Empujar cuesta arriba una enorme bola de mierda

La vida de un escarabajo pelotero se resume en caminar de espaldas y empujar una bola de estiércol mucho más grande que sí mismo. Eso y poco más: aparearse, depositar los huevos dentro del amasijo de excremento, y devorar la pelota de mierda. Luego acontece la muerte del coleóptero.

Gilles Deleuze no tenía reparos en admitir que le disgustaban los animales domesticados, o esos animales familiares o de familia. Odiaba los gatos restregones; el ladrido de los perros le parecía el grito más estúpido del reino animal. Sin embargo, tenía fascinación por ciertos bichos: pulgas, piojos, arañas. Ahí está su bestiario. Le impresionaba el carácter reducido de esos mundos animales, su pobreza, y los estímulos que los movían. 

Mundos como el de la pulga. 

Atraída por la luz, la pulga espera sobre una rama el paso de un mamífero. Se arroja al lomo del animal, luego busca la zona con menos pelaje, se entierra bajo la piel, y lo demás es harto conocido. El resto del mundo le vale una mierda.

Signos, estímulos, estar al acecho. Habitar un territorio, reconocerse en él, y abandonarlo… Desterritorialización. 

¿Qué hubiera dicho Deleuze del escarabajo pelotero?

A inicios o mediados de mayo, da igual la fecha, me vi, cual personaje de Kafka, en mitad de una metamorfosis. Bien temprano en la mañana de un domingo COVID, camino a la sala, un ruido atroz me sacudió los restos del sueño.

En aquella mañana medio fresca, medio silenciosa, se vino abajo el repello del techo de la bodega contigua a mi casa. Pero repello-del-techo-de-la-bodega, aquí, significa: anchísima-capa-de-revoque, lo que es igual a: súbito aluvión de escombros. 

¿Qué sentido tiene hablar de la brigada de picapiedras que perpetró la reparación de un inmueble anterior a la Revolución, anterior incluso a los paseos de un Ernest Hemingway borracho, hosco, de gorra y camisa a cuadros, barba y bermudas en la Calle Real de Cojímar, con el mar y el recuerdo de una pesquería en el Pilar como mental telón de fondo?

Si ya la bodega era un caserón horrible, con la triste e inmunda pinta y el tempo y el hedor de las bodegas diseminadas por todo el país, ¿para qué detenerse en aquel domingo de escasez y desespero exponencial?

¿Quizá por los signos, los estímulos, el territorio? 

¿Por la necesidad y la obligación de estar al acecho?

Por suerte nadie aguardaba en el portal. Nadie esperaba nada, ni desesperaba por la llegada de algo. 

En la bodega no había nada troceado en cuartos congelados, nada molido supurando sangre, nada aglutinado con harina. Nada que animara ni a las moscas ni al cáncer. Solo ratones y gorgojos hacían de las suyas en el almacén.

Creo que ningún contratista ni albañil alguno fueron amonestados ni multados por el derrumbe; pero eso, ahora, no importa. No es un signo que valga la pena, ya se verá. Punto y aparte.

¿Alguna vez escuchaste el sonido de un derrumbe?

No es lo mismo leer un reportaje o una noticia donde se habla de un balcón que, al desprenderse, aniquiló a varias niñas mucho antes del arribo de la pandemia al país. Incluso con imágenes impactantes, leer un reportaje no es comparable con escuchar el sonido de los escombros precipitándose sobre los cuerpos, el pavimento y la acera, seguido de los gritos de familiares y vecinos.

De aquel derrumbe supe por las redes sociales y la prensa. En este derrumbe de Cojímar, los treinta minutos extras que dilapidé en mi rutina (echar mano del nasobuco, camisa de mangas largas, gorro, y dejar a los pies de la puerta una alfombra humedecida por un chorro de hipoclorito) antes de salir de recorrido para comprar lo poco que sirve, me libraron de ser un testigo presencial.

Pero lo escuché. Me sobrecogió el estruendo. Luego vi el reguero de escombros.

Mientras calculaba el ancho del revoque y el peso de los trozos esparcidos, pensé en la tragedia que pudo haber sido. 

Ejecuté un paneo en el paisaje circundante. El estado de varios edificios en cien metros a la redonda ayudó a fijar en mi memoria el ruido y el tamaño de la nube de polvo que, por unos minutos, quedó suspendida en la quieta mañana. 

Signos, estímulos, territorios, estar al acecho…

Tras observar el panorama de la estática milagrosa y la tendencia al desplome (escenario casi de posguerra en el que se alternan las fachadas del color de la piedra caliza calcinada, el color del moho y la pobreza, y las grietas ascienden por las paredes cual sierpes, desde los cimientos a los techos), recordé una conversación con la artista visual Grethell Rasúa.

Hablábamos de su obra. En 2018, escribí un artículo donde ponía en tensión una parte de la obra de ella y la de Reynier Leyva Novo con el contexto social y político que las generaba

En 2005, Grethell Rasúa realizó en El Hueco, bajo del puente de la Lisa,  la acción plástica titulada Dual. Su propósito era pintar las paredes exteriores de una casa bastante precaria con un líquido a base de barniz y excrementos de sus inquilinos. 

Entre 2008 y 2019, para la serie Cubiertas de deseos, Rasúa documentó, a través de fotos, lo que cada inquilino pudo hacer en el arreglo y embellecimiento de la fachada de su apartamento según su propia noción de belleza y los recursos a su disposición. Más allá del resultado final en cada apartamento, el interés estaba situado en el conjunto. Lo ideal era “leer” el resultado de los arreglos ejecutados sin acuerdo previo entre vecinos, cada uno a su aire, y sin que a nadie le importara el batiburrillo de colores o los cambios de ventanas y puertas en las fachadas de los viejos edificios.

¿Es descabellado extender/entender ambas obras como metáforas de la masa arquitectónica de casi todo el país, y de la imposibilidad de un empoderamiento real? 

La desconexión entre el Estado, por un lado, y la conservación y la reparación, por el otro, no concluye en ese lapso de tiempo abarcado por la artista en la serie Cubiertas de deseo. Continúa. Y va a peor. 

Solo hay que andar La Habana para poner en perspectiva arquitectura, ejecución de obras, actores sociales involucrados en la construcción, y futuros moradores. Una perspectiva crítica. Armarse de una ruta crítica.

Tras dejar atrás el derrumbe, camino a la tienda, podía recorrer un poco esa ruta. Bastaba mirar a ambos lados de la calle. Si los municipios de Habana Vieja y Centro Habana son dos estercoleros; Cojímar, en menor escala, también lo es.

Signos, estímulos, territorios, estar al acecho entre ruinas y mierda. 

Hacer una pequeña bola con todo eso. Y empujarla.

Más allá de lo kitsch, más allá del feo diseño arquitectónico de cuanto se construye. 

Cierta vez vi una brigada de constructores levantando una comunidad de edificios en Cojímar. Aunque trabajaban bajo las órdenes de un jefe de obra, se pasaban por el forro los conceptos de línea recta, línea curva, proporciones, sentido común, nivel, acabado… Ellos y su Jefe. 

¿Al igual que las pulgas les valía mierda todo lo que no fuera su pequeño mundo? 

¿Les daba igual porque no construían casas que luego habitarían? 

Camino a una de las tiendas en las que compro lo que casi nadie consume, está el malecón del pueblo. 

Mírese la escena desde un barquito como el Pilar

El mar bravío, en los sucesivos impactos contra el litoral en los días del huracán Irma, destrozó la mitad izquierda del muro y cuanto quedaba de un viejo muelle. La otra mitad quedó en pie.

Enviaron a Cojímar una brigada con áridos, cabillas, pipas de agua, mezcladoras de concreto. La mitad destruida fue levantada de nuevo. Quedó con una calidad similar a la de los apartamentos construidos por aquella brigada que, bien mirado, como la pulga responden a muy pocos excitantes.

¿Es una metáfora que haya sido la mitad izquierda del malecón (según el sentido del mar al ensañarse con el paseo marítimo) la que quedó descabelladamente mal?

En aquel texto donde ponía en perspectiva las obras de Rasúa y Novo, comenté la obra Sin título (militares y civiles), de 2018. Se trata de una alfombra hecha con retazos de uniformes militares y ropas de civiles. Una alfombra que no es otra cosa que la traducción de todo el archipiélago en una moqueta.

En esa tensión entre la población civil y la junta militar al mando, tiene lugar una paradoja: el negativo de la imagen de un cuerpo aparentemente sano al que de pronto le brotan pústulas. 

Esa ardua y descabellada imagen que intento construir se resume en una ciudad deteriorada en extremo donde crecen hoteles, cual bellas pústulas. 

Una de esas pústulas ha sido proyectada para levantarse en la avenida 23. El futuro Hotel Torre K, altísima atalaya, edificio tan incongruente con el entorno como el hotel Paseo del Prado, proa de concreto, metal y cristal.

A pocos metros de donde se instaura el glamur del Manzana Kempinski y el Packard, se extiende una ciudad desvencijada, con aguas pútridas en mil y un lugares, desabastecimiento de agua, vertederos… 

Casi toda la capital es como un basurero enorme con vista al mar, un garbageland. Sus fronteras se han ido extendiendo con el tiempo, y ni siquiera las frena el litoral. Mierda acumulada, que incluso fluye hacia el mar. Pobreza acumulada, que se desborda. Desidia, villanía, jugadas traperas para juntar quilos.

Antes de que la pandemia se instaurara en garbageland, para la mayoría la única noción de futuro (entendido cual jugada de empoderamiento) estaba concentrada en la estampida. Salir disparados hacia coordenadas geográficas a muchas millas de este campamento.

No hay peor manera de finalizar un texto que arranca con el devenir de un escarabajo pelotero y el sonido de un derrumbe que evocando la lectura de Garbageland, novela postapocalíptica de Juan Abreu.

En esa novela, Cuba no es otra cosa que un basurero atravesado por una carretera. Mierda y contaminación por todas partes. Vigilancia y castigo, estrategias de sobrevivencia en la podredumbre, los personajes acarreando y comiendo alimentos de muy baja estofa, vigilancia y muerte. El sol y las patrullas aniquilan a quien salga a la superficie sin protección, sin andar al hilo. 

En Garbageland hay mucho más que lo resumido en el párrafo anterior. Hay también fragmentos del Diario de campañade José Martí, que se leen, digamos, en contraste con esas ficciones, autónomas cada una respecto a las otras, pero a la vez entrelazadas.

Lo que vio y vivió Martí en la manigua, puesto en tensión con una Cuba del futuro, una Cuba arrasada. 

La endemia del erial.

Y esa carretera que comienza en Garbageland, de Juan Abreu, parece terminar en La autopista. The Movie, de Jorge Enrique Lage. Al tiempo que atraviesa la isla, conecta la ficción de dos autores situados en generaciones muy diferentes. 

La Cuba de Lage es un poco más amable (solo un poco), pero es pródiga mostrando un panorama asolado, casi desolador.

La Cuba COVID es mucho más amable que la de Lage en La autopista…, pero es pródiga en hastío y una serie de adjetivos que prefiero abortar. 

Camino a la tienda, sigo mirando el paisaje. Suspiro. 

Y sigo cuesta arriba empujando la esfera, esa bola de mierda muchísimo más alta y pesada que yo. 




Paseando en Uber con Mariela Castro - Ahmel Echevarría

Paseando en Uber con Mariela Castro

Ahmel Echevarría

A bordo del Ford Crown Victoria, Mariela Castro se quedó dormida. Al igual que Silvio Rodríguez en el estéreo, tal vez imaginaba cantos, soñaba un porvenir. ¿Qué cantos? ¿Qué porvenir? El paisaje seguía siendo un mar de cañaverales rizados por la brisa, con algunas palmas y árboles destacando sobre el fondo azul.


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