Ya no tienen nada que vender, salvo sus cuerpos

A finales de agosto, el agente inmobiliario de Cherburgo me llamó por teléfono para decirme que había encontrado un comprador para la casa de mi padre, que quería bajar un poco el precio, pero que estaba dispuesto a pagar en mano. Acepté de inmediato. Así que al cabo de poco tendría un poco más de un millón de francos. Estaba trabajando en el informe de una exposición itinerante en la que había que soltar ranas sobre unos juegos de cartas, dispuestos en el suelo de mosaico de un recinto cerrado; sobre algunas de las losas estaban grabados los nombres de grandes hombres de la historia como Durero, Einstein o Miguel Ángel. El presupuesto principal era para comprar mazos de cartas, porque había que cambiarlos bastante a menudo; y de vez en cuando también había que cambiar las ranas. El artista quería juegos de tarot, al menos para la exposición inaugural en París; en provincias estaba dispuesto a conformarse con juegos de cartas corrientes. Decidí irme una semana a Cuba con Jean-Yves y Valérie a principios de septiembre. Quería pagar el viaje, pero Valérie me dijo que lo arreglaría con la empresa.

—No os estorbaré en vuestro trabajo… —prometí.

—La verdad es que no vamos a trabajar, nos comportaremos como turistas corrientes. No vamos a hacer casi nada, pero eso es lo importante: queremos ver qué es lo que no funciona, por qué no hay ambiente en el club, por qué la gente no vuelve encantada de sus vacaciones. No vas a estorbarnos; al contrario, puedes sernos muy útil.

Cogimos el avión a Santiago de Cuba el viernes 5 de septiembre, a media tarde. Jean-Yves no había sido capaz de dejar en París su ordenador portátil, pero de todos modos, con su polo azul claro, parecía descansado y dispuesto a tomarse unas vacaciones. Poco después del despegue, Valérie me puso una mano en el muslo; se relajó, con los ojos cerrados. “No estoy preocupada, algo se nos ocurrirá…”, me había dicho al salir de casa.

El transporte desde el aeropuerto duró dos horas y media.

—Primer punto negativo… —anotó Valérie—. Tenemos que ver si hay un vuelo directo a Holguín.

En el autocar, delante de nosotros, dos señoras de unos sesenta años, con permanentes gris azulado, parloteaban sin parar señalándose mutuamente los detalles interesantes del entorno: hombres que cortaban caña de azúcar, un buitre que planeaba sobre las praderas, dos bueyes que regresaban al establo… Parecían secas y resistentes, decididas a interesarse por todo; me daba la impresión de que no iban a ser clientes fáciles. Y en efecto, en el momento de la asignación de habitaciones, la parlanchina A insistió con encono en que le dieran una habitación contigua a la parlanchina B. Esta clase de reivindicación no estaba prevista, la empleada de recepción no entendía nada, hubo que llamar al encargado. Éste tenía unos treinta años, cabeza de carnero y expresión terca; unas arrugas de preocupación le surcaban la frente estrecha. De hecho, se parecía muchísimo a Nagui.

—Tranquila, de acuerdo… —dijo cuando le expusieron el problema—. Tranquila, de acuerdo, señora mía. Esta noche no es posible, pero mañana se van algunos clientes y le cambiaremos la habitación. 

Un mozo nos llevó a nuestro bungaló con vistas al mar, encendió el aire acondicionado y se retiró con un dólar de propina.

—Bueno, aquí estamos —dijo Valérie, sentándose en la cama—. La comida se sirve en un bufé. Todo incluido, con aperitivos y cócteles. La discoteca abre a las once de la noche. Hay un suplemento por masajes y otro por la iluminación nocturna de las pistas de tenis.

El objetivo de las empresas de turismo es hacer feliz a la gente, previo pago de cierta tarifa durante cierto período de tiempo. Una tarea que puede resultar fácil o sencillamente imposible, según el temperamento de la gente, las prestaciones propuestas y otros factores. Valérie se quitó el pantalón y la blusa. Yo me tumbé en la cama gemela. Los órganos sexuales son una fuente de placer permanente y disponible. El dios que nos hace desgraciados, que nos ha creado transitorios, vanos y crueles, también ha previsto esta débil forma de compensación. Si no hubiera un poco de sexo de vez en cuando, ¿en qué consistiría la vida? Una lucha inútil contra las articulaciones que se anquilosan o la formación de caries. Y todo, además, completamente falto de interés: el endurecimiento de las fibras de colágeno, el crecimiento de las cavidades microbianas en las encías. Valérie separó las piernas encima de mi boca. Llevaba un tanga muy fino, de encaje malva. Aparté la tela y me humedecí los dedos para acariciarle los labios. 

Ella me abrió el pantalón y me cogió el sexo en la palma de la mano. Empezó a acariciarme los testículos con suavidad, sin prisas. Yo doblé una almohada para tener la boca a la altura de su coño. En ese momento vi a una empleada que barría la arena de la terraza. Las cortinas estaban descorridas, y el ventanal abierto de par en par. Cuando nuestras miradas se cruzaron, la chica resopló de risa. Valérie se enderezó e hizo un gesto para que se acercara. Ella se quedó donde estaba, dudosa, apoyada en la escoba. Valérie se levantó, dio unos pasos hacia ella y le tendió las manos. En cuanto entró, la chica empezó a desabrocharse la bata: no llevaba nada debajo, salvo unas bragas de algodón blanco; tendría unos veinte años, tenía la piel muy morena, casi negra, los pechos pequeños y firmes, las nalgas muy respingonas. Valérie cerró las cortinas, y yo también me levanté. La chica se llamaba Margarita. Valérie le cogió la mano y la puso en mi sexo. Ella estalló en carcajadas otra vez, pero empezó a masturbarme. Valérie se quitó rápidamente el sujetador y las bragas, se tumbó en la cama y empezó a acariciarse. Margarita tuvo un último instante de vacilación, pero luego se quitó las bragas a su vez y se arrodilló entre los muslos de Valérie. Primero le miró el coño, acariciándola con la mano; luego acercó la boca y empezó a lamerla. Valérie puso una mano en la cabeza de Margarita para guiarla, sin dejar de masturbarme con la otra mano. Sentí que iba a correrme, y me alejé para buscar un preservativo en el neceser. Estaba tan excitado que me costó trabajo encontrarlo y luego ponérmelo, se me nublaba la vista. El culo de la negrita ondulaba mientras ella iba y venía sobre el pubis de Valérie. La penetré de una sola vez, tenía el coño abierto como un fruto. Ella gimió débilmente y tendió las nalgas hacia mí. Empecé a moverme dentro de ella, un poco al tuntún, la cabeza me daba vueltas, todo mi cuerpo se estremecía de placer. Caía la noche, y ya no se veía gran cosa en la habitación. 

Oí los jadeos de Valérie subir de tono, como si vinieran de muy lejos, de otro mundo. Apreté el culo de Margarita con las manos, la penetré cada vez con más fuerza, ya no intentaba contenerme. Cuando Valérie gritó, yo me corrí. 

Durante uno o dos segundos tuve la impresión de que me vaciaba de mi peso, que flotaba en el aire. Luego volvió la sensación de gravedad y me sentí agotado de repente. Me dejé caer en la cama, entre los brazos de ambas. 

Más tarde, distinguí confusamente a Margarita, que se estaba vistiendo, y a Valérie, que hurgaba en su bolso para darle algo. Se besaron en el umbral del ventanal; fuera ya era de noche. 

—Le he dado cuarenta dólares… —dijo Valérie, acostándose a mi lado—. Es el precio que pagan los occidentales. Para ella, es un mes de salario.

Encendió la lámpara de la mesilla. Sobre las cortinas pasaban algunas siluetas, recortándose como sombras chinescas; se oían murmullos de conversación. Yo puse una mano en el hombro de Valérie.

—Ha estado bien… —le dije, maravillado e incrédulo—. Ha estado muy bien.

—Sí, la chica era sensual. A mí también me ha lamido bien.

—Qué raros son los precios del sexo… —continué, vacilante—. Tengo la impresión de que no dependen tanto del nivel de vida del país. Claro, en cada país te dan algo completamente diferente; pero el precio básico es más o menos igual: el que los occidentales están dispuestos a pagar.

—¿Crees que eso es lo que llaman economía de la oferta?

—No tengo ni idea… —Sacudí la cabeza—. Nunca he entendido nada de economía; es como si tuviera un bloqueo.



Tenía mucha hambre, pero el restaurante no abría hasta las ocho; me bebí tres piñas coladas mientras observaba a los animadores del aperitivo. El efecto del orgasmo tardaba mucho en disiparse, estaba un poco ido, de lejos me daba la impresión de que todos los animadores se parecían a Nagui. 

Pero no, los había más jóvenes, aunque todos tenían algo raro: el cráneo rapado, perilla o patillas. Daban unos alaridos pasmosos, y de vez en cuando obligaban a alguien del público a subir al escenario. Afortunadamente, yo estaba demasiado lejos como para sentirme seriamente amenazado. 

El encargado del bar era bastante penoso, se comportaba como un completo inútil: cada vez que yo quería algo, me indicaba con un gesto a los camareros; parecía una especie de ex torero, con sus cicatrices y un poquito de barriga redonda, controlada. El bañador amarillo le moldeaba el sexo con mucha precisión; estaba bien dotado, y quería dejarlo claro. 

Cuando volví a la mesa después de conseguir, con muchísima dificultad, el cuarto cóctel, lo vi acercarse a una mesa vecina, ocupada por un grupo compacto de cincuentonas de Quebec. Ya me había fijado en ellas al entrar, eran rechonchas y resistentes, todo dientes y grasa, y hablaban increíblemente alto; no costaba nada entender que hubieran enterrado rápidamente a sus maridos. Pensé que no sería buena idea colarse delante de ellas en el autoservicio, o coger un tazón de cereales al que ellas le hubieran echado el ojo. Cuando el ex donjuán se acercó a su mesa le lanzaron miradas enamoradas, casi volvieron a ser mujeres. Él se pavoneaba delante de ellas, acentuando todavía más su obscenidad con una serie de palpaciones inguinales a través del bañador, con las que parecía asegurarse de la consistencia de su menú de tres platos. Las cincuentonas de Quebec parecían encantadas con tan evocadora compañía; sus cuerpos viejos y gastados todavía necesitaban un poco de sol. Él interpretaba bien su papel, les hablaba al oído, las llamaba, a la manera cubana, “mi corazón” o “mi amor”. No iba a pasar nada más, eso desde luego, él solo quería provocar un último estremecimiento en los viejos coños, pero tal vez bastaría para que ellas pasaran unas magníficas vacaciones y recomendasen el club a sus amigas, y todavía les quedaba vida para otros veinte años, por lo menos. Esbocé las líneas directrices de una película pornosocial titulada Los mayores se desmelenan. Había dos bandas que operaban en los clubs de vacaciones, una formada por señores mayores de Italia y la otra por señoras mayores de Quebec. Cada cual por su lado, armados de nunchakus y de punzones para picar hielo, sometían a los peores ultrajes a unos adolescentes desnudos y morenos. Naturalmente, terminaban encontrándose en un velero del Club Med; entre ambas bandas reducían a los miembros de la tripulación, y las señoras mayores, sedientas de sangre, los violaban y los arrojaban por la borda. La película acababa con una gigantesca orgía de señoras y señores mayores, mientras el barco, rotas las amarras, navegaba directamente hacia el Polo Sur. 



Valérie apareció por fin: se había maquillado, llevaba un vestido blanco, corto y transparente; yo la deseaba todavía. 

Nos reunimos con Jean-Yves junto al bufé. Parecía relajado, casi lánguido, y nos contó tranquilamente sus primeras impresiones. La habitación no estaba mal, pero la animación era un poco pesada; estaba justo al lado de los altavoces, y era casi inaguantable. La comida no estaba muy bien, añadió mirando con amargura su trozo de pollo hervido. Sin embargo todo el mundo repetía con ganas; los mayores, en particular, eran de una voracidad asombrosa, parecía que se hubieran pasado la tarde practicando deportes náuticos y voley playa.

—Comen y comen… —comentó Jean-Yves con resignación—. ¿Qué otra cosa van a hacer?

Después de cenar hubo un espectáculo que volvía a requerir la participación del público. Una mujer de unos cincuenta años se lanzó a interpretar al karaoke la canción Bang bang, de Sheila. Fue bastante valiente por su parte; hubo algunos aplausos. En conjunto, eran los animadores los que aseguraban el espectáculo. Jean-Yves parecía a punto de dormirse; Valérie bebía el cóctel a sorbitos, tranquilamente. Miré la mesa de al lado: la gente parecía aburrirse un poco, pero aplaudían educadamente al final de cada actuación. Entender por qué la gente no se apuntaba a las estancias en clubs no me parecía muy difícil; de hecho, saltaba a la vista. La clientela se componía, en gran parte, de personas de la tercera edad o de adultos de mediana edad, y el equipo de animadores se las arreglaba para ponerles delante de las narices un placer que ya no podían sentir, al menos de esa forma. Incluso Valérie y Jean-Yves, incluso yo, en cierto sentido, teníamos responsabilidades profesionales en la vida real; éramos empleados serios, respetables, más o menos abrumados por las preocupaciones, sin contar los impuestos, los problemas de salud y otras cosas. 

La mayoría de la gente que nos rodeaba estaba en el mismo caso: había directivos, profesores, médicos, ingenieros, contables; o jubilados que habían ejercido esas mismas profesiones.

No comprendía por qué los animadores esperaban que nos lanzáramos con entusiasmo a veladas de contacto concursos de canción. No veía cómo podríamos haber conservado, a nuestra edad y en nuestra situación, el sentido de la fiesta. Aquellas animaciones estaban pensadas para menores de catorce años, como mucho.

Intenté contarle todo aquello a Valérie, pero el animador empezó a hablar otra vez con la boca pegada al micro, armando un escándalo insoportable. Había empezado a hacer una inspirada imitación de Lagaf, o quizás de Laurent Baffie; en cualquier caso, iba de un lado a otro con aletas en los pies, seguido por una chica disfrazada de pingüino que se reía de todo lo que él decía. El espectáculo terminó con un baile; algunas personas de las primeras mesas se levantaron y se agitaron torpemente. Junto a mí, Jean-Yves ahogó un bostezo.

—¿Damos una vuelta por la discoteca? —propuso.

Había cerca de cincuenta personas, pero los animadores eran casi los únicos que bailaban. El DJ alternaba el tecno y la salsa. Al final, algunas parejas de mediana edad lo intentaron con la salsa. El animador de las aletas pasaba por la pista dando palmadas y gritando: “¡Caliente! ¡Caliente!”; me dio la impresión de que ponía a la gente más incómoda que otra cosa. Yo me senté en el bar y pedí una piña colada. Dos cócteles después, Valérie me dio un codazo, señalando a Jean-Yves.

—Creo que podemos dejarlo solo… —me dijo al oído.

Estaba hablando con una chica muy guapa de unos treinta años, probablemente italiana. Inclinaban la cabeza el uno hacia el otro, sus hombros se rozaban.

La noche era cálida y húmeda. Valérie me cogió del brazo. El ruido de la discoteca se fue apagando; oíamos el murmullo de los walkietalkies, los guardas patrullaban por el recinto. Dejamos atrás la piscina y nos dirigimos a la playa, que estaba desierta. Las olas lamían suavemente la arena, a unos metros de nosotros; ya no oíamos ningún ruido. Al llegar al bungaló me quité la ropa y me tumbé en la cama, esperando a Valérie. Ella se cepilló los dientes, se desvistió a su vez y se acostó a mi lado. Me acurruqué contra su cuerpo desnudo. Le puse una mano en el pecho, la otra en el vientre. Era una sensación muy dulce.



Cuando me desperté estaba solo en la cama, y tenía un ligero dolor de cabeza. Me levanté, vacilante, y encendí un cigarrillo; después de unas cuantas caladas me sentí un poco mejor. Me puse un pantalón y salí a la terraza, que estaba cubierta de arena; tenía que haberse levantado viento durante la noche. Apenas había amanecido; el cielo parecía nublado. Caminé unos metros hacia la playa, y vi a Valérie. Se zambullía de cabeza bajo una ola, nadaba unas cuantas brazadas, se levantaba, se zambullía otra vez.

Me detuve, sin dejar de fumar; el viento era un poco fresco, dudaba de si ir a su encuentro o no. Ella se volvió, me vio y gritó “¡Ven!” haciendo un amplio gesto con la mano. En ese momento, el sol se filtró entre dos nubes y la iluminó de frente. La luz resplandeció sobre sus pechos y sus caderas, centelleó en la espuma de su pelo y su vello púbico. Me quedé clavado en el sitio durante unos segundos, consciente de que nunca olvidaría lo que estaba viendo, que aquella imagen sería una de las que volvería a ver, según dicen, en los segundos que preceden a la muerte.

La colilla me quemó los dedos; la tiré a la arena, me quité el pantalón y me dirigí al mar. El agua estaba fresca, muy salada; era un baño de juventud. En la superficie del mar brillaba una cinta de sol que se deslizaba hacia el horizonte; tomé aliento y me sumergí en la luz.

Más tarde nos acurrucamos en una toalla, mirando el amanecer sobre el océano. Las nubes se dispersaron poco a poco, las superficies luminosas se hicieron cada vez más grandes. A veces, por la mañana, todo parece sencillo. Valérie se quitó la toalla y ofreció su cuerpo al sol.

—No tengo ganas de vestirme… —dijo.

—Un mínimo… —aventuré yo.

Un pájaro planeaba a media altura, escrutando la superficie del agua.

—Me gusta nadar, me gusta hacer el amor… —dijo ella—. Pero no me gusta bailar, no sé divertirme, siempre me ha parecido horrible salir por la noche. ¿Tú crees que es normal?

Yo me quedé pensativo un buen rato antes de contestarle.

—No lo sé… —dije al final—. Solo sé que yo soy igual que tú.



No había mucha gente en las mesas del desayuno, pero Jean-Yves ya estaba allí, con un café y un cigarrillo. No se había afeitado, y daba la impresión de haber dormido mal; nos hizo un breve gesto con la mano. Nos sentamos frente a él.

—Bueno, ¿qué tal te fue con la italiana? —preguntó Valérie, atacando sus huevos revueltos.

—No muy bien. Empezó a contarme que trabajaba en marketing, que tenía problemas con su novio, que por eso se había ido sola de vacaciones. Yo estaba hasta los huevos; me largué y me acosté.

—Tendrías que intentarlo con las empleadas del hotel…

Él sonrió vagamente y aplastó la colilla en el cenicero.

—¿Qué hacemos hoy? —pregunté—. Quiero decir que… se supone que esto es una estancia “Explorador”.

—Ah, sí… —Jean-Yves puso cara de hastío—. Bueno, a medias. No hemos tenido tiempo de organizar casi nada. Es la primera vez que trabajo con un país socialista; pero veo que en los países socialistas resulta bastante complicado dejar las cosas para el último momento. Esta tarde hay no sé qué con delfines… —Se interrumpió e intentó ser más preciso—. Bueno, si lo he entendido bien, hay un espectáculo con delfines, y luego podemos nadar con ellos. Supongo que te subes al lomo del delfín o algo por el estilo.

—Ah, sí, conozco eso —dijo Valérie—, no vale la pena. Todo el mundo cree que los delfines son mamíferos muy dulces y cariñosos. Pero no es así: forman grupos muy jerarquizados, con un macho dominante, y son bastante agresivos; a menudo luchan a muerte entre sí. La única vez que intenté nadar con delfines, me mordió una hembra.

—Bueno, bueno… —Jean-Yves hizo un gesto de apaciguamiento—. Sea como sea, esta tarde hay delfines para el que quiera ir. Mañana y pasado, excursión de dos días a Baracoa; no debería estar mal, o eso espero. Y luego… —pensó un momento—, luego se acabó. Ah, sí, el último día, antes de coger el avión, hay una comida con langosta y una visita al cementerio de Santiago.

Esta declaración fue seguida por unos segundos de silencio.

—Sí… —continuó Jean-Yves, con esfuerzo—. Creo que la hemos cagado un poco con este destino—. Se quedó un momento callado—. Además…, tengo la impresión de que las cosas no van muy bien en este club. Quiero decir para todo el mundo, no solo para mí. Ayer, en la discoteca, no vi que se formaran muchas parejas, ni siquiera entre los jóvenes.  —Volvió a guardar silencio, y luego concluyó con un gesto resignado—: Ecco

—El sociólogo tenía razón… —dijo Valérie, pensativa.

—¿Qué sociólogo?

—Lagarrigue. El sociólogo del comportamiento. Tenía razón cuando dijo que estábamos lejos de la época de los bronceados.

Jean-Yves terminó su café y sacudió la cabeza con amargura.

—La verdad —dijo, asqueado—, nunca creí que llegaría a sentir nostalgia de la época de los bronceados.



Para llegar a la playa tuvimos que sufrir los ataques de algunos vendedores de productos artesanales lamentables; pero no eran muchos ni demasiado pegajosos, podía uno librarse de ellos con unas cuantas sonrisas y gestos apenados. Durante el día, los cubanos podían entrar en la playa del club. Valérie me explicó que no tenían mucho que ofrecer ni vender, pero que lo intentaban, que hacían lo que podían. Por lo visto, en aquel país nadie conseguía vivir de su salario. Nada funcionaba bien: faltaba gasolina, piezas de maquinaria. De ahí el lado de utopía agraria que se veía en los campos: los campesinos que araban con bueyes, que iban en carreta… Pero no se trataba ni de una utopía ni de una reconstrucción ecológica: era la realidad de un país que ya no conseguía mantenerse en la era industrial. Cuba lograba seguir exportando algunos productos agrícolas, como el café, el cacao y la caña de azúcar; pero la producción industrial había caído casi hasta el nivel cero. Costaba encontrar hasta los artículos de consumo más elementales, como el jabón, el papel o los bolígrafos. Las únicas tiendas bien surtidas eran las de productos importados, donde había que pagar en dólares. Así que todos los cubanos vivían de una segunda actividad relacionada con el turismo. Los más favorecidos eran los que trabajaban directamente para la industria turística; los demás intentaban conseguir dólares como fuese, con servicios suplementarios o algún tipo de tráfico.

Me tumbé en la arena a pensar. Para los hombres y las mujeres morenos que andaban entre los bancos de turistas solo éramos monederos con piernas, no había que hacerse ilusiones; pero lo mismo pasaba en todos los países del Tercer Mundo. Lo único diferente en Cuba era esa increíble dificultad de la producción industrial. Desde luego, yo era un completo negado en el terreno de la producción industrial. Estaba perfectamente adaptado a la era de la información, es decir, a nada. Valérie y Jean-Yves, como yo, solo sabían utilizar información y capital; los utilizaban de manera inteligente y competitiva, mientras que yo lo hacía de un modo más rutinario, más burocrático. Pero ninguno de los tres, ni nadie que yo conociera, habría sido capaz de ayudar a la reanudación de la producción industrial, por ejemplo en caso de bloqueo por parte de una potencia extranjera. No teníamos la menor idea sobre la fundición de los metales, la fabricación de las piezas, la termoformación de las materias plásticas. Por no hablar de cosas más recientes, como la fibra óptica o los microprocesadores. Vivíamos en un mundo compuesto de objetos cuya fabricación, condiciones de posibilidad y modo de existencia nos eran absolutamente ajenos. Eché una mirada a mi alrededor, asustado por lo que estaba pensando: vi una toalla, gafas de sol, crema solar, un libro de bolsillo de Milan Kundera. Papel, algodón, vidrio: máquinas sofisticadas, complejos sistemas de producción. Por ejemplo, era incapaz de comprender el proceso de fabricación del bañador de Valérie: se componía de un 80% de látex y un 20% de poliuretano. Pasé dos dedos bajo el sujetador: bajo la trama de fibras industriales sentí la carne palpitante. Deslicé los dedos un poco más abajo, y sentí que el pezón se endurecía. Aquello era algo que podía hacer, que sabía hacer. El sol se estaba volviendo aplastante. Cuando nos metimos en el agua, Valérie se quitó la braga del bañador. Me rodeó la cintura con las piernas y se tumbó de espaldas, haciendo el muerto. Tenía el coño abierto. La penetré con facilidad, moviéndome dentro de ella al ritmo de las olas. No había otra alternativa. Me detuve justo antes de correrme. Salimos del agua para secarnos al sol.

Una pareja pasó cerca de nosotros: un negro muy alto y una chica con la piel muy blanca, la cara nerviosa y el pelo muy corto, que hablaba mirándole y se reía demasiado fuerte. Estaba claro que era norteamericana, quizás periodista del New York Times, o algo parecido. De hecho, ya que me fijaba, vi que había muchas parejas mixtas en aquella playa. Un poco más lejos, dos rubios altos y un poco gordos, con acento nasal, reían y bromeaban con dos chicas espléndidas de piel cobriza.

—No está permitido llevarlas al hotel… —dijo Valérie, siguiendo mi mirada—. Alquilan habitaciones en el pueblo vecino.

—Creía que los norteamericanos no podían venir a Cuba.

—En principio, no; pero pasan por Canadá o por México. De hecho, están furiosos por haber perdido Cuba. No es difícil entenderlos… —dijo, pensativa—. Si hay un país en el mundo que necesita el turismo sexual, es Estados Unidos. Pero de momento las compañías norteamericanas están bloqueadas, no se les permite invertir aquí. El país se volverá capitalista, solo es cuestión de tiempo; pero hasta entonces los europeos tienen el campo libre. Por eso Aurore no quiere renunciar, aunque el club tenga dificultades: es el momento de sacarle ventaja a la competencia. Cuba es una oportunidad única en la zona Antillas-Caribe.

Tras un rato de silencio, continuó con tono de ligereza:

—Pues sí… Así hablamos en mi mundillo profesional…, en el mundo de la economía global.



El minibús a Baracoa salió a las ocho de la mañana, con unas quince personas a bordo. Ya habían tenido ocasión de conocerse, y se deshacían en elogios de los delfines. El entusiasmo de los jubilados (mayoritarios), de dos ortofonistas que iban juntos de vacaciones y de la pareja de estudiantes se expresaba por caminos léxicos ligeramente distintos, claro, pero todos habrían estado de acuerdo con esta descripción: una experiencia única.

Después, la conversación versó sobre las características del club. Le eché una mirada a Jean-Yves: iba sentado en mitad del minibús, solo, y había puesto en el asiento de al lado un cuaderno de apuntes y un bolígrafo. Inclinado, con los ojos semicerrados, se concentraba para oír todo lo que decían los demás. Evidentemente, pensaba que en aquella fase del viaje podía cosechar muchas impresiones y observaciones útiles.

Los participantes parecían estar de acuerdo también sobre el club. Todo el mundo dijo que los animadores eran “simpáticos”, pero que las animaciones no eran muy interesantes. Las habitaciones estaban bien, salvo las que estaban demasiado cerca de los altavoces, que eran demasiado ruidosas. En cuanto a la comida, estaba claro que no le gustaba mucho a nadie.

Ninguno de los presentes participaba en las actividades de gimnasia, de aeróbic, de iniciación a la salsa o al español. A fin de cuentas, lo mejor era la playa; y aún más por ser tranquila. “Animación y sonido percibidos más bien como ruido ambiental”, anotó Jean-Yves en su cuaderno.

A todo el mundo le gustaban los bungalós, sobre todo porque estaban lejos de la discoteca.

—¡La próxima vez vamos a exigir un bungaló! —afirmó con claridad un jubilado fornido, en plena forma para su edad, obviamente acostumbrado a mandar; en realidad, se había pasado toda su vida profesional dedicado a la comercialización de vinos de Burdeos.

Los dos estudiantes eran de la misma opinión. “Discoteca inútil”, apuntó Jean-Yves, pensando con melancolía en todo aquel dinero invertido en vano.



Pasado el cruce de Cayo Saetia, la carretera se volvió cada vez peor. Había baches y agujeros que a veces ocupaban la mitad de la calzada. El conductor se veía obligado a zigzaguear todo el tiempo y no parábamos de dar sacudidas en el asiento, empujados de un lado a otro. La gente reaccionaba con exclamaciones y risas.

—Vaya, son de buena pasta… —me dijo Valérie en voz baja—. Es lo bueno de los circuitos “Explorador”, podemos imponer condiciones horribles, para los clientes eso forma parte de la aventura. De hecho, esto es un error nuestro: para un trayecto así, tendríamos que haber contratado vehículos todoterreno.

Un poco antes de Moa, el conductor giró a la derecha para evitar un agujero enorme. El minibús derrapó despacio, y luego se caló en un terreno pantanoso. El conductor arrancó otra vez y pisó el acelerador a fondo: las ruedas patinaron en un barro parduzco, el minibús no se movió. El hombre volvió a intentarlo varias veces, sin resultado.

—Bueno… —dijo el comerciante de vinos, cruzando los brazos con aire festivo—. Vamos a tener que bajarnos a empujar.

Salimos del vehículo. Ante nosotros se extendía una inmensa llanura, cubierta de barro cuarteado y pardo, de aspecto malsano. Altas hierbas secas y blancuzcas rodeaban algunas ciénagas de agua estancada, de color casi negro. Al fondo, una gigantesca fábrica de ladrillos oscuros dominaba el paisaje; sus dos chimeneas vomitaban una espesa humareda. De la fábrica escapaban enormes tuberías, medio oxidadas, que zigzagueaban sin dirección aparente en mitad de la llanura. En un lateral, un letrero de metal donde el Che Guevara exhortaba a los trabajadores al desarrollo revolucionario de las fuerzas productivas también empezaba a oxidarse. Un olor infecto, que parecía venir del barro más que de las ciénagas, impregnaba el aire.

La rodada no era muy profunda, y el minibús arrancó fácilmente gracias a nuestros esfuerzos. Todo el mundo volvió a subir, felicitándose mutuamente. Comimos un poco más tarde, en una marisquería. Jean-Yves estudiaba su cuaderno con cara de preocupación; no había tocado el plato.

—Creo que la cosa va bien con los circuitos “Explorador” —concluyó después de una larga reflexión—; pero no veo qué podemos hacer por la fórmula club.

Valérie le miraba tranquilamente, bebiendo a sorbitos su café con hielo; parecía importarle un bledo lo que estaba oyendo.

—Claro —continuó él—, siempre podemos echar al equipo de animación; con eso reducimos el gasto salarial.

—Eso estaría bien, sí.

—¿No te parece una medida un poco radical? —se inquietó él.

—No te preocupes por eso. De todos modos, la animación en un lugar de vacaciones no es una buena formación para los jóvenes. Los vuelve gilipollas y vagos, y encima no conduce a nada. Lo único a lo que pueden aspirar después es a encargados de urbanización o animadores televisivos.

—Bueno…, así que reduzco el gasto salarial; aunque tampoco cobran tanto. Me sorprendería que eso bastara para competir con los clubs alemanes. Haré una simulación esta tarde en el programa de cálculo, pero no confío mucho en ello.

Ella asintió con indiferencia, como diciendo: “Simula, simula, eso no hace daño”. Me asombraba un poco, estaba de lo más cool. Cierto que follábamos mucho, y no cabe la menor duda de que follar calma: relativiza todo lo que está en juego. Por su parte, Jean-Yves parecía deseoso de abalanzarse sobre su programa de cálculo; incluso me pregunté si no le iba a pedir al conductor que sacara su portátil del maletero.

—No te preocupes, encontraremos una solución… —le dijo Valérie, sacudiéndole amistosamente el hombro. Eso pareció calmarle un rato, y volvió de buena gana a su asiento en el minibús.



Durante la última parte del trayecto, los pasajeros hablaron sobre todo de Baracoa, nuestro destino; parecían saber ya casi todo lo que había que saber sobre la ciudad. El 28 de octubre de 1492, Cristóbal Colón ancló en la bahía, cuya forma perfectamente circular le había impresionado. “Uno de los más bellos espectáculos que quepa contemplar”, anotó en el cuaderno de bitácora. Por aquel entonces, solo los indios taínos poblaban la región. En 1511, Diego Velázquez fundó la ciudad de Baracoa: la primera ciudad española en América. Solo podía llegarse a ella por barco, y durante más de cuatro siglos permaneció aislada del resto de la isla. En 1963, la construcción del viaducto de la Farola permitió conectarla por carretera a Guantánamo.

Llegamos pasadas las tres de la tarde; la ciudad se extendía a lo largo de una bahía que formaba, efectivamente, un círculo casi perfecto. Hubo una oleada de satisfacción general, que se expresó con exclamaciones de admiración. A fin de cuentas, lo que buscan todos los aficionados a los viajes de exploración es una confirmación de lo que han leído en sus guías. El grupo era un público de ensueño: no había el menor peligro de que Baracoa, con su modesta estrella en la Guía Michelin, pudiera decepcionarlos. El hotel El Castillo, emplazado en una antigua fortaleza española, dominaba la ciudad. Vista desde lo alto, parecía maravillosa; pero de hecho no lo era más que cualquier otra ciudad. En el fondo era, incluso, bastante corriente, con sus edificios míseros de un gris negruzco, tan sórdidos que parecían deshabitados. Decidí quedarme en la piscina, igual que Valérie. Había unas treinta habitaciones, todas ocupadas por turistas del norte de Europa, que parecían estar allí más o menos por los mismos motivos. Me fijé de entrada en dos inglesas en torno a los cuarenta años, más bien rollizas; una llevaba gafas. Las acompañaban dos mestizos de aspecto despreocupado que no tendrían más de veinticinco años. Parecían perfectamente cómodos con la situación, hablaban y bromeaban con las gordas, les cogían la mano, les rodeaban la cintura con el brazo. Yo habría sido incapaz de hacer ese trabajo; me preguntaba si tendrían trucos, en qué o en quién pensarían para estimular la erección. En un momento dado, las dos inglesas subieron a sus habitaciones y los chicos se quedaron charlando al borde de la piscina; si la humanidad me hubiera interesado de verdad, podría haber iniciado una conversación con ellos para intentar averiguar algo más. A lo mejor bastaba con que a uno se le pusiera dura, sin duda la erección podía tener un carácter meramente mecánico; podría haber buscado información en la biografía de algún gigoló, pero solo tenía el Discurso sobre el espíritu positivo. Mientras hojeaba el capítulo titulado “La política popular, siempre social, debe llegar a ser principalmente moral”, vi a una joven alemana salir de su habitación acompañada por un negro alto. Tenía toda la pinta de una alemana tal y como uno se las imagina, con el pelo largo y rubio, ojos azules, un cuerpo agradable y firme, pecho abundante. Es un tipo físico muy atractivo, el problema es que no dura, en cuanto cumplen los treinta años tienen que hacer algo, liposucciones, silicona; pero de momento todo le iba bien, de hecho era francamente excitante, su caballero había tenido suerte. Me pregunté si pagaría tanto como las inglesas, si había una tarifa única tanto para hombres como para mujeres; también habría tenido que informarme sobre eso. Pero la sola idea me cansaba, y decidí subir a la habitación. Pedí un cóctel y me dediqué a beber despacio en el balcón. Valérie tomaba el sol, se bañaba de vez en cuando en la piscina; antes de entrar en la habitación para acostarme un rato, vi que estaba charlando con la alemana.

Subió a eso de las seis; yo me había dormido con el libro en la mano. Se quitó el bañador, se duchó y volvió a mi lado, con una toalla en torno a la cintura y el pelo ligeramente húmedo.

—Vas a pensar que es una obsesión mía, pero le he preguntado a la alemana qué tienen los negros que no tengan los blancos. Es verdad, es impresionante: las mujeres blancas prefieren acostarse con africanos, los hombres blancos con asiáticas. Necesito saber por qué, es importante para mi trabajo.

—También hay blancos a los que les gustan las negras… —observé.

—Es menos frecuente; el turismo sexual está mucho más extendido en Asia que en África. En fin, el turismo en general, realmente.

—¿Qué te ha contestado?

—Lo de siempre: que los negros están más relajados, que son viriles, que les gusta divertirse, que saben pasárselo bien sin romperse la cabeza, que no dan problemas.

La contestación era bastante superficial, desde luego, pero contenía las líneas directrices para formular una teoría adecuada: en resumen, los blancos eran negros inhibidos, que querían recuperar una perdida inocencia sexual. Claro, eso no explicaba la misteriosa atracción que parecían ejercer las mujeres asiáticas; ni el prestigio sexual del que, según todos los testimonios, disfrutaban los blancos en África negra. Entonces formulé las bases de una teoría más complicada y más dudosa; los blancos querían estar morenos y aprender a bailar como los negros; los negros querían aclararse la piel y desrizarse el pelo. Toda la humanidad tendía instintivamente al mestizaje, a la indiferenciación generalizada; y lo hacía, en primer lugar, a través de ese medio elemental que era la sexualidad. El único que había llevado el proceso a su término era Michael Jackson: ya no era ni negro ni blanco, ni joven ni viejo; en un sentido, ni siquiera era ya ni hombre ni mujer. Nadie podía imaginarse realmente su vida íntima; había comprendido las categorías de la humanidad corriente y se las había arreglado para dejarlas atrás. Por eso lo consideraban una estrella, incluso la más grande —y en realidad la primera— del mundo. Todos los demás —Rodolfo Valentino, Greta Garbo, Marlene Dietrich, Marilyn Monroe, James Dean, Humphrey Bogart— podían ser considerados, como máximo, artistas con talento, solo tenían que imitar la condición humana, transponerla estéticamente; el primero en intentar ir un poco más lejos había sido Michael Jackson.

Era una teoría atractiva, y Valérie me escuchó con atención; pero yo mismo no estaba realmente convencido. ¿Había que concluir que el primer cyborg, el primer individuo que estaría de acuerdo en que le implantaran en el cerebro elementos de inteligencia artificial de origen extrahumano, se convertiría de inmediato en una estrella? Probablemente, sí; pero ya no tenía mucho que ver con el tema. Por mucho que Michael Jackson fuese una estrella, desde luego no era un símbolo sexual; si uno quería provocar desplazamientos turísticos masivos, susceptibles de rentabilizar grandes inversiones, tenía que pensar en fuerzas de atracción más elementales.



Un poco más tarde, Jean-Yves y los demás regresaron de la visita a la ciudad. El museo de historia local estaba dedicado, sobre todo, a las costumbres de los taínos, los primeros habitantes de la región. Parecían haber llevado una vida apacible, basada en la agricultura y la pesca; casi no existían conflictos entre tribus vecinas; los españoles no habían tenido la menor dificultad en exterminar a esos seres poco preparados para luchar. Actualmente no quedaba nada de ellos, salvo algunas mínimas huellas genéticas en el aspecto físico de ciertos individuos; su cultura había desaparecido por completo, de hecho podría no haber existido jamás. Algunos dibujos realizados por los eclesiásticos que habían intentado —casi siempre en vano— sensibilizarlos al mensaje del evangelio, los representaban trabajando o ajetreándose en torno al fuego para cocinar; mujeres con el pecho desnudo amamantaban a sus hijos. Parecía, si no un Edén, al menos una historia lenta; la llegada de los españoles había acelerado notablemente las cosas. Tras los conflictos típicos entre las potencias coloniales que en aquella época estaban en el candelero, Cuba se había independizado en 1898, para pasar de inmediato a estar bajo dominación norteamericana. En 1959, después de varios años de guerra civil, las fuerzas revolucionarias encabezadas por Fidel Castro vencieron al ejército regular, obligando a Batista a huir. Teniendo en cuenta que por aquel entonces el mundo estaba dividido en dos bloques, Cuba se había visto obligada a un rápido acercamiento al bloque soviético y había instaurado un régimen de tipo marxista. Privada de apoyo logístico tras el desmoronamiento de la Unión Soviética, el régimen estaba tocando a su fin. Valérie se puso una falda corta, abierta por un lado, y un pequeño top de encaje negro; teníamos tiempo de tomarnos un cóctel antes de cenar.

Todo el mundo estaba reunido junto a la piscina, mirando cómo se ponía el sol sobre la bahía. Cerca de la orilla se oxidaban lentamente los restos de un carguero. Otros barcos más pequeños flotaban sobre las aguas, casi inmóviles; todo aquello daba una intensa impresión de abandono. No llegaba el menor ruido desde las calles de la ciudad; se encendieron algunas farolas, titubeantes. En la mesa de Jean-Yves había un hombre de unos sesenta años, con la cara delgada y cansada, y aspecto miserable; y otro, mucho más joven, treinta años todo lo más, en quien reconocí al gerente del hotel. Le había observado varias veces en el curso de la tarde, dando vueltas entre las mesas con nerviosismo, corriendo de un lado a otro para comprobar que todo el mundo estaba servido; su rostro parecía minado por una ansiedad permanente, sin objeto. Al vernos llegar se levantó con vivacidad, acercó dos sillas, llamó a un camarero, se aseguró de que éste llegara enseguida; luego se precipitó hacia las cocinas. El hombre mayor, por su parte, paseaba una mirada desengañada por la piscina, las parejas sentadas a las mesas y, aparentemente, el mundo en general.

—Pobre pueblo cubano… —dijo tras un largo silencio—. Ya no tienen nada que vender, salvo sus cuerpos.

Jean-Yves nos explicó que vivía justo al lado, que era el padre del gerente del hotel. Había participado en la revolución, más de cuarenta años antes; había formado parte de uno de los primeros batallones de soldados que se adhirieron a la insurrección castrista. Después de la guerra trabajó en la fábrica de níquel de Moa, al principio como obrero, luego como capataz, y al final —tras terminar sus estudios en la universidad— como ingeniero. Su condición de héroe de la revolución había permitido que su hijo consiguiera un puesto importante en la industria turística.

—Hemos fracasado… —dijo con voz sorda—. Y nos hemos merecido el fracaso. Teníamos dirigentes de gran valor, hombres excepcionales, idealistas, que ponían el bien de la patria por encima del suyo propio. Recuerdo al comandante Che Guevara el día que vino a inaugurar la fábrica de tratamiento de cacao en nuestra ciudad; todavía veo su cara valiente y honesta. Nadie ha podido decir nunca que el comandante se hubiera enriquecido, que hubiera intentado conseguir privilegios para él ni para su familia. Tampoco fue éste el caso de Camilo Cienfuegos, ni de ninguno de nuestros dirigentes revolucionarios, ni siquiera Fidel; a Fidel le gusta el poder, es cierto, quiere controlarlo todo; pero es desinteresado, no tiene grandes propiedades ni cuentas en Suiza. Así que allí estaba el Che, inauguró la fábrica, pronunció un discurso exhortando al pueblo cubano a ganar la batalla pacífica de la producción tras la lucha armada del combate por la independencia; era poco antes de que se marchara al Congo. Podíamos ganar esa batalla perfectamente. Esta región es muy fértil, la tierra es rica y húmeda, todo crece a voluntad: café, cacao, caña de azúcar, toda clase de frutos exóticos. El subsuelo está saturado de mineral de níquel. Teníamos una fábrica ultramoderna, construida con ayuda de los rusos. Al cabo de seis meses, la producción había caído hasta la mitad de su nivel normal: todos los obreros robaban chocolate, en bruto o en tabletas, se lo repartían a su familia o se lo revendían a los extranjeros. Y lo mismo ocurrió en todas las fábricas, a escala nacional. Cuando no encontraban nada que robar, los obreros trabajaban mal, eran perezosos, siempre estaban enfermos, se ausentaban sin el menor motivo. Me pasé años intentando hablar con ellos, convencerlos de que hicieran un pequeño esfuerzo por el interés de su país, y el único resultado fue la decepción y el fracaso.

Se quedó callado; los restos del día flotaban sobre el Yunque, una montaña con la cima misteriosamente truncada, en forma de mesa, que dominaba las colinas y que ya en su época había impresionado a Cristóbal Colón. Del comedor venían ruidos de cubiertos que entrechocaban. ¿Qué podía incitar a los seres humanos, exactamente, a llevar a cabo trabajos aburridos y penosos? Me parecía la única pregunta política que merecía la pena plantearse. El testimonio del viejo obrero era abrumador, sin remisión: en su opinión la única respuesta era la necesidad de dinero; en cualquier caso, era obvio que la Revolución no había logrado crear al hombre nuevo, sensible a motivaciones más altruistas. Así pues, la sociedad cubana —como todas las sociedades— solo era un laborioso dispositivo de trucaje pensado para que algunos se libraran de los trabajos aburridos y penosos. Excepto que el trucaje había fracasado, que ya no engañaba a nadie, que nadie seguía acariciando la esperanza de disfrutar un día del trabajo común. El resultado era que todo había dejado de funcionar, que ya nadie trabajaba ni producía nada, y que la sociedad cubana se había vuelto incapaz de asegurar la supervivencia de sus miembros.

Los demás participantes en la excursión se levantaron y se dirigieron a las mesas. Yo buscaba desesperadamente algo optimista que decirle al viejo, un impreciso mensaje de esperanza; pero no se me ocurría qué. Como decía él con amargura, Cuba no tardaría en convertirse al capitalismo, y de las esperanzas revolucionarias no quedaría más que el sentimiento de fracaso, la inutilidad y la vergüenza. Nadie respetaría ni seguiría su ejemplo, que para las generaciones futuras sería incluso objeto de disgusto. Aquel hombre había luchado y luego había trabajado durante toda su vida absolutamente para nada.

Bebí bastante durante toda la cena, y al final me emborraché del todo; Valérie me miraba un poco preocupada. Las bailarinas de salsa se preparaban para el comienzo del espectáculo; llevaban faldas plisadas, vestidos tubo multicolores. Nos instalamos en la terraza. Yo sabía, más o menos, lo que quería decirle a Jean-Yves; ¿era un buen momento? Parecía un poco desamparado, pero no estaba tenso. Pedí un último cóctel y encendí un cigarrillo antes de dirigirme a él.

—¿De verdad quieres dar con una formula nueva para salvar tus hoteles-club?

—Pues claro; para eso estoy aquí.

—Crea un club donde la gente pueda follar. Eso es lo que más echan de menos. Si no han tenido una aventurilla de vacaciones, vuelven insatisfechos. No se atreven a confesarlo, o quizás no se dan cuenta; pero a la vez siguiente cambian de prestatario.

—Oye, todos pueden follar, de hecho todo está pensado para incitarles a hacerlo, es el principio de los clubs; no tengo ni idea de por qué no lo hacen.

Yo rechacé la objeción con un ademán.

—Yo tampoco tengo ni idea, pero ése no es el problema; no sirve de nada buscar las causas del fenómeno, suponiendo que tal expresión tenga algún sentido. Desde luego, algo pasa para que los occidentales ya no consigan acostarse juntos; quizás tenga algo que ver con el narcisismo, con el individualismo, con el culto al rendimiento, poco importa. El caso es que a partir de los veinticinco o treinta años a la gente no le resultan nada fáciles los encuentros sexuales nuevos; y sin embargo siguen necesitándolos, es una necesidad que se desvanece muy despacio. Así que se pasan treinta años de su vida, casi toda su edad adulta, en un estado de carencia permanente.

Cuando uno está empapado de alcohol, justo antes de empezar a embrutecerse, a veces tiene instantes de aguda lucidez. El deterioro de la sexualidad en Occidente era, sin duda, un fenómeno sociológico y masivo, y resultaba inútil intentar explicarlo mediante tal o cual factor psicológico individual; pero al mirar a Jean-Yves me di cuenta de que él ilustraba mi tesis a la perfección, tanto que casi me sentí incómodo. No solamente ya no follaba ni tenía tiempo de intentarlo, sino que en realidad ya ni siquiera tenía ganas, y aún peor, sentía inscribirse en su cuerpo esta pérdida de vida, empezaba a percibir el olor de la muerte.

—Sin embargo… —añadió él tras una larga vacilación—, he oído decir que los clubs de intercambio de parejas tienen cierto éxito.

—No, precisamente les va cada vez peor. Hay muchos clubs que abren, pero cierran casi enseguida, porque no tienen clientes. En realidad, en París solo hay dos que aguantan el tirón, Chris et Manu y 2+2, y aun así solo se llenan los sábados por la noche; para una población de diez millones de habitantes es poco, y desde luego es mucho menos que a principios de la década de los noventa. Los clubs de intercambio son una fórmula simpática, pero cada vez más pasada de moda, porque la gente cada vez tiene menos ganas de intercambiar algo; la idea de intercambio no cabe en la mentalidad moderna. En mi opinión, el intercambio sexual tiene actualmente tantas posibilidades de sobrevivir como el autostop en los años setenta. La única práctica que significa algo en este momento es el sadomaso…

En ese instante Valérie me miró horrorizada, incluso me dio una patada en la espinilla. La miré con sorpresa, y tardé unos segundos en entenderla: no, claro que no iba a hablar de Audrey; le hice un pequeño gesto con la cabeza para tranquilizarla. Jean-Yves no se había dado cuenta de la interrupción.

—Así que —continué— por una parte tienes varios cientos de millones de occidentales que tienen todo lo que quieren, pero que ya no consiguen encontrar la satisfacción sexual: buscan y buscan pero no encuentran nada, y son desgraciados hasta los tuétanos. Por otro lado tienes varios miles de millones de individuos que no tienen nada, que se mueren de hambre, que mueren jóvenes, que viven en condiciones insalubres y que solo pueden vender sus cuerpos y su sexualidad intacta. Es muy sencillo, de lo más sencillo: es una situación de intercambio ideal. El dinero que se puede hacer con eso es inimaginable: más que con la informática, que con la biotecnología, con la industria de la comunicación; no hay sector económico que se le pueda comparar.

Jean-Yves no contestó nada; en ese momento, la orquesta empezó a tocar. Las bailarinas eran bonitas, sonreían, sus faldas plisadas giraban descubriendo los muslos morenos; ilustraban mis palabras de maravilla. Al principio creí que Jean-Yves no seguiría hablando, que simplemente iba a rumiar la idea. Pero al cabo de cinco minutos dijo:

—Tu sistema no funcionaría en los países musulmanes…

—No pasa nada, les dejas lo de “Eldorador Explorador”. Incluso puedes endurecer la fórmula, con trekking y experiencias ecológicas, un rollo de supervivencia al límite que podrías llamar “Eldorador Aventura”: se vendería bien en Francia y en los países anglosajones. Y los clubs basados en el sexo funcionarían en los países mediterráneos y en Alemania…

Esta vez, Jean-Yves sonrió abiertamente.

—Tendrías que haber hecho carrera en este negocio… —me dijo, medio en broma medio en serio—. Tienes ideas…

—Oh, sí, ideas… —La cabeza empezaba a darme vueltas, ni siquiera veía bien a las bailarinas; apuré mi cóctel de un trago—. Puede que tenga ideas, pero soy incapaz de explotarlas, de preparar presupuestos provisionales. Así que, vaya, sí, tengo ideas…

Apenas recuerdo el resto de la velada; supongo que me quedé dormido. Cuando me desperté estaba tumbado en la cama; Valérie, desnuda a mi lado, respiraba regularmente. La desperté al moverme para coger un paquete de tabaco.

—Agarraste una buena anoche…

—Sí, pero lo que le he dicho a Jean-Yves iba en serio.

—Creo que lo ha tomado en serio… —Me acarició el vientre con las yemas de los dedos—. Además, creo que tienes razón. En Occidente, la liberación sexual se ha acabado para siempre.

—¿Sabes por qué?

—No… —Dudó, y luego dijo—: No, en el fondo no.

Yo encendí un cigarrillo, me acomodé contra la almohada y dije:

—Chúpamela.

Ella me miró con sorpresa, pero me puso una mano en los huevos y acercó la boca.

—¿Lo ves? —exclamé con expresión triunfante. Ella se interrumpió y me miró con asombro—. ¿Lo ves? Te digo que me la chupes, y lo haces. Aunque no tenías ganas.

—Bueno, no estaba pensando en eso; pero me gusta.

—Eso es lo maravilloso de ti: te gusta dar placer. Lo que los occidentales ya no saben hacer es precisamente eso: ofrecer su cuerpo como objeto agradable, dar placer de manera gratuita. Han perdido por completo el sentido de la entrega. Por mucho que se esfuercen, no consiguen que el sexo sea algo natural. No solo se avergüenzan de su propio cuerpo, que no está a la altura de las exigencias del porno, sino que, por los mismos motivos, no sienten la menor atracción hacia el cuerpo de los demás. Es imposible hacer el amor sin un cierto abandono, sin la aceptación, al menos temporal, de un cierto estado de dependencia y de debilidad. La exaltación sentimental y la obsesión sexual tienen el mismo origen, las dos proceden del olvido parcial de uno mismo; no es un terreno en el que podamos realizarnos sin perdernos. Nos hemos vuelto fríos, racionales, extremadamente conscientes de nuestra existencia individual y de nuestros derechos; ante todo, queremos evitar la alienación y la dependencia; para colmo estamos obsesionados con la salud y con la higiene: ésas no son las condiciones ideales para hacer el amor. En Occidente hemos llegado a un punto en que la profesionalización de la sexualidad se ha vuelto inevitable. Desde luego, también está el sadomaso. Un universo puramente cerebral, con reglas precisas y acuerdos establecidos de antemano. A los masoquistas solo les interesan sus propias sensaciones, quieren saber hasta dónde pueden llegar por el camino del dolor, un poco como los aficionados a los deportes extremos. Los sádicos son harina de otro costal, siempre van lo más lejos que pueden, quieren destruir: si pudieran mutilar o matar, lo harían.

—No me apetece volver a pensar en eso —dijo ella, estremeciéndose—. Me repugna de verdad.

—Porque sigues siendo sexual, animal. De hecho eres normal, no pareces de Occidente. El sadomaso organizado, con sus reglas, solo le interesa a la gente culta, cerebral, que ha perdido cualquier atracción por el sexo. Para todos los demás solo queda una solución: los productos porno, con profesionales; y si uno quiere sexo de verdad, los países del Tercer Mundo.

—Bueno… —Valérie sonrió—. ¿Puedo seguir chupándotela?

Me recliné sobre la almohada y me dejé hacer. En ese momento era vagamente consciente de hallarme en el origen de algo: en el terreno económico estaba seguro de tener razón, estimaba la clientela potencial de adultos occidentales en un ochenta por ciento; pero sabía que a la gente le cuesta a veces aceptar las ideas simples, por raro que parezca.



Desayunamos en la terraza, al borde de la piscina. Cuando terminaba el café, vi a Jean-Yves salir de su habitación en compañía de una chica en quien reconocí a una de las bailarinas de la víspera. Era una negra esbelta, con las piernas largas y finas, que no tendría más de veinte años. Él se quedó cortado un momento, pero después se dirigió a nuestra mesa con una media sonrisa y nos presentó a Angelina.

—He estado pensando en tu idea —me dijo de entrada—. Lo que me da un poco de miedo es la reacción de las feministas.

—Habrá mujeres entre los clientes —replicó Valérie.

—¿Tú crees?

—Oh, sí, de hecho estoy segura… —dijo ella con cierta amargura—. Mira a tu alrededor.

Él echó una ojeada a las mesas en torno a la piscina: en efecto, había bastantes mujeres solas acompañadas por cubanos; casi tantas como hombres solos en la misma situación. Le hizo una pregunta a Angelina en español, y luego nos tradujo la respuesta:

—Hace tres años que es jinetera, sus clientes son sobre todo italianos y españoles. Cree que es por ser negra: los alemanes y los anglosajones se conforman con una chica de tipo latino, para ellos eso ya es lo bastante exótico. Tiene muchos amigos jineteros, que trabajan sobre todo para inglesas y norteamericanas, y algunas alemanas.

Bebió un trago de café y pensó un momento.

—¿Cómo podemos llamar a los clubs? Necesitamos algo evocador, completamente distinto de “Eldorador Aventura”, pero aun así no demasiado explícito.

—Yo había pensado en “Eldorador Afrodita” —dijo Valérie.

—“Afrodita”… —Él repitió el nombre, pensativo—. No está mal; es menos vulgar que “Venus”. Erótico, culto, un poco exótico…, sí, me gusta.



Salimos hacia Guardalavaca una hora después. Jean-Yves se despidió de la jinetera a unos metros del minibús; parecía un poco triste. Cuando subió al vehículo, me di cuenta de que la pareja de estudiantes le miraba con hostilidad; parecía que al negociante en vinos, por su parte, se la traía floja.

El regreso fue bastante sombrío. Cierto que quedaba el buceo, las veladas de karaoke, el tiro con arco; los músculos se cansan, luego se relajan; el sueño llega deprisa. No guardo el menor recuerdo de los últimos días de viaje, ni siquiera de la última excursión, salvo que la langosta parecía de goma y que el cementerio era decepcionante. Aunque vimos la tumba de José Martí, padre de la patria, poeta, político, polemista, pensador. Estaba representado, con bigote, en un bajorrelieve. Su féretro, cubierto de flores, descansaba en el fondo de una fosa circular en cuyas paredes habían grabado sus ideas más notables: sobre la independencia nacional, la resistencia a la tiranía, el sentimiento de justicia. Sin embargo, no daba la impresión de que su espíritu alentara por aquellos lares; el pobre hombre parecía pura y simplemente muerto. Aunque tampoco daba la impresión de ser un muerto antipático; más bien entraban ganas de conocerle, incluso a riesgo de ironizar sobre su seriedad humanista, un poco limitada; pero seguro que no era posible, parecía atrapado para siempre en el pasado. ¿Podría levantarse otra vez para enardecer a la patria y arrastrarla hacia un nuevo progreso del espíritu humano? Era inimaginable. En resumen: se respiraba un triste aire de fracaso, como en todos los cementerios republicanos. Y era irritante comprobar que solo los católicos habían sabido poner en pie un dispositivo funerario operativo. Cierto que el medio que empleaban para convertir la muerte en algo magnífico y conmovedor era, sencillamente, negar su existencia. Con argumentos como éste. Pero allí, a falta de Cristo resucitado, tendrían que haber puesto ninfas, pastores, en fin, algo un poco guarro. Tal como era, no había modo de imaginar al pobre José Martí retozando por los prados del más allá; más bien daba la impresión de estar enterrado bajo las cenizas de un aburrimiento eterno.




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Fantasmas en La Habana

Julián Herbert

Éramos la versión Walt Disney de la danza del desfile del Primero de Mayo en la Plaza de la Revolución, sigan arrollando y paren en la esquina, puro turista frívolo y putañero tratando de agenciarse un culito proletario.






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