Rosa Pájaro, una coraza de boutique

Rosa Pájaro, muestra personal del joven pintor cubano Maikel Domínguez (Holguín, 1989), más que un título caprichoso pareciera la reafirmación última del estereotipo, un manifiesto sobre el color de su (aro, balde y…) paleta e identidad de género, con cuyo énfasis transforma presuntas debilidades en un reclamo de dignidad, de orgullo, en una coraza de boutique.

Lo que por momentos se nos pudiera antojar como el nombre de un transformista, termina siendo, quizás, un guiño a la fauna local de Miami; pues sabemos del flamenco como la única ave de color rosa. En ese caso, estaríamos ante una defensa también del territorio, aunque la exhibición no incluya ni una sola pluma, al menos literalmente. 

Pero lo más desconcertante detrás de ese activismo de camerino es la certeza de una virilidad proteica, expectante, cazadora; agazapada en el disfraz de lo ambiguo, en una androginia fulminante que sabe de recesos y victorias. Ya lo dijo Luis Rogelio Nogueras: “el tigre tiene mucho de paloma, y algo también de mujer o poeta”.

Cuando observo a Maikel Domínguez en la distancia (efebo de cabello largo, con algarabía de jardines tatuados en los brazos, collar de cuentas rojas, zapatos de charol, atuendos rosa de vuelos y lazos en el cuello), no puedo dejar de pensar en el universo Barbie, en Strawberry ShortcakeLegally BlondeThe Stepford Wives, y en “Nené traviesa” de José Martí, del cual cito este fragmento para ilustrar mi analogía con un hecho literario: 

“Y una vez le sucedió a Nené una cosa muy rara: le pidió a su papá dos centavos para comprar un lápiz nuevo, y se le olvidó en el camino, se le olvidó como si no hubiera pensado nunca en comprar el lápiz: lo que compró fue un merengue de fresa. Eso se supo, por supuesto; y desde entonces sus amiguitas no le dicen Nené, sino Merengue de Fresa”. 

Ignoro por completo cómo le dirán a Maikel sus amigos, pero él ha elegido el color rosa de forma consciente y lo ostenta como una bandera en su obra y en la vida pública; no para hablar del cáncer de seno, sino de las turbulencias de la autoestima, de los pliegues de la masculinidad, de los engaños de la perfección, de un estado de ánimo permanente y crucial. 

Maikel Domínguez lo dice todo desde un silencio sangrante; universo pactado y legible, tan singular como el aspecto de una lágrima en la garras de un microscopio.


Rosado millennial

Después de hacer un ejercicio de memoria para confirmar la presencia del rosado en la historia del arte, me tropiezo con obras de Botticelli, Fragonard, Degas, Gauguin, Monet, Picasso, Warhol, Flavin, Christo y Jeanne-Claude. 

En la mayoría de los casos —y esto es sintomático— se trata de artistas varones, interesados en la representación de temas femeninos, galantes, eróticos, florales, circenses, lumínicos o ecológicos, donde se hace patente el gusto por lo delicado, lo carnal, lo burgués, lo alegre y lo decorativo.

Pero, el matiz más agudo, a los efectos de este análisis, es el hecho de que —según Alice Bucknell— “el rosado apenas existe en la naturaleza”, detalle que profundiza Christina Olsen cuando afirma: “aunque está anclado en el color primario rojo, este no es parte del espectro electromagnético. Es decir, que nunca vemos longitudes de onda reales de luz rosa. Este es un color extraespectral”. 

En conclusión, y para decirlo con mis propias palabras, estamos ante un color fingido, bastardo, imaginario; que se instaura en el mundo de la cultura como apoteosis de la frivolidad, de lo pueril y lo superficial. 

Tal vez, por esa razón, no fue hasta el Renacimiento que los artistas comenzaron a debatir sobre la pertinencia del rosa en la paleta, aunque el verdadero boom se produjo con la llegada del Rococó francés, que no solo ponderaba los tonos pastel en la pintura, sino también en la moda y el diseño de interiores; llegando así a integrar el canon del arte occidental. El guardarropa de Madame de Pompadour y la porcelana de Sevres no me dejarán mentir. 

Pero al igual que el arte del siglo XVIII, el millennial pink de nuestros días dibuja otra vez en el horizonte la neutralidad de la moda unisex, como resultado de una cultura post-gender, más abierta, sofisticada e inclusiva; preocupada por el cuidado personal (self-care) y la calidad de las emociones (mindfulness), al tiempo que describe el perfil de un consumidor expuesto y sentimental, que maquilla la vida cotidiana con filtros de Instagram, en busca de la fama y la trascendencia.

Estamos, entonces, frente a una nueva sensibilidad, como sugiere, en otro orden de cosas, Píter Ortega en su ensayo The Millennials Generation: From the Nonsensical to the Post-utopian Crisis, Cuban Art 2001-2016, en el cual —por cierto— incluye la obra de Maikel Domínguez.

En esa tradición del uso del color, que abarca más de cinco siglos de historia de la pintura y que se ha convertido de súbito en una tendencia fashion (ver iPhone Rose Gold), se inserta nuestro pintor de marras. Pero lo que diferencia su obra es justamente ese tono rosa demasiado personal: no busca el magenta, el fucsia, el coral o el salmón, sino un rosado viejo, gastado, sucio, enfermo, pálido, mate; el cual obtiene a partir de “la mezcla de rojo, blanco, ocre y siena tostado, para darle un tono piel y agrisado”, según testimonio del artista. 

De modo que, en su repertorio, este color no se asocia ya a lo etéreo, lo dulce y lo agradablesino a los sentimientos de inconformidad, dolor y angustia. Queda claro que el discurso de Domínguez no emula con la famosa canción de Edith Piaf (edulcorante, optimista y romántica), sino, por el contrario, con viejos llantos de victrola que evocan penas de amor y desgarramientos existenciales. De ahí que sus piezas monocromáticas formen un cosmos estrecho, donde el rosa simboliza —a un tiempo— resurrección y martirio, euforia y cansancio, confesión y secreto, revancha y fatiga, salvación y tragedia, escapatoria y encierro. 


Muestras anteriores

Cuando me asomé por primera vez a la obra de Maikel Domínguez, solo vi máscaras vacías, columnas de humo, retozos formales. Me refiero a Beautiful Absences (2016), su primera muestra personal en Miami; un laboratorio de especímenes grotescos y deformes, a medio camino entre Gargantúa y Frankenstein. 

Primeros planos de rostros humanos, resueltos desde el gran formato al estilo de Chuck Close; muy cercanos a la fotografía, no solo por el uso del blanco y negro, sino debido al naturalismo en su representación. En ese sentido, me recordaban un poco los retratos mortuorios de El Fayum. Sin mencionar el quejido siniestro del collage, ese incómodo hacinamiento de otredades.

Dicho panorama cambió sustancialmente con la llegada de exhibiciones como Full of Pollen (2018) y Venus Wounded(2018), las cuales dejaban ver indagaciones de mayor hondura conceptual y estilística. En ambas hay un retorno a los temas de la niñez, la familia, la mujer y la naturaleza, para dar cuenta de traumas, juegos y obsesiones que rondan la memoria afectiva del artista; aspectos determinantes en el proceso de construcción de su personalidad artística e identidad sexual y de género.

Esto se hace evidente en acrílicos sobre lienzo como Incest, Virgin Child, Female-BoyMercy y Dear Frank, donde el pintor reproduce la cara de su padre, basándose en una fotografía de cuando tenía un año, para identificar personajes infantiles, ataviados con pijamas enterizos (onesies en inglés); donde se cruzan referencias tan lascivas como la presunta inocencia de Caperucita roja y el imagotipo de Plaboy, a partir de la figura del conejo, que se convertirá en personaje recurrente; y también cierta maquinación furry, visitada por la industria porno, donde esos pequeños trajes de orejas peludas sugieren el fetiche sexual que coquetea de lejos con la zoofilia

Todo esto sin acudir al facilismo psicoanalítico de la auto-representación, aunque resulta curiosa la planimetría de esos personajes que semejan curitas (band-aids) adheridas a la superficie del cuadro, como avisos de alguna herida que falta por sanar. 

Hice este breve análisis comparativo para dejar registro de la evolución en la poética de Maikel Domínguez que, con Rosa Pájaro, la muestra que nos ocupa, nos brinda una desconcertante nota de madurez, un punto de giro en su carrera. Pareciera que halló el rumbo definitivo, alguna (des)motivación visceral, que lo llevó al fondo del abismo, a la crisis, donde acaso se fortalece y se nutre su propia obra. 

En otras palabras: ha dejado de vestir muñecas para servirnos un bistec de hígado o comerse la placenta de alguna hembra descarriada, prefigurando un viaje de lo externo a lo interno, de la superficie al rizoma, del branding a la donación de esperma. 


Influencias de la moda y la pintura

Un elemento visual de atención —que yo pretendía soslayar, lo confieso, pues ya en otros acercamientos críticos se ha mencionado bastante, hasta convertirse en lugar común— es el tratamiento decorativo de los fondos en la pintura de Domínguez; pero decidí ocuparme también de este asunto después de reparar en posibles influencias, provenientes del mundo de la moda y la pintura, inadvertidas por mis colegas y, quizás, hasta por el propio artista.

Si miramos en retrospectiva el conjunto de su obra, notaremos que los fondos —la mayoría rosados, de más está decirlo—están siempre poblados de lunares o círculos, líneas rectas o diagonales, escarabajos, motivos de encaje, ojos, cuadrículas que semejan manteles de picnic o batas de guinga (variante más recurrente) y flores primaverales. 

Esto último nos remite de inmediato a las formas orgánicas en los textiles del Arts and Crafts, la decoración Art Nouveauy la pintura del austríaco Gustav Klimt. No es casual que nuestro pintor obtuviera en 2012 una beca de estudios en el Royal Institute of Art de Estocolmo en Suecia; cultura que venera las flores y organiza grandes festivales para celebrar los cambios de estación. 

Dichas referencias son verificables en obras de la muestra Full of Pollen, como Pool Party, Together Forever, Control Freak Snowing a Lot, aparente memorabilia de su viaje a Europa. Mientras que en sus acrílicos sobre plexiglás y madera de pequeño formato, de la serie Falso Poeta, las flores pasan a un primer plano y adquieren una apariencia pop que nos recuerda la visualidad del artista japonés Takashi Murakami.

Otras veces coloca motivos vegetales, simétricos y equidistantes, como si reprodujera —de forma inconsciente— el diseño de las carteras de Louis Vuitton, sustituyendo el monograma LV por plantas ornamentales. Lo cual delata su gusto por los artículos de marca y objetos de lujo como símbolo de estatus social. 

Para confirmar esta hipótesis los remito nuevamente a estos títulos: Virgin Child, Female-Boy, Inmaculate y Venus Wounded, disponibles en la página web del artista.

Pero hay otro referente todavía más afín a nivel compositivo, que no del uso del color ni de los sujetos. Me refiero a la obra del pintor afronorteamericano Kehinde Wiley, retratista que se vale igualmente de profusos motivos florales en los fondos de sus cuadros, para resaltar —mediante el contraste con sus modelos— ideas sobre raza, género, violencia y erotismo. 

Ambos artífices, Domínguez y Wiley, utilizan estos colchones de hojarasca como camuflaje, describiendo patrones seriados, que sugieren la meticulosidad del arte académico al tiempo que se desvelan por el valor artesanal del dibujo y la estética fashion, elemento irónico con el cual suavizan la dureza de sus respectivas obras. 

Esta obsesión botánica, en el repertorio “maikeliano”, parte de cuadros como Your French Garden, Love, Incest y Mercy, de la serie Full of Pollen, y se extiende hasta el proyecto He Calls Me Diablo, y títulos como Boys Don’t Cry, Mississauga Celebration Square y Nikki Beach, presentes en la actual exhibición.

Sobre el tema particular de la moda, Kehinde ha dicho: “Yo veo la moda como una cultura, como un negocio serio. Donde las personas a menudo se visten a sí mismas como una suerte de armadura, que dice algo sobre quiénes somos en el mundo. También nos protege un poco”; todo esto refuerza el título del presente ensayo (una coraza de boutique).

Maikel Domínguez, por su parte, confiesa: “Mi primera relación con el arte fueron los manteles y sábanas pintados por mi tía, los cuales dejaba secándose luego en los cordeles del patio. Ella pintaba telas para sobrevivir al Período Especial, pero para mí era toda una artista”. 

Desde perspectivas similares, ambos artistas insisten en recordarnos —mediante sus estampados— la fuerza protectora de la naturaleza como manto y escudo, la tendencia bucólica de nuestras aspiraciones, y todo eso a partir de una apuesta por lo chic, la elegancia y el buen gusto.


Animales heridos

Quien llegue un poco desorientado a las instalaciones de Laundromat Art Space, galería donde se exhibe Rosa Pájaro, sin conocer la poética visual del artista, tendrá la impresión —al inicio— de estar frente a un discurso ecologista que se lamenta por los incendios forestales en Australia, al ver representados en los cuadros animales sin piel, animales que apenas exhiben sus músculos en carne viva, como si hubiesen sido abrazados por el fuego o traídos desde el matadero para una última pose. 

Estarán, sin embargo, contemplando los personajes desvalidos y sangrantes de Maikel Domínguez, presentes desde Full of Pollen y Venus Wounded. 

Si allí la figura del conejo estaba asociada a lo femenino, lo maternal y lo sexual; ahora sentimos —después de varias reencarnaciones y una mutación definitiva— que ese roedor se ha vuelto macho —endurecido por los golpes— y, al mismo tiempo, desnudo y vulnerable. 

“Nunca olvido la pequeña carnicería clandestina que tenían mi tío, mi abuelo y mi padre en el patio de la casa, donde colgaban ovejos y cerdos descuartizados”, explica el artista en un intento por esclarecer el origen de su iconografía, la cual posee un antecedente de pedigrí: aquella acción performática de Joseph Beuys, Cómo explicar los cuadros a una liebre muerta (1965), a propósito de la cual opinó: “(…) los animales, incluso muertos, tienen mayor capacidad de intuición que la mayoría de los humanos con su estúpida racionalidad”. 

Probablemente, nuestro artista encuentre afinidad y refugio en ese concepto. 

Muchos niños en Cuba fuimos testigos y aprendices obligados de semejante violencia, pero no todos los que nos convertimos en artistas usamos esos recuerdos para estetizar nuestra relación actual con el mundo. Sin embargo, el pintor desentierra a esas criaturas que ya estaban dormidas y las somete al castigo de una vigilia eterna, en un limbo de promesas obstétricas, donde no existe la fuerza de gravedad, sino el anhelo de múltiples expiaciones.


Naturaleza muerta

Pero hay otros personajes, que pudiéramos llamar “corderos”, sobre todo, por su condición y aspecto joven (alter egos), que parecen resistirse con más fuerza a la idea del exterminio, al divorcio inminente, al baño de sangre; mientras patalean entre la náusea y la cobardía, la incertidumbre y el arrojo, postergando lo inevitable. 

Ver la pieza titulada He Calls Me Diablo (Boys Don’t Cry), retrato simbólico de la tauromaquia conyugal, no por patético, menos hermoso y conmovedor.

Aquí se nos cruza otra referencia, nunca más oportuna, la historia de Bambi: A Life in the Woods (1923), del austríaco Felix Salten, adaptada al cine por Walt Disney en su largometraje de dibujos animados de 1942, y cuya sinopsis describe—con un siglo de antelación— el sistema de personajes y motivaciones en la producción actual de Maikel Domínguez, si se me permite la analogía:

“Bambi y sus amigos, entre ellos un conejo (no es posible tanta coincidencia), salen juntos a explorar su hogar en el bosque. De pequeño él entiende el peligro que representa aventurarse al prado, donde los cazadores matan a los animales; pero allí se enamora de una hermosa cervatilla”. 

A medida que Bambi crece, se da cuenta de que hay tragedia, así como belleza y alegría en su mundo forestal y en el camino hacia la edad adulta. De eso mismo trata esta pintura emotiva y visceral, de algo tan sencillo y complejo —a la vez— como la vida, el amor y la muerte. 

Boys Don’t Cry (acrílico sobre lienzo de 90 x 160 pulgadas), se extiende sobre la pared como las pinturas rupestres de las Cuevas de Lascaux y Altamira, no solo por su gran formato y su alusión al ganado vacuno, sino por el aura de misterio y posibilidad. También nos recuerda las reses de Chaim Soutine, colgadas de los ganchos de carnicería, por su tratamiento casi expresionista, y a los sementales esqueléticos del pintor pop cubano Rafael Zarza. 

Dichas asociaciones culturales tienen en común su interés por lo fúnebre. En todos los casos se trata de radiografías de cadáveres, pruebas irrefutables de su extinción. Lo cual le imprime a las últimas creaciones de Domínguez esa inquietante aura siniestra, de abominación, que encuentra otras similitudes notables en las naturalezas muertas y retratos de la morgue de Joel Peter Witkin, Andrés Serrano y Rodney Batista, quienes —a pesar de dedicarse a la fotografía— conciben atmósferas de pesadilla mediante la exposición de cuerpos descompuestos de animales o seres humanos, abrigados por el formol, en busca de una belleza sórdida, escatológica. 

En resumen, la obra de Maikel Domínguez delata al sujeto-artista que está detrás, así como sus temores y obsesiones, deseos y frustraciones, en una entrega total al oficio que más ama: la pintura. Allí coloca también su identidad, sus hormonas y su estómago, teñidos de rosa, porque ese es el color que le sirve de bálsamo para llevar una vida más leve, menos decepcionante. 

Cuando les arranca el cuero a todos esos animales, deja —simbólicamente— de hacerse daño a sí mismo; pero detrás de sus ojos alcanzamos a ver su alma entera, destrozada, aferrándose a la taxidermia como la última fase del perdón, como una estación ideal para las reconciliaciones. Entonces el color de sus sentimientos deja de ser rosa pájaro (eso es apenas una coartada, un simulacro, un mecanismo de defensa) para convertirse en rosa mamífero, rosa intestino, semen rosa. 

Por otra parte, la sumatoria de influencias culturales latentes en su imaginario no es resultado de la intertextualidad ni de la parodia. En todo caso, se trata de elementos que el artista asimiló de forma inconsciente y ha incorporado a su discurso en busca de un camino, si no del todo original, por lo menos convincente, auténtico, rabioso. 

Es por eso que, cuando ha creado una obra impecable y sublime, se retracta de inmediato y termina negándola, ensuciándola con arrebatos de un pincel que conoce el enojo. Su pintura es transparente y escéptica, un registro emocional y clínico de la belleza trágica del dolor, los vaivenes de la fe y la certeza de que la vida no es como la soñamos. 


La autopsia del artista

Después de todo este recorrido, me parece atinado culminar mi ensayo, con las palabras del propio artista, concebidas desde la ensoñación literaria y el amago poético, en una brutal confesión de esencia autobiográfica, tan despedazante y sincera como su propia obra:

“En tres ocasiones fui desollado, colgando de cabeza desde una acacia roja. El primer corte fue circular en los tobillos, al borde de la soga hecha con fibras de maguey. Como estoy muy delgado, la piel parecía estar pegada al hueso. Cuando logré desprender apenas un palmo, tiré con todas mis fuerzas. En aquel momento el terror al dolor fue más fuerte que el dolor mismo. Entonces volví a tirar aún con más fuerza, era la única manera de acortar el momento. 

Mi cuerpo sin piel era blanco, con zonas de un perla entre amarillo y violáceo. Algunas cabezas de venas se abrían y lagrimeaban brea. La piel se me resbalaba de las manos al tirar y entonces enrosqué la piel de mis piernas a mis manos y apreté los puños. Irónicamente, yo que siempre agradecí no haber sido circunciso, me arrancaba la piel tres veces. 

Los genitales sin piel casi desaparecen, de no ser por las gotas saliendo por mi uretra habría olvidado donde estuvo mi sexo. El abdomen, pecho y espalda fueron muy fáciles, por eso ahora entiendo que el 90% de los disparos son allí. Los brazos se aclaran con dos tirones. Las manos no, tuve que cortarlas. El cuello desollado se torna oscuro y más largo. La cabeza es lo más difícil, no por lo aferrada que pueda estar la piel de los pómulos, sino por el miedo a ver tu verdadero rostro. Un rostro sin labios, nariz, orejas y párpados. Es horrible, pero entonces descubres los ojos que no parpadean y sabes que en el fondo de ellos, aquel que no reconoces, sigues siendo tú mismo. Y cuando todo acaba, lo que eran dos, ahora son tres que forman un péndulo desde aquel árbol. ¿Recuerdan cuando van a la playa y al llegar solo meten los pies hasta los tobillos?”. 


Galería





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