La cigarra de Yevgeni Zamiatin

Lo que más me gusta en la vida es reírme, me hace sentir saludable. Estar saludable te hace pensar que eres joven, es decir, que vas a poder recomponerte de cualquier caída; que nada te hace daño. La salud también te permite el lujo de tener un espíritu sano: si no te duele nada, es más fácil ser generoso.

Adoro la música y adoro el silencio. Me encanta escuchar la misma canción una y otra vez, como si entendiera que sus ondas se meten en las pequeñas venas de mi cerebro y le dan ritmo a las ideas que corren por ellas.

La noche del pasado sábado escuché una música que no reconocía. En mi vasto archivo de sonidos, solo encajaba en algo así como un grillo gigante que me quería romper los tímpanos. Comparé el tamaño del sonido con el de un animal. Era imposible: tenía que ser una especie de Gregorio Samsa.

Traté de agudizar mi biblioteca sonora. La naturaleza no es tan puntual, me dije, siempre te deja un elemento irregular para que sepas que se compone de alguna emoción mal resuelta.

Era demasiado perfecto. Paraba en seco. Volvía a sonar en seco. No había transición.

Dolía tanto el sonido como la brusca falta de sonido, que, por contraste, me hacía sentir como si estuviera debajo del agua, en un aterrizaje de avión o en un cuarto sin oxígeno.

La estridencia era definitivamente metálica. Aunque estaba sola, dije en voz alta: “Uff, ya se rompió el televisor!”, y lo apagué. El sonido seguía. Miré mi teléfono, aunque sabía que de ahí no venía. Un gesto automático: era el otro aparato eléctrico en el cuarto.

Desconecté todo lo que estaba conectado a la electricidad en la casa. El sonido seguía. Noté que si me acercaba al balcón, era aún más fuerte y penetrante. Miré en las dos pequeñas macetas plantadas que estaban allí, pero no había ningún insecto. Miré desde el balcón al edificio de al lado (un antiguo cuartel de la DSE, hoy la ONAT nacional). No había nada extraño, ninguna antena en las ventanas, y en el techo, el mismo aparato de aire acondicionado que lleva años ahí.

Grabé el sonido varias veces para mandárselo a mi hermana, a ver si ella sabía de algo que sonara así en la casa.



Empecé a pensar en cómo refugiarme del sonido. Me puse unos trozos de algodón en las orejas. Aunque más bajito, todavía escuchaba el ritmo de aquel ruido destructor. Tenía como capas. La capa externa, la más evidente, era como algo metálico y persistentemente incómodo. La capa interna tenía el ritmo de algo insoportable pero como más elaborado; yo trataba de encontrar en él alguna estructura. Imaginaba una especie de código morse para reventarme el cerebro de dolor.



Decidí irme al cuarto, cerrar todas las ventanas y la puerta. Aseguré bien el algodón en mis oídos, traté de dormir. Después de dos horas, con el sonido batallando para entrar por donde fuera, me sumergí en un sueño profundo.

Todas mis parejas lo saben: cuando duermo entro a otro mundo. Me vanaglorio de eso. Siempre cuento que un día me quedé dormida en una fiesta en Nueva York al lado del baffle, mientras el DJ hacía sus maromas a todo volumen. Mi cuerpo también es sano de esa manera.

¿Habrá pasado esto antes, mientras dormía?



Al día siguiente me levanté con tremendas náuseas. Pensé que era hambre, y me hice un desayuno. Pero el malestar seguía. Tenía un dolor de oído muy fuerte: por dentro, quizás por donde algo se une a la mandíbula. Pensé: ¿será un diente? Pero el dolor era un poco más arriba, y adentro, como el que me dio de niña cuando tuve otitis.



Tenía una migraña excesiva, algo completamente nuevo para mí. No podía leer, no podía escribir, no podía seguir el hilo de una película tonta, donde no había mucho argumento. Era como si mi cabeza fuera más grande de lo que es, como si estuviera llena de un agua sucia que se mezclaba con mis ideas y mi percepción.

No podía pensar, la cabeza estaba llena de neblina. Iba a ser un domingo perdido.

Recordé el sonido de la noche anterior: ya no estaba. ¿Me lo había imaginado? Cogí el celular y escuché lo que había grabado. Al oírlo, todo me dolía aún más. Lamenté que mi teléfono no hubiera registrado la estridencia, el volumen.



Lo puse en Facebook a ver si alguien sabía qué era aquello. Quería ampliar mi biblioteca sonora y ver cómo lo podía parar si regresaba.

Un amigo me mandó un enlace a un artículo donde salía exactamente el mismo sonido, esta vez en todo su esplendor: se notaba que había sido grabado profesionalmente. Me alegró saber que no era algo único, pero el titular me chocó: Ataques sónicos…

Algunos de esos ataques ocurrieron justo al lado de mi casa. Concretamente: al frente y al lado de mi casa.



Todo activista es un poco paranoico, pero la paranoia puede parecer ridícula a quienes no están en peligro. Así que solo a las personas más allegadas les compartí que era exactamente el mismo sonido, pero mejor grabado.

Me quedé atónita.

Un periodista me contactó; me dijo que él sabía de un opositor que había tenido una experiencia similar a principios de año. Pero también me dijo que, cuando supo del incidente, hasta él mismo tuvo dudas.

“Está exagerando”, “está loco”, “está buscando ser noticia”. Es lo que piensan quienes no saben que la opresión no siempre es documentable. Es posible frenar a alguien encerrándolo en una cárcel, pero también mediante cosas que son difíciles de probar. En tales casos, empeñarse en que todos te crean puede terminar quitándole a uno su credibilidad.

Sigo con dolor en los oídos y a veces con dolor de cabeza. Estoy mejor, va y viene. Lo incómodo es que nunca he padecido de esto, tengo que negociar con ese dolor.

Sigo apuntalándome en mi buena salud, en mis células que se regeneran cada vez que me río.

Lo único que me molesta es que no puedo poner a Rihanna y escuchar Love on the Brain en los audífonos: me resuena todo, duele. Tampoco, por ahora, puedo oír a Masha Gessen contándome (desde su audiolibro) cómo se desbarató la Unión Soviética mientras yo camino por calles que se derrumban en La Habana.




La histeria como himno nacional - Tania Bruguera

La histeria como himno nacional

Tania Bruguera

Entiendo por qué es difícil para la gente reconocer que existen estos momentos: es ver sin metáforas el horror de un pueblo. Yo me quedo con esta imagen: dos mujeres dentro de la turba, desde el otro lado del cristal de la patrulla, nos hacían la señal de “me gusta” con sus manos, dejándonos saber que no eran todos, y que no eran tan sinceros.


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