No sé cómo titular el dolor

Una niña hablará: no pidan coherencia, ni respuestas.

A los 5 años tuve mi primer padrastro. Tuve miedo desde que lo vi; también sentía celos, porque ya no tendría ese espacio de paz que solo mi madre y yo habitábamos. Lo sabía: nada sería igual.

Tengo recuerdos muy claros de esa etapa. A veces me pregunto cómo puedo recordar cada detalle después de tantos años.

Me escondía de él. Ernesto tenía 33 años en aquel entonces. Era jabao, como se dice en Cuba. También era alcohólico. Claro, esto salió con el tiempo y la confianza, al inicio todo pintaba bonito. Todas las malditas noches llegaba borracho. No daba golpes, no había “violencia verbal”; al menos, no que yo escuchara claramente. De niña yo observaba otras cosas, que tomaron el concepto de violencia cuando fui adulta. Algo certero es que esas historias retornan siempre, una y otra vez: hacen de las suyas toda la vida.

Mi madre es una mujer hermosa: cabello negro, ondulado; ojos pequeños, un poco achinados; su cuerpo, sus piernas, su delgadez, su inteligencia emocional, su agilidad, sus miles de habilidades, su disposición para entender las nuevas formas que lo moderno propone; su honestidad, su valentía, su sensibilidad, su amor, su baile, su cintura… En fin, no acabaría. Todo eso fue cubierto a sus 33 años: no antes, tampoco después. Fue cubierto por ropas holgadas y detestables para ella misma; el largo de las telas no es sinónimo aquí de absurdo ni de correcto: para ella fue horroroso, así me lo describió años después.

A Ernesto no le gustaban sus faldas ajustadas, ni las blusas, menos un short; sus piernas no las podía ver nadie más, ni su pelo largo. También le molestaba que mi madre bailara, así que cualquier experiencia que ella y yo tuviéramos, relacionadas con el baile, yo tenía que silenciarla porque Ernesto se enojaba. Es complejo para una niña callar algunas cosas, así que en varias ocasiones delaté lo feliz que era cuando veía a mi mamá bailar, mover su falda, girar y verla reír.

Recuerdo murmullos de algunas discusiones, pero lo que más recuerdo es la modificación en la vida de mi madre y, pocos años después, en la mía. Ella se cortó el pelo (extremadamente corto); me decía que por el calor, pero cuando terminó con Ernesto me confesó: “Mi sueño siempre ha sido tener el pelo muy largo”. Hoy lo lleva por la cintura. Sus faldas eran largas y anchas; me decía que se sentía segura, pero años después me dijo: “Amo las faldas cortas”, y, en efecto, sus faldas pasaron a cinco dedos por encima de la rodilla.

Se me hace imperdonable no mencionar el entorno revolucionario de la Cuba de los años 90, no tan distinta a la de hoy. La Cuba del mal eterno. ¿Qué puedo decir de la Cuba de 1998 que hoy no tengamos?

Puedo hablar de una pandemia de 61 años: el hambre, la desigualdad, la falta de agua, el desespero, el comunismo fingido: el del pueblo y para el pueblo; un lugar donde el pan se convierte en política, en “Revolución”. No tengo nada nuevo que agregar. Mi nacimiento, en 1993, y mi crecimiento, formó parte de esa realidad y mi madre sufrió los mayores estragos. Veía su plato de arroz blanco solo, y escuchaba frases como: “No me gusta el pollo mi niña, cómetelo, a mí me hace daño”; o: “Necesito el agua de azúcar porque me da más fuerza, la leche no me da las mismas energías”. Tengo sus palabras clavadas en mi alma y en el dolor, en el desprecio con que pienso a la Revolución.

Ernesto llegó a su vida y (aunque se me hace difícil pensarlo así hoy, por todo lo que vino después) fue para ella un sostén emocional, otras manos que ayudaban.

Manos que, no mucho más tarde, acariciaban la vagina de una niña.

A mis nueve años comencé a participar en aquellas fiestas llamadas “descarguitas”, muy comunes en la niñez y adolescencia cubana de los años 2000. Ernesto era quien tenía la última palabra sobre mi participación, o no, en esas actividades; yo no sabía por qué tenía que acudir a él, solo me dijeron que era “el hombre de la casa”. Desde esa edad, comencé a sentir la obsesión que tenía aquel hombre por “cuidarme”. Yo pensaba que eran sentimientos paternales.

Yo siempre tuve muchas pesadillas y, antes de la aparición de Ernesto en nuestras vidas, dormía con mi madre; nos acompañábamos. Dejar de hacerlo fue un proceso que me costó mucho, y que incrementó las pesadillas. Aún así, dormía noches enteras entre ella y Ernesto.

Una de esas noches yo estaba con mi mamá porque había tenido un mal sueño y estuve llorando mucho, y no sé cómo, no sé a qué hora de la madrugada, sentí la mano de Ernesto en mi vagina. Movió sus dedos por cada uno de mis labios vaginales de niña, por mi clítoris. No entró, no me penetró, no sé cuanto demoró: yo lo sentí eterno. Me quedé paralizada, callada, no entendía nada. Aún hoy, no sé ni qué sentía, solo que no era algo bueno: ¿qué coño era aquello?

Ahora mis pesadillas no acababan al despertar, sino que continuaban. Tenía miedo de ver entrar a aquel hombre por la puerta de mi hogar, borracho o no: me provocaba el mismo terror, ganas de matarme o, como mínimo, vivir debajo de un puente, como vagabunda; lo prefería.

Mis momentos más felices eran cuando mi mamá lo echaba de la casa por alguna discusión. Yo le rogaba a mi madre que no regresara; no podía explicarle más, no sabía cómo, tenía miedo a contarlo y, más que a contarlo, tenía miedo de lo que podría pasar si mi madre se enteraba.

Por una parte, creía que me iba a quedar sin madre, por la amenaza de Ernesto. Yo tenía que dormir todos los días entre ellos dos, de lo contrario él iba a golpear a mi madre: esas eran sus repetitivas palabras. Por otra parte, también sabía que si mi madre se enteraba, quizás el muerto hubiera sido él. Y no sé si yo lo quería muerto; lo que sí sé que quería a mi madre conmigo: era, y es, lo único que tengo.

Durante 3 años FUI VIOLADA y silenciada por el terrorismo físico, verbal y psicológico de aquel hombre. Fui creciendo, y Ernesto aumentaba su escala de acoso y violencia: ya me pedía que le enseñara mi ropa interior, porque eso era lo que hacía un padre. Por suerte lo dijo delante de mi madre, y esas fueron sus últimas palabras en mi hogar (bueno, las penúltimas). Mi madre nunca más volvió a llevarlo a la casa.

La calma retornaba, pero no a mi alma interior: esa estaba devastada, perturbada, desconfiada, con miedo. Y mis pesadillas no paraban: ahora también soñaba que mi madre moría, soñaba que hombres me perseguían.

Hasta que, tres meses después, Ernesto volvió por un Video Cassette Recorder de los que se usaban en aquel tiempo. Él sabía que el estúpido aparato era muy importante para una niña que veía películas, así que lo dejó en mi casa para luego necesitarlo. De repente “le urgía llevárselo”, y regresó justo cuando mi madre no estaba. Traía un juego de llaves. Supe por el sonido de sus zapatos que era él. Me quedé inmóvil en mi cuarto, rezando para que no entrara ni buscara nada más. Pero él entró y me dijo: “Vine por el video, pero si me das un beso te lo dejo”. Yo le dije que iba a gritar si no se iba, a lo que respondió: “Entonces me voy y no vas a ver más películas”. Y se fue con su aparato. No volví a ver a Ernesto; tampoco mi madre. cuando le dije que había regresado, cambió las cerraduras.

Debo expresar la repulsión que siento cuando escucho historias como estas, incluso peores, y lo primero que preguntan las personas es: ¿Por qué no hiciste nada? ¿Por qué no hablaste? ¿Por qué no entendiste? ¿Por qué no lo acusaste? Y lo peor de todo: ¿Dónde estaba tu madre?

La sociedad dice que el silencio fue mi elección, que fue mi culpa, o que fue culpa de cualquier persona, menos del violador. Ya no sé si esto sea un asunto de culpas.

Mi madre estaba ahí todos los días, mirándome a los ojos y reafirmándome que me creía, que ningún hombre, ni nadie, sería más importante que yo; que yo era su vida, que podía contar con ella si alguien me hacía algo, si no me sentía cómoda… Y solo no pude. Todavía no puedo.

Todos preguntan dónde estaba la madre. Todos, adultos al fin, harían las cosas de otras mil maneras, porque tomamos mejores decisiones en la vida de los otros que en las nuestras; pero nadie pregunta dónde estuvo mi padre —dirigente comunista destacado de la República de Cuba— todos estos años. Nadie cuestiona siquiera las acciones de mi padrastro, porque la responsabilidad de ser conscientes, estar pendientes y actuar ante lo mal hecho recaen totalmente en mi madre y en la niña que fui.

Hoy, después de 18 años ahogada, es la primera vez que grito a través de las letras. Las lágrimas del recuerdo no se ven, pero están en cada punto, en cada coma, en cada acento.





La retórica oscura: marginalidad y feminicidios en Cuba - Virginia Ramírez Abreu

La retórica oscura: marginalidad y feminicidios en Cuba

Virginia Ramírez Abreu

No puedo explicar cómo esas feministas teóricas, académicas y parlantes en congresos, podrán dormir con el peso de tantas mujeres muertas o denigradas mientras ellas crean circulitos de marginalidad en el mapa cubano y hablan largamente (tienen que usar el lenguaje inclusivo) para al final no proponer medidas que detengan esos feminicidios.

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