Tres metros cuadrados de purgatorio

Definitivamente, Tres metros cuadrados de purgatorio (Hypermedia, 2018), de María Elena Hernández Caballero, es un libro de relatos que no proporcionará al lector eventos fáciles de acomodar en los canales del consciente. 

No serán los terrenos conocidos o reconocidos, tangibles y habitados por individuos ingenuos, de dónde agarrarse para no caer o ser fumigados. No. 

Tampoco los dejará con la semejanza de estáticas fantasías que desde el primer renglón representen una amenaza —propiedad exclusiva del autor—. No.

Este Purgatorio arde. Y este hipotético, sin suelo y sin bandera, deliberadamente situado en cualquier parte, expuesto desde el núcleo, hablado sin tabúes con la maestría del diálogo, busca al lector atrevido de todos los tiempos. A él llega sin rodeos y a todos los demás les corre el velo que no les deja ver la verdadera historia dentro del cuento. 

Tres metros cuadrados de purgatorio

La data de María Elena Hernández cuenta que nació en La Habana durante los años del Flower Power californiano. Que gana el premio David a los 22 años, poco después de la muerte de Cortázar y Borges. (Nada es casual en la intrincada maraña de las almas). Que a sus 27 parte para Chile, al frío de la cordillera, al cruel y demandante cono Sur donde las letras rompen los alineamientos y se vuelven ácidas en la voz de Enrique Lihn o eternas como el desierto de Atacama de Zurita. 

Esta escritora se aventura en suelos sudamericanos publicando inmediatamente en Chile y Argentina y su voz cosmopolita, que aún no situará al lector en tiempo ni en espacio, puede escucharse en estos mismos cuentos. Hasta que las guayabas (del relato “Tres Marías”) esparcidas en el patio de su casa y luego vendidas —nunca regaladas por su madre—, pueden dirigir la mirada geográfica del lector a Cuba. Y nunca Cuba hasta el final, en que una sola cucaracha lo llevará hasta los dilemas filosóficos de Clarice Lispector.

Y es porque María Elena escucha el pensamiento del otro, de los otros, del suyo, del mío antes de conocerme. Porque ha visto y oído el poder de una gitana ibérica (del relato “Lectura de manos”) y advierte que no puedes escapar a tu destino. Ella lo comprueba para que el miedo no azote, y se los brinda servido y digerido. Enciende fósforos al viento como ruleta rusa y sabe que cuando se acaben los intentos por las buenas pudiera abrir un hoyo y mandar a viajar a su madre de Cuba a China también. ¿Fantasía? No. Realidad.

La maestría con que desarrolla sus historias es evidente desde el comienzo atractivo y seco con que las presenta. Salvando las distancias, me lleva al párrafo en El Extranjero, de Camus: “Hoy ha muerto mamá, o quizás ayer, no sé… Telegrama: Madre fallecida. Entierro”.

El impacto en las letras de María Elena se siente también crudo y sin dudar (del relato “Fósforos encendidos”): “Abro la puerta. La mujer está sentada. Tiene los pechos, los pies desnudos. Los pezones erectos giran. Me apuntan”, y prosigue más adelante explicando en diálogos lo que enunciado provocaría taquicardia. Porque es verdad y a la vez es teatral, efímero y permanente a la vez.

La autora le presenta al lector historias sin anécdotas. Sus observaciones en lo cotidiano ponen al descubierto la belleza de lo auténtico que a veces se presenta como “pies enguantados” o “rostro de caballo”. No importa. El cerebro debe estar abierto para las drásticas autopsias de la autora describiendo estos seres vivientes en acción.  

En las clásicas lecturas de mi infancia argentina leíamos las llamadas fábulas de Horacio Quiroga. Eran fascinantes y descabelladas. Movilizantes hasta el insomnio. Fui a sentarme una vez en su barranco de Iguazú donde la selva misionera junta al yacaré con la tierra roja. 

Fui a sentarme años más tarde frente a uno de los lagos del Central Park donde Salinger se preguntaba “donde van los patos en el invierno”.  Yo buscaba sentir en el suelo mismo lo que aquellos dos grandes experimentaron. 

Pero a María Elena Hernández no le importan las pruebas in situ. Navegar entre lo mundano y lo sublime; lo secreto y lo obvio es parte de su innata originalidad. 

Para escapar de los libros que son como un estómago vacío provocando nauseas, aparecen otros como Tres metros cuadrados de purgatorio. Indispensable lectura que nos provee esta valiosa escritora en su indiscutible camino a trascender.

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© Palabras de presentación del libro Tres metros cuadrados de purgatorio (Hypermedia, 2018), de María Elena Hernández Caballero.

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También sobre este libro:

Como es costumbre desde sus primeros libros, originalidad y fuerza vital son palabras que se cuelan en la mente cuando se leen estas historias. Ya lo había demostrado en su exquisita novela Libro de la derrota (Hypermedia, 2015), pero estos cuentos confirman que María Elena Hernández Caballero es una narradora de calidad indiscutible. Hay aquí una mirada singular, punzante, desenfada (mezcla de grito histriónico, rebeldía y goce lúdico) a la hora de convertir en mundos narrados esa realidad «cotidiana», «de afuera», sus absurdos y situaciones límites, concediéndoles además la asombrosa visualidad cinematográfica siempre crítica e irreverente que caracteriza su poesía, también singular, también de excelencia. Fortísimos e inolvidables personajes, estructuras dramáticas de un humanismo y una carnalidad excelsa y, sobre todo, la universalidad de cada historia dotan a este libro de ese sello único que sólo posee la buena literatura.

Amir Valle

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