Monstruos para asustar a niños comunistas (IV y final)

El mono viejo

En la finca las cosas se hacían como quería y ordenaba el jefe. Al jefe le gustaba las peleas de gallos, sentarse en el balance del portal y darle a cada rato un buen sopapo a su señora.

El jefe no tenía grandes preocupaciones. Sabía que su carácter, su mano dura, mantenía a sus trabajadores tranquilos. Nadie levantaba la voz. Nadie se cuestionaba nada.

Al jefe le gustaba que sus trabajadores estuvieran bien peladitos, afeitaditos, y sobre todo que hicieran las cosas como él quería. A su manera. En la finca sí que no había nada de aquello de musiquita extranjera, ni cositas nuevas.

Todo tenía que mantenerse como siempre. Las ideas distintas, las olas novedosas que surgían de la cerca para afuera, no podían traspasar para su lado. El jefe estaba seguro de que él hacía las cosas de la manera que había que hacerlas. Lo demás, el exterior, estaba podrido.

A veces se aparecía algún visitante. El jefe se ponía su mejor traje y, con cara de buen anfitrión, le ponía una mano en el hombro y lo guiaba por las partes “lindas” del terreno. El pocito de agua, las caballerías, el gallinero. Aquello que estaba preparado para dar una buena imagen. Los trabajadores ya sabían lo que tenían que decir: que allí sí eran felices, que los trataban de maravilla, que no había mejor lugar en el mundo que esa finca, que no había mejor jefe en el universo que su jefe.

En estas visitas nunca se iba a la parte de atrás del granero, ni a la derecha del potrero. Los lugares más feítos, donde estaban los trabajadores que se habían portado mal, y donde, además, solía descansar el hijo del jefe, un muchacho con problemas. Nadie de afuera podía ver esto. Afeaba. No era bueno. Para los extraños, era importante seguir con la idea de que en la finca todo estaba bien.

Para el jefe, era una cuestión de vida o muerte que el resto del mundo creyera que ahí, en su finquita, no pasaba nada malo. Su subsistencia dependía de ello.

Un día llegaron unos hippies a las afueras de la finca. Un grupo de jóvenes con nuevas ideas, con ganas de cambiarlo todo. Los muchachos no traspasaron la cerca, pero así y todo eran un peligro. Estaban en contra del maltrato animal, y rechazaban cualquier tipo de abuso de género. Representaban, en fin, todo lo contrario a lo que el jefe había establecido en su terrenito.

Los trabajadores de la finca empezaron a escuchar, a lo lejos, la musiquita de los hippies. Por culpa de la cocinera, que era bien curiosa, todos se enteraron de las ideas nuevas, las ideas locas, que profesaban los recién llegados.

El jefe no sabía qué hacer. Agarró su escopeta y los amenazó. Buscó un líder. Pero en el grupito nuevo no había ningún líder. De eso iba precisamente toda esa filosofía. Todos se respetaban entre todos. Nadie le levantaba la voz a nadie. No había un líder.

Sin encontrar la manera de resolver la situación, evitando caer en la violencia —porque si aquello se ponía sangriento, el jefe podía perder su estatus; sería un escándalo—, el jefe creó un plan macabro.

Agarró a su hijo, al muchacho con problemas, y puso a su señora a hacerle un traje especial: una especie de mono de trabajo enterizo, acompañado de un gorro de tela con dos orejas largas. Luego le dio al hijo un látigo y lo mandó a asustar a los jovencitos que estaban en las afueras.

El muchacho —que a partir de ese momento sería conocido como el “mono viejo”— salía todas las noches, cuando los hippies dormían, y daba látigo como un loco. Como un poseso.

Dicho así, puede ser que no parezca fuerte, que se vea tan solo como una broma macabra del patriarca, pero la verdad es que cuando aquello se aparecía en el campo nocturno, lleno de yerbas altas, daba un miedo tremendo.

Para colmo el muchacho, por sus problemas, hacía unos ruidos bien extraños mientras azotaba. Ruidos de animales. Sonidos de desespero y frustración. Por su carita, tapada por la tela, corrían las lágrimas. Llanto de tristeza profunda. Imagina que tu propio padre te mantenga escondido y luego te use de esa manera.

El muchacho entendía. No era una mente brillante, pero sabía lo que estaba pasando. Él ya no era Manolito, no era pipo, ni chiqui, ni el niño de la enfermedad rara y la mancha en el hombro. No. Era simplemente el monstruo de la finca.

Los hippies no entendían lo que pasaba. A fin de cuentas estaban de paso, no valía la pena detenerse allí ni preocuparse por un viejo loco o un terrenito de mierda. A los pocos días se fueron.

El jefe se sintió vencedor.

Los trabajadores habían tenido una especie de pequeña esperanza, pero todo se desvaneció. Volvían a estar solos, embarcados con su suerte, pero un poquito peor que antes. Porque ahora el jefe alardeaba de que los jóvenes salieron huyendo llenos de miedo.

El jefe se inventó un cuento con aquello: les decía a sus trabajadores que el “mono viejo”, el monstruo de la noche de los campos, era uno de los hippies. Un hippie que, en el fondo, estaba en desacuerdo con sus compañeros, y había hecho eso para desintegrar al grupo. Divide y vencerás.

El jefe siguió fumando su gran puro en el portal, mirando por encima del hombro a sus trabajadores, que ahora, para colmo, tenían miedo de cruzar la cerca y encontrarse con el monstruo que rondaba la finquita.

El jefe siguió maltratando a sus animales y golpeando a su mujer. Total, era de su propiedad, y en su mente estrecha las mujeres estaban para eso: para ser bonitas, calladitas, buenas cocineras, y para complacer a su amo en todo.

Del niño no se sabe mucho más. Solo que aún conserva su traje y mantiene su odio feroz hacia el padre. Pero no hace nada con eso. No es un chico violento. Si no lo presionan, se deja estar, tranquilo, jugando con los animalitos.

Debido al chisme, al boca-oído, a las leyendas que se esparcen con el viento, en algunos pueblos cercanos a la finca copiaron al personaje del mono: hicieron unos trajes parecidos y, en los carnavales, buscan al borracho del parque para que se vista como el “mono viejo” y asuste a los niños.

El jefe sigue tranquilo, cuidando su pedacito de tierra. Los hippies van y vienen, pero ya ni se acercan a la zona. Ya no son tan jóvenes. Tienen otros intereses. Algunos han viajado. Otros se han casado, han tenido hijos, y aunque no pierden su esencia, a veces se miran al espejo y se ven más cerca del jefe que de los jóvenes que una vez fueron.

Y a veces, en Madrid o en París, se reúnen a tomar algo y hablan de aquellas noches del campo, cuando el monstruo se aparecía y los asustaba. Sonríen como niños, se quedan pensando en el horror de la finca y pasan a otra cosa.

Hay ciertas maldades que son muy difíciles de vencer.



Dibujo de Camila Lobón. Imagen de portada.




Carlos Lechuga

Monstruos para asustar a niños comunistas (II)

Carlos Lechuga

Para un pionerito de pañoleta roja, esas historias de gusanos eran bien aterradoras. En ellas había una violencia que un niño no podía descifrar. ¿Quién era la víctima? ¿El Estado? ¿Quiénes eran los violentos? A cada rato tenía pesadillas. Veía a un equipo de fumigadores que iba casa por casa, barrio por barrio, buscando a algún gusano.





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