Hypermedia Investiga: Claudio Magris

En las páginas de Instantáneas (Anagrama, 2020), de Claudio Magris
Entre fragmentos. 
#YoInvestigoLeyendo.

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El menú —un buen menú— es una imagen reconfortante de lo que nos espera. Tanto más si une a los placeres de la carne la nobleza del espíritu, preparado para todo, como dicen las Escrituras, también para las revoluciones y no solo en la mesa. 

“El harco (una sopa picante del Cáucaso) se prepara por lo general con pecho de ternera, pero puede sustituirse por pecho de carnero […]. Tras hora y media de cocción, se añade la cebolla picada, el ajo machacado, el arroz, las ciruelas ácidas, la sal, la pimienta y se hierve todo durante treinta minutos más. Se rehoga ligeramente el tomate en la mantequilla…”.

Esta y otras apetitosas recetas, desde el plov o pilaf a la uzbeka hasta los blinis a la ucraniana, no se encuentran en una recopilación cualquiera, sino en un texto “revolucionario”, esto es, en el Libro de comida sabrosa y saludable, que se publicó por primera vez en Moscú en 1939 y que la Academia de las Ciencias Médicas de la Unión Soviética reeditó, con abundantes ilustraciones, varias veces a lo largo de los años. 

El libro, por explícita voluntad de Stalin, debía atestiguar la “Revolución en la cocina” y documentar “la máxima afirmación del constante progreso de las necesidades materiales y culturales de la sociedad” promovido por el Partido Comunista, coronando “la feliz realización de los planes quinquenales” con “el bienestar, la felicidad y la alegría de vivir” procurados a los trabajadores y a las mujeres en particular.

Traducido ahora al italiano por Ljiljiana Avirović, el Libro del cibo gustoso e salutare es un libro de oro para nosotros, que podemos permitirnos poner en nuestros platos el resultado de esas suculentas recetas, en contraposición a la terrible historia soviética de aquellos años, y es también una trágica burla para millones de hambrientos y desnutridos ciudadanos soviéticos de la época. 

En ese recetario colaboran científicos e intelectuales de diversas disciplinas; el “ingeniero de almas” —es decir, el escritor e intelectual que según Stalin debe producir al nuevo hombre de la sociedad comunista— no descuida la mesa, en la que se regenera no solo el cuerpo, sino también el espíritu, el sentido cordial de la vida. 

“Un hombre renace viviendo la vida a fondo”, afirma Stalin en el brindis de la suntuosa cena que, el 26 de octubre de 1932, ofrece a los literatos y escritores en la casa de Gorki, encargado de formarlos, educarlos, aleccionarlos y someterlos según las directrices del jefe supremo, Stalin, esa noche gourmet jovial y satisfecho al ver que la fábrica de intelectuales del régimen funciona como se debe. Las buenas comidas siempre han ayudado a los señores y a sus favoritos a dominar a quien tiene el estómago vacío.

Durante aquella excelente cena, en efecto, se programa un viaje de instrucción colectivo de ciento veinte escritores elegidos por Gorki para ir, en cuatro vagones del tren especial Flecha Roja, a visitar el Gulag, las penitenciarías de “reeducación mediante el trabajo físico” diseminadas a lo largo del canal Belomor, construido con el duro y espantoso trabajo forzado de los prisioneros y con su hecatombe. 

Belomor, el libro colectivo escrito por treinta y seis autores bajo la dirección de Gorki, aparece en 1934. Esta apología de la esclavitud refiere un menú cotidiano del detenido, que a Ljiljiana Avirović le parece bastante improbable: “Medio litro de caldo de col fresca, 300 gramos de polenta con carne, 75 gramos de filete de pescado empanado con salsa, 100 gramos de hojaldre relleno de col”.

De todas formas, comida y menú están muy presentes en estos escritores de excursión. Sasha Avdéienko, joven y de buen apetito, escribe: “Hemos comido y bebido todo lo que hemos querido y podido: salchichas ahumadas, quesos, caviar, fruta, chocolate, vino, coñac, sin pagar nada”.

Ese librito de cocina es una mínima nota a pie de página en la historia de la Unión Soviética y de la trágica perversión y/o fracaso de sus proclamados valores. Pensar en la mesa, en la que comida y vino pueden suponer no solo nutrición sino comunión de familia y amistad, es un verdadero pensamiento revolucionario, que tiene en mente una vida liberada, vivida felizmente a pesar del tiempo que pasa. Tal vez Lenin pensaba en esto cuando decía que una buena madre de familia podía ser comisaria del pueblo, porque las virtudes femeninas, liberadas de la opresión, son ya arte de vivir y sabiduría política. 

Hay una nobleza profunda en el proyecto de liberar a la mujer, con una adecuada organización del trabajo, de las fatigas domésticas que la ahogan, permitiéndole ser madre que da comida y amor, pero libre de cultivar otros intereses como los hombres. La Revolución no quiere quitarle a la Marta evangélica el amor que la empuja a los fogones, pero tendría que darle la posibilidad de no quedar aplastada por ese trabajo y de escuchar, como María, la Palabra.

Negada de modo brutal por la realidad soviética, esta visión contiene en sí un ideal de redención real, aunque en ese caso meramente utópico. Es verdad que “se renace viviendo la vida a fondo” y mucho mejor si se acompaña de una buena copa; lo trágico es que quien dice estas palabras, aquella noche de octubre de 1932, ante una mesa de esclavos disfrazados de “ingenieros de almas”, es el camarada Stalin, que está oprimiendo, matando de hambre y exterminando a millones de personas. 

Incluso en los tiempos difíciles los poderosos comen bien. El Libro de comida sabrosa y saludable recoge también el menú ofrecido por Stalin el 21 de septiembre de 1944 a Tito, “un gigante y un dandy”, lo define Bettiza. Aquella cena que le ofreció Stalin incluía caviar rojo, esturión y morena marinados, pepinos ligeramente encurtidos, gulash a la georgiana en vino con ñoquis, brocheta de pollo a la rusa, setas en conserva, buñuelos, arándanos.

Pan y vino, que sobre una mesa fraternal confirman la humanidad, se convierten en obscena juerga en las comilonas de los poderosos que se reparten el pastel y se hacen ilusiones de repartirse el mundo, como cuando Churchill y Stalin en Moscú se dividieron un soberbio esturión y las desventuradas naciones balcánicas, setenta y cinco por ciento de Rumanía bajo influencia soviética y veinticinco bajo la inglesa, para Grecia lo contrario y así sucesivamente, mientras Churchill, cortándose un bocado exquisito, cede territorios que, confesará, no sabe bien dónde están, como Besarabia. Diez años más tarde, en la edición de 1954, la introducción colectiva del Libro de comida sabrosa y saludable dice que, por el bien del país, es “necesario introducir el jugo de tomate como bebida de masas”.


(…)

Me entero con retraso, gracias al ocio playero de agosto en una isla dálmata que amontona las pilas de periódicos y revistas atrasados, de que en Dinamarca han limpiado —imagino que para la escuela— un cuento de Andersen del final cristiano o de los elementos cristianos, para no ofender a los fieles de otras iglesias. 

En su timorata estupidez, esta es una etapa decisiva en la historia universal de la censura. En este caso se trata de una censura bienintencionada, movida por la preocupación de no molestar a las minorías culturales o religiosas. Pero la censura, en el fondo, es siempre bienintencionada: quiere proteger la moralidad, la patria, la familia, las instituciones, el orden, la sociedad, el progreso, al pueblo, a los niños, la salud. 

En este caso, se elige una fórmula nueva: en lugar de quemar un libro o de prohibir su lectura, como en su época el Index librorum prohibitorum, se adapta a las presuntas exigencias de los lectores, un poco como en los “resúmenes para niños” de las obras maestras que se hacían cuando yo era niño, o las ediciones escolares de los clásicos, en las que los pasajes escabrosos —por ejemplo, en la Odisea, cuando Ulises, náufrago en la isla de los feacios, sale desnudo del mar— se sustituían por puntos suspensivos.

En el siglo XIX un padre barnabita o escolapio, preocupado por que los puntos suspensivos pudieran desbocar peligrosamente la fantasía de los chicos, los sustituía, en las obras maestras que tenía que explicar a los alumnos, por versos escritos por él mismo, decorosos e inocuos; de este modo, los pechos al aire de Andrómeda se convertían en olas que se estrellaban contra las rocas y así sucesivamente. 

Si se siguiera este ejemplo, el asunto comportaría, en el caso de que fuera aceptada la petición de enseñantes de bachillerato en dialecto, un gran incremento de puestos de trabajo. Centenares, miles de textos que purgar, acortar, alargar, corregir, reescribir. 

En un país democrático, la censura es igual para todos; la tolerancia represiva —o la represión en nombre de la tolerancia— es la sal de la democracia. Según estos criterios paradójicos, Manzoni debería ser depurado de todo su catolicismo y de su fe en la Providencia, de Lucrecio habría que borrar toda huella de materialismo epicúreo y de Leopardi todo sentido leopardiano de la vida, para no irritar a nadie. 

En afortunadas épocas de anticomunismo como la nuestra, habría que podar a fondo a Brecht de cualquier matiz marxista o revolucionario, mientras que a Kipling, por su parte, debería aligerársele de sus ideas imperialistas británicas, aunque contrarrestadas por su fantástica sensibilidad, para no ofender a los indios.

Siguiendo esta lógica aberrante pero férrea, la censura debería ser despiadada sobre todo frente a textos religiosos, particularmente desagradables para quien no los comparte. 

El Corán está bien, siempre que se quiten todas las referencias a Alá y a su Profeta. El Evangelio, a su vez, contiene muchas cosas subversivas que desagradan a católicos, protestantes, ortodoxos, musulmanes y ateos; Jesús, que la emprende a latigazos con los mercaderes, arranca sin miramientos a los apóstoles de sus familias e incluso pregunta a su madre qué hay entre ellos dos, molesta a muchos. Y no hablemos de cuando dice que para salvar la propia vida hay que perderla o prohíbe preocuparse por el mañana y elogia los lirios del campo que no siegan y no trabajan, pero valen más que la gloria de Salomón; para los ultracapitalistas de la escuela de Chicago es una blasfemia intolerable que hay que eliminar.

Pero no bastaría con censurar a Dante o a Manzoni por respeto a los no católicos. También entre estos últimos no solo hay santos como fray Cristoforo, hay muchos viles don Abbondio, numerosos prelados melifluos similares al Padre Provincial que se pliega por conveniencia política a la prepotencia del Conde y muchas doña Prassede, convencidas de interpretar a la perfección la voluntad de Dios, que identifican con la propia. 

Para los católicos ferozmente beatos y reaccionarios, deberían existir ediciones de Los novios adecuadas a sus gustos. Ediciones, por ejemplo, en las que el cardenal Federigo alabe a don Abbondio por su conformismo y cierre los ojos ante los deseos de don Rodrigo, un notable al que hay que tener en cuenta mucho más que a los dos pobres diablos de Renzo y Lucia. 

Para los tradicionalistas, toda la lírica griega debería ser expurgada de cualquier referencia homosexual; para otros, en cambio, habría que proscribir, en las novelas eróticas, todas las historias en las que los amantes sean heterosexuales, como implícita aunque tácita ofensa a quien no lo es.

En el fondo, los editores que imponen —con frecuencia, parece, en Estados Unidos— un final feliz a una novela que el autor había terminado en tragedia o viceversa, según los cálculos de la audience del momento, hacen ya algo muy similar. Estas revisiones darían trabajo a legiones de literatos en paro. Incluso la historia de la literatura se enriquecería con todas estas variantes; cada artista transformado en Proteo, cada libro personalizado y prefabricado a medida del posible lector, una biblioteca de Babel multiplicada. Todos quedarían contentos, confirmados en sus propias expectativas y pretensiones y nunca cuestionados por sus convicciones. 

Un libro, decía Paul Valéry, ayuda a no pensar y, en el fondo del corazón, esto es lo que cada uno de nosotros desea con más fuerza.


(…)

De treinta mil embriones congelados en Italia —dice Margherita De Bac—, cuatrocientos “huérfanos (cuyos padres no se encuentran o son desconocidos) serán trasladados a un banco hospitalario, el IRCCS del Hospital Mayor de Milán, y entonces se decidirá si se utilizan y cómo, o si se destruyen”. 

Quizá quien ha decidido separar el destino de los huérfanos del de los demás sea una persona que se entrega a lecturas banales y rimbombantes; puede haber leído, por ejemplo, Freakonomics de Steven D. Levitt y Stephen J. Dubner, un pretencioso panfleto que expresa las ideas más convencionales e inhumanas sobre estos problemas. 

Levitt es un joven economista muy aplaudido de la escuela de Chicago, cuna del anarcoliberalismo ultra. Un autor de éxito que, como explica la solapa del libro, “seduce (o casi) incluso a George Bush”. 

En este libro, igual que en otros precedentes, Levitt considera el aborto como una providencial medida anticrimen, ya que elimina hijos no deseados y por tanto —a su juicio— probables futuros criminales (como si cada malestar produjese necesariamente delincuencia, como si por eso fuera justo eliminar todos los malestares y como si los abortos se produjeran siempre y solo en situaciones existencialmente dramáticas). 

Si se razona de este modo, también los ciclones, terremotos y epidemias tendrían que ser consideradas beneficiosas medidas anticrimen, sobre todo cuando se abaten sobre países musulmanes, y se eliminan así quién sabe cuántos futuros terroristas islámicos. 

Solo Flaubert sabría comentar adecuadamente tales razonamientos.

A menudo la cruel injusticia y la inhumanidad tienen una repercusión feroz y amargamente cómica, sobre todo cuando se envuelven en una aparente racionalidad aséptica y funcional. Esta se revela en realidad furiosamente irracional; un escarnio, una parodia de la vida y de sus razones que tuerce el rostro del hombre en una mueca grotesca, en una de esas máscaras que provocan miedo y al mismo tiempo hacen reír. Si se piensa que la investigación científica legitima el sacrificio de algunos embriones, como de algunos soldados en la batalla, ¿por qué elegir precisamente a estos cuatrocientos entre treinta mil? 

En primer lugar, de este modo, para contrariedad de los abortistas, se considera implícitamente a los embriones como seres humanos, a algunos de los cuales, por no tener padres, se les cree destinados a una vida más infeliz y por tanto más merecedores de ser eliminados. Con este criterio, si un adivino indicase quiénes de los treinta mil congelados serán mañana más ricos y quiénes más pobres y por lo tanto más expuestos a las adversidades, se podría eliminar a los futuros pobres.

Esa noticia revela la perversión con la que a menudo se tergiversa el justísimo concepto de la calidad de vida: más que tratar de proporcionar una calidad de vida digna a quien no la tiene, se lo elimina. Bell, el inventor del teléfono —según otros precedido por Meucci—, proponía la esterilización de los sordomudos, evidentemente inútiles para la telefonía.

Aparte de establecer cuál es la calidad de vida aceptable y quién tiene que decidir en qué consiste esta, se abre la horrible visión dostoievskiana de un mundo en el que “todo está permitido” y la irracionalidad más monstruosa se disfraza de racionalidad contable, como un cuerpo ensangrentado oculto en una camisa impoluta. Los huérfanos de la existencia expuestos a esta higiene social son muchos: multitud de afligidos, hambrientos, desdichados de la tierra que esperan su huracán.

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Una vida sin fin - Frédéric Beigbeder

Hypermedia Investiga (V)

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En las páginas de Una vida sin fin (Anagrama, 2020) de Frédéric Beigbeder.
Entre fragmentos. Poniendo el cuerpo.


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