Atragantarse en el Arzobispado

El primer problema es el siguiente: hay una diferencia fundamental entre prótesis y herramienta. Una prótesis, señala Broncano, se incorpora estrictamente, se hace cuerpo, mientras que la herramienta es un objeto de uso ocasional. 

De esta afirmación se establece un segundo problema: la diferencia fundamental entre prótesis y herramienta se da, en la mayoría de los casos (señalo yo) a partir de la percepción que uno tiene de la cosa en cuestión, de la cosa que está ahí en el medio, de la cosa que está viendo si es una prótesis o una herramienta. 

Usted podría decirme, ahora mismo, que hay cosas que nacieron para ser prótesis y otras que nacieron para ser herramientas. Usted podría estar en lo cierto si usted no tiene en cuenta la pluralidad de sentidos que tiene la existencia. Y eso hay que tomarlo en cuenta, porque el tiempo verbal subjuntivo no apareció por gusto en la primavera de la Modernidad. Ni tampoco aparecieron en vano las novelas. Las miles de millones de novelas que parieron miles de millones de hijos mutantes, convertidos en fanzines, en radionovelas, en telenovelas, en series, en podcasts, en canales de YouTube, en hentais. El subjuntivo y las novelas nacen, precisamente, de la necesidad de expandir el cambio de apreciación existencial, ante una crisis tan grande que fue pasar del Medioevo a la Modernidad. Ahí se dieron cuenta de lo importante que era imaginar cosas y crear un tiempo verbal que posibilitara hacer alarde de la probabilidad. De lo que es, o puede ser y que quizás no será, o al revés, o las tres al mismo tiempo.

Entonces, usted me podría decir que un marcapasos es una prótesis, que un corazón nuevo es una prótesis, que un brazo biomecánico es una prótesis. Sí o sí. Pero eso depende del ojo con que se mire, de la subjetividad que a uno lo atraviese y, sobre todo, de si el cuerpo lo asimila o no. Vuelvo al inicio y repito: la prótesis y la herramienta se definen a partir de la percepción del creador del objeto y de aquel que lo utilizará. No sé si usted me entiende. Hay veces en las que me enredo mucho.

Yo quería probar la ostia porque es la carne y la sangre de Cristo. En mi imaginario, yo me estaba comiendo un trozo de persona.

Le hablo de todo esto porque usted me está preguntando cómo alguien como yo trabajó en el Arzobispado de La Habana durante los últimos cuatro años que pasé en Cuba. Y como usted me preguntó, yo le respondo de la misma forma en que me respondí a mí misma esa pregunta, hace algunos años. Yo también pensé en esa pregunta. Me la paso preguntándome a mí misma sobre mí misma y sobre La Habana. Las preguntas son una infección crónica que tengo en las adenoides.   

Durante varios años yo trabajé en el Arzobispado de la Habana cuando todavía estaba el cardenal Jaime Ortega. Llegué de una forma muy curiosa. Fui parte, en el 2010, de las jornadas que se organizaron por el centenario de Lezama. Específicamente, ayudé a organizar un coloquio dedicado a su obra que finalizó con una misa en la catedral y con un almuerzo lezamiano en Bauta, en la casa donde vivió el padre Gaztelu. 

Cuando estábamos en la misa, vino el momento de la ostia. Yo me formé para probarla debido a que nunca me bautizaron. Pero yo quería probar la ostia porque es la carne y la sangre de Cristo. En mi imaginario, yo me estaba comiendo un trozo de persona. En mi existencia subjuntiva, puede que tuviese la mejor experiencia culinaria de mi vida. En mi existencia subjuntiva, quizás fuera caníbal.  Cuando llegó el momento de abrir la boca y extender, levemente, la lengua, el padre me preguntó que si yo reamente era católica y que si sabía el significado de aquello que estaba a punto de tragarme. Yo le dije que sí, que claro padre que yo sabía, que eso era la sangre y la carrrrrne de Cristo. Carrrrne, con varias erres. Carrrrrrrne. 

Creo que esa forma de pronunciar carrrrrne, de sentir la carrrrrne hizo que el padre se sonrojara, que carraspeara, que me dijera “Muy bien” y que finalizara con un “Dios te bendiga, hija mía”. Debido a mi buena gestión y a que también era investigadora, una de las organizadoras de las jornadas lezamianas, colega también en el ámbito académico, me propuso para ser la asistente de redacción de una revista de investigación financiada por el Arzobispado de La Habana y que tenía las oficinas dentro del mismo recinto. Entre los filtros que tuve que pasar estuvo rellenar una carta en la cual juraba, ante Dios, estar bautizada y luego, presentarme ante el padre al cual le llamó la atención mi forma de pronunciar carrrne. Se acordaba perfectamente de mí y como sabía que ya era “católica” (o porque no quería pasar la misma vergüenza de aquella vez), me dio el aprobado rápidamente. 

Dentro del Arzobispado uno se puede dar cuenta del rango y la “guara” que tiene cada cual en dependencia de la cantidad de comida que le sirvan en el plato.

Comencé a trabajar ahí cada miércoles, jueves y viernes, de ocho a cuatro y media de la tarde, con un sueldo (estímulo) de veinticinco CUC por mes. Hay muchas cosas interesantes que podría contarle sobre qué significa que una laica no religiosa de veinte años trabajara en un lugar así, pero yo solo quiero hablarle a usted sobre un tema. Yo quiero hablarle a usted sobre la comida.

Dentro del Arzobispado uno se puede dar cuenta del rango y la “guara” que tiene cada cual en dependencia de la cantidad de comida que le sirvan en el plato. Hay una orden allá adentro que establece lo siguiente: a las personas de mayor rango, dentro de la institución, se les debe servir las mejores porciones de carne, las porciones más grandes de postre y tienen permitido repetir cuantas veces quieran. Las personas con mayor rango eran todas aquellas relacionadas, de forma directa, con la iglesia: el cardenal, los padres, las monjas y algunos seminaristas que estuvieran haciendo servicio allá. Luego venían los administrativos laicos, pero muy devotos. A ellos les servían las segundas porciones de carne más grande, pero no les daban grandes porciones de postre. Podían repetir arroz, frijoles y caldo, una vez. Proteína y postre no. Le seguía el equipo creativo, grupo al que yo pertenecía. En él estábamos los que trabajaban en Palabra Abierta, los que trabajaban en mi revista, los que se ocupaban del diseño web de la Arquidiócesis, los de imprenta, los de divulgación, los investigadores… todos laicos, algunos muy devotos, otros no. 

A nosotros nos daban poquita comida, equilibrada, pero poquita. Un poquito de carne, un poquito de arroz, un poquito de frijoles y un poquito de postre. No podíamos repetir ni una vez. Por último, venían los del servicio y mantenimiento: plomeros, fontaneros, albañiles, barrenderos, cuidadores, los de cocina. Ellos ni podían almorzar en el comedor. Una encargada de la cocina les bajaba la comida, muy amablemente, metida en cajitas o, cuando más, los dejaban comer en el sagrado comedor luego de que todos se habían marchado. 

La justificación del Arzobispado: no cabíamos todos. 

La justificación real: no los querían cerca. 

Debido a nuestra (decía ella) radiante lozanía, no había santo padre que no se extasiara con el doble regalo que le daba Dios: el regalo de la porción más grande de carne en el plato, y el regalo de la porción más grande de carne a los ojos.

Algo interesante también era el agua. El mismo sistema piramidal de la comida se aplicaba al agua. Los primeros sí podían pedir otro vaso: a los demás les pedían, de nuevo muy amablemente, que trajeran una botellita llena desde su casa. 

A pesar de todo esto, teníamos la oportunidad de resolver más comida, aunque uno fuera albañil o del equipo creativo. De ahí que la empatía, o la guara, jugaran un papel fundamental. En mi caso, por ejemplo, todo siempre estaba bien. Yo me la pasaba platicando con la cocinera. Me contaba cuánto detestaba tener que darle más comida a ciertos y determinados directivos, y también cuánto disfrutaba darle poquito a algunos albañiles porque se la pasaban fisgoneando por ahí o eran muy vulgares. Yo habitualmente le seguía la rima con tal de que me diera más comida, no para mí, sino para mi jefa y colega, la cual siempre tenía muchísima hambre y no le gustaba cocinar. Además, tenía un perro. Entonces, ella se comía toda su bandeja, y luego, disimuladamente, echaba la mía en una bolsita y se la llevaba para su casa. Yo me quedaba con el postre y el agua. 

Como mi caso había otros más que aplicaban la misma movida. Se hacían amigos de la cocinera y ella, disimuladamente, les servía de más. A los que nos privilegiaba de esta forma, nos pedía ser discretos y que no nos paseáramos con la bandeja por delante de los directivos; de ser así, la podían despedir. 

Sobre todo me lo decía a mí y a los seminaristas que iban de vez en cuando, ya que éramos los únicos en ese recinto que teníamos menos de cincuenta años. Debido a nuestra (decía ella) radiante lozanía, no había santo padre que no se extasiara con el doble regalo que le daba Dios: el regalo de la porción más grande de carne en el plato, y el regalo de la porción más grande de carne a los ojos. Siempre los imaginaba como aquel padre, el día de la misa: extasiado ante la carrrrrrrne, sonrojado, agitado, intentando sobrevivir a la disparidad pasional en la que viven. Aquel día, en la misa, lo hice a propósito, lo disfruté, sentí que de cierta forma yo era una caníbal que iba a comer carne humana y tomar sangre humana, por lo tanto, tenía control sobre ese otro humano que se sonrojaba ante mi pasión por la carne. Pero estas otras veces ya no me sentía en mi existencia subjuntiva que posibilitaba que fuera caníbal. En este caso me sentía como la carrrrrne a la cual le tocaba poca carrrrrne, pero que al final conseguía más carrrrrrne para darle a otro. 

 Mi conclusión de aquel show habanero recurrente era que esos clérigos tenían tanta ansiedad de comida, por la falta de comida que tenían en sus vidas.

Un matadero.

No es nada extraordinario reflexionar respecto al sentido agudísimo que tiene la carne dentro de las corrientes religiosas. Tanto la carne humana (la chair) como la animal (la viande) representan atadura y pecado. Por eso la necesidad de desprenderse siempre de ella. Pero si es extraordinario el sentido que tiene, para un cubano, la carne en su devenir alimento, más interesante aún es el sentido que tiene la carne para un cubano, y más aún, para un cubano que pasa la hora del almuerzo en el Arzobispado.  

Mi conclusión de aquel show habanero recurrente era que esos clérigos tenían tanta ansiedad de comida, por la falta de comida que tenían en sus vidas. La carne, entonces, pasaba de ser un nutriente o una herramienta de supervivencia para el cuerpo, a ser una prótesis, algo que el cuerpo asimila y vuelve suyo. También yo sentía que cada bistec, cada trozo de lomo, cada porción de picadillo, cada una se iba pegando al cuerpo de cada uno de los trabajadores de ese lugar. Por ello, los que podían repetir estaban gordos. Les chorreaba grasa por todo su cuerpo, constantemente transpirando por los treinta y ocho grados que hay en Cuba combinados con la sotana. La grasa corporal iba disminuyendo, en dependencia de la cantidad de prótesis alimenticias que tenía cada uno encima. Así hasta llegar a los albañiles, que siempre eran delgados. 

En mi cabeza todo eso existía en una materialidad altamente posfenomenológica: nuestra existencia se modificaba a partir de la cantidad de prótesis, envueltas en carne, que podíamos meterle a nuestro cuerpo. Éramos como cyborgs, distintos tipos de cyborgscubancyborgscyborgsreligiososcyborgmonjas, altamente tecnologizados en un universo donde la técnica se traduce en grasa, tecnograsa, y a partir de ella se modifican nuestras acciones, tecnoacciones, para con nosotros y para con los demás. Cyborgs estratificados dentro de la iglesia, tecnoiglesia. 

Llegué a tal punto de grasa compacta dentro de mí que me sacaron la vesícula porque la tenía llena de piedras; piedras de carne.

Es complicado pensar en gente que se empodere a partir de la percepción de la carne. En Cuba no hay carne. La gente está obsesionada con ella, precisamente por lo incierta que se presenta. Y de eso no se salva ni el cardenal. Yo misma estoy obsesionada con la carne de forma tal que, aunque ya tengo carne, toda la que quiera, no dejo de pensar en la carne, incluso escribo sobre la carne. Da igual si me gusta o no me gusta, cada día intento comerme un bistec, o un corte, o un mixiote, o un codillo…, lo que sea. 

Llegué a tal punto de grasa compacta dentro de mí que me sacaron la vesícula porque la tenía llena de piedras; piedras de carne. Cuando me prohibieron ingerir carne durante un tiempo, recuerdo que le dije al doctor que yo no sabía vivir sin dicho alimento. Que no era que me gustara tanto, de gustarme me gusta el pescado y los mariscos. Pero la carne no era un lujo, ni un gusto. La carne es, bajo mi imaginario, y bajo el imaginario que yo imagino del imaginario en el Arzobispado, un complemento que define nuestro cuerpo, nuestra fuerza, nuestra clase social, nuestro derecho a ser mirados en un comedor, nuestra forma de estar más cerca de Dios. En Cuba, yo siento que es la única forma de pensar en un cuerpo modificado, solidificado, mejorado. Allá nadie piensa, como usted, en sustituir un brazo por uno biomecánico. Allá eso se construye con lo que comes. 

Y bueno, ya le he contado a usted cómo llegué a trabajar a ese lugar. También le he contado a usted el trauma que me dejó tener que almorzar allá. También le he demostrado a usted cómo una prótesis y una herramienta son, en dependencia de la forma en que la interpretemos, de cómo la absorba el cuerpo. Y también le he contado a usted cómo, en mi cabeza, la carne es tecnología que modifica al cuerpo hasta adentrarnos en un trip bien cyborg; en un trip bien Habacyborg. Esto ha tenido de todo. Seguramente, usted ha aprendido mucho. 

Lo último que quisiera decirle es que hace como dos años despidieron a la cocinera, dos albañiles tuvieron lesiones graves por trabajos en ese lugar, y uno de mis compañeros de la revista se murió por un problema de la cadera que tuvo luego de caerse por las escaleras de las oficinas. El cardenal Jaime Ortega se murió de cáncer de páncreas, y el padre que me dio la ostia ahí sigue, repitiendo carne a la hora del almuerzo. Yo me enteré porque sigo en contacto con mi colega, que era mi jefa y que se llevaba mi comida. Siempre me repite que nunca más ha podido agarrar una bandejita extra. La pobre, lleva pasándola feo desde hace años. Su perro hasta se murió. No le han hecho más homenajes a Lezama. No han hecho más almuerzos lezamianos, la casa del Gaztelu se mantiene en silencio. Yo peso sesenta kilos. Hace cinco años pesaba cincuenta y uno. He asimilado mis prótesis. Y ya.




Nota:
[1] De manera similar al estado de Kentucky, que subsiste a base del bourbon, el juego y el tabaco, la economía de Cuba descansaba casi totalmente en la fabricación de agradables toxinas como el ron y el puro. Pero incluso entonces, su principal producto de exportación eran sus propios ciudadanos. Cuando volví a Cuba unos años después, no había rastro de las plantaciones de café y —en la era de la perestroika de Gorbachov, que Castro rechazaba— las posibilidades de conseguir una taza de café de verdad en un hotel de La Habana rondaban el cincuenta por ciento.








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