Nadie. Todos

Nadie, la película de Miguel Coyula sobre la gigantesca figura de Rafael Alcides, acaba de obtener el premio al Mejor Documental en el Festival de Cine Global Dominicano (FCGD). Es, por supuesto, una muy grata noticia. Nadie es el testimonio conclusivo en el que durante poco más de una hora, a través del collage, Alcides entabla una feroz conversación con Fidel Castro. Lo pone de tal manera en su sitio que en noviembre de 2016, hacia el final del documental, Fidel fallece, aplastado por el peso de la lengua del poeta.

En Cuba, de más está decirlo, el documental no va a exhibirse en ningún circuito de cines, en ningún festival de más o menos rango ni en ninguna muestra de realizadores, sea joven o de la tercera edad. Los pocos que han tenido la oportunidad de disfrutar de Nadie lo han hecho en algún espacio alternativo de La Habana, como la galería El Círculo, en Vedado calle 10, o, modestamente, en la sala de la casa de Coyula, donde de tanto en tanto un grupo de curiosos se reúne.

Nadie es tan abiertamente desafiante que entra de lleno en ese agujero negro nacional en el que no solo lo van a censurar, sino además que nadie protestará por la censura. Es un cóctel de temas nocivos sobre el que va a correrse un manto de silencio y el bohío astuto que es el mundillo cultural criollo va a evitar una vez más que la estela del ciclón Alcides se lo lleve por delante.

El hábito de la censura está tan cultivado entre nosotros que los debates desatados sobre alguna película, libro o exposición que el brazo del Estado prohíba son la primera medida, para los que no hemos visto esa película, leído ese libro o asistido a esa exposición, de lo rematadamente inofensivo que ese libro, película o exposición deben ser como para que el aparato de medios y críticos al uso decida llegar al punto de discutirlo públicamente.

Pero es justo, después de todo, que Nadie no sea un documental ampliamente aplaudido por la jauría de cinéfilos toscos que inunda de tanto en tanto la avenida 23, sino que discurra con la misma extraña quietud y la misma desconcertante frugalidad con que ha transcurrido la mayor parte de la vida de Alcides, casi en el anonimato. Es algo que, de antemano, Coyula seguramente supo. Que Alcides, que se lo ha chupado todo, que se ha chupado incluso a él mismo en un luto que, sin que lo sepamos, nos está salvando al resto, se iba a chupar la película también.

No es cualquier cosa. Es saber que vas a poner a hablar a un hombre que merecía un cuento mejor que nosotros para contar y que lo que te va a decir no va a poder ser escuchado ahora. La sensación es que Alcides, aunque esté hablando de lo que él llama la trágica pérdida de la Revolución, conversa con personas que o bien existieron mucho antes, o bien no existen todavía, o bien no van a existir nunca.

Hay aún en Youtube, hasta donde sé, unos cortos pequeños, algunos incluidos íntegramente en el documental, en los que Alcides diserta sobre la belleza, sobre la prostitución intelectual, sobre el poder y la censura y la devastación. Ahí se puede comprobar lo que es más importante en todo esto. La voz de Alcides, su tono de acordeón grave, que es un jab.

Yo visité a comienzos de enero, lo cual es ya una costumbre entre nosotros, su casa diminuta de Nuevo Vedado, y conversamos, por supuesto, de Fidel Castro. Sentí, cómo decirlo, que estábamos en 2017, sí, que Alcides tenía más de ochenta años, sí, que este es el final de la travesía, sí, pero que su metal de voz sigue siendo el metal de voz de 1960, sea lo que sea que esto signifique.

Probablemente es Alcides la única persona en Cuba que haya sido capaz de conservar semejante cosa. Es un hombre al que no se puede mirar fijo por mucho tiempo, porque algo se empieza a mover de sitio dentro de uno, como un vaso que se cae del aparador.

En algún momento me dijo que su cuerpo es el traje que le dieron, y que su cuerpo, efectivamente, se había paulatinamente echado a perder como se echan a perder todos los cuerpos, pero que él iba a permanecer porque él estaba en las cosas.

También me dijo que no podíamos ver a Fidel Castro como una persona, porque no lo era. Era un evento, una enfermedad, una cosa que nos sucedió, como la poliomielitis, algo que pasa y te deja torcido.

Me despedí a media tarde, salí a la calle y, en efecto, allí estaban todos a la intemperie, los más viejos y los menos viejos, los rubios y los negros y los tristes, rengueando a través de la ciudad.

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