Fantasmas en La Habana

La noche en que mi avión descendía sobre La Habana llevaba conmigo, en el bolsillo de la chaqueta de mezclilla, una piedra de opio del tamaño de un diente de ajo. Me aterraba que los niños de Fidel me ingresaran a la cárcel acusado de narcotráfico.

Alguien —ni siquiera recuerdo quién— me había regalado el risco de goma por mi cumpleaños. Le dimos unos cuantos jalones con una pequeña pipa de cerámica y luego lo guardé en el escritorio. Lo olvidé por completo. Hasta que, meses después, mientras preparaba la maleta para el viaje a Cuba (era un viaje de trabajo: me habían contratado como parte del equipo logístico de una serie de conciertos y exposiciones de artistas mexicanos en la isla), buscando otra cosa, di con él. Pensé que sería divertido compartirlo con algunos colegas frente al mar. Lo partí en dos. Con una mitad preparé un concentrado de pasta macerada en agua (una especie de láudano sin alcohol), misma que vacié en una botellita de lubricante nasal con aplicador integrado a fin de poder aspirar el líquido directamente del recipiente. La otra mitad la coloqué en el fondo de una cajetilla de Popular a medio consumir. Puse ambos paquetes en el bolsillo exterior de mi chamarra y me largué al aeropuerto.

Pasé todo el vuelo aspirando opio líquido del botecito de Afrin Lub: yo entre náyades y nubes y la gente mirándome compasiva, ¡qué bárbara gripa se carga este pobre cuate!

Poco antes del aterrizaje me asaltó el temor: las cárceles cubanas tienen pésima fama y es bien sabido que entre más chochea el comunismo castrista se vuelve más conservador y puritano… ¿Adónde habían ido a parar las libertarias sombras guerrilleras (y sin duda mariguanas) que mi madre me enseñara a cantar parado sobre una silla y con un peine como micrófono en la mano…? Estos ojetes ahora mismo me agarran y me encarruchan: adiós rubias caribeñas, adiós masas de cerdo con tostón, adiós paseos por el malecón con la cabeza hecha un hato de cerillas encendidas frente a tanta belleza, adiós guaracha, adiós… 

Pero a la vez me consolaba: lo bueno es que estoy tan hasta el culo que apenas voy a sentir los culatazos… Pero por la mañana… Entrecerraba los ojos y me veía limpiando el excremento de una letrina empotrada al muro mayor de una especie de caverna, con el cabello y las barbas (yo que soy tan lampiño) rizadas y crecidísimas, como el Conde de Montecristo… Luego, en la siguiente escena, no: lograba burlar a los perros y a los sorchos y saltaba los controles aduaneros como Bruce Willis en Twelve Monkeys, con esa misma pizpillante-musiquita-de-teléfono-descolgado como fondo mientras me internaba, narcoguerrillero a mi modo, en la selva tropical: camaradas, tomad un poco de analgésico, abajo el mal gobierno, liberación, liberación, La Revolución Es El Opio Del Pueblo… Y así me entretenía tan sanamente con los djins de mi sistema nervioso que ni siquiera noté cuando el avión tocó suelo.



Salimos del avión a un duty free. Me entretuve husmeando entre los aparadores: no quería que me arrestaran delante de los otros miembros del crew. No conocía a ninguno, pero podía identificarlos (y ellos a mí) por una playera-uniforme de la cual los organizadores nos habían repartido diez juegos a cada uno, y que de acuerdo al contrato debíamos tener puesta siempre, durante nuestra estancia en la isla, en los horarios laborales y durante los traslados.

Mi primera estrategia de evasión fue infructuosa: todos los integrantes del equipo se entretuvieron, igual que yo, en los bien abastecidos comercios comunistas del aeropuerto. Había, entre las grandes vitrinas llenas de ron y cidís y habanos, una ventana pequeñita que exhibía artículos beisboleros: cachuchas y camisetas azules con una gran “I” impresa en caracteres Block; un pequeño banner triangular con la inscripción (también en Block) “Industriales de La Habana”. Decidí comprar una camiseta y deshacerme de mi uniforme de trabajo en el baño. Así por lo menos no avergonzaría a mis colegas a la hora del arresto. Continué mientras tanto administrándome generosas dosis de opio líquido desde el botecito de Afrin Lub entre turistas y policías. Enloquecidamente tranquilo.

En cuanto bajé del microbús, Bobo dijo, a manera de saludo: Estamos hasta su puta madre de La Habana Vieja. Pero no te preocupes, cabrón, es muy fácil llegar. 

Dos horas después logré pasar los filtros de confirmación de identidad, recogí mi maleta y me dirigí a la fila que llevaba a la última de las puertas. Un puesto delante de mí estaba un chico muy alto y rubio tocado con un impresionante peinado rastafari. Nos saludamos con un movimiento de cabeza.

Media hora más tarde, cuando el chavo rasta alcanzó la puerta, el aduanal le pidió sus papeles.

Los estudió con calma. Finalmente, dijo:

—Acompáñeme, por favor. Es una revisión de rutina.

Ambos desaparecieron tras una puerta de espejo situada junto a la salida. Por un momento se hizo un solemne silencio entre quienes esperábamos nuestro turno: todos sabíamos que la “revisión de rutina” consistiría en meterle al chico rasta dos dedos por el recto en busca de sustancias ilegales.

En cambio el guardia que me tocó a mí sonreía sin dejar de ver mi camiseta de béisbol. Apenas si le echó un vistazo al pasaporte. Me lo devolvió diciendo:

—Tres juegos sobre uno, papi: tres juegos sobre uno. Pacá lo azul, pallá lo rojo. Gracias por preferir al equipo Industriales.



Llegando a La Habana me encontré con mi amigo el artista conceptual Bobo Lafragua, una especie de Andy Warhol (no tanto: más bien un Willy Fadanelli de provincias) por su capacidad para reunir en torno a sí a una corte de grupis, discípulos famélicos y muchachas con una autoestima tan pavloviana y tan pobre que se quitan la ropa cada vez que alguien pronuncia (así sea refiriéndose a una marca de cerveza) la palabra “modelo”. Mi amigo Lafragua (cuya obra formaba parte del kit artístico que diversas instituciones culturales mexicanas estaban llevando gratuitamente al pueblo de Cuba: remesas enviadas por un hermano mortificado por la culpa histórica) había arribado al puerto dos días antes que yo. Ya para entonces tenía controlada la ciudad.

Nos hospedaron en el Hotel Comodoro, no demasiado lejos del aeropuerto, por la zona de Miramar. En cuanto bajé del microbús, Bobo dijo, a manera de saludo:

—Estamos hasta su puta madre de La Habana Vieja. Pero no te preocupes, cabrón, es muy fácil llegar. Ya sé además qué hacer si no tienes tiempo de ir tan lejos: aquí en corto está la embajada rusa. No mames, ve a verla nomás para que documentes lo faraónicos que eran estos pinches weyes, cabrón, tú que muy izquierdoso. Pero si vas, ve de día: no se te ocurra ir de noche. De noche todo Quinta es territorio de las vestidas más nalgonas del Caribe: puro camarón.

No sé los otros: yo subí la escalinata de troncos con la solemne sensación de estar pisando las alpargatas de Estrellita Rodríguez.

Se notaba que se había atravesado media botella de Stoli y —quién sabe— a lo mejor hasta tres o cuatro rayas. Agregó, pasándome un brazo por el hombro y empujándome suavemente hacia el mostrador de recepción:

—Mañana comeremos en el Barrio Chino, cabrón. Y el jueves iremos a la Casa de la Música del centro a conocer a los mismísimos NG La Banda. Luego voy a llevarte a una paladar muy oculta por Almendares donde dicen que se hace la langosta más rica. Pero no te me agüites que hoy también tengo planes para ti: anda a tu cuarto y vístete porque te voy a pasear.

Girando sobre sus talones y dirigiéndose a la mínima porra que ya se había agenciado en el hotel (tres pintorcitos mexicanos con compungida cara de adolescentes que nos miraban amoscados desde un cómodo sillón de piel situado frente a los teléfonos del lobby) dijo, golpeando el aire con un puño:

—Al Diablito Tuntún, camaradas.

Los chicos asintieron sonriendo casi con temor.

Yo siempre he sido un hombre dócil. Con dosis generosas de opio en los pulmones, soy un zombi. Me registré, subí a mi cuarto, deshice la maleta y me duché. Dados el clima y el ambiente (el Comodoro es un hotel de los cuarenta, chaparrito y extenso, tres azulísimas piscinas y cuatro restoranes y una sala de baile con orquesta y, de cara al mar, doscientos cuartos rematados por anchos balcones-terraza equipados de sillas y mesitas que recuerdan la escena del cumpleaños de Hyman Roth en The Godfather II) elegí un atuendo cuasi yucateco: pantalones de lino, guayabera, tenis Reebok.

Un rato después bajé al lobby. Esperé junto a los tres pintorcitos durante casi una hora. Luego telefoneé a la habitación de Bobo. Nada. De seguro se había quedado dormido. 

(Eso es lo único malo de mi amigo. Se levanta a las seis de la mañana y a las nueve ya está preparando el primer desarmador. A mediodía insiste: ¡vamos a un téibol…! Pero apenas anochece está nocaut. Hace un par de años le extirparon la vesícula, lo que menguó severamente su tolerancia a los paraísos artificiales. A veces pienso que es el negativo de un vampiro.)

Como ya estábamos excitados y en ropa de salir, los tres pintorcitos y yo decidimos continuar con los planes de Bobo Lafragua.

—¿Adónde es que vamos?

—Al Diablito Tuntún.

—¿Y qué es eso?

Ninguno de los chicos lo sabía: habían llegado a La Habana solo unas horas antes que yo. Así que preguntamos a un taxista, quien nos condujo hasta la Casa de la Música de Miramar y nos señaló la escalera exterior que llevaba a la planta alta.

—Es ahí.

Antes de bajar del taxi me surtí una generosa ración de opio del botecito de Afrin Lub. Me di cuenta de que el botellín duraría, si acaso, esa noche y una más.

No sé los otros: yo subí la escalinata de troncos con la solemne sensación de estar pisando las alpargatas de Estrellita Rodríguez.

Las mujeres en cambio eran, la mayoría, oriundas de la isla; lo mismo te citaban a Lenin en ruso que estareaban la maquinita sin que apenas roncaran los pistones.

Todo fue ingresar al salón; enseguida se difuminó el encanto. Era una galería descolorida de paredes altas y techos de madera ruda y equipada con elegantes muebles malhechos, como de casa de citas en decadencia: poltronas turcas con el foam de fuera, sillitas diminutas hechas con pino de tercera y rematadas en garigoles de oro oxidado, plantas artificiales y refrigeradores decrépitos —eso sí: llenos de cerveza Polar— roncando como gorilas… La música era bajita y algunas sillas seguían trepadas en las estrechísimas mesas circulares. Consulté mi reloj: iban a dar las once.

—No, compadre —dijo el hombre de la entrada leyéndome el pensamiento—. Aquí la fiesta empieza pa las tres, pa las cuatro. Si quieren algo antes, abran pista allá abajo. Está empezando a tocar el Sur Caribe.

Así que tuvimos que pagar doble entrada. Calculé que en apenas seis o siete horas había gastado ya la cantidad de cucs que según yo iban a rendirme para un fin de semana.

Ricardo Leyva estaba machacando suavecito la duela con El Patatum: si le va dar que le dé, que le dé, mira el coro que te traje, los tres pintorcitos (indistintos para mí bajo la luz magullada de la noche habanera, una suerte de jóvenes Greas masculinas cuyo único ojo y diente era el limpio vidrio del ron) pidieron una botella que nos atravesamos enseguida, qué calor, y no era difícil notar, por la falta de destreza para el baile, que casi todos los concurrentes varones éramos extranjeros, muchísimo venezolano fingiendo ser comunista y arritmado, pero ni de chiste, y de los mexicanos mejor no digo nada, tenemos un presidente filofascista y una sintaxis excepcionalmente pacata (a menos que no extrañes en este punto del discurso un punto o un punto y coma) y bailamos la salsa con dos pies izquierdos y las piernas tan abiertas que parecemos Manuel Capetillo toreando en blanco y negro. 

Las mujeres en cambio eran, la mayoría, oriundas de la isla; lo mismo te citaban a Lenin en ruso que estareaban la maquinita sin que apenas roncaran los pistones, blam blam arrastraban el alma en los pies rozando suavecito la madera, dame más dame mucho pa que se rompa el cartucho, y era difícil para un par de primerizos como yo y las tres Greas de la pintura mexicana joven distinguir entre la buena danza y la buena factura anatómica lo que había de moral y de buenas costumbres: quiénes eran las leales defensoras del partido que acudieron a celebrar con los compañeros que nos visitan desde la hermana república de Venezuela, quiénes eran las chicas fáciles cuyo pensamiento se había deformado por ver televisión imperialista (no me importa que seas colectivista y afable: soy cubano, soy Popular), y quiénes eran, por último, las licenciosas y abiertamente mercadeables jineteras —o como dice la Gente de Zona: su-salsa-no-es-conmigo-su-salsa-es-con-conjunto.

(Que me perdonen las Decentes Camaradas Insertas En La Lucha pero marcándonos un son somos todos iguales: a la verga el Partido Comunista.)

Hacia las tres de la mañana, Ricardo Leyva y Sur Caribe remataron el show con el tema que muchos estaban esperando (lo sé porque, al empezar la melodía de viento, los meseros que pasaban a mi lado sonreían y me palmeaban fuertemente la espalda): Añoranza por la conga. Micaela se fue y solo vive llorando, dicen que es la conga lo que está extrañando, dicen que ella quiere lo que ya no tiene, que es arrollar Chagó: un blues bailable para denostar a los balseros. Criminal. Como si los héroes de la patria tuvieran derecho a vanagloriarse de expropiarnos la música, los muy comemierdas. Pero oh oh o o oh, that shakespearian conga: de pronto todos estábamos dando saltos. Una percusión incendiaria, domesticada desde la calle, fierros en la hoguera: un farsante me dijo que yo era rockero. Éramos la versión Walt Disney de la danza del desfile del Primero de Mayo en la Plaza de la Revolución, sigan arrollando y paren en la esquina, puro turista frívolo y putañero tratando de agenciarse un culito proletario que le ayude a sentir, por una vez, la erótica elevación —histórica, marxistaleninista y dialéctica— de las masas. Si no te puedes unir al heroísmo, cógetelo.

Nos sentamos a su mesa. Los tres pintores comenzaron a tragar en automático la mezcla venenosa que Bobo preparaba: una parte de vodka y otra de scotch por dos de Red Bull.

Se acabó la música.

Nos mantuvimos en el bar un rato más. Matamos de dos tragos una segunda botella de Havana Club. Pasadas las cuatro subimos nuevamente al Diablito Tuntún. Estaba repleto y sonaba riquísimo, a todo volumen. Entre los concurrentes descubrimos a un fresco Bobo Lafragua.

—¿Por qué salieron tan temprano, pendejos camaradas? —dijo esbozando la mejor de sus sonrisas.

El compañero Lafragua se distingue, entre otras cosas, por su impecable gusto al vestir. Llevaba una camisa blanca de seda opaca, unos cómodos zapatos Berrendo, lentes de Montblanc y unos Dockers color crema con cinturón Ferrioni. Se había sujetado el ralo y largo cabello rizado con un anillo de plata. Estaba sentado frente a una botella de Stolichnaya, una de The Famous Grouse y varias latas de Red Bull.

—Llegan a tiempo: estoy haciendo kamikazes para mis comadres aquí presentes —refiriéndose a tres jineteras que lo acompañaban.

Nos sentamos a su mesa. Los tres pintores comenzaron a tragar en automático la mezcla venenosa que Bobo preparaba: una parte de vodka y otra de scotch por dos de Red Bull. Yo había decidido dejar de beber: el alcohol estaba bloqueando el efecto del opio. Preferí seguir suministrándome generosos chorros nasales de la droga…

El Diablito Tuntún debe ser el máximo after de La Habana. Exagero: hay muchísimos más. Pero todos vienen a rematar en lo mismo, preferencia sexual más o menos. La mayoría son clandestinos y qué flojera buscar un coche para ir hasta Parque Lenin poco antes del amanecer para asistir a un rave gay, o qué sórdido beber aguardiente a pico de botella en el malecón con niñas de doce años, o qué caro pagar lo que cobra una pensión en el Vedado para rozarse con reguetoneros famosísimos que para ti no son más que otro anónimo cubano pretencioso con camiseta de gringo y desplantes de líder sindical mexicano, y qué afán de moverse hasta Marianao solo para volver a conocer a las mismas putillas del rubor tropical, míticas y comunes y corrientes, con sus perfumes empalagosamente idénticos a los de una teibolera de París o de Reynosa, y al cabo de todo terminar cogiendo, más borracho que un trapo de barman, aprisa y mal, en los mismos cuartuchos descascarados de Centro Habana que usan todos los turistas, viniéndote al compás de la voz de una malhumorada viejecita que, en el cuarto de al lado, echa pestes contra ti y contra el régimen mientras ve clandestinamente Telemundo.

Antes de salir de México hablé con Mónica: sin que viniera al caso le prometí, en medio de tremenda borrachera, una fidelidad tan solemne que debo haberla dejado con los pelos de punta.

El Diablito Tuntún es un duty free de putas adonde vienen a palomear muchos músicos luego de concluidos sus shows. Aunque la prostitución siga siendo ilegal (por eso en Cuba tantos y de tan variado modo la practican), en el Diablito los estándares para juzgarla son aún más relajados que en otros antros “legítimos” de la capital. Las chicas entran a pasto, estragadísimas por la noche de refuego y al mismo tiempo más aguerridas que nunca: avariciosas, malcogidas, al borde del vómito por chupar pingas blandas diminutas. Dormidas, soberbias, malhumoradas (depende de cuántos cucs se hayan hecho en este turno), lujuriosas. Con ganas inconfesas de venirse: demasiao queso, diría un santero de Regla. El Diablito Tuntún es un paraíso de pesadilla donde la música resulta intolerable y cinco o seis mujeres bailan alrededor de ti tratando de llevarte a la cama. Aquí no puedes mirar a los ojos a una mujer guapa: son más peligrosas que los reos. Si las miras a los ojos, te bajan la bragueta. Es el lugar perfecto para una noche de juerga cuando eres un monógamo anestesiado por el opio y torturado por el hecho de ser hijo de una prostituta.

Antes de salir de México hablé con Mónica: sin que viniera al caso le prometí, en medio de tremenda borrachera, una fidelidad tan solemne que debo haberla dejado con los pelos de punta. Le confesé que mi madre se había dedicado por años a la prostitución, lo cual me incapacitaba para intercambiar dinero por sexo.

—Así que puedes estar tranquila —finalicé sin reparar demasiado en la mirada de ternura mezclada con horror que ella me dirigía.

Luego quise comentar esto mismo con Bobo Lafragua. Le dije, parafraseando a Silvio:

—Soy feliz, soy un hombre feliz, y quiero que me perdones si no te acompaño a ir de putas.

Analíticamente, Bobo respondió:

—Ni te aflijas: el paraíso del Período Especial ya no existe. Ahora salen más caras que una corista de Las Vegas. Los pendejos europeos, que siempre arruinan todo lo que tocan, las pusieron de moda. 

Al colgar el teléfono me sentí desconcertado: por primera vez fui consciente de lo amenazadora y opresiva que puede ser la sexualidad de un pueblo al que admiras y desconoces.

Aquella noche en el Diablito Tuntún, Lafragua me dio (a su tosca manera) la razón. Apartándose un poco de las chicas a las que pretendía estar embriagando (en realidad a ellas lo que les importaba era cerrar el trato con los pintorcitos Greas), me susurró:

—¿A qué hora cogerán estas gentes, tú…? Se pasan el día hablando de sexo en las calles y la noche bebiendo y negociando sexo en los bares… Pa mí que ni cogen.

Quise responder una perogrullada: esto es un fantasma, un duty free; esto no es Cuba, nosotros nunca hemos ido a Cuba, yo no he visto Cuba, parece mentira. No pude. El opio me había elevado a una beatitud remotamente autista. Pensé: ¿qué hacemos aquí…? Hice un esfuerzo por preguntárselo a mi amigo.

Durante unos minutos, Bobo Lafragua y yo nos miramos a los ojos con tanta insistencia que dos mulatos guapos se acercaron a ofrecernos compañía.

—Tú —respondió—, casi nada. Tú ya estás hasta el huevo. Yo estoy esperando a una dama.

Debo haberlo mirado con extrañeza porque agregó:

—No cualquiera: esta noche tengo un sistema especial de selección.

Los chicos Greas y las chicas Kamikaze se levantaron simultáneamente de sus sillas de pino de tercera con garigoles de oro oxidado. Ellos buscaron la cartera para dejar algunos cucs sobre la mesa en tanto ellas los abrazaban, se recargaban en sus cuellos y les tocaban la entrepierna susurrando casi a coro:

—Pero si ya estás listo…

Fue una escena digna de una maquiladora de sexo cuya razón social sería El Banquete de Platón.

Las tres parejas salieron. A medida que las transacciones iban cumpliéndose en distintos rincones del establecimiento, la concurrencia menguó. El Diablito Tuntún es un lugar de un-dos-tres-por-mí-y-por-todos-mis-amigos: apenas dura lleno un par de horas y luego todo el mundo corre como loco a follar. Durante unos minutos, Bobo Lafragua y yo nos miramos a los ojos con tanta insistencia que dos mulatos guapos se acercaron a ofrecernos compañía. Bobo siguió bebiendo kamikazes. Yo aspiré las últimas gotas de mi caldo de opio.

Por pura perversidad, por puro self-hate, por puro ocio, pasé revista a las chicas rezagadas de la noche intentando dilucidar cuál era la que más me recordaba a mi mamá. Todas tenían, claro, un rasgo común: eran ligeramente mayores al estándar habanero y por eso todavía no ligaban. Primero descarté a las rubias. Luego a un par de morochas con las tetas bien grandes. Dejé fuera también a una negra que se carcajeaba feo: mamá siempre se describía a sí misma como una hembra muy cool en los horarios de trabajo. Al final no quedaba mucho: una pelona de rasgos muy finos y cara ligeramente rolliza sentada sola frente a la barra; una mujer alta de pelo largo y negro a la que había visto salir con un cliente una hora antes y que recién hacía un minuto regresaba al bar (tan fresca); dos señoras de gimnasio que de seguro eran hermanas y cuchicheaban a dos mesas de nosotros…

—Esa —dijo Bobo Lafragua señalando a la mujer alta de pelo largo y negro a la que yo seguía con la mirada por tercera ocasión.

—Sí —contesté distraído.

—Ni hablar: si te gusta, me la llevo.

Se levantó y se dirigió hacia ella.

Entonces entendí cuál era su método de selección.

Una vez, cuando éramos niños, a la hora de la cena, mamá dijo, out of the blue: Si un día tuviéramos dinero como para irnos a vivir a otro país, a mí me encantaría que nos fuéramos a La Habana.

Ni siquiera logré escandalizarme: estaba tan drogado que solo deseaba reunir la voluntad suficiente para levantarme de la silla, tomar un taxi y llegar al hotel donde tenía guardado el resto de mi opio. Por un momento pensé que sería de buena educación explicarle a Bobo que se había confundido, que la mujer no me excitaba en lo más mínimo, sino que su desvencijado rostro me había recordado vagamente la vejez de mi madre. Que el daño que intentaba hacerme no era kinky sino simplemente amargo, y no iba yo a correr al baño del hotel a masturbarme imaginando cómo se templaba él a la chica, y a la tarde siguiente iba yo a levantarme sin envidia ni curiosidad, sin preguntas escabrosas ni deseo de detalles, sintiéndome simplemente una puta estafada: un sentimiento de vergüenza y desesperación del que, de todos modos, rara vez logro escapar cuando despierto cada día…

No lo alcancé.

No dije nada.



Una vez, cuando éramos niños, a la hora de la cena, mamá dijo, out of the blue:

—Si un día tuviéramos dinero como para irnos a vivir a otro país, a mí me encantaría que nos fuéramos a La Habana. En Cuba la gente pobre es más feliz que en ningún otro lugar del mundo.

Era la época en que empezábamos a vivir como la gente: 1980. Nuestra casa en el barrio del Alacrán colectaba sus primeras macetas.

Poco después, cuando vimos en nuestro primer televisor la inauguración de los juegos olímpicos de Moscú (todos amábamos a Misha), mamá apuntó, pensativa:

—Sí, también podríamos irnos a la URSS… Pero dicen que allá hace un frío de los mil demonios. Luego no voy a querer salir a trabajar por las noches.

De donde se infiere que, en sus treinta, mi madre fue una fantasiosa comunista, odiaba el frío y tenía una intuición antropológica más aguda que la de Fidel: sabía que las revoluciones también necesitan prostitutas.



Le dije a Bobo Lafragua:

—No sé qué le reprochamos a Cuba.

Estábamos bebiendo un negrón en el callejón de Hamel. Era antes de mediodía.

—Esta isla fue el mero corazón de nuestro tiempo —proseguí—. Pornografía y revoluciones fallidas: eso es todo lo que el siglo XX pudo darle al mundo.

El público empezaba a congregarse.

Un par de días atrás, mi amigo había solicitado el permiso oficial para improvisar una performance en Hamel “con la intención de homenajear al máximo exponente de la dicción popular en la poesía latinoamericana: el único poeta que supo fundir dentro de una página la negritud, el sentimiento revolucionario y la música”. Arrobados, ni los censores ni los periodistas que después cubrieron el evento preguntaron por el nombre del poeta en cuestión: todos asumieron que se trataba de Nicolás Guillén. Yo, que conozco a mi gente, supe desde el principio que Bobo se refería a Guillermo Cabrera Infante. Eso es lo que Bobo tiene: siempre encuentra el modo de hacerte sentir como en tu casa un par de minutos antes de zumbarte el jab.

Me respondió, enumerando con los dedos:

—Y música, y descaro, y colores, y una bullanga que no se puede matar a tiros, y fornicar hasta que se te fracture en cuatro partes: mira que tus antepasados católicos y aztecas jamás cogieron así… Sí: no sé qué le reprochamos.

Nos quedamos en silencio.

Luego Bobo agregó:

—Es provocadora, esa idea tuya. Simplona pero provocadora. Me gusta. Voy a hacer una pieza digital sobre Cuba que se llame así: Las bodas de la Revolución y la Pornografía. Una gráfica photoshopeada y kitsch con una mulatota en cueros chupándome las tetillas y con la Plaza de la Revolución al fondo en una composición copiada de un grabado de William Blake. Se va a vender un chingo, vas a ver. Sobre todo entre los imperialistas de izquierda.

—Hay que perdernos el resto del día —dije— y disfrutar lo más posible lo que nos queda de isla. Porque a más tardar mañana van a deportarnos.

Llegaron las autoridades. Un edecán se acercó a mi amigo y le indicó que era la hora de empezar. Bobo se puso de pie y se dirigió al interior del barecito para cambiarse de atuendo. Luego de unos minutos, emergió de la covacha ataviado con un impecable esmoquin blanco idéntico al de Rick en Casablanca. Llevaba un altavoz en una mano y un daiquirí en la otra. Las ojeras de varias noches de fiesta le daban a su alma una sublime aura bogartiana. Aún no era ni la hora de comer. Bobo alzó su daiquirí con la mano izquierda como quien brinda y empezó, a través del altavoz:

—Showtime! Señoras y señores Ladies and gentlemen, bienvenidos al gran mito colectivista y afable, welcome to the most popular andfriendly myth, nuestra Noche de los Tiempos socialista y tropical… Prepárate para lo que viene: el otoño del patriarca. Prepárate para ser hospedado por un pueblo de príncipes. Para la atroz descortesía y la hermosura que envenena. Para sorber el último suspiro de un son entre chinos venerables y sutiles despachadores de cocaína que te siguen discretamente hasta la puerta del banco llamándote en susurros: “México, México”. Prepárate para ser cebado como una bestia comestible a base de masas de cerdo entre esbeltos concurrentes. Prepárate para ser recibido en todos lados con la pleitesía que concita un gánster gracias a tu tarjeta Visa. Prepárate para verte segregado, en Coppelia, a un modesto y solitario changarrito de madera. Prepárate para sobornar. Prepárate de nuevo para el mar. Prepárate también para entrar a la piscina: el hilo dental de una mulata que pasaría por virginal si esto no fuera el paraíso. Prepárate para ser cortejado por el más temible harén de novias. Prepárate para Elvis Manuel pichuleando entre bellezas radiactivas —y aquí Bobo Lafragua cantaba—: que se me parte la tuba en dos, que se me parte la tuba en tres, cuando te coja yo te voy a dar, ay, tres de azúcar y dos de café —y luego proseguía imitando la voz de Lezama—: ah que tú escapes por la ventana de un segundo piso para librarte de este reguetón.

Hacía, con impúdicos ademanes que recordaban a un cucarachil y bonachón doctor en sociología gringo impartiendo una conferencia en algún auditorio universitario del tercer mundo, una pequeña pausa para sorber del popote un largo trago de su daiquirí. Luego alzaba de nuevo el altavoz y retomaba de este modo:

—Prepárate para volver a emocionarte con las vetustas consignas de tu infancia: “Patria o Muerte Venceremos / Señores imperialistas no les tenemos nosotros ningún miedo / y las fotos de George Bush / y Posada Carriles / con colmillos vampíricos / junto a una escandalizada Estatua de la Libertad / en un espectacular abiertamente burgués. / Prepárate / para el sonido animal / que hacen 138 banderas negras”.

Aquí Bobo arrojaba el altavoz al suelo, daba otro sorbo y gritaba a voz en cuello, haciendo movimientos que (desde la perspectiva de un militante frívolo como yo) recordaban a los personajes de un viejo clásico cubano de dibujos animados:

—Prepárate, ladies and gentlemen, madams et monsieurs, señoras y señores, para el gran film del futuro: Fantasmas en La Habana.

Y remataba de un solo trago sin popote el resto de su daiquirí, aunque, evidentemente, tanto hielo le produciría jaqueca en los siguientes minutos.

Aprovechando que el público había quedado perplejo y confundido, Bobo se acercó a mí, me pasó el brazo por encima de los hombros y, desabrochándose la corbata de moño y empujándome entre las sillas hacia el extremo de Hamel que da a la escalinata de la universidad, dijo:

Le dieron el vuelto en peso cubano, que para nosotros era como panchólares: no nos lo tomaban en ningún lado.

—Vámonos.

Salimos pitando.

—Hay que perdernos el resto del día —dije— y disfrutar lo más posible lo que nos queda de isla. Porque a más tardar mañana van a deportarnos.

Bobo se encorvó un poco y, haciendo air guitar, imitó la voz de las urracas parlanchinas sin perder el donaire que le daba el esmoquin:

—Cuando salí de La Habana, válgame Dios…

Sobre la escalinata de la universidad había un par de chiquillos jugando pelota. Los contemplamos un rato. Luego bajamos por Infanta hasta Doña Yulla. Pedimos cerveza Polar y coctelitos de ostión en vaso. Al poco rato llegó Armando, uno de los choferes de la oficina provincial de cultura. Por un momento pensamos que lo habían enviado tras nuestros pasos, pero actuó como si no supiera nada: sin saludar, se sentó a nuestro lado con su cara cacariza y sus ojos color miel casi idénticos a los míos. Ordenó:

—Ponme igual que a los muchachos. Lo de los dos, pa mí solo. Palcanzarlos.

Y sonrió mirándonos de reojo.

Bobo sacó la cartera y pagó por adelantado el consumo de nuestro anfitrión. Le dieron el vuelto en peso cubano, que para nosotros era como panchólares: no nos lo tomaban en ningún lado.

—Esto está jodido, Armando —dijo Bobo—. Quiero otra cosa.

Armando se encogió de hombros.

—Tengo turno libre y aquí traigo la guagua. Si quieres te llevo conmigo a Regla, o a Santa María del Mar, o a las Zonas.

Paseamos con él durante el resto de la tarde. Cruzamos el túnel para ir a las Zonas pero allá no había nada: desvencijados multifamiliares cuya caótica disposición (el F junto al B; el H junto al M) no hacía más que abonar a la sensación de pesadilla con que habíamos empezado a percibir la ciudad. Fuimos luego a Santa María del Mar: arenas desiertas, baños cerrados, galpones oficiales vacíos. Bobo Lafragua se quitó los mocasines y las medias, se remangó los pantalones de su esmoquin y dejó que las olas lo acariciaran.

—Mira que los habaneros no vamos a la playa en martes —se disculpó Armando—. El transporte es difícil y somos gente trabajadora. Pero no tienes idea de lo feliz que es todo esto en domingo.

Nos hizo caminar hasta un extremo de la playa para mostrarnos lo que describió como «un sitio histórico»: un par de piscinas naturales donde el mar chocaba contra rocas negras. Dijo:

—Desde aquí salían las balsas en el Período Especial. Aquí le dije adiós a la mitad de la gente a la que quiero.

Cuídalo mucho, México, que no tienes idea lo que me costó obtenerlo sin que lo apuntaran en la libreta de racionamiento.

A Bobo estaba empezando a bajársele la borrachera, lo que suele ponerlo de muy mal humor. Intentaba rehacer el nudo de la corbata de su esmoquin. Respondió: 

—Sí, muy bien, pero no te preocupes: a nosotros van a deportarnos por avión. ¿Sabes qué es lo que quisiera ahora? Quisiera cortarme el cabello. Todo. Me voy a rapar.

Armando se carcajeó. Fue andando por su vagoneta china y la acercó hasta donde estábamos. Nos indicó que subiéramos y enfiló al oeste, de regreso a Habana Vieja. Antes de apearnos a pocas calles de la plaza de armas, dijo:

—Tienes que ir hasta la Casa de México. Pasa y sigue todo recto. Dos bloques después de la Casa de la Poesía, dobla a la izquierda. Ahí encontrarás una barbería de negros.

Nos guiñó un ojo a través del retrovisor.

Descendimos del vehículo. Armando bajó también y se despidió dándonos un abrazo a cada uno. Llevaba en la mano un envoltorio de papel blanco con etiquetas estampadas en una muy cruda tinta azul; algo semejante al empaque de un kilo de harina de trigo. Luego de abrazarme, me extendió el envoltorio.

—Es tabaco. No es Cohíba ni Montecristo pero es muy bueno: lo que fumamos nosotros. Cuídalo mucho, México, que no tienes idea lo que me costó obtenerlo sin que lo apuntaran en la libreta de racionamiento. Fúmatelo enseguida, que no podrás sacarlo.

Metí la mano al bolsillo en busca de mi cartera.

—Ven acá, mucho cuidado. Es un obsequio. Para que recuerdes —sonrió y señaló con un movimiento de cabeza a Bobo Lafragua, quien ya cruzaba la avenida para ordenar un mojito en uno de los puestos del malecón— a tus hermanos los fantasmas.

En la peluquería se había armado la gorda. Los rojos de Santiago, viniendo desde atrás, estaban dándoles en la madre a los Industriales de La Habana. La serie se había empatado a tres partidos por bando y justamente esa noche se jugaría el desenlace (días más tarde me enteré por la prensa de que Santiago se quedó con el campeonato). El peluquero y su asistente le iban a los azules. El policía y otros dos concurrentes venían de Santiago, igual que media Habana, así que la gresca daba para rato. Todos, dentro de la pecera de 4 x 3 metros que era la peluquería, gritaban. Estaban tan absortos en su pasión que, en vez de preguntarnos qué se nos ofrecía o directamente cortarnos el cabello, nos cedieron los sillones de barbero y nos pasaron la tinajita de aluminio de la que bebían por turnos un macizo aguardiente de caña hecho en casa.

Luego de una hora o algo así, convencidos de que no nos atenderían pero agradecidamente flipados de aguardiente, Bobo y yo nos levantamos de los sillones de barbero y nos encaminamos a la puerta.

—Espera, México —dijo el policía: toda Cuba sabe que eres mexicano en cuanto te miran la panza—. Ven acá, dime una cosa: ¿cuál es tu equipo?

Yo me quedé en el balconcito, al otro extremo del comedor, mirando hacia la calle. Las luces de La Habana brillaban desesperadamente.

Soy un narcotraficante honesto. Para honrar la sagrada piedra de opio que traje conmigo con la intención de abatir la dictadura de la Revolución (y que ya para entonces no era para mis vías respiratorias sino pura nostalgia), dije:

—El único: Industriales.

Se encendió nuevamente la candela. Bobo y yo aprovechamos para escurrirnos por la puerta y marchar en dirección a Centro Habana. Estaba cayendo el sol.

Vagamos un rato por calles que iban sumergiéndose en la oscuridad. Lo único abundante eran los perros callejeros, pequeñitos y mansos y más de uno contagiado de la roña. De vez en cuando nos topábamos una puerta abierta y un foco encendido; reconocíamos algún tipo de establecimiento. Como cualquier noche capitalista, la noche de La Habana tiene sus estanquillos. La diferencia no es espiritual sino materialista e histórica: los mostradores y estantes de Centro están, salvo por una escasa botella de ron sin etiqueta, vacíos. Andando así, eludiendo a vendedores de sellos aduanales piratas y persiguiendo con la vista a cachondísimas y gordas negras sin sostén, llegamos a la confluencia de tres calles con nombres que bien podrían pasar por hexagramas del I Ching o símbolos de un altar de sacrificios azteca: Zanja, Cuchillo y Rayo: el Barrio Chino.

—Forget it —dijo Lafragua poniendo cara de Jack Nicholson—: it’s Chinatown.

Entramos al estrechísimo y serpenteante callejón de comida. Bobo escogió el establecimiento que parecía más caro. Se sacudió las solapas del esmoquin y dijo, extendiéndole un billete de veinte cucs a una menuda hostess de rasgos y atuendo orientales:

—Quisiéramos el salón ejecutivo, por favor.

La hostess hizo una reverencia y nos condujo hasta el fondo del recinto entre las apretujadas mesas llenas de clientela. Subimos una escalera y traspusimos dos puertas consecutivas. El salón ejecutivo ocupaba la mitad de la segunda planta. Consistía en un comedor con ocho o diez puestos, un balconcito y una pequeña sala de entretenimiento equipada con un sofá tapizado en piel y un televisor de plasma de 24 pulgadas.

Bobo Lafragua se abalanzó sobre el control remoto de la tele. La encendió. La única opción que ofrecía la pantalla era un interminable catálogo de pop chino editado en la modalidad de karaoke.

—Enseguida enviaré mesero con carta —dijo la hostess con un acento angelical.

Bobo se limitó a preguntar y responder:

—¿Dónde está el micro…? Ah: aquí está.

La hostess salió.

Nos sacaron del restaurant a empujones. Nosotros no lográbamos parar de reír.

Por unos minutos, lo único que se escuchó en la habitación fue el trajín de vajillas que subía desde la planta baja y la empalagosa armonía pentatónica que emergía del televisor. Yo me quedé en el balconcito, al otro extremo del comedor, mirando hacia la calle. Las luces de La Habana brillaban desesperadamente. No eran luces de embarcadero sino desperdigados focos de casitas. Recordé esa anécdota que contaba mi madre: desde el puerto de Progreso, en Yucatán, es posible ver las luces de La Habana y decirle buenas noches al valiente Fidel Castro. Dedicarle un bolero: flores negras del destino nos apartan sin piedad.

Justo entonces, Bobo Lafragua dejó fluir su hermosa voz de blusero:

—Chi mu ke pe o ni yu, chi mu yang, o ni yu. Chi mu ke pe chi mu yang, ni mu ni mu num.

Sus letras inventadas cuadraban perfectamente con la melodía del televisor. Se puso de pie y, sin dejar de cantar, comenzó a imitar micrófono en mano los ademanes de Enmanuel y Napoleón.

—No mames, Bobo.

—Soo, too, ni-mu-yang. Soo, too, ni-mu-yang. Ka tu yan go wo.

Sacó del bolsillo interior del saco de su esmoquin un pequeño peine. Me lo arrojó y lo caché. La simetría entre esa invitación y mi primer recuerdo melódico y revolucionario me pareció insobornable. Decidí seguirle el juego: usando el peine como micrófono e imitando torpemente las coreografías del grupo Menudo, canté:

—Soo, too, ni-mu-yang. Soo, too, ni-mu-yang, ka tu yan go vvo, ka tu yan go wo.

El mesero que vino a tomarnos la orden se desconcertó. Intentó razonar con nosotros en español y luego en chino. Ni volteamos a verlo: estábamos absortos intentando fundar una nueva coreografía a partir de los pasos ochenteros de sobra conocidos.

—É-go-ne ma yu a-á, é go-noh, go-noh-ke.

Llamaron al gerente. El escándalo (para entonces cantábamos a grito pelado) atrajo a algunos comensales. Unos reían por lo bajo. Otros nos contemplaban con abierta reprobación. «Qué más da —pensé—: no pueden deportarte dos veces del mismo río.»

Nos sacaron del restaurant a empujones. Nosotros no lográbamos parar de reír, de bailar, de cantar mientras descendíamos la escalera y pasábamos entre los apretujados comensales de la planta baja y seguíamos por calles con nombres punzocortantes como Zanja, Cuchillo, Rayo, y más allá del Barrio Chino (Forget it: it’s Chinatown), caminando y bailando y corriendo y bailando en zigzag por la exacta división entre Habana Vieja y Centro Habana, peatonales, avenidas y recintos históricos, Paseo del Prado, Floridita, Casa de la Música, el Granma en su museo, palapas del malecón, Hotel Nacional pendiente arriba y abajo, El Gato Tuerto, la gasolinera donde se reúnen los chicos gays, el tramo de banderas donde niñitas acechan desde su jungla de lipstick a la gorda presa de los pecaríes italianos, torciendo luego otra vez calle arriba hacia Vedado para pedir junto al cine Yara a un amigo taxista gitano que nos devolviera por favor a Miramar sin parar de reír, de bailar, de cantar:

—O-ha-no-he-la-fo ha no no ha no, ke-re-ke-ne-la-fo ha no no ha no, yu-ni-yu-e-la-fo ha no no ha no, haaaa-no, haaaa-noooo…








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