Horario laboral

Patricia no quiere salir de su casa. Es verdad que de ese perro apartamento no hay necesidad de moverse. Por un lado, una terraza que da al Malecón; por la otra esquina, se ve la calle Línea. Todo en una piso catorce.

Piso de granito. Ventanales. Poco ruido, mucho viento y ambiente de playa.

Patricia anda descalza de la cocina al salón, con una camisetica sobre su menudo cuerpo. Un pantaloncito de tela le marca sus nalgas.

Patricia tiene un problema grave: quiere que venga a pasarme un fin de semana entero con ella. Pero no puedo. Hay algo (ni yo mismo sé lo que es) que me echa para atrás, que no me deja avanzar, que no me permite lanzarme a una empresa de tal envergadura.

Hay una cosa que no les he dicho y que puede ser determinante: Patricia es tronco de alcohólica. Desde las diez de la mañana está mirando los relojes y autoengañándose para decir que son las once. Y no, no son las once. Son las diez. A esta hora, en esta ciudad, la gente ya lleva seis horas en una cola para un pedazo de pollo. Un taxista ya ha dado varias vueltas y la gente que trabaja en las empresas estatales ya han salido tres veces a fumar afuera y embarajar.

Pero Patricia no tiene ninguno de estos problemas. Es de una familia con dinero; su padre le dejó un baro largo y unas tierras en las afueras de La Habana (Candelaria, Guanajay, no sé dónde coño es). Ella para lo que está es para el arte del anestesie: dos hielitos sonoros en un vaso grueso de cristal, y un chorro generoso de cualquier añejo que no sea dulce.

Patricia baja trago, y su cuerpo se suelta. El pecho se le pone colorado y la cara se le relaja. Menos arrugas. Menos tensión en los hombros. Suavecita. Suavecita y cariñosa. Es ahí, o quizá un poco más tarde (cerca del tercer o cuarto vaso), cuando empieza a hacer planes. Y cuando digo planes, me refiero a planes con mi persona.

Onda: “Charlie, tú estás ya para quedarte tranquilo. A ti ya te han dado demasiados golpes en este país. Relaja. Vente pa’ acá arriba conmigo. Me cocinas, sales a hacer algunos mandados y poco más. Yo no te voy a quemar. Te voy a dejar a tu aire. Allá en el fondo hay un cuartico con entrada independiente que puedes usar. Yo no soy celosa. Te puedo dejar que entres a quien quieras. Solo una cosa: me dejas mirar… Ay, Charlie, yo no pido mucho”.




En ese momento yo no puedo hacer otra cosa que reírme y pensar: ¿Qué fue lo que salió mal? ¿En que se equivocaron sus padres? Un ejemplar de mujer así, buena onda, inteligente, bonita…, que de repente, a los treinta años, decide alejarse (autoexcluirse, autoexiliarse), decide que no participa más: “Ni a favor, ni en contra: todo lo contrario”.

Es verdad que, desde acá arriba, si te sientas en el suelo y pegas la espalda a la pared, no se ve nada. Patricia ya me ha dicho varias veces que está loca porque una grúa levante su casa y la coloque en Callao o en Salamanca, en Madrid. Sentado acá en el suelo, desde donde escribo estas palabras, no parece que estemos en Cuba.

Es muy rico eso de vivir en Cuba sin que parezca que estamos en Cuba.

Hoy mismo, por ejemplo, yo pasé tremendo trabajo para conseguir el ron que le traje. Todo el mundo sabe que a mí lo que me mata es el cine y que vivo de escribir, pero así y todo el dinero no me alcanza y tengo que hacer este tipo de recados. Patricia me da dinero, yo le busco el ron, me quedo con un poquito del vuelto y dispongo del refrigerador de la casa. Cocino. Me llevo algo para después, y muchos libros. Libros del viejo de Patricia. Libros del Coronel (que, por supuesto, nunca tuvo quien le escribiera, y da igual: a nadie le interesa la onda “militares cubanos”; es muy burda, no tiene ningún swing).

Entonces, Patricia está tirada en la hamaca con su trago en la mano, y yo solo escucho el viento y el hielito contra el vaso. Quiere que le recargue el trago y me llama, como si yo fuera un perro.

Dejo la compu, voy hasta ella. Cuando agarro el vaso me toca la ingle con el pie, me mira con sus ojos azules, veo las raíces de su pelo oscuro teñido de rojo. Pelirroja de ojos azules y muchas pecas.

El muerto que me acompaña, el negro esclavo, se me monta con tremendas ganas de darle cabilla a la blanquita. Pero aunque no lo parezca me queda un poco de razón, de cabeza, y hay algo que no sé… Algo que no me deja avanzar.

No sé si es el olor a trago. El temor a engancharme y quedarme preso acá arriba de por vida, como si tuviera 70 años y todas las balas gastadas. Vaya, si tuviera 45 me quedaría. Estaría cómodo.

(Patricia la mama con mucho cariño. Lo sé porque una vez, allá por el año 2017, se me tiró en una parada de guaguas. ¿Y que hacía la princesa en una parada de guaguas? Ni idea. Pero sé que fue en una parada de guaguas).

Me separo de ella y voy a servirle el trago. En el camino voy pensando que si no aguanto una tarde entera en esta bobería, en este ambiente sin conflictos, imagínate meterme tres días seguidos. Qué va. No puedo.

Paso por la mochila y veo que me han llamado seis veces. No quiero que me molesten, pero puede ser algo importante. Alguien me ha llamado seis veces con el 99 (a pagar yo). Dudo unos minutos y preparo el traguito de Patricia sin prestar atención. Me decido y llamo para atrás.

¡Pinga! Era la mujer de las pastillas de mi madre. Ya está lejos. Ya hoy no puede regresar, quizá mañana tampoco. Me cago en todo. Esto me pasa por estar en esta altura, comiendo mierda con esta ricachona, alejado de la realidad, del pavimento, de la verdad, de lo que me toca.

Regreso a la hamaca un poco encabronado. Le doy el trago a Patricia y ni me percato de que se ha quitado toda la ropa.

La muy loca se ha teñido de rojo los pelos del bollo. Rojo candela. Se ríe. Se pasa la lengua por los labios.

Rápidamente, me pasan dos opciones por la cabeza: salgo huyendo y me voy a mi casa a quejarme de todo, pero con los pies en la tierra, o sigo jugando a las alturas y doy cabilla un rato.

Me agarro el rabo por encima del pantalón y se lo pego en la cara a Patricia. Ella me zafa el cinto, suelta el botón y baja la portañuela. Se mete mi rabo en la boca. Está flácido. Suavecito. Pequeñito.

Patricia empieza a mamar y mis ojos se van a la ventana. A lo lejos, en la calle, hay un carro gris y una mujer con una saya negra y una camisa blanca. La mujer se pone la mano derecha como visera; le molesta mucho el sol.

Es temprano. Estamos en horario laboral. Patricia sigue mamando por gusto. No se me va a parar. Ya lo sé. Mi cabeza está en otra parte.

Estoy pensando en que me perdí a la tipa de las pastillas, en que esto de ser artista en el trópico es tremenda mierda, en que la culpa de todo la tiene el maldito ego.

Debería haberme puesto para conseguir un trabajo estatal. Normal. De 8 a 5. Con los pies en la tierra. Sin esperar que nada caiga del cielo. Sin vivir vidas ajenas, en casas que no me tocan. No sé. Hay que tener menos boberías en la cabeza.

El cuerpo me está pidiendo una buena cola de seis horas, un tabaco malo y un ron rompe pecho. Así no espero nada mejor. Así me dejo estar. Fluyo con la vida.

Como Patricia, pero 13 pisos más abajo.




Karla Pérez

Aeropuertos y mazmorras

Carlos Lechuga

Escribo estas líneas pensando en la situación de la periodista Karla Pérez. Con este castigo, con este destierro, el gobierno cubano hace un juicio ejemplarizante. Para que todos los jóvenes que quieren una Cuba mejor, sepan que es por gusto. Te pueden joder la vida en un santiamén. Estés aquí, estés allá, dondequiera que estés.





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