Una cosa es la extinción del Estado y otra la extinción del pene

La expedición a Cuba fue el ejercicio más duro en doble contabilidad que había hecho hasta entonces. Solo habían pasado unos meses desde que Guevara encontrase su patético aunque conmovedor final en las montañas de Bolivia, y el gobierno cubano había anunciado que cualquier izquierdista que quisiera romper el embargo y entrar en la isla podía alojarse en un campamento especial para “internacionalistas”. Eso, que incluía la oportunidad de mezclarse con revolucionarios de todo el mundo, era una invitación que no podía rechazar. Pero también representaba la oportunidad de ver si la afirmación de que Cuba era un “modelo” alternativo al socialismo del Estado soviético podía sostenerse. 

Es difícil recordarlo ahora, cuando una arrugada oligarquía de gárgolas comunistas gobierna La Habana, pero en la década de 1960 existía un contraste radical entre las figuras de cera del Kremlin y los líderes jóvenes, informales, espontáneos e incluso algo sexis de La Habana. Aunque a nosotros, los miembros de los Socialistas Internacionales, que mandamos nuestro propio equipo de polemistas y dialécticos al campamento, no nos impresionaban los barbudos histriónicos. Era la revolución en la revolución otra vez. 

Si no podía pagar la multa, ¿cómo pude pagar el pasaje? Fácil. Me acababan de dar una beca Kitchener, en honor del hombre cuyo rostro adornaba el póster que durante la Primera Guerra Mundial advertía a todos los jóvenes británicos: “¡Tu país TE necesita!”. El galardón, únicamente destinado a los hijos de oficiales militares y navales que debían vivir con poco dinero en la universidad, requería una entrevista con algunos viejos parachoques que sobre todo querían asegurarse de tu sensatez general. Iba bien afeitado, y llevaba corbata y les seguí el juego. Cuando me preguntaron qué hacía como actividad extracurricular, mencioné la Oxford Union. “¿No asistió hace poco Su Majestad la Reina —preguntó uno de esos veteranos bigotudos— a un debate allí?”. 

Tras entregar mi pasaporte, esperé un poco y, después de oír un par de enardecedores discursos de bienvenida, pedí que me lo devolvieran. La hospitalaria sonrisa internacionalista del anfitrión cubano se contrajo un milímetro o dos. “Nosotros cuidaremos de él”. “¿Ah, sí? ¿Por cuánto tiempo?”. “Hasta que te vayas”.

Era demasiado bueno como para dejarlo pasar: había ido y técnicamente yo había formado parte del comité que organizaba el debate. Modestamente, saqué el máximo provecho del acontecimiento y en ese instante supe que la beca en honor del héroe imperial de la casaca roja en Jartún sería mía y ayudaría a financiar a un incendiario socialista. (Quizá también justificara mi duplicidad recordando el vergonzoso trato de la Marina a mi padre con respecto a su pensión. Sí, es verdad: nos lo deben. Qué bien se nos da convencernos a nosotros mismos.)

En el aeropuerto de Gatwick reconocí a bastantes de los hermanos y hermanas que se presentaron para embarcar en el destartalado avión checoslovaco que debía llevarnos a La Habana, y me sometí hoscamente cuando tuve que echarme a un lado mientras policías británicos de paisano cogían con grosería mi pasaporte y apuntaban todos mis datos en una libreta antes de dejarme pasar. (¿Qué más da?, pensé enfadado. Su poder no va a durar mucho.)

“El vientre de la bestia” era la expresión que se usaba normalmente para designar Estados Unidos, y parecía haber algo gratificante en que nuestro avión hiciera una breve escala en Terranova antes de emprender la segunda parte del vuelo rumbo a La Habana, evitando la contaminación del espacio aéreo yanqui. La llegada al aeropuerto José Martí, con su sol cegador y su humedad aplastante, fue excitante. Nos saludaron jóvenes camaradas sonrientes y apuestos, que nos ofrecieron una bandeja de daiquiris: esa visión era todo lo distinta a la versión del comunismo oficial del muro de Berlín que podía desearse. Tras entregar mi pasaporte, esperé un poco y, después de oír un par de enardecedores discursos de bienvenida, pedí que me lo devolvieran. La hospitalaria sonrisa internacionalista del anfitrión cubano se contrajo un milímetro o dos. “Nosotros cuidaremos de él”. “¿Ah, sí? ¿Por cuánto tiempo?”. “Hasta que te vayas”. Tuve una instantánea sensación de intranquilidad, pero decidí superarla.

Una vez que te han dicho que no puedes abandonar un lugar, se vacía de encanto enseguida, por muchos atractivos que tenga.

Podría haberla superado más fácilmente si no hubiera sido por un par de acontecimientos posteriores. El plan era que nuestro cargamento de internacionalistas mayoritariamente británicos subiera a los autobuses que nos llevarían al Campamento Cinco de Mayo, un campo de trabajo recién construido en la verde y accidentada región de Pinar del Rio. Allí nos uniríamos con nuestros compañeros franceses, alemanes, italianos, africanos y de otros lugares, y por la noche tendríamos conversaciones con ellos y ayudaríamos a plantar las necesitadas semillas de café durante el día. Así, estableceríamos vínculos entre diferentes insurgencias al nivel de la base mientras que —a la altura del semillero— ayudaríamos a librar a Cuba de su tristemente célebre dependencia colonial de la cosecha (el famoso “monocultivo”) del azúcar.[1] ¿Qué podía ser más agradable?

No esperaba ni quería lujo en el campo, y no lo tuve. Literas de lona, madrugones, duchas y comidas comunes: no eran graves y no suponían un problema para alguien que había sobrevivido a un colegio público inglés, mientras que, a diferencia de mi experiencia escolar, la comida era excelente y abundante y había mujeres con pañuelos rojos en el pelo. No me gustaba especialmente que los altavoces del campo propagaran todo el tiempo música edificante y discursos intimidatorios, pero me sentí mucho más alarmado cuando decidí hacer una excursión para disfrutar de los alrededores, empecé a despedirme con la mano de los chicos cubanos y me ordenaron que me quedara donde estaba. ¿Dónde pensaba que iba? De excursión. Bueno, me dijeron, no podía. ¿Y por qué? Porque lo decimos nosotros. 

No hablaba mucho español y no tenía pasaporte (me acordé de repente) y solo tenía una idea vaga sobre cómo podía llegar a un pueblo vecino, por no decir La Habana. Pero los guardias —como ahora los consideraba— me señalaron enérgicamente el camino de regreso al campamento. Una vez que te han dicho que no puedes abandonar un lugar, se vacía de encanto enseguida, por muchos atractivos que tenga. Un gato se puede quedar en un sitio tranquilamente durante horas, pero si lo detienes en ese lugar agarrándole de la cola intentará arrancarse la cola de raíz. No era libre para moverme en absoluto, y los cubanos que querían marcharse de Cuba solo eran libres de ser expulsados de su país natal tras un largo proceso, y después no se les permitía regresar.

¿Cuba producía un tipo humano ejemplar y menos egoísta?

Naturalmente, esto matizó mi actitud hacia el campamento, pero había ido con mis compañeros trotskistas y luxemburguistas precisamente para comprobar la afirmación cubana que decía que esta era una nueva revolución, una valiente alternativa al modelo lúgubre y gris del socialismo soviético. Además, había que admitirlo, Cuba ayudaba a las numerosas fuerzas rebeldes que luchaban con bravura en un continente latinoamericano dominado por crueles y atrasadas dictaduras militares. Las disputas entre facciones en el campamento nos mantenían feliz y apasionadamente despiertos. Por supuesto, discutíamos sobre todo, desde la Comuna de París a la guerra civil española, pero había dos cuestiones críticas: ¿tenía razón el Che Guevara al proponer que los “incentivos morales” sustituyeran a los materiales? ¿Y qué línea había que tomar en la división cada vez más amarga entre los partidos comunistas de Rusia y Checoslovaquia?

Sobre la cuestión de los incentivos morales y la idea del “hombre nuevo socialista” solo albergaba dudas. Al final de su hermoso ensayo Literatura y revolución, Trotski hablaba líricamente de un futuro en el que “el hombre medio alcanzará la estatura de un Aristóteles, un Goethe o un Marx”; en el que su físico se haría “más flexible, musculoso y armonioso”, y terminaba diciendo que “tras estas colinas se alzarán nuevas cumbres”. Yo entendía que las condiciones políticas y económicas podían hacer a la gente mucho peor (como, digamos, en el caso del nazismo), pero tenía demasiada formación empírica inglesa para creer que las meras circunstancias económicas podían mejorar tanto a la gente. ¿Y ser materialista no entrañaba de entrada aceptar que la humanidad era una especie entre los primates? El propio Karl Marx admiraba y aspiraba a emular a Charles Darwin. En todo caso, esa era mi oportunidad de asistir a un experimento de laboratorio. ¿Cuba producía un tipo humano ejemplar y menos egoísta?

No olvidaré la respuesta que me dio un funcionario del Partido Comunista, muy amable aunque de hablar lento. “Sí —dijo—. De hecho, ‘el hombre nuevo’ está evolucionando en la ciudad de San Andrés”. En cuanto oí eso, pedí visitar esa comuna utópica, como hacían tantos de mis camaradas, pero el viaje a San Andrés siempre se posponía de un modo u otro, mientras planchaban las arrugas del “hombre nuevo” y uno tenía que preguntarse por qué eso solo “funcionaba” en una aldea aislada concreta. Como premio de consolación, quizá, nos invitaron a oír a Fidel Castro en Santa Clara, en un mitin multitudinario celebrado el 26 de julio, aniversario del comienzo de la revolución, en la ciudad que el Che Guevara había arrancado al control del antiguo régimen.

En los baños públicos que uno podía encontrar, el eslogan “Libertad para los maricones” aparecía con frecuencia escrito con tiza o garabateado con rotulador.

Aunque el martirizado cadáver del Che Guevara había aparecido en las televisiones de todo el mundo, con un parecido más que ligero con Cristo en su serenidad desafiante y barbuda, su verdadero lugar de reposo era —como el del Nazareno— desconocido. (De hecho, había sido enterrado en secreto por la CIA bajo el asfalto de una pista de aterrizaje boliviano, después de que le amputaran las manos para comprobar las huellas dactilares, pero ese truculento detalle no se descubrió, ni el relicario completo regresó a La Habana, hasta los años noventa.) Así, el grito “El Che Guevara no ha muerto!” tenía cierta resonancia, y las innumerables imágenes de su rostro en vida poseían un gran poder icónico. La cúpula cubana declaró 1968 “el año del guerrillero heroico” y dirigió un llamamiento a todos los escolares del país para decirles que debían vivir sus vidas “como el Che”. La imposibilidad de llevar a cabo esa instrucción fue lo primero que me asombró, incluso antes de darme cuenta de que todo estaba tomado por lo que los cristianos llamaban “la imitación de Cristo”. Así que ahí estaba: el socialismo cubano se parecía demasiado a un internado en un sentido y demasiado a una iglesia en otro.

Las largas lecciones del director de la escuela eran otro rasgo que los dos escenarios tenían en común. (Eso, y un énfasis enormemente excesivo en toda clase de juegos de equipo y deportes de competición.) No debo fingir que no resultaba emocionante tener un asiento en primera fila y ver al joven Fidel Castro adelantarse hacia el micrófono y empezar a acariciarse la barba como solía. Pero, tras las primeras dos horas y las calurosas ovaciones puestos en pie, me pareció que había empezado a entender los aspectos principales. Y un par de horas después estaba casi listo para irme y buscar una cerveza fría. Ese producto era fácilmente accesible, y gratis, y un cínico sugirió que así es como se había reclutado tanto público. Lo que me chocó todavía más, a la altura de la entrepierna, fue la asombrosa disponibilidad de prostitutas jóvenes en los alrededores del mitin. La revolución cubana aseguraba haber abolido la prostitución y, aunque personalmente nunca he creído que eso sea posible (una cosa es la extinción del Estado y otra cosa es la extinción del pene), la escena de las putas en Santa Clara era más espeluznante que cualquier cosa imaginable en una sociedad “burguesa”. Lo mismo valía, por cierto, para la reivindicación mucho más violenta y arrogante del gobierno, que aseguraba haber acabado con otro vicio “burgués”: la homosexualidad. En los baños públicos que uno podía encontrar, el eslogan “Libertad para los maricones” aparecía con frecuencia escrito con tiza o garabateado con rotulador, para mostrar que los gays cubanos no estaban dispuestos a participar en su propia abolición. 

 Mi amigo, el antifascista argentino Jacobo Timerman, describió Granma, el periódico del Partido Comunista cubano, como “una degradación del acto de leer”.

Cuando el macrodiscurso del Máximo Líder dio señales de acercarse al final, la masa empezó a desintegrarse en constituyentes individuales de gente que se apresuraba hacia casa. Los militantes ataviados con pañuelos negros que había cerca de la plataforma emitían una constante carga de vítores, pero las masas daban el asunto por terminado. Claramente daba la sensación de que muchos trabajadores y campesinos valorarían más y mejores incentivos materiales. No diré que vi todo eso a la primera, y una parte de mí seguía con los entusiastas cubanos que querían sacrificarse por Vietnam y Angola y no deseaban una vida cómoda.

Era inevitable que esas y otras reflexiones “plantearan la cuestión” —como nunca nos cansábamos de decir— de Checoslovaquia. La cúpula cubana no había manifestado una opinión clara sobre la disputa cada vez más pública entre Praga y Moscú. El periódico del Partido Comunista cubano Granma (que mi amigo, el antifascista argentino Jacobo Timerman, describió como “una degradación del acto de leer”) imprimía los comunicados de las dos capitales comunistas. Los cubanos de la calle no compartían esa neutralidad, como comprobaría pronto. Quizá tenía que ver con la predisposición natural a favor de un país pequeño frente a una superpotencia; también era igualmente probable, me dijeron, que tuviera que ver con la arrogante conducta de muchos “asesores” rusos en Cuba. 

Sin duda, cuando los golfillos de La Habana lanzan sobre tu rostro una lluvia de guijarros y mierda de perro y el insulto “soviético”, atisbas algo muy útil: una improvisada encuesta de opinión pública. Además, la tripulación checa del vuelo chárter que me había llevado a Cuba me había ofrecido una invitación. Cuando volvamos, pararemos en Londres para dejaros y no nos dejan coger pasajeros. En otras palabras, vamos a Praga con un avión vacío. Si queréis quedaros a bordo, podemos enseñaros “el socialismo con rostro humano” por el mismo precio. 

Memorias del subdesarrollo, quizá solo podía compararse —por el acojonante tedio de la nomenclatura— con la obra maestra checoslovaca Trenes rigurosamente vigilados.

Me apunté inmediatamente para disfrutar de esa maravillosa oportunidad. Cuando me presenté en la oficina de las Líneas Aéreas de Checoslovaquia en La Habana para confirmar el billete, descubrí que los checos y los eslovacos de la ciudad habían montado una manifestación en La Rampa, la principal calle de La Habana, y habían recibido el entusiasta aplauso de los ciudadanos mudos que había en la acera: otra prueba imposible de fingir.

Sin embargo, de vuelta en el campo, parecía difícil imaginar que la mentalidad del partido no emergiera como la vencedora final. Recuerdo exactamente cómo me di cuenta. Cuba era famosa por su celebración del cine y su agasajo a directores revolucionarios como Tomás Gutiérrez Alea, el gran Titón (aunque su título más conocido, Memorias del subdesarrollo, quizá solo podía compararse —por el acojonante tedio de la nomenclatura— con la obra maestra checoslovaca Trenes rigurosamente vigilados). 

Casi todas las noches nos podíamos sentar en la ladera de una colina y ver películas dramáticas en una gigantesca pantalla al aire libre. Una velada tensa y húmeda vi La batalla de Argel de Pontecorvo, totalmente inconsciente, como muchos de los que la vieron por primera vez, de que las ásperas y granulosas secuencias de lucha callejera no estaban tomadas de un documental, y casi embriagado (pese a mi formación intelectual supuestamente superior) por el romanticismo sórdido y visceral de la guerrilla urbana. Cuando terminó me quedé allí un rato, parcialmente hipnotizado por la cruda seducción de la violencia, hasta que volvieron a pasarla. (Varias de las personas que conocí en el Campamento Cinco de Mayo se sentaron en el banquillo en Europa como miembros de la Angry Brigade, las Brigadas Rojas y otras organizaciones nihilistas. A uno lo conocí bastante bien. Asistí a su juicio en Old Bailey a principios de la década de 1970 y, cuando el fiscal leyó un comunicado de la Angry Brigade, me di cuenta de pronto de que se correspondía casi palabra por palabra con lo que había dicho el joven Kit bajo las palmeras de Pinar del Río).

Hice una sencilla observación: si la figura más prominente en la sociedad y el Estado era inmune a la crítica, todo lo demás era un detalle.

Un día trajeron al campo al legendario director cubano Santiago Álvarez para que diera un seminario sobre cine y revolución. Había visto parte de su obra y su ritmo y color me habían impresionado más de lo debido: sabía perfectamente que el atroz presidente Johnson no había ordenado los asesinatos de John Kennedy, Martin Luther King y Robert Kennedy, pero ese año era emocionante ver una cinta de palpitante propaganda fílmica llamada LBJ (por “Luther, Bobby y Jack”, aunque incluso el orden era incorrecto y raro) que lo culpaba de los tres, y que además tenía en su penetrante banda sonora los lamentos magníficos y desafiantes de Miriam Makeba, esposa de un incendiario enloquecido pero carismático, Stokely Carmichael.

Pese a esa escabrosa caída en un izquierdismo pre-Oliver Stone, el viejo Álvarez dio una charla bastante razonable y levanté la mano. Como artista, ¿qué le parecía trabajar en Cuba, un Estado que tenía políticas oficiales sobre asuntos estéticos? Obviamente, Álvarez esperaba algo así y contestó que la libertad artística e intelectual no tenía restricciones. Pregunté si había alguna excepción. Bueno, dijo, casi riéndose de la ingenuidad de mi pregunta, por supuesto que no sería posible o deseable intentar ataques o sátiras del propio Líder de la Revolución. Pero aparte de eso, la libertad creativa y de conciencia era absoluta.

No sé si lo que dije a continuación salió de la parte “izquierda” o “derecha” de mi cerebro, pero me gusta pensar que anticipé al menos parte de la enorme deserción cultural y literaria que más tarde le costó a Castro la lealtad de escritores tan diversos como Carlos Franqui, Heberto Padilla y Jorge Edwards, entre otros muchos. Hice una sencilla observación: si la figura más prominente en la sociedad y el Estado era inmune a la crítica, todo lo demás era un detalle. Ah, por favor: nunca olvides lo útil que puede ser lo obvio. Y lo acertado que resulta que la imagen del emperador desnudo sea una piedra angular de nuestro folclore. No creo que nunca haya sido tan recompensado por decir algo evidente. Había cierto “ambiente” hasta que Álvarez —cuya respuesta, si la hubo, he olvidado— se marchó, y después ese “ambiente” persistió cuando cogí mi bandeja de metal y me puse en fila en el comedor. 

Recuerdo que fui al campus de la Universidad de La Habana, donde había una sorprendente cantidad de estudiantes dispuestos a denunciar la acción rusa sin mirar por encima del hombro ni bajar la voz.

Cuando fingí preguntar qué pasaba, uno de los camaradas escoceses me informó: “Los hermanos cubanos piensan que lo que has dicho y hecho era claramente contrarrevolucionario”. La injuria me provocó indignación y placer. Sin duda me consideraba un revolucionario y habría contestado acaloradamente el derecho de cualquiera a negarme ese título, pero también estaba el mero placer de ver el tópico en acción: casi como si te hubieran llamado “enemigo del pueblo” o “hiena capitalista” o —volviendo a la escuela— acusado de “decepcionar a los tuyos”. Aunque vengas de una sociedad libre y con sentido del humor, no olvidas la primera vez que, con una seriedad adusta, te llaman “contrarrevolucionario” a la cara.

No pudieron pasar muchos días antes de que una mañana me despertaran a sacudidas para decirme: “¡Levántate y levántate AHORA! Los rusos han invadido Checoslovaquia”. La persona que me sacudía se había apostado una cantidad conmigo a que eso no iba a ocurrir, así que fue amable por su parte darme la noticia. Durante el annus mirabilis de 1968, ya había tenido la sensación de estar viviendo de algún modo un momento o coyuntura histórica, pero creo que en ese instante en Cuba se podía perdonar la autodramatización. Para empezar, y solo por la zona horaria, la terrible noticia de Europa oriental nos llegó bastante temprano por la mañana. Como he dicho, la cúpula castrista aún no había tomado públicamente posición en lo que todavía era una disputa dentro del comunismo. Se anunció que esa noche Fidel hablaría y definiría la “línea”. Yo estaba bastante seguro de lo que iba a decir (y, de hecho, fui lo bastante frívolo como para hacer otras apuestas), pero mientras tanto estaba en la posición casi única de hallarme en un Estado comunista que no tenía una posición oficial sobre el asunto más importante de las noticias internacionales. 

Yo estaba en La Habana en ese momento, porque casi era la hora de coger el avión de regreso, o en mi caso, el vuelo a Praga. La primera acción del Ejército Rojo había sido tomar y bloquear los principales aeropuertos de Checoslovaquia y nuestro avión ni siquiera había podido abandonar su base. Recuerdo que fui al campus de la Universidad de La Habana, donde había una sorprendente cantidad de estudiantes dispuestos a denunciar la acción rusa sin mirar por encima del hombro ni bajar la voz. Toda disensión debía expresarse en términos comunistas, así que oías que el Che nunca habría apoyado la intimidación de una superpotencia. (Yo también lo creía entonces pero ahora lo dudo.) Los líderes chinos de Pekín no tardaron en denunciar el “socialimperialismo soviético” y hubo una manifestación ante la embajada china para apoyar esa posición; la gente llevaba pequeñas insignias de Mao. Alguien me dijo que si ibas a ver a los chinos, te colmaban de cócteles y cigarrillos mientras te explicaban su posición, así que posé como visitante internacionalista y descubrí que la historia era cierta… Recuerdo que los exquisitos cigarrillos se llamaban Doble Felicidad. La política no era tan sublime: un diminuto burócrata diplomático explicó que China había sido el primer país en pedir una intervención rusa en Hungría para detener la contrarrevolución en 1956, así que tenía todo el derecho a denunciar el último movimiento como “contrarrevolucionario”. La lógica no parecía exactamente hermosa. Y ahí estaba de nuevo ese inquietante término…

“¡Rusos, marchaos de Checoslovaquia!”.

A la hora de comer llegó la noticia de que Ho Chi Minh y los comunistas vietnamitas apoyaban a los rusos. Eso fue suficiente para convencer a un buen número de cubanos… después llegó el crepúsculo y la población se reunió frente a los televisores. Ahora he olvidado dónde vi el largo alegato de Fidel Castro, que sirvió para terminar con todo el balbuceo utopista que aseguraba que Cuba seguía un camino distinto al de los escleróticos estalinistas del Kremlin, pero creo que fue en el mismo hotel de fachada rosa en el que el sádico capitán Segura de Graham Greene recibía un jarro de agua de soda fría y gritaba “¡Coño!” sin poder contenerse. A medida que avanzaba el discurso del barbudo, las caras de algunos de mis camaradas empezaban a tener un aire espantado y disgustado, como si hubieran recibido otra ducha fría. Y al final, mientras se oía la rutinaria ovación en pie del Comité Central, la discusión ya había empezado en nuestras filas.

Aparte de los pocos que obstinadamente creían que Castro había dicho y hecho lo correcto al seguir la línea de Brézhnev, la principal división estaba entre los que pensaban que había actuado bajo coacción y los que creían que expresaba su verdadero parentesco ideológico. Yo pensaba que podían ser las dos cosas: era obvio que el comunismo cubano dependía de las armas y el petróleo soviético para sobrevivir, pero, aunque no hubiera sido así, en su discurso Castro se había mostrado gélidamente contrario al deseo de los cubanos de vivir una vida más abierta a la economía de mercado, más acorde con la cultura de Estados Unidos y más adaptada a las sociedades abiertas de Europa occidental.

De nuevo intentaré mostrarme severamente dialéctico, y diré que concluí, sin admitirlo ante mí mismo, que el castrismo podía tener cierto sentido en América Latina y el Caribe, donde un cínico poder estadounidense apoyaba a dictaduras monstruosamente reaccionarias, como las de Brasil, Nicaragua y Haití. Sin embargo, en la más avanzada Europa, los impulsos de una izquierda revolucionaria podían y debían usarse para desgastar el muro de Berlín por ambos lados. Había algunos valientes trotskistas entre la resistencia checa, después de todo, dirigidos por el heroico Peter Uhl… De todas formas, no me odio totalmente por ese intento de sopesar las cuentas. Y puedo decir con algo de orgullo que nuestro pequeño contingente de los Socialistas Internacionales en La Habana logró recibir por correo una edición especial enrollada del Socialist Worker de Londres, y esa edición decía en mayúsculas grandes y en negrita: “¡Rusos, marchaos de Checoslovaquia!”. 

“Turista de la revolución” era una frase que se usó más tarde para ridiculizar a los que iban en busca de las patrias socialistas.

Que me lo entregaran en Cuba, durante una crisis mundial, era para mí un asunto de honor socialista y me proporcionó la irreprimible sensación de estar participando en un momento verdaderamente histórico. Parecía claro que los osificados y torpes sistemas y partidos comunistas habían cometido una suerte de suicidio político y moral con su comportamiento de Panzerkommunismus (la mordaz expresión es de Ernst Fischer) en Praga. Pero eso parecía ofrecer una oportunidad para que en Francia, en Polonia y Checoslovaquia, y en los territorios aún no liberados del “Tercer Mundo”, los valientes soixante-huitards despejaran el camino para que una izquierda “real” y auténtica emergiera por fin. 

El vuelo chárter checo —que se retrasó mucho— casi no logra superar los palmerales del límite del aeropuerto de La Habana —algo que tenía que ver con un cálculo erróneo del peso del equipaje—, pero las expresiones de la gente transmitían una actitud apática. Volvían a un país donde el eslogan decretado por el Estado hablaba de la “normalización” tras la invasión (una de las frases más despreocupadamente inquietantes de todo el siglo XX). Volvimos a parar en Canadá y en las pantallas de la televisión vimos que la policía de Chicago apaleaba a los manifestantes que querían enfrentarse a una guerra estúpida, una maquinaria racista en el Partido Demócrata y unas convenciones fijas. Maldita sea, recuerdo que pensé. Me he perdido Praga y ahora me estoy perdiendo Chicago.

“Turista de la revolución” era una frase que se usó más tarde para ridiculizar a los que iban en busca de las patrias socialistas, pero yo no pensaba en mí como turista. Simple, infatigable y fervientemente deseaba estar en varios lugares al mismo tiempo para inclinar el fiel de la balanza. Años más tarde leí la frase de Thomas Paine: haber participado en dos revoluciones era “haber vivido con algún propósito”. Era el tipo de elocuencia que me habría gustado tener en aquella época.




Nota:
[1] De manera similar al estado de Kentucky, que subsiste a base del bourbon, el juego y el tabaco, la economía de Cuba descansaba casi totalmente en la fabricación de agradables toxinas como el ron y el puro. Pero incluso entonces, su principal producto de exportación eran sus propios ciudadanos. Cuando volví a Cuba unos años después, no había rastro de las plantaciones de café y —en la era de la perestroika de Gorbachov, que Castro rechazaba— las posibilidades de conseguir una taza de café de verdad en un hotel de La Habana rondaban el cincuenta por ciento.








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