Josefina, vacuna a los señores

Con motivo del año que llevamos de Covid-19, Hypermedia Magazine ha despachado las siguientes preguntas a un amplio grupo de escritores cubanos:

1) ¿La pandemia ha modificado sus hábitos y/o métodos de escritura? ¿De qué modo?

2) ¿Han variado este año sus hábitos de lectura? ¿Ha leído más? ¿Ha leído menos?

3) ¿Cuáles han sido las lecturas (títulos, autores, plataformas) más reveladoras durante esta pandemia?

4) ¿La nueva situación global le ha inspirado algún proyecto literario?

5) Cuéntenos cómo es actualmente un día en su vida de escritor(a).

Compartimos con nuestros lectores los mensajes que retornan a nuestro buzón.




Bueno, la cosa es que cuando uno tiene un virus ahí fuera… y ese virus se te acaba metiendo en la cabeza, en las piernas, en las manos, ¡en los pulmones no, solavaya!, y cuando ese virus que es el miedo a la enfermedad y la muerte, y el horror a la ruina y el hambre se te injerta en los dedos, como si te los entablillara el cabrón, cuando la catástrofe es pública, es privada, es general, es una niebla que flota entre tus ojos y un porvenir de repente diez, cien veces más incierto… ¡Psst, psst, la cola es por aquí, cariño! Mira, cuando el mundo te lo han vuelto del revés, tus hábitos, tus métodos: ¡se los jamó el pangolín! Parece mentira que ya llevemos un año metidos en esto. Y más mentira aún parece que ya nos hayamos habituado a vivir así. Yo me acuerdo del principio, cuando era una amenaza difusa, que si cuatro enfermos, que si cuarenta, que si fíjate allá en Wuhan y Milán, que si un centenar y medio, pero ya embalándose con ganas de ser pop-up en los digitales y titular a cuatro columnas en los diarios de la mañana… Y a los tres meses, a los tres meses los muertos se encaramaban a los millares en la web de la John Hopkins, la que lleva la cuenta desde el principio, ¿sabes?, y parecía que no iba a quedar uno vivo aquí para contarlo… ¡Oiga, señora! ¡Señora! ¡Póngase la mascarilla, por favor! ¡Qué descaro! La gente está como loca ya, la pobre… Mira, yo a ese virus le cogí miedo desde el primer día. Pero no dejé que me paralizara, eh, y mira que yo soy pendejo… Hipocondríaco, vaya, por decírtelo en fino y que te quede bien en la entrevista… Después sí, después hubo semanas en las que parecía un zombi. ¡Es que esto era bajar a la calle y meterse en The Walking Dead! En la precuela, cuanto menos. Ahora: no dejé de trabajar ni un momento… Por necesidad y un poco también por terapia. ¡Ah, bueno, y por suerte! El trabajo fue un fármaco tremendo contra el encierro, la angustia… Cuando nos encerraron me acababan de pasar un trabajo gordo con la nueva edición del Stalingrado de Vasili Grossman en español y eso era un chorro de contento que echarle a la lucha contra el tedio, ¿sabes? Una manguera bombeando ahí guerra y censura y cojones con la inteligencia de Grossman y esa manera que tenía de ver a la gente como al trasluz. ¡Qué tremendo fue Grossman! Y lo cogí, bueno, con la pasión con que me zambullo en cualquier cosa de estas… Y con la fabulación también: me imaginaba a Grossman luchando contra los censores, como yo luchaba contra el asedio del virus… Una hipérbole. Una falacia, claro. Pero tú me preguntabas por los hábitos, por el método… Lo cierto es que el encierro, el ambiente apocalíptico de aquellas semanas, meses, encerrado en casa me marcaba el ritmo. Imponía, ya lo creo: cuando bajaba a Bruno a la ciudad desierta, a esa calle Escorial que parecía Pripiat con los bares cerrados… ¡Ah, los bares, ese trasunto de las sociedades abiertas, de la democracia, de la libertad! Y la gente en los balcones y azoteas haciendo gimnasia y rondas de aplausos que daban más grima que aliento, más vergüenza que emoción… No, no trabajé igual, porque no se puede trabajar lo mismo cuando se es libre, libre de disponer de las horas y las rutas de los paseos, por ejemplo, que cuando se está preso… Cuando, como estos meses, parece que lo de morir no es tan terrible en abstracto y general, sino que es horrible en lo particular y en lo inmediato, como escribió alguna vez Bulgakov, porque podemos estirar la pata en cualquier momento ahogados por el virus que viene a taponarnos los pulmones… No, no es la misma cola. ¿Pero usted se cree que esto es El Corte inglés? La vacuna no se escoge, hombre: le ponen la que le toque. ¿A ti sí te da lo mismo ponerte cualquiera, verdad? Ah, bien, bien, porque no dejan escoger… A la gente le hace gracia la Moderna. Por el nombre, ¿sabe? Bueno y aparte del Grossman, que quedó limpísimo, me puse a escribir crónicas del confinamiento cada día para una revista: El Estornudo… ¡Mejor habría sido La Tos, que es uno de los síntomas! ¡Pero aunque fuera un estornudo, me vino como mandado del Cielo! Dos días antes del encierro duro que nos impusieron aquí en Barcelona estaba yo en la cola de la carnicería, ¡cualquiera diría que voy de cola en cola!, y en lo que Christian, el carnicero, iba cortando chuletas y eviscerando pollos de repente se me ocurrió lo de las crónicas. ¡Alabao!, me dije. Escribí cuarenta, una tras otra en cuarenta días sucesivos, mis primeros días de preso sanitario. Después las reuní en un libro. A mí la pandemia me ha jodido mucho, y lo que le falta, pero las manos no me las ha atado, eso no. ¿Que cómo me organizaba? Partía los días. Tres cuartos para Grossman, una horita de ocho a nueve de la noche para la crónica, que mandaba a la redacción antes de servirme el Gin Tonic de las diez, y el resto era leer y maldecir. ¡Maldije mucho, ya lo creo! Al virus cabrón con esas espículas como moñitos. Como esas palas que tienen las atracciones en los centros comerciales para agarrar peluches o relojes guardados en cajas de vidrio… ¿Viste los diagramas en The Lancet? Toda esa muerte en potencia acechándonos por todos lados, ¡eso nos decían nuestros captores!, cerrando el mundo y encerrándolo. ¡Nos multaban! ¡Todavía nos acosan! ¡Fue el Medioevo, el cabrón Medioevo lo que nos metieron en y por la cabeza! ¿Que qué leía? Leí mucho sobre el encierro, encerrado. Y lo iba contando en las crónicas después. Foucault, claro. ¡Lo de Foucault es un manual de instrucciones del encierro, ya se sabe! Pero también Agamben y Marx y Sloterdijk. De las cosas que más me impresionaron de lo que vivimos en este mundo asolado por la peste, la volatilidad de todo esto fue la que más. Aquello de que “todo lo sólido se desvanece en el aire” de Marx me volvió a la mente como una revelación, un salmo. Y leí mucho a Montaigne; a Montaigne hay que volver siempre, esté uno suelto o encerrado. ¿De dónde habrá salido esa expresión de “suelto y sin vacunar”? Pero también leía sin orden. Por instinto, por decirlo así. Leía lo que necesitaba para el Grossman de los días y lo que me urgía para mi vida en la eterna noche sin amigos ni amigas que besar, las noches de Zoom y boom, el de la cabeza que me estallaba. Lezama, porque a Lezama lo leo siempre como a un fármaco, el anestésico Lezama. Que por cierto con su diálogo con Juan Ramón sobre la insularidad venía muy a propósito del encierro en la isla del confinamiento. Leí mucho texto breve, porque el ritmo del encierro y el calendario del trabajo sobre Grossman me lo pedían. Entre la comida y la hora de volver a trabajar, calmaba la ansiedad sacando libros de los libreros. Leyendo fragmentos. Me dejaba guiar por el orden de los libros que me rodean, que es el del abecedario. Que asomaran Arenas y Brodsky y Céline, pero una zancada después Nietzsche o Scholem o Rózanov sacaran los bigotes o el dedo amenazador. Y todo lo que hay en medio. O me iba, unos pocos pasos fuera del estudio donde trabajo, porque vivo en un espacio muy pequeño, y en los estantes del salón, donde el orden es más arbitrario y más próximo a mis pasiones, otros libros ostentaban sus lomos: Anna Ajmátova con el suyo erizado como el de un lince; Chateaubriand y Voltaire: ¡cuánto consuelo son los perros de caza cuando escriben a la carrera!; Michon, Calasso, Nabokov y Sebald: un cuarteto de ases de palos menos distantes que distintos… No sé si he leído “distinto” estos meses, pero probablemente lo haya hecho, porque yo he sido otro en estos meses. En cierto modo lo soy aún, aunque ya empieza a sonar en mis oídos Julio Iglesias, a quien tanto esperé en el confinamiento, cantándome con sílabas tan estiradas como se estiró este tiempo aciago que “La vida sigue igual”… Pero falta, todavía falta y no llega esta muchacha. Déjame mandarle un WhatsApp… ¡Que ya baja, dice! Que se está arreglando. ¿Nuevos proyectos? ¿Proyectos traídos por la peste? Sí. Impulsado por los primeros cuarenta días con las crónicas del encierro, he continuado llevando un diario después. Había llevado diarios antes, y alguno recordará “el tono de la voz” y su escritura día tras día. Hace años había dejado de llevar un diario y solo reservé ese afán para los viajes, diarios que escribía los días fuera de casa, los “llevaba” precisamente, en camas de hotel con el boxeo en la tele y la tentación del minibar, ese aleph que tienta al viajero insomne… ¡Abuelo, abuelo, usted ya viene por la segunda dosis, ¿no? ¡Ah, ya sabía yo! Eso será por la tarde, así que vuelva después de la siesta que ahora es solo para las primeras. Y no se deje esas flores tan bonitas, que le encantarán… ¡Qué cómico que venga con el ramillete para la enfermera! Los vuelve locos esta muchacha con la cofia y la bata esa ceñida como se la pone. ¡Ah, y la seriedad, eh, porque menuda es ella! Pues te decía que sí, que sólo llevaba diarios de los viajes, pero es que ahora la vida en la pandemia es como un viaje, un viaje largo, larguísimo, mucho más que cuando hice el Transiberiano… Y me he puesto con otra cosa, aparte de los diarios, aunque se comunican tremendamente. Y es que la medievalización y el confinamiento me han hecho mirar al pasado, al mío propio y al de mi familia, el paisaje en cuyos parajes contiguos o sucesivos vivieron y amaron y temieron y anhelaron y sufrieron decepciones y saludaron los míos y yo mismo, que fue el de la República, primero, la Revolución, después, y por último el exilio que nos fue separando y uniendo en un carrusel de emociones, un juego macabro que terminó, en su última etapa, con la muerte de mamá, primero, y la de papá casi inmediatamente después, cuando él parecía dispuesto a dar un golpe de timón a la vida que ya no iba a tener. Así que sí, ya ves, que la pandemia me ha puesto cosas en la mesa de escribir. Y las llevo como antes, como siempre, con los lápices afilados, el teclado con sus manchitas de café con los bordes dentados como cráteres en la Luna, la impaciencia por acabar… En lo material, en la concreta, no cambió mucho, ¿sabes? Ay, ¡ya baja la princesa de la Razón, ya comienza la ronda de los pinchazos! Espera que te voy a colar, que con la descarga que te he echado… ¡Mírala! Mírala a ella. Si es que solo tendría que poner la Moderna, con ese porte. ¡Josefina! ¡Josefina!
¡Josefina, vacuna a los señores!




Larry J. González

Porque los tanques son tanques, y lo demás son cisternas

Larry J. González

Yo soy epiléptico. Tomo una pastilla a las 11 a.m. y otra a las 11 p.m. Esa pastilla está en falta por la pandemia. No la fabrican en Cuba. Antes de que cerraran aeropuertos y todo se volviera un caos, me aseguré pastillas para casi un año. Ahora casi se me están acabando. Pensar todas las mañanas en eso me lleva unos minutos.





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