza. La Pepa Basterrechea, como le decíamos, que no era Pepa sino Pepe, pero que se creía más mujer que nosotras aunque no tenía allá abajo lo que debía tener. Me entiende, ¿no? Y no es veneno mío, es la verdad.

Habían disfrutado su amistad en otro tiempo. Hasta que ocurrió lo del francés, que por líos de faldas y de portañuelas trató de asesinar a Yarini. Yarini se salvó y la Pepa fue presa por matar a Letot.

Después el Blanco Lindo de esta ciudad maldita llegó a ser presidente. Esta ciudad que no lo merecía. No lo merece…

Ahora dicen que le van a hacer una estatua, a la Sikanekua, Basterrechea. La estatua de la República, con túnica ligera y carita de macho lagartón. 

Y ya no habrá un Trianón en esta Habana y sí un capitolio y ella en su estatua porque dicen que nos salvó la patria. 


***

Después un ireme mató un gallo muy prieto, el enkiko, y con su sangre se bañó la que había de ser la primera piedra del palacio Trianón. 

Yarini dijo:

—Lo hecho, hecho está. Aquí no puede haber más gallo que yo.

Y entonces empezó a cantar aquel tema que le dedicara el músico Sindo Garay: 

Nada temas

la vida te sonríe.

Y los hombres del Senado y sus ministros le arrojaron flores, y grullas de papel. Para mayor escándalo se mesaron los cabellos. Las mujeres aplaudieron y hubo también desmayos entre los diablos negros.


***

Fue mi venganza, es cierto. Pero tenía razones. Y ahora me van a decir si no es mejor olvidar todo esto, evitar la vergüenza, borrarlo de los libros de historia. Y destruir sus estatuas, prohibir sus rituales, silenciar su nombre e inventar la leyenda de que murió cuando no murió, a manos del francés Luis Letot por juegos de amores con la Petite Berthé.


***

La percusión se hizo más fuerte. Y apareció aquella, que nadie sabía de dónde había salido, envuelta en un poncho largo de trapos de colores. Reía y reía. Y los más viejos la dejaron. Porque dijeron que era un espíritu de verdad, que se iba a manifestar, la Sikanekua, la mujer que descubrió el secreto de los ñáñigos fundadores, la que murió por saber demasiado, para que no pudiera decir nada, la traicionada por los hombres.

Se le acercó, con aquella tinaja en la cabeza, y lo cercó en su baile. Después se quitó el poncho. Dejó ver el cuerpo voluptuoso y acechante envuelto solo en una túnica ligera. 

La tinaja contenía el Gran Pez del Misterio Original. 

Él tuvo entonces que bajar del estrado, y quiso más que nada danzar con ella. Pero el Pez se volvió espada y le dio muerte.

Y Yarini reconoció el amor en la Sikanekua. Entre sus brazos exhaló las frases últimas de su martirio santo:

Llegó el Gallo

La Santa Cruz de Dios.

Yo soy el macho cabrón.

Y el cordero.

Lo hecho, hecho está,

Nada temas

la vida te sonríe

Nada temas.

Así fue que Alberto Yarini Ponce de León, el Señor Presidente, el blanco lindo de San Isidro, el ekobio de Cuba, murió en el carnaval, en el jolgorio de su fiesta, entre comparsas de negros, indios emplumados y chinos con linternas de pintarrajeados papeles de colores.


Barbarella D’Acevedo.




en el baño con Marc Martin

En el baño con Marc Martin

Sabrina Charleroi

A menudo se dice que las paredes tienen oídos. Pero, ¿sabemos qué susurran? Las paredes de los baños públicos cuentan historias privadas. Las de los desvalidos. De hecho, durante mucho tiempo, estos espacios confinados fueron el único refugio donde las minorías sexuales podían exhibirse.


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