Chalunga y purpurina

James Franco

Mi franqueada obsesión por James Franco ilustra mi gusto de hace seis años. El tipo es una metáfora capital de mis fracasos amorosos en la temprana adultez. Mientras conocía a hombres que reproducían algún gesto suyo, yo basaba mi frustración amorosa en la ríspida ausencia de James Franco en Cuba. 

Todavía recuerdo una discusión con un productor de Sundance que me dijo que James Franco era el actor más mediocre que conocía. Yo le hablé de los poemarios de James Franco, de las películas de ficción y documentales dirigidos por él, de las pinturas coloridas y pop que había vendido. En un inglés forzado, que no convencía al cine indie americano, defendí apertrechada la carrera multifacética de mi actor regular.

No se lo dije al productor de Sundance, pero James Franco es un actor regular representado idealmente en The Letter, aquella película rara que coprotagonizó con Winona Ryder. Ahí Franco actúa de sí mismo, y lo hace de manera magistral. 

A quien no le parezca obvio que lo que menos me importa es el talento de James Franco, que se guarde sus dictámenes de calcetín para otras áreas del conocimiento. James Franco era para mí una especie de visado emocional; te daba la libertad que dan los poemas malos o las canciones con formulita que se quedan resonando en el clítoris. 

La única postura que mantengo de hace seis años es la disposición para defender mi fantasía ante la gente de Sundance, que cuantifica el talento por melodramas minimalistas con frases a pulso de bestseller, que preferirían domesticar y potenciar sentimentalismos antes que dejarme gozar con la evasión patética que ha caracterizado a la generación del hambre y los valores de medio peso (nací en Puriales de Caujerí, chupando hueso de un becerro flaco criado por mi abuela, allá por el año 1991).

Es cierto que llegué a escribir un guion sobre el encuentro de Martica Minipunto con James Franco. Martica Minipunto era una joven sin dinero que hacía flanes para distribuirlos por todas las cafeterías de Centro Habana. Además de esta pequeña empresa, Martica Minipunto tenía un amante viejo que le pagaba un alquiler en un edificio de microbrigada. Yo describía el cuarto de Martica Minipunto como un altar a James Franco.

Perdí todo el proceso de escritura en una minilaptop Acer a la que se le derritieron las teclas. Es una suerte que eso haya sucedido: semejante piltrafa de guion merece menos que esta cita tardía y una vida mejor en el espacio prócer de lo borrado. 

Ahora le escribo poemas a Adam Driver y nunca los perderé porque llegan directamente a mi buzón de Yahoo. Es decir: me escribo a mí misma cartas firmadas por Lena Dunham y a mí misma me doy razones para amar a Adam Driver. No importa cuántas veces se me explote la laptop o se derrita la placa de mi móvil; este amor va a sobrevivir a todo porque los amores apócrifos nunca mueren, ni los patéticos, ni los amores carroñeros de todos los padres en los años noventa.

Ahora siento que han pasado seis años desde mi último Puchero. He empezado a escribir varias veces mi columna después de “París no me importa ni pinga”; tenía varias ideas y anotaciones, una suerte de croquis animado sobre Cobra, de Severo Sarduy, y la calle, un par de reflexiones sobre mi participación en el performance El violador eres tú, escritas especialmente para mi amigo de Chile, que es biólogx y feministx y que se llama Jorge Díaz; pero he leído incansablemente Eso, de Inger Christensen (un regalo de aniversario), y mis tiempos se han dilatado, mis obligaciones se han desviado y todo se me va quedando a medias… 

Esta indeterminación ha sido a causa de la preparación de No soy unicornio (conferencia performativa en colaboración con Joanna Montero y Celia Ledón) y Das Pech (una especie de cabaré decadente en colaboración con Baladita Tropical, Argelia Fellowe, Adriana Jácome, Marien Fernández Castillo y Rogelio Orizondo).

En No soy unicornio, yo recordaba a James Franco por la escena de Spring Breakers en la que cantan Everytime de Britney Spears. La proyección de una conferencia performativa desgajada, experimentar qué sucedía en el tránsito de la empatía forzada (haciéndome la graciosa) a la conmoción (haciéndome daño). No sé cómo funcionó, pero el deseo de tener un cuerno me golpeó tan duro la frente que pasé mis últimos días del Festival de Cine con un chichón. 

El día que presentamos No soy unicornio, 10 de diciembre, le puse una velita a Dulce María Loynaz y a mi abuela Luisa Manuela Matilde Paula Policarpia; me preocupé por el periodista Abraham Jiménez Enoa, a quien la policía no dejaba salir de su casa, y brindé imaginariamente con ellos tomándome un mezcal que mi amigo Francisco Arrieta dejó contaminado con su magia y su cumbia. 

No soy unicornio sucedió con el mundo de la imaginación unicornia removida; sucedió en la casa de Adriana y Silvia Jácome, en la sede de su proyecto 3 Escaleras.

James Franco era tan poco importante ese martes 10 de diciembre que no sé por qué hablo de él justo ahora que me siento a escribir, y no puedo esbozar otra sola idea sobre No soy unicornio. Quizás porque no me corresponde a mí hablar de la experiencia sobre el agotamiento y la libertad que sucedía en mi cuerpo; quizás porque las verdaderas cosas importantes no se pueden hilvanar con las palabras aprendidas de memoria, con la misma pulsión alfabética que usamos para todo. 

Me gustó colaborar con Baladita Tropical en Das Pech; un miserable viernes 13 nos juntamos para maldecir. Gretel Medina sabía que habría buena química; Havana Art Weekend parece ser un ensayo químico sobre la juntamenta y la deriva, secuencias de redes/tejidos/espacios que, entremezclados, producen la sensación de lo nuevo (una acción temporal fuera del muermo del mediodía y de Facebook). 

El proyecto Speakeasy, de Baladita Tropical, es de las acciones relacionales más vivas que sucedieron. El goce radica en pasar momentos juntos. El subterfugio es refugio; no pretender que se comparte, sino que se comparte como acontecimiento. Pongo en la palabra acontecimiento, a la misma vez, la noción de dispositivo lumínico y sonata ruidosa, la potencia de una batidora y el derretimiento del hielo. 

El arte del barullo es el arte de Speakeasy: un barullo sentimentalón que termina por derrengarte en una barra y ensuciarte las manos en la nave de una fábrica que lleva por nombre La Guanábana Mecánica. 

Recuerdo algunos conciertos de Baladita Tropical en la Facultad de Artes Visuales cuando yo estudiaba en el ISA y era la reina del patetismo. Recuerdo mi perdedera total durante aquellas intervenciones (mezclas de furor punk, excentricidad orgásmica y vuele galáctico quién sabe a dónde y por qué). Y me parece gracioso que el tiempo nos juntara con una perdición maciza, y que habláramos largo rato de nuestro común fanatismo por la escritura de Javier Marimón y de la temible inclinación por lo amoroso en un momento de tanto odio coyuntural.

En un poema de Marien Fernández Castillo, escuchado como prólogo en Das Pech, el poeta decía: “Noches de aventura las que he soñado yo / Hoy si no es contigo / de aquí no me voy yo / Baby, baby love, baby / dame el perfume de tu rabo, baby / Quiero que se escuchen tus gemidos […] / dame el perfumito y maldícete, baby”. 

Pienso que esta maldición de amor tiene olor a Yaguajay, donde la sensualidad se desparrama como un grito acelerado y rítmico sobre el cuerpo. Marien text jocker, Marien reguetonero, Marien poeta, bendijo la noche torpe de un viernes 13 y así empezó todo.

La torpeza continuaría con un berro germánico de Adriana Jácome: arschlockarschlockarschlock, porque eso es lo peor que se puede decir en Berlín y ella estaba machetera y violenta, así que lo repetía para empezar una fiesta que nunca acaba de empezar y por eso es ajena a la idea de clímax o a la noción de cierre. 

La historia de Rogelio Orizondo en Instagram fue también una pieza de Das Pech. En esa historia suya me habla desde lo desconocido. Las historias en Instagram son las postales que Rogelio no me manda desde Miami. Hay algo didascálico en ellas, porque desaparecen, son mudas; hablan de una acción o de un acontecimiento o de una escena, pero la escena no está, apenas las palabras, las memorias de las palabras en stickers y sonidos graves, en colores kitsch que son bochornosamente bellos. 

Me animan las didascalias de su nueva vida en la red social y me unto entre las piernas el trozo rescatado por Instagram, me chupo la explicación de la acción que tiene lugar en sus horas (in)quietas, allá en el municipio cabecera (como me enseñó a decir Carlos Díaz). Si me permito ser teatrológica: es la primera vez que las didascalias toman relevancia en mi vida agujereada y menos patética que hace seis años.

En un plano de la obra de Rogelio Orizondo, su sobrino hace un homenaje a Bad Bunny: la leyenda. Me quedo con ese momento para sobrevivir al viernes 13; me quedo con la frase de Reinaldo Arenas que me sirvió para hacer una improvisación desmedida en un balcón: “Retumbó en la isla un inmenso clamor de alegría”. 

Aquí todos somos leyendas marchitas, uno nace leyenda coja y se muere leyenda sin piernas. 

Soñé que no tenía piernas después de improvisar en ese balcón y caer de rodillas en un suelo sucio y oxidado. Soñé que no tenía piernas y que me iba con Marien a revolcarme en el suelo de Yaguajay, bebiéndonos un ron de precio razonable. Las fiestas no tienen leyendas ni didascalias, el amor sí; el amor que sentí hace seis años era nada más que leyenda y didascalia.

Lo mejor de la noche fue Argelia Fellowe con su personaje de transformismo: Alberto. A Argelia la conocí por el texto de Abraham Jiménez Enoa, “Argelia es una dura”, y la amé profundamente en Las Impuras. Unidad de contagio (Residencia de Creación del Laboratorio Escénico de Experimentación Social, LEES.). Es una mujer a la que quiero tener siempre cerca, por el activismo incansable de su proyecto Afrodiverso. 

Al piano, Alberto homenajea a Bola de Nieve, y al terminar su popurrí se levanta para recitar unos versos y descubre los atributos femeninos de Argelia, simulación que muchos habían pasado por alto. Alberto remueve la barba y el bigote de cabellos recortados, se abre el saco negro y aparece, toda espléndida, Argelia.

El arte del transformismo, que se desconoce popularmente y es irrespetado en todos los clubes lesbofóbicos de La Habana, aparecía en Das Pech como la cosa más bonita de una noche ya que traía maldiciones vivas. 

Le piden otra canción a Argelia/Alberto y canta a Beyoncé. Argelia es alma; hace falta más gente así: pura alma, gente que deteste la palabra leyenda y no consideren que James Franco es una persona real (porque James Franco no le va a resolver la vida a nadie, y como no pone un plato de comida en la mesa de nadie, a nadie le importa ni pinga que ese tipo haya estado nominado a los Premios Oscar).

A estas alturas de mi vida, si me preguntan por James Franco hablo del libro A California Childhood, que Joanna Montero me compró en Amazon. En una página dice: “Trying to be cute, / But she was only there because of me”. 

Si hubo amor entre nosotros, está vivo en esa frase. 

Obviamente, tratándose de un amor que actúa regular, es suficiente.

Chalunga y purpurina

Estamos en La Chalunga, a unos metros de La Chorrera (local decadente que pudo ser un monumento histórico, en el que se hacen las fiestas del Festival de Cine y en el que lo recomendable es quedarse en un sitio y no moverse más). 

En esa azotea puedes ver el mar, las promesas flotando, un lumínico encima de un edificio de microbrigada que dice “Viva Fidel”. Puedes picarle cigarros a otros, dejar que te piquen, tomar tragos no identificables y saludar a gente que no conocías: algunos extranjeros llamados Ramón o Fernando, dos jóvenes guerrilleros llamados Luis y Roberto, un brasileño gordito de lo más simpático y compartidor.

Noté tres tipos de estilo en La Chorrera: los disfraces forzados del conglomerado, los disfraces hípsters del “papá paga esto” y los disfraces punkies contrasexuales y chulitos de “Cuba viste como Ema, de Pablo Larraín”. 

Noté tres tipos de borrachos en La Chorrera: los borrachos tristes y sudados, los borrachos tontos y babosos y los borrachos locos y premonitores.

Faltaba autenticidad en aquellas proporciones de grandeza cinematográfica que se asomaban a la fiesta del Festival de Cine, pero qué se le puede pedir a una noche que no acaba de empezar ni de terminar.

“A La Chorrera no puedes venir todos los días” (a la manera de un anuncio); el lugar es como las drogas con muchos químicos que te fríen el cerebro por repetición. La ADMON debería aclararlo a la entrada y ahorrarnos el desgarramiento cerebral. Pero la ADMON tiene sus buenas intenciones al dejarnos pasar y repetir el asado de corteza cerebral.

La última noche salimos huyendo de La Chorrera y pasamos la madrugada en La Chalunga. Hicimos un ritual de fuego y cemento en La Chalunga; lloramos y reímos en La Chalunga, y agradecimos la existencia de un lugar abierto las 24 horas en esta capital en la que todo empieza a cerrarse a las 12 am. 

En La Chalunga han tomado las decisiones necesarias para que el local no tenga alma, y aún así está la calle, el túnel, el baño en el pasillo oscuro, los personajes que entran y salen, el pan grasoso y la cerveza. Es una verdad mohosa lo que voy a decir, pero cada cliché preserva cierto asombro: los ojos no sirven para ver el alma de las cosas, y este lugar equivocado es una muestra de ello; tú eres consciente de que lo que te amarra a ese sitio no es lo que estás mirando.

Después de lo sublime, en La Chalunga, regresamos a La Chorrera: ahí no nos dejaron pasar porque cerraban a las 6 am y ya eran las 5:58 am. Entregamos la respectiva queja a la ADMON; firmaban James Franco, Alfredo Castro y Ricardo Darín.

Recuerdo que hicimos un concierto en un poste. Usamos de instrumento un tornillo de metal, que esa madrugada tomé como talismán. No es antiguo, no está cargado del misticismo que el tiempo le otorga a los objetos, y eso puede debilitarlo como amuleto. Es un tornillo largo de un color plata brillante que no muestra índices de oxidación y que bien pudo caer del cielo. 

Tomando como instrumento al tornillito, el concierto fue un éxito. Sucedía entre dos estribillos pegajosos, tan superiores a este texto que no los reproduciré aquí.

“Chalunga y purpurina” fue una frase que se le ocurrió a Celia Ledón. Ella dice que las lágrimas son como la purpurina. Es interesante esa sensación resplandeciente de las lágrimas. En sus manos, grandes lagrimones de oro me hacían pensar en una foto de Man Ray y en el maquillaje que Lady Gaga lleva meses tratándome de vender en Instagram. 

Me puse a llorar hasta ver chispitas en mi cara. La aparición del oro toma un tiempo. El tiempo que se toma La Chalunga para mostrar su alma purpurina, el tiempo que se toma Celia para mostrar el bote de purpurina que lleva en su alma aparentemente tosca, el tiempo que tomo para recuperarme de esa última noche en la que olvidé las clasificaciones de moda y de borrachos porque probablemente yo sea un ejemplo de todas esas mediocres definiciones que nunca empiezan ni nunca terminan.

Si reescribiera ahora el guion del encuentro entre Martica Minipunto y James Franco, tendríamos que sentarnos en La Chalunga para que él me hiciera cuentos de su niñez y yo decirle: 

Ay, James, cómprame otra cervecita, que tú no sabes actuar.

Ay, James, cállate un poquito y sonríe sin hablar. 

Ay, James, ¿tú sabes querer? 

Ay, James, esta ciudad podría ser París, pero yo soy supersticiosa, ¿tú eres supersticioso, James? 

Cómprame una cerveza importada y déjame sola. 

No puedo, James, tengo novia, no quiero, así no. 

No, no puedo ser Lindsay Lohan para ti. 

No, no quiero, tienes saliva en la comisura de los labios. Qué asco. 

Ya sé que soy gordita pero bonita, no me asombras, James. 

Yo nunca dije que tú fueras culpable, James. 

Ay, James, Larry pensaba que tú eras más tierno. 

Ay, James, tú no sabes querer.

Esto no es otra lista de películas del Festival de Cine

Alfredo Castro exagera.

Si Alfredo Castro viniera de invitado al Festival de Cine yo quisiera escribir un guion en el que Martica Minipunto y Alfredo Castro pasan la noche juntos hablando mierda y escupiéndose de la risa; para ambos, la risa es el epicentro de todas las relaciones humanas.

Ahora estoy exagerando yo. Pero cuando un actor tiene el aquello de decirme tantas cosas con los ojos, el cuerpo y la voz, yo me enamoro y me río. 

Eso mismo me pasó con Yasel Rivero. Una tarde, en un performance en el ISA, Yasel se tatuó mientras hablaba de la amistad. Le escribí una carta esa misma tarde pero nunca se la envié (también cogió candela en la minilaptop Acer). Años después le escribí otra carta y su mamá se la entregó (usé un bolígrafo dorado, el mismo que usé para firmar Días de hormigas en su presentación oficial). Él y yo nos hemos dicho todo, pero nunca nos hemos sentado a conversar en La Chalunga. 

Si nos sentáramos en La Chalunga, yo le contaría a Yasel el millón de discriminaciones que sufro todos los días por ser gordita, mujer y tortillera; le hablaría de la perdedera gubernamental (andan como James Franco) y le enseñaría una libreta en la que voy anotando las similitudes entre la violencia de género en Cuba y el marabú.

Debo aclarar que lo que me sucede con Alfredo Castro es bastante clásico; supongo que sea una perversidad erótica que ha ido sembrando desde Tony Manero (también de Larraín), y que ahora no necesita mucho para que las cosas más aborrecibles me exciten. 

Hay algo en Alfredo Castro y en Yasel Rivero que no le tocó a James Franco: están locos o están enfermos o son demasiado buenos actores (o soy yo que exagero). Tú les puedes oler el alma, mientras que a James Franco se la tienes que inventar con poemas y situaciones anodinas.

Te cambio a James Franco por Alfredo Castro o por Adam Driver, y a Adam Driver lo cambio por Lena Dunham y a Lena Dunham la cambio por Nara Mansur Cao y a todos ellos los cambio por Joanna Montero. Joanna Montero me cambia a mí por Cate Blanchet y a Cate Blanchet la cambia por Juliette Binoche y a Juliette Binoche por Brad Pitt y a Brad Pitt por Isabelle Hupert. 

A Isabelle Hupert le debe dar tremenda pena ajena con James Franco. 

Me imagino una escena en mi película en la que Martica Minipunto entra al baño con Isabelle y Alfredo. Ambos quieren tocarse porque son calentones débiles, y a mí me da un ataque de tos. Como si se tratara de una película de Roy Anderson, Isabelle y Alfredo me ven ahogarme en el baño del Hotel Nacional y no hacen nada: hasta el momento del “Corte”, mientras agonizo y muero, no se oye ni una mosca, no se les quitan las ganas de hacer el amor.

Por transitividad, yo hice el amor con Jude Law en un Festival de Cine, así que nada es lo suficientemente escandaloso, porque el amor con un “famoso” es asunto de Bohemia (la publicación más bochornosa y lastimera que existe): se trata de un concurso de azares, parafernalia y coincidencia de una noche. Yo misma viví mi eco a lo grande con un director de cine famoso (famoso de verdad, austriaco) que me pedía le cantara canciones infantiles cubanas, y yo le daba manotazos en la cara para hacerme la interesante (hablamos de mis años más patéticos).

Debo aclarar que no me escandalizan estos hechos: ni el plátano amarillo bonito, ni que el imbécil de Alexander Otaola tenga seguidores. Nada me escandaliza, porque a estas alturas nada supera mi patetismo. Lo único que siento es asco, y ese sentimiento me basta para sepultar algunos deseos triviales como hacer una lista de películas del Festival de Cine.

Me senté en los cajones forrados con vinil rojo de La Chalunga y… Aquí no se puede completar nada. Han pasado seis años desde que la última vez que ingresé el nombre de James Franco en Google; mis prioridades son otras, prioridades más nobles y conectadas con el futuro que dejó de importarle a la gente que nació en 1991.

Escribo JAMES FRANCO y no abro ninguna ventana. Quiero cruzar y dejarme caer de la baranda que da al túnel, es la verdad; aparento felicidad mientras aspiro a incrustarme un cuerno, aparento amor mientras aspiro a rodar por un barranco en Yaguajay, aparento extrañar y vivo una vida de didascalia en la que ningún guion toma lugar. Debió ser todo el calcio del becerro flaco que tuvieron que sacrificar para darme de comer.

Escribo JAMES FRANCO y lo borro de inmediato. Pido porque todos los días sean viernes 13, porque la huella en la frente de un chichón performático me ayude a superar mis miedos y me deje llorar quintales de purpurina que rieguen criaderos de unicornios en la azotea de mi papá. 

Quiero que el viernes 13 me haga el amor sin la regularidad del Festival de Cine, porque este Festival le importa más al pueblo que su libertad, y eso es tan pueril como el productor de Sundance dándome la espalda: me deja con la palabra en la boca el tipo que lleva suficiente dinero en su bolsillo para que mi guion le cambie la cara de asco al país más cinematográfico del mundo.




París no me importa ni pinga

París no me importa ni pinga

Martica Minipunto

Al llegar a París sentí que el metro me acogía, que los rostros ajenos me miraban de soslayo y que todos los inmigrantes, los refugiados e indocumentadospisoteados por la Unión Europea y maldecidos por el mar y las fronteras, entendían que mi amor por la humanidad estaba embarrado por el repudio y la tristeza.


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