Arcadio Ruiz Castellanos: “La libertad es no sentir miedo”

La primera vez que Arcadio Ruiz Castellanos[*] contó algunas de sus historias en mi presencia, varias de ellas quedaron grabadas en imágenes detrás de mis ojos. Tengo que escribirlas, para no olvidar. 

¿De dónde eres?

Nací en Cienfuegos, en 1950, lo cual me hace portador de siete décadas de vida y un poco más. 

Cuéntame de tu familia 

Nosotros éramos de la colonia española que estaba compuesta por descendientes o recién llegados de la Madre Patria. Clase media. Todo el mundo en mi casa trabajaba y podíamos tener cierta comodidad. Yo iba a escuelas privadas de educación primaria. Mi papá no era religioso, por eso nos inscribió en una escuela metodista norteamericana que se llamaba Eliza Bowman School. Aunque era una escuela de misioneros protestantes, no exigía la participación del culto religioso; mientras que las escuelas cristianas sí lo exigían. Hoy me doy cuenta de que a mi familia la motivaban códigos morales helenísticos, como aquello del control de las emociones, algo raro en un país donde los sentimientos se llevan a flor de piel. Fue mi padre el que me dijo: “Todo en exceso es malo, incluso el amor”. 

En mi casa no colgaban en las paredes imágenes religiosas, ni nadie cargaba un nombre bíblico; pero teníamos un código de conducta muy estricto. Al menos, así lo sentía, considerando la conducta de chicos de mi edad, cómo se comportaban en la calle, cómo hablaban y hacían cosas que yo no podía hacer. 

Fue Cira, la hermana de Rogelito, mi vecino de la cuadra y mi mejor amigo, la primera persona que dijo: “Arcadito, es distinto”. Pues mientras los chicos jugaban pelota, e indios y cowboys, yo cazaba mariposas y coleccionaba piedras cuyujíes. Pero nunca me sentí aislado o maltratado por ellos. 

Mi apodo era Albóndiga Malteada, o también Potro de Martirio. Yo no podía salir descalzo o sin camisa a la calle. No se podía abrir la puerta si no estabas completamente vestido. Ni hablar en alta voz o recostarte a un mostrador o poner los pies desparramados. Me decían: “No se dice ‘celbesa’, sino ‘cerveza’; es ‘para acá’, no ‘pa’ca’. Por ejemplo, hoy día no puedo leer acostado, pues de niño tenía que leer sentado con el libro sobre una mesa. O sea, que había un rigor en el código de conducta bien fuerte. Y a través de esos códigos nos comunicábamos con otras personas que a su vez se conducían igual a nosotros. Mucho respeto a las personas mayores que se trataban de usted. Los niños no podían participar en conversaciones de adultos. Me decían: “Los niños hablan cuando las gallinas mean”. 

¿Algún recuerdo sobre esa disciplina estricta?

A mí nunca me golpearon, los castigos eran: ir de la mesa a la cama por un número de días, según el grado de la infracción cometida; no ir al cine; no salir a jugar; cosas así. Pero te puedo contar sobre algo que aquí llaman “the otherness”, que es la conciencia del ser social. Recuerdo a mi familia celebrando la cena de Nochebuena. Mientras escuchaba en las casas vecinas música, risas, conversaciones y nosotros comíamos en silencio, serios, porque en la mesa no se hablaba. Las comidas era muy ritualistas. 

Por ejemplo, en vez de tener una canasta con pan rebanado en la mesa, donde todo el mundo pudiera servirse, ponían la barra de pan completa al lado de mi abuelo, sobre una tabla con un cuchillo. Si querías un pedazo de pan le decías: “Por favor, abuelo, ¿me da un pedazo de pan?”. Entonces mi abuelo dejaba de comer, cortaba el pedazo de pan y te lo daba. Me decían: “Este es el segundo pedazo, no comas tanto pan, come la comida”. Tampoco el agua se ponía en la mesa, sino en una mesa auxiliar y se tomaba solo al final de la comida. Ah, y no podía levantarme de la mesa sin antes pedir permiso. 

Pero, por otro lado, me daban de todo lo que pedía. Yo fui un niño privilegiado. Íbamos al Club Deportivo cada fin de semana. Allí hacíamos natación y muchas actividades deportivas y de recreación.

Además, mis hermanas y yo teníamos personas que nos cuidaban y atendían en las necesidades caseras. Mi sirvienta favorita se llamaba Orfelina, y aunque después tuvimos otras, siempre he sentido un gran amor por ella. “Pusiri” era como Orfelina me llamaba, lo cual me gustaba mucho, pues de niño odiaba mi nombre. Solo hasta que leí Cien años de soledad.  



‘Pantalla’.


Cuéntame sobre tu madre…

Mi madre se llamaba Martha Juana Castellanos. Ella vivía en La Habana, porque mis padres se divorciaron antes de yo tener uso de razón. En pocas ocasiones vi juntos a mis padres. Yo me crié con mi papá en Cienfuegos. Aunque mi madre tenía todos los derechos legales sobre nosotros, nos entregó a la custodia de mi padre por no poder darnos el tipo de vida que mi padre podía. Además, me decía ella, quién la iba a mantener. Mi mamá era una mujer de gran temperamento, muy hermosa. Nadie iba a meter a trabajar de criada a una mujer tan linda. En aquella época las opciones para una mujer sin mucha educación eran pocas. Por eso mi madre se fue a vivir a La Habana, en los años 50, y le fue muy bien. Nos iba a ver a Cienfuegos y ayudaba a toda su familia, la cual era pobre. 

Mi madre fue una de las primeras feministas. Me decía: “No me caso, pues no voy a ser criada de más nadie, no voy a cuidar hombres”. Ella se compró un Chevrolet Bell Air de 1958, azul y blanco. Se lo rentaba a un señor llamado Quirino por la increíble suma de diez pesos semanales. Quirino, manejaba y mantenía el auto, y tenía clientes fijos. Un poco el Uber de esa época, donde se llamaba a un número de teléfono para servicios de autos de alquiler, que no estaban pintados del color de los taxis regulares. También Quirino llevaba y traía a mi mamá en el auto para todos sus trajines. Cuando el auto se vendió en los años 60, la amistad de mi madre y Quirino continuó hasta la muerte de ella. 

Mi madre trabajaba en las Casas Cuna, supervisando la alimentación de los niños. Sería hoy día una dietista, pero en esa época no existía ese nombre. Ella se encargaba de confeccionar dietas y revisar la cantidad y calidad de las comidas, garantizar que los niños comieran a tiempo. Creo que a ella le gustaba su trabajo. Aunque siempre estaba fajada con las monjas que estaban a cargo de esas instituciones benéficas. 

Mi amor por mi madre surge de la gran admiración a su personalidad, su capacidad de sobrevivencia y el amor que me daba cuando nos veíamos. Como solo viví con ella apenas un año, no pude conocerla profundamente y crear una sólida relación sentimental. 

¿Y tu padre?

Mi padre se llamaba Orlado Ruiz Posjuan. Él me llevó a La Habana por primera vez. 

El objetivo del viaje era comprar un automóvil para su trabajo. Ya estaba andando la insurrección contra Batista. El auto en que viajábamos, manejado por un amigo, era detenido por militares armados cada ciertos tramos de la carretera. Recuerdo la tensión de mi padre, que no era muy temerario, limpiando con su pañuelo el sudor en los cristales de sus lentes de carey. Yo creo que mi papá me llevó como un security blanket para que los militares no vieran solo un auto en que viajaban hombres jóvenes, posiblemente transportando terroristas; algo muy común en aquellos tiempos de guerra. 

Un pariente de Oria, la esposa de mi padre, tenía una agencia de autos de segunda mano en la Calle 23, al lado del cine La Rampa. Antes de la debacle, en esa zona había agencias de venta de autos nuevos y usados. Ahí mi padre compró un van, de esos que tienen dos puertas traseras, una abría para arriba y otra para abajo. A esos carros los llamaban “pisicorres”. No tengo la menor idea de por qué los llamaban así. 

Mi padre se dedicaba a comprar al por mayor y luego vendía a las bodegas en retail. Con el “pisicorre” abastecía las tiendas de chucherías que a mí no me permitía comer. También mi abuelo Arcadio, retirado de inspector de ferrocarriles, tenía una empacadora de condimentos. La empresa se llamaba El Gusto y tenía tres empleados y varios vendedores. Ellos compraban en La Habana especias importadas al por mayor y las empacaban en pequeñas cantidades para la venta al menudeo en las bodegas. 

Déjame hablarte de mi abuelo. ¡Qué personaje! Cuando empezó la hostilidad contra gente como nosotros, decía: “¿Racista, nosotros? Si nosotros tenemos criadas negras”. Porque había de los que no empleaban negros. Prefiriendo traer de la Madre Patria a familiares pobres de la aldea para explotarlos. Sí, de eso se hablaba, yo lo oí. 



Padres de Arcadio Ruiz Castellanos.


¿Cómo era la escuela Eliza Bowman?

¡Ah! Cada vez que huelo pintura fresca, me viene el recuerdo de esa escuela. Todo era en inglés, las maestras no hablaban español. Recuerdo desde muy niño que aprendíamos todas esas cosas, Mary is a girl, Tom is a boy, los números, el abecedario. You know, basic English.

Las maestras eran misioneras protestantes americanas, muy, muy duras. Había una disciplina tremenda para controlar a tantos alumnos en un lugar tan grande, porque la escuela ocupaba un lote muy espacioso rodeado de una cerca alta. Tenía pinos altísimos, mitigando los edificios del sol. Jardines con flores, algo raro en un país donde mayormente se siembran en las casas árboles frutales. Tenían buganvilias trepándose en las columnas del patio central, donde hacíamos filas antes de entrar a aulas llenas de luz y ecos, con pizarras de grafito negro de pared a pared. 

Usábamos tres uniformes diferentes, el de diario, el de hacer calistenias y el de gala, para los eventos importantes. Esos uniformes eran obligatorios. Los alumnos de secundaria tenían una banda de música que participaba en los actos cívicos y carnavales de Cienfuegos. Teníamos un bus escolar amarillo, como los de aquí, que nos traía y llevaba de la casa a la escuela. Mi hermana y yo viajábamos en el segundo viaje de Pedro, teniendo que esperar en el patio hasta que Pedro terminara el primer viaje. 

La escuela vendía meriendas y para comprarla, a mi hermana y a mí nos daban diez centavos. Cobraban cinco centavos por una Coca Cola y cinco centavos por dos pastry. Un dulce de primera costaba tres centavos y uno de segunda, dos. Yo siempre ahorraba dos centavos, para comprar los muñequitos. Superman, Batman, Archi y Verónica eran mis favoritos. A través de la cerca que rodeaba la propiedad de la escuela, vendedores ambulantes ofrecían, a más bajo precio, chicharritas de plátanos, granizados y otras chucherías. Pero un día, un niño, tratando de comprar su merienda, metió la cabeza entre los balaustres de la cerca y se trabó. Tuvieron que llamar a los bomberos para su rescate. Después del incidente, prohibieron los vendedores ambulantes. 

¿Cómo recuerdas la vida en Cienfuegos?

En Cienfuegos la vida era muy tranquila. Cuando bajaba el sol, la niñera nos llevaba a mi hermana mayor y a mí a una tienda situada en la calle San Rafael. La llamaban Ten Cent, pero en la parte superior de la fachada tenía un letrero que decía Woolworth. Era el único lugar en Cienfuegos donde vendían pizzas. Yo la recuerdo con mucha nostalgia. Fue una época muy buena. La debacle de 1959 destruyó ese mundo. 

Yo viví todo el proceso de la insurrección contra Batista a nivel de provincia. Amenaza de bombas en teatros que había que desalojar en medio de funciones, fuertes detonaciones durante la noche, tiroteos en las calles, persecuciones de autos. Durante el bombardeo del 5 de septiembre en Cienfuegos, una tía mía fue herida en un hombro mientras lavaba los platos del almuerzo. Después Girón. Intervinieron el Club Deportivo. La gente dejó de salir, no había lugar seguro que visitar. Nada, puro terrorismo de Estado. 

Después, cuando los comunistas tomaron el control del país, empezó la represión violenta, los fusilamientos en el televisor, en las revistas y periódicos, que no me permitían ver, pero yo me arreglaba para hacerlo. Los adultos conversando bajito, el miedo a hablar. “Se va fulanito”. “Se fue menganito”. “No pongas música americana en el radio”. Todo era silencio y tristeza, todo, todo, todo. Fue una hostilidad contra nosotros y lo que supuestamente representábamos, gente laboriosas e independiente, sin necesidad de que un barbudo de mierda nos diera algo. 

Mi familia daba trabajo a seis o siete personas, y en mi casa todos trabajaban, por eso podíamos tener personal de servicio que nos atendieran. Nadie en mi familia estaba limándose las uñas o jugando a las cartas, mientras las criadas doblaban el lomo explotadas. Una muchacha que trabajaba en la empacadora de mi abuelo llegó a trabajar un día vestida de miliciana. Se llamaba Adelita y también era de familia española. Solo que a ellos no les fue bien en Cuba y a nosotros sí. Entonces los comunistas le dijeron a Adelita que dejara de trabajar para El Gusto, que fuera a estudiar con ellos, que la iban a hacer enfermera. Y se hizo enfermera, una profesión que sus padres nunca hubieran podido solventar. Mientras que a mi familia le quitaron todo lo que habían ganado trabajando honestamente. 

Hubo gente que se benefició, pero por un ratico nada más. Y gente que perdió todo lo que tenía para siempre. O sea, el comunismo nos hizo pobres a todos. 

¿Qué pasó con las propiedades de tu familia?

¡Todo se fue a bolina! La casa no, pues vivíamos en ella, pero las casas para rentar de mi tía Concha todas se las robaron. Un tanque para almacenar melazas propiedad de mi abuelo y que el rentaba, se lo quitaron; como también el negocio de condimentos. Mi padre perdió el negocio cuando cerraron todas las tiendas. Mi madrasta no pudo continuar con su lucrativo negocio de costura, pues al prohibir tener criadas, ella tuvo que empezar a mantener aquel caserón de cuatro cuartos, sala, dos comedores, cocina, dos baños y un pasillo a lo largo de la casa que terminaba en un patio grandísimo. Una casa como esa no la puede mantener una sola persona. 

Déjame contarte algo que de cierta manera está relacionado con tu pregunta. Esto que te voy a decir no me lo contó nadie. Yo lo viví. La gente piensa que “la Revolución” triunfo en 1959, pero eso no es cierto. La insurrección contra Batista triunfó en 1959. Después, cuando Castro consolidó su poder, fue que creó el brand “Revolución”; mientras, la lucha contra los comunistas continuaba en el Escambray. 

Cienfuegos está al lado del Escambray y toda la comunidad de campesinos de esa zona fueron atropellados y muchos asesinados por los comunistas. En Caonao, un poblado en las afueras de Cienfuegos, la vigilancia era feroz.  Mi padre tenía una vaca en un terreno pequeño, cuidado por un campesino amigo, pues Oria, mi madrasta, era de ahí. La vaca daba leche para mi casa y las casas de mis tías abuelas, el resto de la leche era para el campesino. Un día llegaron unos militares al terreno donde estaban las vacas y le dijeron al campesino —recuerdo que se llamaba Luis, bizco, de ojos azules—, que había una infección de vacas en la región y se las llevaron. El asunto no era el bienestar de la población, sino que temían que las vacas pudieran ser usadas para abastecimiento a los alzados del Escambray.  

Mi padre también tenía un bote, un bote de fondo plano para salir a pescar a la bahía. Era un bote de recreo, solo usado por mi padre y sus amigos para ir a pescar. Después, ellos repartían el pescado entre toda la familia y los vecinos, ni siquiera lo vendían. Un día llegaron unos militares y le dijeron a mi padre que tenía que entregarlo porque había actividades contrarrevolucionarias alrededor de la bahía. Y nada, le quitaron el bote, que estaba fuera del agua en la parte de atrás del Club Deportivo. Los comunistas amarraron todos los botes particulares que estaban guardados allí y los metieron al mar, cerca del muelle. En eso llegó una tormenta y los hundió. Como no eran aguas profundas, se podían ver los botes, amarrados y hundidos juntos. Una imagen que recuerdo es la de mi padre parado en el muelle, mirando los botes hundidos. Estuvo allí por un buen rato mirando su bote. 

Qué imagen tan fuerte. ¿Qué pensaste?

¿Por qué no nos vamos de aquí? Toda la gente se está yendo, ¿por qué no nos vamos nosotros? Después mi padre empezó a hacer los trámites de salida del país, pero escondido de mi abuelo, porque él dijo que no se iba porque estaba muy viejo para emigrar. Llegamos a tener los pasaportes y las visas, pero nunca logramos salir pues cerraron los vuelos directos de Cuba a los Estados Unidos y había que salir a través de un tercer país. Ahí Fidel y Franco empezaron a hacer plata, porque la gente que quería irse para Florida, tenía que salir por España. Mi tía Martha estuvo dos años en España antes de poder llegar y mi tío Benny mandándole dinero desde aquí. 

Ah, espérate, porque mi tío Benny, que había participado activamente en la insurrección con el grupo de la Juventud Católica, tuvo que salir del país a toda carrera después que los comunistas lo prendieron. Él era más joven que mi papá. Al liberarlo de la prisión donde estaba, los militares lo llevaron a su casa en un auto y le dijeron a Josefina, su madre: “Aquí se lo entregamos vivo. La próxima vez será en un ataúd”. Él sí pudo salir directamente Habana-New York, pero su madre Josefina y mi tía Martha no pudieron y estuvieron exiladas en España por dos años, hasta que Franco las dejó salir. La emigración es un negocio perfecto para el régimen, pues salen de todo los desconformes, que desprecian, y al mismo tiempo hacen dinero. Y es lo mismo que sigue pasando ahora, eso no ha cambiado nada, la emigración sigue manteniendo el país



‘Capitán’.


¿Cuándo te vas para La Habana?

En 1966 me fui a vivir con mi mamá para La Habana. Fue una época muy dura, porque al poco tiempo de mudarme, me llamaron para el Servicio Militar Obligatorio. Yo tenía 16 o 17 años. En aquella época, si repetías un grado, salías de la secundaria o dejabas de estudiar, inmediatamente te llamaban para el Servicio Militar. 

En el tránsito de mudarme de Cienfuegos para La Habana estaba pasando por todas las cosas de la adolescencia, que si era gay, que si no era gay. No estaba concentrado en el estudio, no podía, y tuve que repetir el séptimo grado en La Habana. Y al terminarlo, me llamaron para el Servicio Militar Obligatorio.

¿Y dónde hiciste el Servicio Militar Obligatorio? 

El régimen construyó toda la infraestructura militar del país con los primeros llamados. Y para el mío, que fue el cuarto llamado, el ejército ya no citaba a los burros para hacer trabajos fuertes de construcción, sino a aquellos jóvenes con un cierto nivel de educación, que podían trabajar con la nueva técnica que estaban enviado los rusos. Yo fui enviado a pasar el servicio a la Unidad 3441 de cohetes tierra-aire, en el área de comunicaciones. Los cohetes estaban bien escondidos dentro de una loma rocosa, grande, que está en la salida de La Habana. Creo que el pueblo más cercano se llama San José. Ahí estaban los rusos escondidos con sus cohetes y sus armamentos, comiendo muy bien y bebiendo vodka hasta que caían borrachos en el suelo. 

¿Cómo fue ese tiempo en el Servicio Militar Obligatorio? 

Unos días después de terminar el boot camp, el cual tienen que pasar todos los reclutas, donde fui reconocido como uno de los tres mejores en el entrenamiento, me llamaron a presentarme ante dos oficiales. Ellos me informaron que había ocurrido un acto de sabotaje contra un camión que trasportaba el material explosivo de los cohetes. También sabían que el saboteador era yo. Consecuentemente, me aislaron de todo el personal de la unidad. 

¿Y por qué a ti?

Mi hipótesis es que me destaqué en el entrenamiento. Varios oficiales querían que yo pasara a su unidad. Dos de eso oficiales eran gais y seguro detectaron que yo también lo era. Creo que de ahí empezó toda la investigación oficial, pues esa unidad, según ellos, era “el brazo más largo de la Revolución” y todo estaba muy vigilado. 

Durante el interrogatorio no empezaron por el asunto gay, pues no había prueba alguna de eso. Comenzaron diciéndome que había mentido al llenar el formulario de entrada a la unidad. Que yo no era de la clase obrera, como había dicho en la planilla, sino un burgués, porque mi familia tenía propiedades. También, que había dicho que nunca había intentado salir del país, cuando todos en mi familia tenía pasaportes números tal, tal y tal. También sabían que los hijos de Cándida, una mujer que me cuidaba de niño, estaban presos por tratar de asesinar a Fidel. De eso me enteré ahí mismo. Yo sabía que tres de los hijos de Cándida estaban presos; pero no sabía por qué. 

El absurdo mismo…

Todo ese sistema macabro cayó sobre mí. Me dijeron que mientras corría la investigación me enviarían a trabajar a la cocina limpiando calderos. Como no me permitieron volver a la barraca, en el portal de la cocina me amarraron una hamaca para dormir. Trabajaba desde las cinco de la mañana hasta las once o doce de la noche, después de fregar las calderas de la cena. Caía muerto en esa hamaca. Una de esas noches, mientras dormía, un tipo que ya había visto rondando en la unidad y que siempre se mostraba muy risueño me despertó tratando de besarme. Salté de la hamaca y le dije que si no me dejaba tranquilo iba a gritar, y se fue. Yo creo que era una trampa para ver si yo era o no homosexual. Tras varios interrogatorios y amenazas, sin poder hablar con nadie, pues le prohibieron a la gente de la cocina hablar conmigo, dije a los oficiales que una vez, en un cine, un desconocido me había dado una mamada. Me preguntaron si me había venido, si me había gustado, si no me había asqueado. 

Unos días después tuve una pesadilla. Soñé que estaba andando por un camino entre escombros cuando a mis espaldas escuché una gran explosión y, al mirar atrás, vi el hongo atómico brillante, brillante, con los colores de un filme viejo, con manchas negras y rayas que desaparecían saltando; sentí un calor abrazador y recogí un bulto del suelo. No sabía lo que era, me llevaba el bulto al pecho sintiendo un amor muy grande, como el amor de una madre. Al otro día me hicieron una declaración a máquina y la firmé. Después de quince días, quería el fin de todo aquello.

¿Eras gay?

Yo me acostaba con muchachas, con muchachos, con hormigas, con cualquier cosa. No me cuestionaba nada, para mí el sexo no era bueno ni malo. Yo era un niño de 17 años, sin nadie que me orientara. Me decía: no he hecho nada malo, pero sentía el peso del estigma. Por eso no escapé y no hablé con mis padres del asunto. La vergüenza es un sentimiento paralizante. 

Después de esos interrogatorios fui trasladado a la fortaleza de La Cabaña y me metieron en una celda sin ventanas, con un bombillo que nunca apagaban. Contra una pared había una cosa donde dormir. Ahí me acosté y cerré los ojos. No sé si estuve en esa celda dos horas, si fueron días o si fueron siglos. La memoria que tengo se puede resumir de esta manera. La puerta se abría, caía una bandeja, la comida se regaba en el piso, después caía una lata vacía, defecaba y orinaba en ella. La puerta se abrió y fui trasladado al Morro. 



‘Minero. Cantata de Chile’, de Humberto Solás.


¿Qué pasaba en El Morro?

Horrible, horrible lo que vi allí. Cosas que no debí haber visto nunca, ni yo ni ningún otro ser humano. No sabía que existía el tipo de gente que vi allí, con ese grado de maldad. Había un recluso, apenas de mi misma edad —blanco, rubio, de ojos azules, un niño precioso—, que tenía todo el cuerpo cubierto por cicatrices pequeñitas, parecidas a las marcas rituales de tribus africanas. Uno de los matones de la galera lo tenía como esclavo sexual. Era algo espantoso. La violencia, el maltrato, los golpes de los reclusos al frente de las galeras. Reclusos que por un poco más de comida y algunos privilegios mantenían el orden. Se oía a gente llorar por la noche, no sabía si era que los estaban violando o torturando. Apenas podía dormir por el miedo. La fetidez era horrible, los inodoros estaban al final de la galera, solo un hueco en el piso que comunicaba al mar, y, al subir la marea, la galera se inundaba de agua de mar y excremento humano. 

¿Cómo saliste de El Morro?

¿Salir? Allí mismo me hicieron el juicio. El fiscal no presentó pruebas de que yo hubiera cometido algún acto homosexual dentro del ejército y el supuesto abogado defensor, que vi por primera vez en el momento del juicio, solo pidió al juez clemencia para mí. Fui condenado a seis meses y un día de prisión. Lo que nadie me dijo era que la ley dictaba que el soldado condenado por más de seis meses no podía retornar al ejército. Mi condena era de seis meses y un día. Por ese día no podía volver al ejército y fui enviado a una granja militar de trabajos forzados. 

Empecé limpiando los jardines de una unidad de tanques que había fuera de La Habana, en Mantua, que estaban llenos de marabú. Yo, que jamás había usado un machete; las manos se me llenaron de ampollas. Uno de los reclusos me dijo: “Orínate las manos y frótatelas”, y así fue como no se me infestaron. 

¿Y podían salir de esa granja?

No, vivíamos allí, amontonados en una pequeña barraca de techo de guano y piso de tierra. Un día, nos dijeron que por la benevolencia de la Revolución, iban a darnos un pase temporal de una semana. Debíamos reportarnos en tal fecha en el parque que estaba frente a la Escuela Normal de Maestros, en El Cerro, para de ahí regresar a la unidad en un transporte facilitado por ellos. Efectivamente, allí nos esperaban seis rastras, preparadas con unos bancos de madera para sentarnos. Pero cuando la caravana salió de La Habana, nos bajaron y nos metieron en tres rastras. Todo había sido un paripé, para que la gente que despedía a los reclusos pensara que nos transportaban humanamente. Así, en esas condiciones, nos trasladaron a las Lomas de Cunagua, en Camagüey. 

Y en Cunagua, ¿cómo fue?

En esa unidad había personas que no eran gais, pero toleraban o tenían amigos, y fueron acusadas de serlo, pues en el ejército tenías que se intolerante con los gais. Eso era parte de la actitud combativa exigida por el régimen a todo el pueblo. Por las noches teníamos que participar en una charla de adoctrinamiento, basada en noticias publicadas en el Granma. Recuerdo que un día nos leyeron la noticia de la invasión rusa a Checoslovaquia (1968). Me paré y dije que una invasión era una invasión, si lo hacían los americanos era malo y si lo hacían los rusos era malo también. El militar que estaba al frente de la unidad, el teniente Wilfredo de la O Estrada, empezó a gritarme: “Cállate la boca, so maricón, o te entro a planazos aquí mismo”. Lo cual podía ser verdad, pues De la O cargaba siempre un machete en la cintura, debajo del barrigón que tenía. Era bajito, uno de esos orientales mulatos, pero con pelo de color blanco y lacio. 

Al día siguiente De la O se apareció en el campo y le preguntó al jefe de la cuadrilla cuántos surcos teníamos que limpiar ese día. A la respuesta del jefe de brigada, De la O ordenó que teníamos que limpiar más surcos de los asignados. Yo no aguanté más, me di una botada y empecé a gritarle: “Esto, esto, es un abuso, yo no soy su esclavo”. Y tiré el machete y dije que no iba a trabajar más. Los hijos de puta de mi brigada se burlaban, diciéndome: “Esperancita está histérica, Esperancita está histérica. Buen viaje al Morro, querida”. 

Todos teníamos un nombre de mujer, el mío era Esperancita. Regresar al Morro era el terror con que nos controlaban. Hacía muy poco que nos había llegado la noticia del asesinato allá de un miembro de la unidad, al que le decían La China. Pero ya a mí se me había metido en la cabeza escaparme de allí. 

¿Te escapaste?

Lo planeé todo. Por las noches, en el comedor, se oía un programa radial de música llamado Nocturno, que era la única distracción permitida. Después del programa, hacían el conteo de la unidad y apagaban las luces. Cuando que apagaran las luces, me fugaría. Me acosté vestido y calzado, esperando que hicieran el llamado para el conteo, pero esa noche no lo hicieron. Cuando me desperté, ya era de mañana. Pero igual, corrí afuera del barracón y me tiré por un barranco que había detrás de la cocina y al que lanzaban los desperdicios. No quería tomar el camino que bajaba de la montaña, porque ya había gente levantada. No paré de correr loma abajo, entre bejucos y una vegetación bastante densa. Me corté la cara y las dos manos; y como dejé las botas de trabajo, los zapatos de calle se me salían de los pies. Pero no me detuve hasta la carretera que corría en el llano. 

Caminé por la carretera hasta Morón, para tomar un tren a La Habana. Frente a la terminal de trenes, en un parque, había dos policías rondando y pidiendo identificación. No me vieron y me alejé unas cuadras. Cuando estuvo próxima la salida del tren, regresé a la estación y pude subir sin problemas. Demoré un día en llegar a La Habana, el tren paraba en todos los pueblos. 

Ya en La Habana, llegué a las calles Ayestarán y Panchito Gómez, que era donde vivía mi madre. La encontré parada en la puerta del edificio, llorando. La habían llamado del ejército informándole de mi fuga. Al día siguiente, le dije que no quería volver a prisión, que me iba del país en una lancha clandestina, y me dijo: “Tengo que consultar eso con tu papá, yo no puedo tomar esta determinación sola”. Después, en retrospectiva, pensaba: ¿cómo una mujer que siempre tomó las decisiones por sí misma, en ese momento le dejó la decisión a mi padre? El caso es que me mandó para Cienfuegos y mi padre me dijo: “No, vamos para Cunagua”. Y él mismo me llevó de vuelta.

¿Renegaste de tus padres en ese momento?

Por supuesto. Nunca podré entender cómo me dejaron solo. En Cienfuegos, discutiendo con mi padre si me daba el dinero para irme, me dijo que no, que eso también era un peligro para toda la familia, y que él tenía que protegerla. Y le pregunté: “¿Y yo no soy de la familia?”. El viaje de regreso a la granja fue en silencio total. Mi mundo estaba por el suelo, pero no bajo mis pies.  



Arcadio Ruiz Castellanos con su madre y su hermana


¿Y una vez de vuelta a la granja?

Solo a unos días después mi regreso, el teniente De la O ordenó congregar a la unidad, incluyendo los cocineros y los enfermos que no iban al trabajo; algo que era inusual. Y nos informó que “gracias a la benevolencia revolucionaria” nos darían un permiso de salida a todos, “aunque algunos no se lo merecían”, y, al mismo tiempo, nos dio una citación para que en dos semanas nos presentáramos en el parque de Güines. 

Una vez en Güines, nos trasladaron para una lechería abandonada, situada en la carretera de la Playa del Rosario, al sur de la localidad. Nos pusieron a limpiar campos de arroz. Estando allí llegaron dos militares que habían estado estudiando en Rusia. Los trajeron directamente del avión a la unidad, pues traían con ellos maletas y abrigos de invierno. A uno lo nombraron jefe de unidad. Al otro, que era ingeniero, lo mandaron a trabajar en un central cercano, pero dormía con nosotros en el barracón. Ese era más risueño, parecía que podía ser homosexual; el otro no, y se las daba de mandamás. Era cruel con las pobres locas, nos gritaba con tremendo odio. 

Un día, mientras macheteaba junto a los barracones, escuché un ruido. Pensé que era la avioneta de fumigación, pues fumigaban los campos con nosotros trabajando en ellos. Ni siquiera nos sacaban para hacerlo. Pero cuando volví a mirar, vi al cuartelero corriendo hacia la carretera, tratando de detener un auto. Aquí pasó algo, pensé. Fui hacia el barracón. Máximo, el gordo cocinero, estaba llorando en la puerta y me dijo: “Lo mató, lo mató”. Entré a la barraca, miré a la derecha, y el piso del pasillo entre las literas estaba lleno de sangre. Primero, el miedo no me dejó acercarme a la sangre, pero luego la morbosidad fue más poderosa y caminé hacia las literas. Levanté el mosquitero y ahí estaba el muchacho, el risueño. El duro le había metido un tiro en la cabeza y luego se disparó un tiro en la cabeza él mismo. 

¿Y tenían armas?

Había solamente un fusil en la unidad. El duro lo limpiaba muy a menudo, lo recuerdo casi obsesionado con el fusil. Lo guardaba en la despensa de la cocina, bajo llave. Era el único con acceso al fusil. 

Otra imagen muy fuerte. ¿Cómo te afectó?

Quedé muy mal después de eso. Por la tarde, cuando acababa toda esa mierda de adoctrinamiento, caminaba hasta la carretera. Me sentaba allí, solo, a pensar, a mirar el atardecer. Un día vi llegar un auto, del que bajaron dos mujeres, madres de reclusos. Les pregunté qué hacían allí y me dijeron que venían a ver a sus hijos. ¿Tan tarde?, pensé. ¿Y no traían bolsas de comida ni nada? Al rato, llegó a la unidad un carro militar. Nos ordenaron formación y un militar desconocido nos informó que nos darían la libertad esa misma noche. 

Te cuento la historia de las dos madres visitando a sus hijos a esa hora, porque ellas sabían que nos iban a dar la libertad. Pero en ese momento ninguno de nosotros sabía que ellas habían enviado cartas al Gobierno, a la Iglesia y que nadie había escuchado las peticiones de libertad. Solo cuando pasó lo del suicidio, ellas amenazaron al régimen de informar a la prensa extranjera de que en Cuba aún existían campos de trabajos forzados para homosexuales, después de haber dicho públicamente que todos los campos de la UMAP estaban cerrados. 

De la historia de estas madres me enteré años después, viviendo aquí, cuando me encontré en el Flea Market de la sexta avenida, con Leopoldo, un compañero de la unidad, quien me contó todo lo que hicieron esas madres por nosotros. 

En total, ¿cuánto tiempo estuviste en la granja de trabajos forzados?

Dos años y unos meses. 

¿Qué hiciste cuando saliste?

Hice las pruebas de aptitud en San Alejandro y me aceptaron. Tenía que ir por el día, después pintaba por la tarde. Pero resulta que mi primo Pancho tenía un grupo de teatro en la Habana Vieja, en una calle lateral al Ten Cent de Galiano, y empecé a hacer teatro. La obra que teníamos iba a presentarla en el Teatro Mella. Yo tenía que estar allí para los ensayos, pero San Alejandro estaba en el período de Escuela al campo. Hablé con Mercy, la directora, y le dije que me tenía que ir para La Habana. Me fui sin autorización, pues ella no me dio el permiso. Cuando regresé a San Alejandro, al período de clases normales, Mercy me llamó a la oficina y me dijo que tenía que decidir entre ser artista plástico o dramático. Las dos cosas no podían ser. Yo insistía en que sí, pero me dijo que no y tuve que dejar la escuela, pues el teatro me interesaba más.

¿Empezaste a trabajar? 

No, aunque ya estaba la ley contra la vagancia. Por un tiempo, creo que un año o algo así, mi papá me mandaba todos los meses 80 pesos; pero cuando mi mamá murió y dejé de estudiar, me dejó de mandar el dinero, como diciendo, bueno, es time… y tuve que empezar a trabajar. Trabajé en Teatro Estudio, pero llegó la “parametrización” o “el período gris” —los comunistas son muy buenos creando metáforas— y botaron a todos los gais de los teatros, de las instituciones culturales, de las escuelas. Fue una época muy dura, no podía encontrar trabajo. Pasé hambre. Muchas veces hasta una semana sin nada que comer. Ya en desespero, un día fui a una cafetería, ordené la comida, me la comí y me fui sin pagar. 

Después empecé a trabajar en el ICAIC, pero en la construcción y reparación de cines. Luego pasé a trabajar en los almacenes del ICAIC, que era un trabajo más suave y estaba a solo una cuadra de mi casa. Y empecé a hacer de extra de películas. Me pagaban por trabajar en los almacenes, pero en realidad lo que estaba haciendo era de extra en películas; por meses hice eso. Cuando el Festival de la Juventud y los Estudiantes, los mimos de Cuba, Olga Flora y Ramón Díaz, crearon a toda carrera el Grupo de Pantomimas y presentamos un espectáculo; pero después me dieron una patada por el culo y me botaron. Y empecé a bailar en el cuerpo de baile del teatro Carlos Marx.



Ensayando ‘La Rumba’ con Sonia Calero. Coreografía Alberto Alonso.


¿Fuiste bailarín?

Sí, por pura necesidad. Por encargo de “arriba”, Alberto Alonso y Sonia Calero estaban preparando un espectáculo de bailes y canciones. Fui al Ministerio de Cultura a verlos y me aceptaron en la compañía. Yo tenía un poco de entrenamiento en ballet clásico, danza moderna y pantomima, aparte de la actuación y la dirección teatral que era lo mío, lo que más me gustaba hacer. La compañía de Alberto y Sonia abrió en el teatro Carlos Marx, presentando un espectáculo llamado Nosotros la música, o algo así.

Era solo por un tiempo y la noche de la última presentación nos informaron que el espectáculo iba de gira a Canadá. La noticia de la gira coincidió con el anuncio de la apertura de las relaciones turísticas entre Cuba y Canadá. O sea, la compañía y la gira eran en realidad un plan del conglomerado turístico-militar. A la semana siguiente, los miembros del cuerpo de baile que viajarían a Canadá fueron anunciados con bombo y platillo en una reunión. Los bailarines nos comíamos las uñas. Mi nombre estaba en la lista. A partir de ese momento los técnicos fueron sustituidos por militares y el teatro Carlos Marx se militarizó. El espectáculo, que ya había cerrado para el público, se presentó durante varios días a una audiencia de militares, estudiantes de la escuela Lenin y personal del Ministerio del Interior. 

La noche antes de la partida estaba en un camerino, ayudando a una vestuarista que apareció repentinamente como responsable del vestuario masculino del cuerpo de baile, algo que no existía hasta ese momento; como también aparecieron nuevas bailarinas que resultaron ser amantes de militares deseosas de viajar. Todo era algo muy abusivo con los bailarines que no viajaban, pero mantuve silencio ante el atropello. Yo quería viajar. 

Esa noche, después del último show, fui llamado a la oficina del administrador del teatro. No estaban ni Alberto ni Sonia. Y me dijo que Canadá me había negado la visa para entrar al país, por lo tanto, no podía ir a la gira. Se me cayó el mundo. Y yo, ¿pero esto qué es? Que garrafal bochorno ante mis compañeros, mi familia, también ante mis condiscípulos del ISA, donde estaba estudiando en el curso de trabajadores. No podía aceptar una humillación más. 

Al otro día fui a la embajada de Canadá y pedí hablar con un funcionario. Salió una mujer, le expliqué el problema que tenía y me dijo que ellos habían aprobado todas las visas solicitadas. El caso fue que la Seguridad del Estado me planchó el viaje. 

Dejé de trabajar con Alberto y Sonia, y me fui a bailar con el cuerpo de baile del cabaret Tropicana, por las noches, mientras estudia en el ISA por las mañanas. Qué vida aquella, no tenía un día libre. Pues la escuela era de lunes a sábado y en Tropicana descansaba el lunes. Así estuve por tres años, hasta que me botaron del país. 

¿Tu salida fue planeada?

Para nada. Cuando llegó lo del Mariel, la misma persona que me chivateó con lo del viaje a Canadá, volvió a acusarme de enemigo del régimen y recibí una citación para que me presentara en la estación de policía de Infanta y Desagüe. Estando aquí, supe quién era el chivatón empecinado en acabar mi vida. Era todo pura envidia, maldad destilada, semilla del mal en suelo fertilizado por el régimen.

Cuando fui a la estación, entré a un amplio salón, soleado, ocupado por dos oficiales sentados detrás de una mesa y una silla vacía frente a ellos. Uno de los oficiales era una china cubana. El otro era un hombre que sin preámbulo alguno me preguntó si yo quería irme del país. A lo cual le respondí que no. Su respuesta me dejó frío: “Este es el momento de irte”, y agregó, mirándome firmemente a los ojos: “Tú sabes bien a dónde irás si algo pasa. Tú sabes lo que le pasa a la gente como tú en la cárcel”. 

Fíjate, a pesar de todo, aún quedaba cierta ingenuidad en mí, pues le pregunté: “¿Qué si algo pasa? ¿Qué puede pasar?”. “Yo no tengo que darte explicaciones. Tienes quince minutos para decidir. Te vas o te quedas”, me respondió el oficial y salió del cuarto. Pero se quedó la china cubana, porque tú sabes que ellos trabajan en pareja, el policía bueno y el policía malo. Salió el malo y se quedó la buena, y me dijo: “Ay, mijo, mira, yo no te voy a hablar como revolucionaria, te hablo como madre. Vete, tú sabes que estás fichado”. 

En aquel momento se abrió una puerta delante de mí. Muchos años después leí al poeta inglés William Blake, que habla de las puertas de la percepción, que es ese momento en que tu percepción de la realidad cambia. Ese fue mi momento, esa fue mi puerta. Sin pensarlo, le dije: “Sí, me voy”. Entendí que tenía que irme del país, algo que ya no estaba en mi cabeza porque estaba en una relación con la actriz Alina Rodríguez, me había tardado diez años, para tener una carrera más o menos encaminada y amaba profundamente el teatro. Nada, pensaba que quizás podía hacer mi vida en Cuba, pero no fue así. 

¿Por qué entendiste que tenías que irte?

Por dos años fui un esclavo, porque lo que hicieron conmigo en el ejército fue una forma de esclavitud. Me botaban de las escuelas y los grupos de teatro. La policía me paró miles de veces mientras camina por la calle. Tres veces me raparon la cabeza en la estación de policía de la calle Zanja. Una de esas veces, la rapada fue frente a la famosa foto del Che. Fui asaltado en la calle dos veces. 

Yo vivía en 19 de Mayo y Ayestarán. Todas las noches, a la una de la madrugada, después de bailarle a los turistas y de sonreírles, como que aquí no pasa nada, tenía que ir a jugármela con una guagua que podía pasar o no. Esa guagua, si venía, me dejaba en la esquina de 23 y G. De ahí seguía caminando por G hasta Boyeros, para después tomar 19 de Mayo hasta mi casa. Ese tramo era más oscuro que la vagina de la madre Celestina. Caminaba tratando de ver en la oscuridad de esos árboles tan grandes, donde la gente tenía sexo, recostados a los farallones del castillo del Príncipe, o ¿era un hospital? No sé. Te hablo de ese lugar porque lo que recuerdo era el miedo de caminar por ese lugar como si estuviera atravesando un túnel oscuro. 

Casi todas las noches me paraba la policía a pedirme identificación y preguntarme a dónde iba y de dónde venía. ¡Tú sabes lo que es vivir bajo esa constante amenaza, con ese miedo que en cualquier momento alguien puede llegar y puf, desapareces! Llegó un momento en que decidí no usar más ropa extranjera, dejé de vestirme bien. Me vestía solamente con unas botas rusas del ejército, pantalones de confección nacional de la tienda y una camisa azul de miliciano. Dejé de quererme, como dicen aquí. 



‘Thanksgiving Union City’ de Manuel Martin. Duo Theater


Y todo por ser gay…

Por supuesto, yo sabía lo que les pasaba a los homosexuales en prisión, los mataban y nada pasaba. Puedo mencionarte tres conocidos míos. Tres jóvenes asesinados por ser homosexuales y ni las familias de esas víctimas podían protestar. Sus cuerpos eran entregados a los familiares en ataúdes cerrados que no podían abrir, un oficial vestido de civil se encargaba de eso y de que solo miembros cercanos de la familia los velaran y lo enterraran, en silencio, sin preguntas. El otro, Pedro Julio Jiménez, la gran Silvana Montenegro, lo encontraron carbonizado en las afueras del pueblo de campo donde vivía. La versión oficial dice que él mismo se prendió fuego. Pero otro amigo común, de apellido Bertod, me dijo que el run-run que corrió en el pueblo decía que no encontraron recipiente conteniendo sustancias inflamables cerca del cuerpo. Además, si alguien se suicida de esa manera no sale del pueblo a hacerlo. 

Durante los eventos del Mariel, los comuñangas de mi grupo en el ISA ya hablaban casi exigiendo una depuración, las que ya estaban ocurriendo en otros grupos de estudiantes regulares del ISA. Aquello era puro odio contra nosotros, era algo absurdo; pero qué carajo, el odio, como el amor, son sentimientos absurdos, surgen sin razón, sin motivo alguno. 

En fin, toda mi experiencia anterior se materializó en ese momento en la forma de dos oficiales que tanto odio y miedo me dio, mucho miedo. No podía seguir en un país donde la policía toca a tu puerta y te entrega a tu hijo muerto; o como me pasó a mí, que me tocaron a la puerta diciendo “tienes que irte o te matamos”. Cuando en un país alguien con poder puede matar a otro sin que se pueda apelar a la justica, es un país podrido, decadente, fallido. Como ves, no soy de estirpe heroica, sentí miedo, me fui. 




¿Pudiste despedirte de tu familia?

Sí, mi padre y mi hermana mayor fueron a verme antes de irme. Ambos trataron de convencerme de que no me fuera. Al final de la conversación mi hermana me dijo: “Bueno, si quieres irte, vete, pero no regreses, porque me encontrarás con un fusil en la mano”. Con una familia así, ¿quién necesita enemigos? 

¿Cómo fue la travesía por el Mariel?

Vine en un pequeño bote llamado Sea Toy. Fue comprado por una familia de Freeport, New York con el propósito de ir a Cuba a buscar familiares. Pero el truco del régimen era que no daba los permisos de salida a todos los reclamados. Ellos solo daban la salida a la mitad y el resto era completado con presos, locos o gente como yo, escoria nos llamaban. Cuando nos montaron en el Sea Toy, el capitán dijo: “De aquí a acá es solo para la familia, la parte de atrás, para ustedes”. Pero María, una chica de la familia que había ido a buscar a alguien que no quiso salir, me dijo: “Tú pareces distinto”. Yo solo le di las gracias y ella me dijo: “Ven para la sección de la familia”. Antes de eso, María nos había dado un chicle a todos, pero yo mantenía el mío en la mano, sin abrir. “Mira, se abre así”, me dijo. “Gracias, es que yo no como chicle”. “¿Cómo es que no comes chicles?”. “No, a mí no me gusta el chicle. Me siento como una vaca rumiando”. Fue un mal chiste. María era gorda, de cachetes rojos y masticaba chicles compulsivamente. Después pensé que no debía “destacarme”, pues ya los otros tipos empezaban a mirarme con caras extrañas. 

Cuando llegamos a Key West, nos bajaron de Sea Toy y unos voluntarios nos dieron una botella de agua y una manzana. En la entrada de lo que sería el centro de procesamiento había una gran imagen de la virgen de la Caridad. Todos los que llegaban le ponían a la Virgen la manzana de ofrenda y rezaban. Yo hice lo mismo, para no diferenciarme.     

¿Llegaron rápido a Key West?

La travesía de Sea Toy es toda una historia. Era azul y blanco, con fondo plano y una especie de garita alta donde estaban el timón y la radio. Estaba bien mantenido, perfecto para la pesca cerca de la costa, pero no para navegar en mar abierto. Todos los días, a las seis de la mañana, salía una flotilla de barcos del Mariel, que al llegar a agua internacionales eran patrullados por la marina de acá. En aguas cubanas, nada; el régimen no gastaba gasolina custodiando escorias. 

Ese día no había mal tiempo anunciado, pero el cielo estaba gris y hacía mucho viento. Las olas del Golfo empezaron a romper contra el fondo plano de Sea Toy. Yo sentía el cerebro moverse en el cráneo a cada impacto de Sea Toy sobre el mar. Esos golpes aflojaron la barra de transmisión del motor a la propela y perdió velocidad, mientras que la corriente nos separaba de la flotilla. Las olas estaban altas y bravas. Yo perdí el conocimiento varias veces en los brazos de María. Imagínate, yo me mareo en un taxi. Empezó a oscurecer y la madre de unas niñas invocaba a los santos con alaridos de terror. Uno de los expresos se rompió un hombro al ser derribado contra el suelo por una ola. Todos gritaban y lloraban, aferrándonos unos a otros. Yo estaba en calma, mirando todo a mi alrededor como si fuera una cámara. Todo era gris, gris, gris. Nada a la vista. La corriente movía al Sea Toy como si fuera un juguete. Y aquella mujer gritando en el micrófono: “Sea Toy SOS, Sea Toy SOS”. Yo pensaba: “Dios mío, ¿también ahora tengo que morir ahogado?”. Estaba entumecido de frío y enfurecido conmigo mismo por haber escogido tan mal mi propio destino. 

Era un solitario y extraño animal que terminaría su miserable existencia como alimento de tiburones. Darte cuenta que tu vida es una mierda, que no vales nada, es verdaderamente repugnante, se te retuerce el estómago con un coraje que habría matado al que se hubiera parado ante mí. Yo sé que puedo matar, lo sentí en ese momento. Y en eso, la mujer que asistía al capitán grita: “¡Tierra, tierra!”. Yo vomitaba tirado en el suelo, medio muerto. No podíamos verla, pero pensé que si había tierra a la vista me salvaba, yo sabía que me salvaba. Al rato todo el horizonte era una costa y emprendimos lentamente en esa dirección. Pero cuando estábamos a menos de una milla, vimos un barco arenero mucho más grande y seguro que Sea Toy y nos dirigimos hacia allá. 

El arenero nos negó la ayuda. Ni siquiera agua nos dieron, ni permitieron subir a las niñas a bordo. Solo permitieron amarrar el Sea Toy a la cadena del ancla. O si no, podíamos continuar hasta el puerto de Mariel pues esas luces que veíamos en la costa eran del pueblo Santa Lucía en el extremo este de Pinar del Río. Pero estábamos muy cansados, el Sea Toy apenas se movía y podíamos acabar a la deriva en la corriente del Golfo. Así que lo ataron al ancla del arenero y allí pasamos la noche.



‘All my Children’.


¿Y el barco los remolcó?

Nada de nada. Nos despertamos al día siguiente cuando el arenero encendió el motor, después de estar toda la noche sacando arena, sin moverse del lugar. Los hijos de puta del arenero desamarraron al Sea Toy mientras dormíamos y en minutos el arenero desapareció. Nos pasamos casi todo el día para llegar al Mariel

Allí, una de las dueñas del Sea Toy que había ido a buscar a un hijo, dejó al hijo en el Sea Toy y compró un boleto para regresar por avión. Lo pudo hacer pues era ciudadana americana y el hijo no, era cubano. Uno de los presos, que claramente se veía con problemas mentales, pidió regresar, ya no quería irse, quería regresar al hospital. Los militares no dejaron que plantara un pie fuera. Según ellos, él ya estaba considerado ido del país. Al pobre muchacho le entró un ataque de nervios repitiendo lo mismo: “Yo no me quiero ir, yo no me quiero ir”. Fue amarrado de manos y pies hasta que llegó un bote que parecía ser de médicos y enfermeros militares, pues no permitieron a la Cruz Roja participar en ese éxodo masivo. Aquellas personas vestidas con batas medicas examinaron al muchacho, le hicieron preguntas, le dieron unas pastillas y adiós, que te vaya bien. 

Fue en esos días, esperando por el arreglo del Sea Toy, que le dije a María: “¿Viste lo que pasamos? Prefiero pasarlo de nuevo y morirme antes de regresar a este país de horror”. 

¿Dices que venían niños en el bote?

Venían dos niñas no mayores de 12 años, con su madre de aproximadamente treinta y pico. Ella me dijo que al padre de sus hijas lo habían llevado de la prisión al barco, sin avisarle a ella, y al enterarse, fue a la estación de policía a pedir la salida, pues no se iba a quedar en Cuba sola y con dos niñas. 

¿Y cómo lograron arreglarlo?

Estuvimos una semana en la bahía de Mariel, esperando por el arreglo, que fue pagado en dólares y con nosotros a bordo, pues no permitían que pisáramos tierra. María y yo nos sentábamos en la pequeña popa del Sea Toy a hablar y a tomar el sol. Ella me compró en la tienda de los extranjeros en Mariel unas chancletas de goma, pues las botas rusas acabaron en el mar durante la fallida travesía. Así que llegue con un coopertone sun-tan, una camiseta americana, chancletas de goma y espejuelos oscuros. 

El problema fue que, al llegar al muelle de emigración, los primeros procesados fueron los portadores de pasaporte americano, que bajaban en un muelle. Después nosotros fuimos llevados a otro muelle donde procesaban a los recién llegados. Pero cuando desembarqué, no me dejaban bajar porque pensaban que yo no era recién llegado. Me separaron del grupo y me llevaron a un hangar donde trataba de convencer a los oficiales de migración que yo era “escoria”. No fue hasta que el capitán del Sea Toy entregó los pasaportes nuestros a migración que pude comprobar mi identidad ante los oficiales.

Y de Key West, ¿para dónde fuiste?

De Key West me enviaron en avión para Fort McCoy, en Wisconsin. 



Camiseta con la que Arcadio Ruiz Castellanos llegó Key West (regalo de María).


¿Cuáles fueron tus primeras impresiones y experiencias allí?

Estábamos en un hangar, sentados en el piso, donde nos dieron una bolsa con un par de chancletas, un par de sneakers, dos pantalones, dos camisetas, un hoodie y un set de higiene personal con champú, desodorante, pasta dental y pasta y cuchillas de afeitar. Puedes imaginar el efecto que nos causó, sobre todo a aquellos muchachos salidos de la cárcel apenas unas horas antes. Yo incluido, pues también yo salía de la prisión gigante llamada Cuba. 

El primer gran shock fue cuando nos montaron en un avión diciéndonos que nos llevaban para Miami, pero en realidad nos llevaron para Fort McCoy, en Winsconsin. Allí en junio hay que usar sweaters; para nosotros era un frío imposible. Llegué a Fort McCoy en la madrugada. Primero tenías que llenar un formulario. Como yo podía leer inglés pude llenarlo. Si tú podías llenar un formulario, ellos asumían que entendías inglés. Después pasamos a un chequeo médico donde nos sacaron sangre, muestras fecales y orine. Los oficiales del Gobierno tenían que reconstruir lo más posible la identidad de todas esas personas que estábamos entrando en Estados Unidos. Cuba daba pasaporte como hacer arepas. El que me dieron en El Mosquito fue hecho en mi presencia. Algo así como, toma de foto, pégala en el pasaporte llenado a mano, un cuño y aquí tienes tu pasaporte, vete. 

Todo el sistema del régimen se puso en función de esas 126 000 personas que estaban saliendo del país. Estoy seguro que el gobierno de Estado Unidos sabía muy bien lo que estaba pasando. El FBI y la CIA nos hacían dos entrevistas. En la primera preguntaban de todo. Días después, en la segunda, preguntaban cosas basada en la información dada en la primera. Como había dicho en la primera entrevista que había trabajado en el teatro Carlos Marx, en la segunda me pidieron dibujar en un pedazo de papel un plano del interior del teatro, que en esa época era el centro de reuniones del PCC. 

¿Cómo era la gente que encontraste en Wisconsin?

Estando estacionada la guagua que nos trasladaba del centro de procesamiento a las barracas donde nos alojaban, me robaron todos los objetos personales que me habían dado en Key West. Honestamente, no sé cómo fue, pues estaba cansado de tantos días tan tensos. Al bajar la guagua, unos hombres merodeando alrededor gritaban: “Carne fresca, carne fresca”. “Dios mío dónde he caído?”, me dije. Entonces, un soldado puertorriqueño me dijo: “Ve a esa barraca y pregunta por Miguel, que él te dará lo que necesitas”. Miguel era un compañero de la universidad que había ido a estudiar a Polonia biología y hablaba inglés, por eso era el jefe del campamento. Luego, Miguel me contó que había comprado un documento falsificado con cargos criminales y condenas en prisión para presentarse a la policía como escoria y poder irse. Miguel me llevó a la barraca donde él estaba, en una habitación privada, la cual compartimos hasta que me fui. 

Fort McCoy es una base de entrenamiento militar del Ejército. Se extiende sobre 60 000 acres. Yo caminaba diariamente alrededor de la base, siguiendo la cerca que nos aislaba del mundo real. Observaba todo, preguntaba todo. ¿Qué son esas barritas en los productos que nos dan? ¿Cuánto cuesta un pantalón Levy? Tomaba clases de inglés diarias, yo solo con unas maestras en una habitación, pues nadie asistía a las clases. Una de ellas me regaló varios libros de los que estaban prohibidos en Cuba. 

A pesar del esfuerzo del ejército en darnos una estancia cómoda y segura, el ambiente en Fort McCoy era de tensión porque dentro del perímetro confinado donde nos alojaban, rodeados de una cerca muy alta, no había guardia. La guardia estaba del otro lado; de esa manera, estábamos por nosotros mismos. Ibas caminado tranquilamente por una acera o estabas sentado en uno de los jardines y de pronto podía armarse una pelea entre reclusos. En los comedores se perdían los cuchillos, la comida, se robaban todo lo que podían. Les explicaban a los reclusos que aquí no hay necesidad de robar, que el comedor estaba abierto las 24 horas, que nada se iba a acabar, que si querían podían pedirlo. 

Las comidas funcionaban en un horario fijo; pero en la oficina de Miguel tenían un closet con raciones de comida del ejército, por si te daba hambre fuera del horario de comidas. No había que robar, pero robaban igual, era una costumbre. Robaban para almacenar la comida debajo de las camas. Se fajaban, se apuñaleaban. La violencia surgía en cualquier lugar inesperadamente, por enemistades, venganzas o celos entre parejas que venían de los presidios en Cuba. Eran personas deformadas social y mentalmente. No era un estereotipo como hoy día se quiere hacer ver. De ese éxodo fueron deportados de regreso a Cuba 2 746 de los “marielitos” criminales.



‘Leonce and Lena’, de George Buchner.


¿Hubo muertos en Wisconsin?

Yo personalmente vi una trifulca donde un recluso fue apuñaleado ante todo el mundo. Horrible. Había dos campamentos separados llamados Camp Emory Upton y Camp Robinson, que era donde me alojaba. Entre los dos campamentos había un bosquecito de pinos. Los militares tuvieron que poner un guardia en el bosquecito porque dos muchachos se ahorcaron en ese lugar. Los oficiales tenían miedo porque a veces, en las circunstancias en que nos encontrábamos, el suicidio funciona por inercia, se imita. Pero no cerraron el acceso al bosquecito, sino que pusieron posta permanente. En Cuba, talan el bosque. Aquí, pusieron dos postas.  

¿Cómo sales de Wisconsin?

Tenías que estar reclamado por un familiar o un patrocinador voluntario. Muchas personas pudieron salir gracias al patrocinio de agencias religiosas de todas las denominaciones. Martha, la hermana de mi madrastra, vivían en Jackson High, Queens, y había reconstruido exitosamente su vida aquí. Ellos llegaron en los años 60 durante el primer gran éxodo masivo. Cuando salí de Cuba mi padre me dijo que memorizara su número de teléfono. Durante las interrogaciones me preguntaron si yo tenía un sponsor. Enseguida el oficial que me atendía levantó el teléfono y la llamó, me dejaron hablar con ella. Se puso súper contenta. Yo apenas podía contener las lágrimas al frente de ese desconocido. Lo hacían para comprobar si era verdad la relación. Le pregunté a tía Martha si podía venirme a buscarme y me dijo que era muy lejos, pero que dijera que me enviaran ellos y así fue. A ella tendré que agradecerle eternamente haberme recibido, fue un comienzo que no muchos tuvieron. 

Fort McCoy está en una zona bastante desolada y el día de mi salida me trasladaron en un bus hasta un aeropuerto local pequeño. Por la carretera, pasando esos pequeños pueblos, todo estaba ordenado, limpio. Y las flores, qué cantidad de flores, yo nunca había visto tantas. Tomé una avioneta pequeña hasta el aeropuerto General Mitchell International, donde hice transferencia para New York. Llegué el 4 de julio. Vi los fuegos artificiales desde el aire, mientras sobrevolaba New York. 

¿Cómo fueron esos primeros tiempos en New York?

Recuerdo esos tiempos como un estado perpetuo de numbness. La mente no me funcionaba, no podía participar de nada. Solo comía tuna enlatada y queso crema con pan. Después me interesaron las sopas enlatadas y Sara Lee pound cake. Al entrar a los supermercados y tiendas el olor me embriagaba y no sabía qué escoger o qué comer.  Mi tía hizo un asado en el patio de la casa para presentarme a sus amistades y al resto de la familia, y apenas comí. 

En aquella época no bebía alcohol, ni fumaba. Tampoco conocía las drogas recreacionales, pues en Cuba yo no conocía nada de eso. Creo que en el fondo me sentía apenado de mi miseria e ignorancia. El no saber siempre me ha molestado. 

A mi tía le preguntaban sus amigos: “¿Y él no habla?”. Y ella respondía: “Él habla poco”. ¡Ja! Y ahora hay que mandarme a callar. Pero en aquel momento, pobre de mí, no podía participar de nada, era como si estuviera viviendo una película, como si yo no estuviera en ese lugar. 

Estaba demasiado consciente, súper estimulado visualmente, auditivamente, emocionalmente. Los olores en el supermercado, los perfumes de las tiendas, la variedad de opciones. Recuerdo que el campamento una de las maestras me preguntó qué era lo que yo quería hacer. Para mí eso fue un shock, yo no recordaba a ninguna maestra en Cuba que alguna vez me lo preguntara. En Cuba todo lo que no es compulsivo está prohibido.  

¿Cuál fue el primer trabajo que hiciste en New York?

Cuando llegué, tía Martha tenía un trabajo para mí. Empecé limpiando el piso y cargando cajas en una fábrica de muñecas en Jackson Heights. No tenía que tomar tren, iba y venía caminando, y eso me permitía ahorrar dinero. Por suerte, me di cuenta enseguida. Si había tenido la oportunidad de estar en el centro del mundo, tenía que aprovecharla al máximo. Enseguida me puse a estudiar inglés.

¿Aquí te encontraste con amigos?

Mi tía me dijo: “Yo no voy a Manhattan”. Entonces Juaquinito, un chico de la familia que yo conocía de Cuba cuando niños, me llevó. Al regreso, mi tía nos preguntó a dónde habíamos ido. Le respondí que habíamos estado en el Village. “Ah, en el cáncer de Manhattan”, dijo. Ellas eran muy católicas, practicantes en la vida diaria, pero yo no era así. El párroco de la iglesia de Jackson Heights comía todos los jueves en la casa. 

Al llegar, el primer domingo fui a la iglesia con mi tía y cuando vio que yo respondía en la misa se sorprendió. Sí, después de más de veinte años sin asistir a misa, me acordaba perfectamente de todo. De niño me sabía la misa en latín y después del cambio ecuménico, en español. Muchas familias cubanas de Jackson Heights habían acogido a algún refugiado, pero los marielitos éramos unos apestados. Mis tías les decían a sus amistades: “El que nos tocó a nosotros es tan bueno, no lo cambiamos por otro. No fuma, no bebe”. Y yo pensando: “Gracias, tía, pero si tú supieras…”. 

Un día, caminando por Roosevelt Ave, en Queens, me encontré con Alfonso Gatel, un compañero del teatro en Cuba, quien me dijo: “Todo el mundo está aquí, todo el grupo de amigos de la universidad, y otros más”. Ellos habían venido de Miami para acá. Y ahí me uní a ellos. 

Después empezó el sálvese quien pueda. New York salía de una gran bancarrota fiscal, toda la infraestructura abandonada, el Bronx era un campo de batalla. Con los años casi todos mis amigos de Cuba regresaron a Miami. Esta ciudad es fascinante, te puede sacar todo lo bueno dentro de ti, pero también todo lo malo.  



Arcadio Ruiz Castellanos


¿Te independizas pronto?

A los dos o tres meses ya tenía dinero ahorrado para rentar un cuarto yo solo. Renté un cuartico en un basement al lado de un boiler room. El baño y la cocina estaban afuera, compartidos con otros dos tenats. Ahí me robaron el pasaporte cubano. Luego conocí a un periodista cubano que vivía en New York desde antes de la debacle. Ese señor tenía un amigo, Jack Smith, que vivía en Brooklyn Heights y estaba buscando un roommate porque él era alcohólico y necesitaba a alguien en la casa. Jack me dio una habitación rent free pues era bastante pequeña, casi un closet, solo cabía una cama y una mesita de noche. Guardaba mi ropa en una maleta debajo de la cama y el resto en un closet en el zaguán del apartamento. Tenía una ventana con vista a la intercepción de las calles Clark y Henry. Estaba estrecho y no podía tener “visitas nocturnas”, pero ahorraba el dinero de la renta y con eso pagaba las clases de ballet, las cuales continué tomando por los dos primeros años de mi llegada. Además, con Jack podía aprender inglés y participar de la cultura americana, sin el matiz del “cubaneo”. 

Ahora me doy cuenta de mi audacia. Pero no fue algo planeado, algo que yo dijera: “No me voy a mezclar con cubanos”. Fue algo que salió así, algo que me tocó hacer. Encontrando el camino a empujones como el Sea Toy. Luego, al año, me empaté con Rubén, de Colombia, que ya llevaba aquí más de veinte años. Su vida estaba completamente hecha en el mundo americano y tuve que tomar por esa ruta, así que me aparté mucho del mundo cubano o latino de New York. 

¿Eso fue bueno?

Es un poco agobiante tener que estar constantemente confrontando tu identidad y amoldarte al nuevo ambiente. Pero el que no cambia, perece. La persona que sobrevive en un nuevo ambiente no es la más inteligente ni astuta, sino la que es capaz de cambiar. Pero no es nada fácil ni agradable tener que explicar quién eres, de dónde salió tu nombre raro: Arcadio. Para los anglos ese no es un nombre hispano. Sí, perdí mi identidad, mi lengua, mis costumbres, pero gané otras. Cuando los antiguos esclavos eran liberados, lo primero que hacían era cambiar de nombre. En el caso mío, yo solo elimine la s de Castellanos. Para mí todo fue tan rápido. Fue de “tienes que irte o te mato”, de correr perseguido por las calles de La Habana, a montarme en el Sea Toy, llegar a Key West, de ahí a Wisconsin y aterrizar en New York. Honestamente yo estaba traumatizado. Pero tuve la oportunidad de sanar porque pude tomar distancia de todo el “cubaneo”, gracias a mi esposo Rubén, que me protegió y me refugió en su corazón. 

Gracias a Rubén recuperé mi confianza en el ser humano. Él me llevó al dentista y a su médico cuando quedé paralizado por una semana, tirado en el piso sin poder moverme, con el cuerpo en shock. Rubén no era un disco thing, él trabajaba en una peluquería muy buena y tenía muy buenos amigos que me ayudaron mucho. Me calmaba cuando me despertaba gritando. Él no entendía lo que me pasaba, tampoco yo. Temía que Rubén pensara que yo estaba loco. Hubo días en que estaba completamente catatónico, sin poder moverme. Pero Rubén me sacaba de esos moods, me llevaba al teatro y me presentó a todos sus amigos, que hoy también son mis amigos. 

El año antes de conocerlo, por ejemplo, el tren paraba en una estación, se abría la puerta y yo me bajaba. Después me decía: “Pero si yo no tenía que bajarme aquí, ¿por qué me bajé?”. Los horarios eran un desastre, levantarme por la mañana era algo detestable. Me despertaba por la noche pensando: “¿Dónde estoy? ¿Dónde estoy?”. 

¿Pudiste volver a la actuación?

Hice varias obras en español e inglés. Telenovelas en inglés: All my ChildrenOne Live to Live. Era joven, good looking y articulaba correctamente las palabras porque en el ISA estudié voz y dicción. Cuando llegué aquí ya tenía sobre mi espalda diez años de trabajo profesional y cuatro años de estudio en drama, con profesores del Teatro de Arte de Moscú y del Berliner Ensemble. O sea, tenía una profesión que me permitió trabajar haciendo comerciales de televisión y radio. En la primera audición que hice para una película de televisión llamada United Nations, pude entrar en el sindicato de Artistas. 

Todas las compañías de producción de comerciales dedicadas al mercado hispano, radio y televisión, tales como Siboney, Condall y otras, eran compañías cubanas que vinieron para Estados Unidos cuando la debacle. Pero cuando se aplicaron las políticas de globalización esas agencias fueron absorbidas por agencias más grandes. Parte de los nuevos acuerdos de la globalización indican que los comerciales dirigidos a un mercado específico deben representar la etnia donde el comercial se presenta. 

Anteriormente, yo hacía un comercial y lo ponían en México, Argentina, en España, pero después mi look dejó de ser marketeable; para ellos, mi look es europeo y mi acento los confunde más. “Where did you get that accent from? Es la pregunta que escucho a diario. También he adquirido un acento en español muy exótico. Una mesera en Miami me dijo una vez: “¿Y de dónde coño tú eres, mijo?”. Eso me obliga a pensar que he logrado la maestría en el arte del camuflaje. Ni los propios cubanos me reconocen como tal. 

Desafortunadamente, el mundo del espectáculo, que tanto amo, tuve que ponerlo in the back burner, pues no podía pagar la renta. La década de la hispanidad, así le llamaban a la década de los 80, para mí no fue más que una película de televisión, patrocinada por los productos Goya. 

Por esa razón entré a estudiar en Hunter College, Center for the Media Arts, e hice un posgrado en The New School, donde estudié medios de comunicación con énfasis en periodismo televisivo. De ahí empecé a trabajar en la producción de televisión: ABC News, News One. NBC News.  

¿Nunca has regresado?

Cuando mi papá estaba muriendo traté, pero me negaron la entrada, eso fue hace más de veinte años. Fíjate como es mi historia. Cuando vivía en Cuba, primero no me permitieron viajar a Canadá pues pensaban que iba a escaparme. Cuando el Mariel me dijeron: “Tienes que irte o te matamos”.  

Cuando la muerte de mi padre, pedí permiso para volver y me dijeron que no podía. Mi pregunta es: ¿qué tengo yo que pone en peligro la seguridad del régimen? Si tuviera un currículo de activista político, si me hubiera manifestado públicamente contra del régimen, si hubiera hecho un atentado, pero no hice nada, solo actuar como si fuera libre. 

Y a pesar de tantos años fuera y de no haber regresado, siempre estás pendiente de lo que sucede en Cuba.

Eso sucedió hace poco tiempo, cuando Alina Rodríguez, la actriz, que era mi pareja en Cuba, vino a New York. Ella me presentó a una amiga cubana que vive aquí, en New York. A través de ella empecé a conocer a una nueva generación de cubanos, jóvenes, los cuales tienen una perspectiva distinta de la “cubanía” que la mía. Mi generación lloraba al salir de Cuba, las nuevas generaciones salen de la Isla riendo y bailando reguetón.  

¿Te hubiera gustado poder vivir en Cuba?

Yo hubiera preferido vivir en Cuba y venir de vacaciones a New York. Hubiera sido fabuloso porque antes de la debacle la vida en Cuba era muy buena. Felizmente, no fue así.

New York…

En retrospectiva, llegar aquí fue lo mejor que pudo haberme pasado. Tardé años en recuperarme del golpe, en entender que es lo mejor que me ha sucedido en mi vida, aunque con ello no pude realizar mis sueños de ser un artista en Cuba.

¿Qué es la libertad para ti?

Para mí, la libertad es no sentir miedo. 


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Notas:
[*] Antes de salir de Cuba, Ruiz Castellanos completó estudios de maestría en Drama en la Universidad de La Habana y estudió con los profesores del Moscow Arts Theater y Berliner Ensemble. Fue actor en diferentes compañías de teatro cubanas, en el ICAIC y bailarín de la compañía de Alberto Alonso. Vive en la ciudad de New York desde 1980, donde obtuvo su Master of Arts en Media Studies en The New School. Fundó Piccata Theater y fue director artístico de Duo Theatre, donde dirigió y produjo diferentes obras, entre ellas Pantallas y Juan Palmieri para The Public Theater Latino Festival. Acid Paradise, escrita por Ruiz Castellanos, se presentó en IATI Theater y recibió excelentes críticas del New York Times. Ha trabajado además para ABC’s News One y NBC Special Events Unit.




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